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domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Fueron los hicsos antepasados de los hebreos?

Con el término hicsos se designa a un grupo humano, posiblemente semita, procedente del Próximo Oriente que se hizo con el control del Bajo Egipto a mediados de siglo XVII a.C., y que pudo coincidir en el tiempo con el asentamiento de Jacob (Israel) y sus hijos en las tierras del norte de Egipto, especialmente en On-Heliópolis, mencionada en la Biblia. El nombre de Heliópolis es de origen griego y significa «Ciudad del Sol», ya que la ciudad era la sede principal del culto al dios solar Ra. Fue una de las tres ciudades más importantes del antiguo Egipto junto con Tebas y Menfis. Los coptos (cristianos) la conocieron como On. Flavio Josefo, el gran historiador del siglo I nos describe a los hicsos como sigue:

«Durante el reinado de Tutimeos, por una causa que ignoro, la ira de Dios se abatió sobre nosotros; y de repente, de las regiones del Oriente una oscura raza de invasores se puso en marcha contra nuestro país, seguro de la victoria. Habiendo derrotado a los regidores del país, quemaron despiadadamente nuestras ciudades. Finalmente eligieron como rey a uno de ellos, de nombre Salitas, el cual situó su capital en Menfis, exigiendo tributos al Alto y Bajo Egipto».

Hicsos es el término helenizado de la denominación egipcia: «heqa-jasut» que significa «extranjeros». El equivalente romano sería «bárbaro». El origen de los hicsos constituye un misterio, pero parece ser que su invasión de Egipto coincidió con una época de grandes migraciones de pueblos semíticos procedentes de Canaán (Palestina) y Siria, y en la que, además, Egipto se hallaba sumido en graves crisis internas. Los hicsos conquistaron la ciudad de Avaris y posteriormente tomaron Menfis y fundaron las dinastías XV y XVI. Introdujeron en Egipto el caballo y el carro de guerra, por lo que algunos especialistas les han asociado con los belicosos hititas, cuyo poderío se desarrolló algunos siglos después.

Desde mucho antes de esta época (siglo XVII a.C.) ya había una considerable presencia semita en el delta del Nilo, originada por graduales oleadas migratorias. Los egiptólogos calculan que la duración de su dominio sobre Egipto fue de unos cien años. La capital del reino estuvo situada en la ciudad de Avaris en el delta del Nilo, y jamás controlaron todo el territorio egipcio, pues varios nomos (provincias) del sur no llegaron a estar totalmente bajo su control, entre ellas la de Tebas. El más conocido de sus reyes, y con el que el reino de los hicsos llegó a su apogeo, fue Apofis I, que gobernó en el siglo XVI a.C., y del que se ha encontrado una hermosa jarra de alabastro con su nombre en Almuñécar (Granada), al sur de España. Este Apofis I podría haber sido el faraón bíblico cuyo famoso sueño de «Las siete vacas gordas y las siete vacas flacas» es interpretado por José, hijo de Jacob, y a quien el faraón nombra virrey por su preclara inteligencia y honradez.

La aparición de los hicsos en Egipto plantea uno de los mayores interrogantes de la historia. Su origen étnico, cultura y duración de su permanencia en Egipto todavía son objeto de estudio e investigación. Si todo comenzó como una migración espontánea, que se transformó con el tiempo en una conquista militar y en la consiguiente ocupación del territorio egipcio, sigue siendo una incógnita. Según parece, los hicsos contaron con algunas ventajas tácticas que resultaron decisivas: la introducción del arco compuesto, la armadura de escamas metálicas, las dagas y espadas de bronce, la utilización del caballo y los carros de guerra (al final de su reinado), desconocidos por los egipcios hasta entonces, y el uso intensivo del bronce para confeccionar también las puntas de lanza y de flecha capaces de perforar los rudimentarios escudos de los infantes enemigos.

El ejército egipcio estaba compuesto esencialmente por lanceros y tropas de infantería ligera, y los soldados iban semidesnudos al combate, armados con hachas, mazas, lanzas y escudos de cuero. No utilizaban yelmo ni coraza. El pueblo egipcio se dedicaba esencialmente a la agricultura; los ejércitos se convocaban para fines determinados durante lapsos de tiempo muy cortos. Si los hombres se alistaban en el ejército, nadie cuidaba los campos, se perdían las cosechas y el hambre atenazaba a la población. Lo que a menudo planteaba un serio problema a los faraones del Imperio Medio.

No existía hasta ese momento un cuerpo armado regular y permanente, y el ejército egipcio se nutría básicamente de mercenarios, negros del sur y sardos del norte. Sólo los oficiales de mayor rango eran egipcios. No hay un origen étnico único en los hicsos: la población se formó con inmigrantes de las regiones de Canaán y Siria. Durante este período los nuevos soberanos no interrumpieron las costumbres egipcias, y en muchos casos las tomaron como propias, copiándose en papiros textos que recogían sus antiguas tradiciones.

Para algunos historiadores modernos, los hicsos fueron un conglomerado de pueblos semitas, nómadas y urbanos, que en algún momento iniciaron su migración al oeste debido a una hambruna o al desplome de los mercados de grano y ganado de Biblos y Megido. Para estos expertos, la gran expansión territorial de los hicsos, en los que algunos ven a los inmediatos antepasados de los hebreos, no se debió a una conquista militar, sino a razones comerciales y demográficas, y su presencia en puntos tan alejados como Cnosos, Bogazkoi, Bagdad, Canaán, Kush y el sur de la península Ibérica, tuvo su origen en motivos económicos y humanitarios, no en su poderío militar.

En cualquier caso, invadieron Egipto y se establecieron en el norte del país, ya fuese pacíficamente o por la fuerza de las armas. Al comienzo del siglo XVI a.C., la XVII dinastía gobernaba en Tebas. Los príncipes tebanos llevaron a cabo una guerra de reconquista que acabó con la expulsión de los hicsos de todo el territorio egipcio que habían ocupado.

La guerra fue larga y muy difícil, y varios de estos reyes tebanos murieron a consecuencia de las heridas sufridas en combate. Finalmente, el príncipe Ahmosé consiguió tomar la capital de los hicsos, Avaris, y expulsarlos definitivamente de Egipto hacia el año 1550 a.C. (la cronología es dudosa). Ahmosé prosiguió la lucha entrando en Siria y se convirtió en el fundador del Imperio Nuevo y en el iniciador de la XVIII dinastía, la más brillante de la historia egipcia, aunque no hubo una ruptura sucesoria con el linaje tebano de la XVII dinastía.

Es posible que tras la desintegración de aquella vasta confederación de pueblos semitas, las diferentes tribus emigrasen hacia los puntos de partida que habían abandonado sus antepasados, por lo que creemos factible que unos se instalasen en Canaán y otros se dirigiesen hacia el norte, más allá de Kadesh, hacia las montañas de Anatolia, para refundar allí el país de los hititas y el poderoso imperio que en tiempos del faraón Akenatón llegó a amenazar la supremacía de Egipto y Babilonia, las dos grandes potencias de la época en la región.

Carro de guerra hitita. Los oficiales hititas condujeron a los invasores hicsos y semitas

La cabeza de San Juan Bautista

Hay quienes han interpretado al ídolo Bafomet como la cabeza de san Juan Bautista, personaje particularmente venerado por los monjes del Temple. En los cuatro evangelios canónicos, el comienzo de la vida pública de Jesús lo marca su bautismo por Juan en el Jordán. Juan el Bautista [Jokanaán] es un personaje relativamente bien conocido gracias a la información que de él proporciona Flavio Josefo, quien afirma que era «un hombre de bien que animaba a los judíos [...] a ser justos los unos con los otros y píos hacia Dios, y a ir juntos al bautismo». (Antigüedades Judías, XVIII, 116—119). Asimismo, Josefo nos dice que Herodes Antipas lo ejecutó por miedo a que provocase una revuelta. Lo que en principio parece un tanto contradictorio: ¿qué podía temer Antipas de un solitario y excéntrico eremita que vivía en el desierto?

El mensaje de Juan, tal y como es reflejado por las fuentes, es muy parecido al de Jesús; según Mateo, en su predicación hacía referencia al «Reino de los Cielos» o «Reino de Dios» e insistía en la necesidad de un pronto arrepentimiento. El hecho de que Jesús se sometiese al rito bautismal sugiere que probablemente él también formase parte inicialmente de la comunidad religiosa del Bautista, que bien pudo inspirarse en el mensaje escatológico de los esenios de Qumrán. En los evangelios canónicos, Juan se considera a sí mismo un “precursor” y declara que “no es digno de desatar las sandalias de Jesús y que éste sustituirá su bautismo de agua por el bautismo [de fuego] en el Espíritu Santo”.

Por su parte, Jesús habla con gran respeto de Juan, afirmando que “entre los nacidos de mujer no se ha levantado otro mayor”, si bien añade que “el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que Él”. ¿Se refiere Jesús a Juan o a sí mismo?

En el evangelio de Juan se sugiere que entre los discípulos de Jesús y los del Bautista llegó a existir cierta rivalidad, pero se deja claro que Juan aceptó siempre su subordinación a Jesús. Lo que bien pudo ser una interpolación muy posterior, de los copistas y escribas anónimos de los siglos IV y V que reescribieron los evangelios originales. Debe tenerse en cuenta que los evangelios fueron escritos por seguidores de Jesús, con la finalidad de conseguir nuevos conversos. Si Juan el Bautista fue un personaje relativamente conocido y respetado en su tiempo (como parece demostrarlo el hecho de que Flavio Josefo se refiera respetuosamente a él en sus anales), esto explica que los evangelistas presenten a Juan admitiendo públicamente el liderazgo de Jesús.

Del estudio de las fuentes (sobre todo los evangelios sinópticos) se colige que Jesús predicó de forma itinerante en Galilea y la zona al norte de Judea y, preferentemente, en los medios rurales, en las aldeas que bordeaban el lago Genesaret. Sus más acérrimos seguidores fueron principalmente de extracción campesina, y le acompañaron también varias mujeres, lo cual resulta inusual en el contexto de los movimientos religiosos del judaísmo de la época. Escogió a doce apóstoles que simbólicamente representaban a las Doce Tribus de Israel. No obstante, ni los nombres de los apóstoles ni los relatos que refieren cómo se unieron a Jesús, coinciden en todos los evangelios, pero todos concuerdan en dar la cifra de esos Doce Apóstoles.

La crítica es prácticamente unánime al considerar que el núcleo del discurso mesiánico de Jesús era el anuncio del “Reino de Dios”. Sin embargo, existen importantes discrepancias a la hora de interpretar qué significa esta expresión en el contexto de la prédica de Jesús. El “Reino de Dios” se anuncia como algo inminente; en este sentido, la arenga de Jesús se inserta en el conjunto de la literatura apocalíptica del judaísmo, en la que existe la esperanza de una próxima intervención de Dios para favorecer a su Pueblo Elegido [Israel].

Para entrar en el “Reino de Dios” que Jesús profetiza es necesaria una transformación interior capaz de alcanzar todos los ámbitos de la existencia humana; así: “quien no se haga como un niño no entrará en el Reino”, (Mt 18, 1—5). Y el perdón es condición indispensable para un culto eficaz (Mt 5, 21—26). Esa necesidad, casi una exigencia, de “hacerse como un niño”, es decir, puro e ingenuo para participar de ese supremo misterio que representa ese enigmático «Reino». Existe bastante consenso entre los especialistas modernos en cuanto a que las soflamas de Jesús iban dirigidas en exclusiva al pueblo de Israel. Según Mateo, así lo dijo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15:24).

Se admite, sin embargo, que algunos gentiles [previa conversión al judaísmo] podían participar de este mensaje. Según los evangelios, Jesús sanó a algunos gentiles, como el criado del centurión en Cafarnaúm o la hija de la mujer siriofenicia, conmovido por la fe que pusieron en Él. Sin embargo, no hay unanimidad entre los estudiosos y eruditos con respecto a si Jesús se consideró a sí mismo un «Mesías de Israel», como afirman los evangelios canónicos, o si su identificación como tal pertenece a la teología cristiana. En los sinópticos, y especialmente en Marcos, Jesús admite implícitamente que es el «Mesías», pero se muestra cauteloso y renuente, y pide en numerosas ocasiones a sus discípulos que no divulguen el «Secreto».

Se considera generalmente como un dato histórico que Jesús se designó a sí mismo como «Hijo del Padre» [Bar-Abba] o «Hijo del Hombre», aunque no está claro si se trata de un título escatológico, como parece desprenderse de su empleo en Daniel y otros textos veterotestamentarios, o si es un mero circunloquio. En ningún caso se le habría pasado por la cabeza a Jesús revelarse como el «Hijo de Dios» [encarnado] o hacerse llamar así. Por lo que es imposible que esa parte de los evangelios recogiesen de forma fidedigna la primigenia tradición oral judeocristiana.

En líneas generales, la predicación de Jesús se mantuvo dentro del marco del judaísmo ortodoxo de su época, y Él no pretendía fundar una nueva religión, sino reinterpretar la existente para, por así decirlo, adaptarla a los nuevos tiempos. En algunos aspectos, sin embargo, Jesús entró en conflicto con la inflexible interpretación que de la ley mosaica hacían otros grupos religiosos (fundamentalmente los saduceos), sobre todo en dos aspectos: la estricta observancia del sábado y la purificación ritual. Existen discrepancias sobre cómo interpretar estos conflictos: como una controversia ética (prioridad del bien del hombre sobre la letra del precepto, de lo interior sobre lo exterior), como una controversia de autoridad (Jesús está investido de un “poder especial” y lo ejerce) o como una controversia escatológica: se inaugura un Tiempo Nuevo, una nueva etapa en la historia de Israel, como ya había anunciado Juan el Bautista en el desierto.

Hay que suponer que los escribas anónimos que recopilaron la tradición oral hebrea, y la transcribieron al griego, cometieron algunos errores. Posteriormente, a partir del siglo IV, esos textos “originales” escritos en griego, sobre una tradición oral, contada en arameo y siriaco, fueron traducidos al latín por otros escribas, también anónimos. Asimismo, podemos conjeturar, sin temor a equivocarnos, que se cometieron nuevos errores de traducción y de transcripción. Errores que en muchos casos suponían situaciones absurdas, afirmaciones insostenibles, y otras inexactitudes que, sin embargo, con el transcurso de los siglos, acabaron convirtiéndose en dogmas de fe, en pilares ideológicos irrefutables e inamovibles de la Iglesia católica. Tal vez por eso, las contradicciones entre los cuatro evangelios canónicos, son constantes. Algo que parece bastante grave si, como ha mantenido la Iglesia, esos textos fueron escritos por testigos directos —y redactados dentro de un periodo de tiempo de unos treinta a cuarenta años entre el primero (Marcos) y el último (Juan) — y, además, fueron inspirados por Dios.

Pero si existe en los evangelios un momento en el que la contradicción es superlativa, es en la descripción de las relaciones entre Jesús y Juan, llamado el «Precursor» y también el «Bautista». Para constatarlo, basta con repasar algunos pasajes de los evangelios canónicos referentes a las relaciones entre Jesús y Juan. Veamos en primer lugar Mateo; habla el Bautista:

«Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo, cierto, os bautizo en agua con vistas a la penitencia; pero en pos de mí viene otro más fuerte que yo, cuyas sandalias no soy digno de llevar; él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene ya el bieldo en su mano, y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja en fuego inextinguible.
»Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se oponía diciendo: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” Pero Jesús le respondió: “Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos todo en justicia”. Entonces Juan se lo permitió. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “Este es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias”» (Mateo, 3, 10—17).

Marcos (1, 1—11) nos viene a contar lo mismo, aunque de forma mucho más breve.
Lucas (1, 5—80) nos narra la concepción y el nacimiento del futuro Bautista, y nos precisa que María, futura madre de Jesús, es familiar de Isabel, madre del Bautista. Después (3, 1—22) nos relata su versión del episodio del bautismo de Jesús por Juan. No obstante, hace detener a Juan por los esbirros de Herodes Antipas y lo mete en prisión antes de mostrarnos a Jesús bautizándose. Lo cual hace que ignoremos, en la versión de Lucas, si fue Juan o uno de sus acólitos quien bautizó a Jesús.

La versión contenida en el evangelio de Juan es aún más precisa: «Al día siguiente vio venir a Jesús y le dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo. Yo no le conocía; más para que Él fuese manifestado a Israel he venido yo, y bautizo en agua”. Y Juan dio testimonio diciendo: “Yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre Él. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: ‘Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo’. Y yo vi, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”» (Juan 1, 29—34).

Aunque la redacción sea algo enrevesada aparentemente, todo está muy claro y diáfano. Juan vio a Jesús y adivinó que era el esperado Mesías, y que había recibido al Espíritu de Dios en su bautismo. Pues bien, consultemos de nuevo a Mateo: «Juan, habiendo oído en la cárcel hablar de las obras de Cristo, le mandó preguntar a través de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?”» (Mateo, 11, 2—4). Este versículo es clarísimo: Juan desconfía de Jesús, duda. Como diríamos hoy empleando una expresión coloquial: no lo tiene claro. Lo cual, aparentemente, es absolutamente contradictorio. ¿Cómo conciliar los dos relatos de Mateo? Sencillamente: consultando la versión de Lucas:
«Aconteció, pues, cuando todo el pueblo se bautizaba, que, fuese bautizado también Jesús…» (Lucas, 3, 21).

Así pues, Juan bautizó a Jesús, y éste se limitó a hacer «como todo el mundo». ¿Interés futuro? ¿Curiosidad? Nunca lo sabremos. Pero Juan no identificó, en modo alguno, a Jesús como el Cordero de Dios, ni vio abrirse los cielos ni descender paloma alguna sobre Jesús. Lo bautizó como a todos los demás, sin prestarle más atención. Y eso lo cambia todo. A fin de cuentas eran primos, sus madres se conocían, Juan recibió la Revelación o Apocalipsis, redactada por Jesús en el transcurso de su larga estancia en Egipto, y fue después de haber recibido este texto cuando se erigió en precursor, predicando, bautizando y preparando el camino:

«Revelación de Jesús, el Ungido, que Dios le confió para manifestar a sus siervos lo que ha de sobrevenir en breve, y que él dio a conocer por mediación de un ángel suyo que envió a su siervo Juan, el cual testificó la palabra de Dios y el testimonio de Jesús, el Ungido, que es cuanto vio». (Apocalipsis, Prólogo, 1, 1—2).

Pues bien, mensaje y mensajero se dicen, en griego aggelos, y de esa palabra han ido haciendo poco a poco, de traducción en traducción, ángelus, un ángel, un espíritu puro. Estamos muy lejos del prosaico sentido inicial. Y la prueba de que el Juan de Apocalipsis es el Bautista (y no el evangelista) se encuentra en sus propias palabras:

«Yo le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: “Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo”. Y yo vi, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Juan 1, 33—34).

Jesús se encontraba desde hacía largo tiempo en Egipto, y Juan en el desierto jordano. Un «mensajero» de toda confianza se presentó a Juan y le envió a bautizar en agua. Jesús dictó las instrucciones desde su exilio en Egipto a través del «mensajero» para que Juan fuese preparando el camino. Además el «ángel» le hizo entrega de la Apocalipsis o Revelación, cuyo autor era el propio Jesús.

Durante muchos años, por no decir siglos, se ha identificado el Apocalipsis como una profecía relacionada con el advenimiento del diablo o Satanás, precedido por el Falso Profeta y el Anticristo. Aunque no entraremos a fondo en el estudio de este texto, el Apocalipsis, que tanto interés escatológico y esotérico ha suscitado siempre, haremos ahora una breve aproximación a parte de su contenido y descifraremos algunas de las claves:

La Bestia que surge del mar: No es el diablo. Representa al Imperio Romano, paganos que habían desembarcado en Judea algunas décadas antes y sometido a los judíos. Posteriormente, entre los siglos II y III, a medida que avanzaba el cristianismo, se satanizó a la Roma pagana que perseguía a la Iglesia de Cristo, considerándola instrumento del feroz Dragón, o sea Satanás, o sea la vieja religión pagana, tanto la grecorromana como la celta, o el «Culto a la Diosa», muy extendido por toda la cuenca mediterránea y, particularmente mantenido en España bajo la apariencia de «tradición mariana», donde los antiguos santuarios paganos dedicados a la Diosa, se reconvirtieron en santuarios cristianos consagrados a la Virgen María.

La Segunda Bestia: Representa la adivinación, los oráculos y las instituciones religiosas de cualquier otro credo que no fuese el judío, y posteriormente el cristiano. Para los hebreos fundamentalistas del siglo I, las religiones extranjeras eran impuras, abominables, instrumentos de dominación, tiranía y despotismo. Y ése sentimiento lo exteriorizaban incluso en los diferentes países de acogida en los que se instalaban, ya fuese en Roma, Alejandría o Antioquía. Su desprecio por las demás religiones les granjeaba enseguida la antipatía y el odio de sus conciudadanos. Los judíos, como hoy los musulmanes, no hacían ningún esfuerzo por integrarse o mostrarse tolerantes, sino que además intentaban a toda costa imponer su religión y sus costumbres. El conflicto estaba servido de antemano.

Los Siete Reyes: Se corresponden con los siete primeros emperadores romanos, a saber: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón de la dinastía Julia-Claudia y, después de la crisis política tras la muerte del último (68), se suceden tres emperadores menores, o usurpadores, que no tendremos en cuenta: Galba, Otón y Vitelio. Para pasar a la nueva dinastía Flavia con Vespasiano, que inicia la guerra en Judea (66), su hijo Tito que la continúa y destruye el Templo (70) y Domiciano, al que se consideraba una reencarnación de Nerón por haber dirigido la segunda gran persecución contra los cristianos. Si contamos los cinco emperadores de la familia Julia-Claudia más los tres Flavios, vemos que suman ocho. ¿Hay un error en la profecía? No, lo que sucede es que los tres emperadores Flavios tenían prácticamente el mismo nombre: el primero era Tito Flavio Vespasiano; el segundo, e hijo del primero, Tito Flavio Sabino Vespasiano; y el tercero era Tito Flavio Domiciano. Con lo que, los atribulados hebreos de esa época, hicieron de los dos primeros, padre e hijo, un mismo emperador, lo que nos da los siete reyes, en realidad, emperadores romanos. Además, esos dos que unificaron en uno, y que eran padre e hijo, fueron los que dirigieron la guerra contra los judíos (66-73) que acabó con la destrucción del Templo (70) y la toma de Masada (73) por las legiones romanas.

El crucifijo invertido: como símbolo del diablo. Los romanos crucificaban con la cabeza hacia abajo a los que consideraban «enemigos del Estado». Luego ese modo de ejecución es, intrínsecamente, un símbolo de todo lo malo, de Roma y, además en las antiguas lenguas semíticas, entre ellas el hebreo, la palabra shatan designa al «Enemigo» militar o político. Eso es lo que significa en realidad Satanás, enemigo. Hoy le damos un carácter religioso y simbólico a la palabra, pero en la Antigüedad, en la época de Cristo, era una de las palabras que utilizaban los zelotes para designar a sus enemigos: los romanos.

Volvamos con Juan el Bautista. En Mateo (23, 35) y en Lucas (11, 51) nos enteramos, por el propio Jesús, de que Zacarías, el padre de Juan el Bautista, fue «matado entre el Templo y el Altar». Se aventuraron diversas versiones sobre la razón de esta muerte violenta de un hombre respetado y querido en su comunidad, que además era sumo sacerdote. Zacarías tuvo como sucesor al anciano Simeón, autor de la profecía sobre el Niño Jesús (Lucas, 2, 27 y 34).

Una de esas versiones atribuye el asesinato a los esbirros de Herodes durante la inexistente «Matanza de los Inocentes» ordenada por el pérfido rey. La imaginería cristiana quiso “rescatar” al futuro Bautista de esa carnicería supuestamente ordenada por Herodes el Grande. Pero dado que esa masacre de niños inocentes no está suficientemente documentada, esas explicaciones no resultan creíbles.

Otra versión de los hechos, ésta de origen gnóstico, y que ha llegado hasta nosotros gracias a Epifanio (Herejías, 26, 12), quien a su vez la habría encontrado en un manuscrito anterior, también de inspiración gnóstica, y titulada Genna Marias, nos relata el asesinato del siguiente modo:

«Zacarías estaría echando el incienso, según el rito vespertino, solo en el santuario, cuando tuvo una visión repentina, la de un hombre con cabeza de asno. Salió inmediatamente, enloquecido, y quiso decir a la multitud cuál era la auténtica naturaleza del dios que adoraban en el Templo. No pudo hacerlo, pues se quedó mudo de pánico y de horror. Después, cuando hubo recuperado el habla y pudo decirlo, la muchedumbre, indignada ante aquello que consideraba una blasfemia, mató a Zacarías».

Si hoy intentásemos explicar el hecho según lo que se nos ha descrito, probablemente la primera explicación que nos vendría a la mente es que el pobre hombre sufrió alguna especie de ataque, un infarto o una apoplejía que le dejó prácticamente al borde de la muerte. Es más, es posible que muriese a consecuencia de ese ataque, porque la explicación de la visión del hombre con cabeza de asno, recuerda mucho a la del ídolo Bafomet supuestamente adorado por los templarios y demonizado por la Iglesia. Posiblemente, la muerte de Zacarías se produjo en algún momento durante la rebelión del Censo, desencadenada en el año 6 d.C. y dirigida por Judas de Gamala, primo del propio Zacarías, y la muerte de éste no fue sino un episodio más dentro de ese conflicto armado. Por lo que es más que probable que Zacarías muriese asesinado a manos de los zelotes, y no de los hombres de Herodes.

Sobre la muerte del propio Bautista, también se han divulgado muchos errores e inexactitudes. Intentaremos restablecer la verdad. Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, primero etnarca de Galilea y Perea, y después tetrarca, al incorporar a sus dominios la Traconítide, la Batanea y la Gaulanítide, se había casado con la hija de Aretas, el rey nabateo de Petra, en el norte de Arabia. Pero poco tiempo después, Antipas se enamoró de Herodías, la esposa de su hermano Filipo, tetrarca de Abilene. Antipas le propuso a Herodías casarse con ella después de repudiar a la hija de Aretas. Ésta, en cuanto se enteró de la jugarreta que le estaba preparando su esposo, puso pies en polvorosa y se refugió en el palacio de su padre, en Petra. Aquello se convirtió en motivo de una corta guerra en la que las tropas del tetrarca Antipas fueron estrepitosamente derrotadas por los árabes nabateos.

Pero asumimos que aquello no debió importarle demasiado a Antipas, él ya tenía lo que quería, a Herodías, quien se consideraba divorciada de su anterior esposo, Filipo, por lo que empezó a vivir maritalmente con Antipas. Fue entonces cuando, ante las continuas invectivas de Juan el Bautista, que reprobaba al tirano por lo que él consideraba un adulterio permanente e incestuoso, Antipas ordenó arrestar a Juan y encarcelarle en la fortaleza de Maqueronte, aislada en medio del desierto. En Mateo leemos lo que sigue: «Jesús, habiéndose enterado de que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea…» (Mateo, 4, 12).

Este pasaje abre curiosos horizontes, por lo que:

Si Juan fue entregado, podemos deducir que fue traicionado y que se escondía. Esa parece la actitud de un contumaz conspirador, no la de un inofensivo santón asceta que clama en el desierto.

Si Juan fue detenido simplemente porque reprochaba a Antipas su adulterio con la bella Herodías, ¿en qué afectaba esto a Jesús? ¿Qué necesidad tenía éste de involucrarse? Por el contrario, si Juan era el brazo derecho de Jesús, en un ámbito estrictamente político y mesiánico, se comprende que éste tomase precauciones y pusiese tierra de por medio.

Por lo tanto, podemos deducir, que entre los años 28 y 29 Jesús y Juan llevaron a cabo una amplia campaña de agitación social y propaganda política, y no una inofensiva y trivial prédica de contenido moralizante y religioso. Y Flavio Josefo nos aporta la prueba, al decirnos lo siguiente sobre el Bautista:

«Se habían congregado gentes a su alrededor, porque estaban muy exaltadas oyéndole hablar. Herodes [Antipas] temía que semejante facultad de persuadir suscitara una revuelta, ya que la multitud parecía dispuesta a seguir en todo los consejos que daba este hombre…» (Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos, XVIII, V, 118).

Añadiremos a esta breve biografía dos fechas importantes en la vida del Bautista: el 28 de mayo del año 31, fecha en que habría sido encarcelado en la fortaleza de Maqueronte. Y el 29 de marzo del año siguiente, por consiguiente del año 32, en que habría sido ejecutado. Pero entonces ¿qué era Maqueronte?

Maqueronte era una plaza fuerte situada en Transjordania, en los confines de la Perea, en la frontera del reino nabateo y se elevaba 750 metros sobre la plomiza superficie del mar Muerto. Antipas había construido allí una fortaleza inexpugnable, en el interior de la cual se encontraba una prisión. Sería allí, según la antigua tradición cristiana donde habría que situar la escena de la danza, y de la decapitación del Bautista que la siguió.

Pero es posible que no fuese así. Los textos evangélicos son particularmente imprecisos en lo que se refiere a ese episodio. Si situamos la famosa danza en el palacio habitual de Antipas, en Tiberíades, el relato es poco plausible. Entre Tiberíades, situada a orillas del lago Genesaret, también conocido como mar de Galilea, y Maqueronte, que se hallaba en la orilla oriental del mar Muerto, hay una distancia aproximada de ciento cuarenta kilómetros. Por lo tanto, el verdugo designado por Herodes habría tenido que recorrer de noche, y en pocas horas, una distancia de doscientos ochenta kilómetros entre la ida y la vuelta. Algo imposible en aquella época.

Por otra parte, Flavio Josefo, al relatarnos los pormenores de la construcción de la fortaleza de Maqueronte, llamada originalmente Herodión, no nos dice nada acerca de que albergase ningún palacio, y enseguida comprenderemos el motivo. Sin embargo, Josefo, sí que nos describe el palacio que Herodes Antipas hizo construir cerca de Jerusalén, lujosamente acondicionado, y que fue denominado asimismo Herodión. Por lo tanto, es ahí donde hay que situar la escena de la danza, durante la celebración de una bacanal, y la decisión de ejecutar al Bautista, se tomaría en el transcurso de dicha fiesta. Pero la ejecución del asceta no se produjo allí, en el mismo momento que se tomó la decisión de hacerlo. Sencillamente porque Juan no estaba allí, en Herodión, cerca de Jerusalén, sino en Maqueronte, a orillas del mar Muerto.

Veamos ahora otra contradicción. En los dos evangelios que narran la decapitación del Bautista, Mateo (14, 11) y Marcos (6, 28), la bailarina que fascina a Herodes es Salomé, la hija de Herodías, la lujuriosa esposa del rey. Esos textos alcanzaron gran profusión en todo el mundo cristiano en el siglo IV. Ahora bien, en esa época, y aún bien entrado el siglo V, la bailarina que fascina a Herodes Antipas es la propia Herodías, y así lo creía Juan Crisóstomo, quien llegó a comparar a la emperatriz Eudoxia con Herodías, y se consideraba a sí mismo como el nuevo Bautista porque Eudoxia lo detestaba y presionó a su esposo, el emperador de Oriente, para que lo mandase al exilio en varias ocasiones. Lo mismo sucede con Atanasio de Alejandría, para quien Herodías fue simplemente una bailarina, todo lo más, una de las cortesanas habituales en el palacio de Antipas. Tampoco prestaremos demasiada atención a lo que nos dice Atanasio, pues conocemos el obsesivo empeño de los primeros padres de la Iglesia por difamar al género femenino. Así, dos reinas, primero Herodías y cuatro siglos después Eudoxia, son degradadas al rango de cortesanas, y no serán las únicas, la Iglesia hizo exactamente lo mismo con María Magdalena, la más que presumible esposa de Jesús.

Y esto nos plantea un nuevo problema. Herodes Antipas, al hacer detener y encarcelar lejos al Bautista, quiso hacerle callar y cortar cualquier contacto suyo con sus seguidores, que los tenía, y no eran pocos. Pero por prudencia política, el rey se limita a recluir al furibundo ermitaño, eso sí, en una alejada prisión perdida en medio del desierto nabateo. Y esa prisión no era otra que Maqueronte. Pero Antipas no se atreve a ejecutarle, sabe que Juan goza del favor y el cariño del pueblo, es un profeta, y muchos de sus más fervientes partidarios le consideran «Elías reencarnado» y a los ojos de los hebreos, sería un sacrilegio atentar contra su vida o infligirle mal alguno. También es plausible que, detrás de la admiración que el mismo Herodes parecía sentir por Jokanaán, alias Juan el Bautista, se ocultase un incipiente sentimiento de culpabilidad.

De modo que, cuando hubo sido pronunciada la imprudente promesa del rey, sin duda debido a la embriaguez del banquete, y el tirano se vio forzado a cumplir su palabra, quizá la lejanía de la cárcel donde se encontraba confinado el Bautista, le hiciese albergar la esperanza de librar a Juan de la muerte, desdiciéndose así de sus imprudentes palabras.

Recapitulemos. Salomé (o Herodías, su madre) danza maravillosamente delante de Antipas y su corte. Antipas, como recompensa, promete concederle todo lo que desee, aunque se trate de la mitad de su reino. Salomé (o Herodías) pide entonces la cabeza del Bautista. ¿Lo conocía? Es poco probable. Las mujeres de su posición salían raramente, y si lo hacían era dentro de literas cerradas, escoltadas por esclavos o eunucos armados, que despejaban las calles mucho antes de su paso. Y precisamente ese detalle es el que sacará del aprieto a Herodes Antipas.

Llama a uno de sus oficiales. Le susurra una orden al oído. El soldado desaparece. Algunos momentos más tarde la fiesta es de nuevo interrumpida: el oficial regresa. Detrás de él, un verdugo lleva, sobre una gran bandeja, la cabeza del Bautista. O, mejor dicho, una cabeza exangüe, la cabeza de un hombre, barbudo y de abundante cabellera, de rostro pálido y escuálido. Eso es, al menos, lo que nos cuentan Mateo y Marcos, en quienes, por otra parte, el relato está ostensiblemente intercalado.

Podía tratarse de la cabeza de cualquier eremita que, debido a los votos, jamás se hubiera cortado los cabellos y la barba, y cuya delgadez extrema fuese consecuencia de sus constantes ayunos o del propio aislamiento en que vivía. Juan el Bautista no era el único asceta de Judea en aquellos tiempos. Podía ser también la cabeza de un preso común, encarcelado desde hacía muchos años en una mazmorra inmunda, y que desde su encarcelamiento no hubiera podido cortarse los cabellos ni la barba, y que estuviese demacrado y delgado en extremo debido a la pésima alimentación carcelaria.

Pero ¿se trataba realmente de la cabeza del Bautista, encarcelado a más de ciento cuarenta kilómetros de allí, en los confines del desierto transjordano? La orden fue ejecutada con demasiada rapidez para que ello fuese posible, y Tiberíades está muy lejos de Maqueronte. ¿Por qué no pudo haberse desarrollado la fiesta en Maqueronte? Es poco probable y, una vez más, Flavio Josefo nos da las claves. Se trata de una fortaleza fronteriza, perdida en los confines del desierto, sin agua, sin palacios ni jardines en el interior de sus murallas. Por otra parte, desde el punto de vista estratégico, Antipas hubiese sido un necio si se hubiese encerrado en aquella ciudadela, en la misma frontera del reino nabateo de Aretas, su declarado y mortal enemigo tras haber repudiado Herodes a su hija. La fortaleza de Maqueronte se encontraba en la misma línea divisoria del reino nabateo y el de Antipas, y si éste se hubiese confinado allí, corría el riesgo de que los árabes de Aretas hubiesen asediado la fortaleza para capturarle. Asimismo, Flavio Josefo nos confirma que Herodes Antipas no iba jamás por allí.

Además, ¿cómo iba Herodes a exponer a la mujer que tan apasionadamente amaba, a la previsible venganza de la hija de Aretas y a la triste suerte que le esperaba si era hecha prisionera? Todo eso es impensable. Por el contrario, en la época de la muerte del Bautista, Tiberíades goza de un delicioso clima templado. Mientras que Maqueronte se halla inmersa en la estación de las terribles tempestades de arena que entonces barren la desértica meseta del Moab.

Por lo demás, la estancia en Maqueronte no podía entusiasmar en modo alguno a una mujer sofisticada y de gustos refinados como Herodías. La solitaria fortaleza no contaba con jardines encantadores, ni surtidores de agua como el palacio de Tiberíades. En Maqueronte sólo había agua de cisterna, un único pozo, y las fuentes más próximas se encuentran a veinte kilómetros de allí. Y en las ruinas actuales de la ciudadela, que culmina todavía a más de cien metros del foso defensivo, no hay ningún vestigio arqueológico que confirme que ese terrible lugar abrasado por el sol hubiese albergado jamás un palacio digno de Herodes Antipas y, sobre todo, de la fascinante reina de gustos exquisitos que él idolatraba.

Juan debió ser enterrado en Maqueronte, en la misma fortaleza donde había sido encerrado, y luego ejecutado. Sin embargo, una tradición muy posterior, situaba su tumba en Sebaste, en Samaria, a más de setenta kilómetros de allí en línea recta. Por su parte, Teodoredo nos habla de otro lugar, también en Samaria, llamado Makeron o Migron. Nosotros pensamos que se trata, una vez más de una mala transcripción de Maqueronte por Makeron, que acabó convirtiéndose en Makron o Magrón, lugar citado en las Escrituras, en Isaías (10, 28) y en 1Samuel (14, 2). La tumba de Eliseo no estaba lejos de allí, y, según la tradición, los Patriarcas fueron inhumados en dicho lugar.

Asimismo, una tradición cristiana del siglo IV, pretendía que la cabeza del Bautista fue llevada a Damas, en tiempos del emperador Teodosio (muerto en 395), y que dicha reliquia se veneraba en la iglesia que allí se edificó. Todavía hoy, en la mezquita de los Omeyas, un edículo de mármol pretende contenerla. Otra tradición cuenta que la cabeza fue llevada de Jerusalén a Cilicia, y luego de Cilicia a Constantinopla.

Observaremos que no se habla del cadáver. Sólo de la calavera. Por otra parte, las calaveras de decapitados revestían un poderoso simbolismo. Baste recordar la cabeza de Bran, en la mitología celta, que también suele ser representada sobre una bandeja, como la de Juan. De hecho, la cabeza que fue entregada sobre una bandeja a Salomé (o a Herodías) debió sufrir la suerte reservada a los restos humanos de los ajusticiados en Oriente Medio. Se las exponía ensartadas en una pica, en un lugar público o en lo más alto de las murallas, a fin de que su carne fuese devorada por las aves carroñeras. Cuando ya estaba la cabeza descarnada, es decir, cuando no quedaba más que la monda calavera, de lo que en vida había sido un «enemigo», se la depositaba sobre una pira mezclada con basura y otras inmundicias, y se la quemaba.

Es lo que sucedió, ya en el siglo XV, con la cabeza del legendario Vlad Tepes el Empalador, más conocido como «Drácula» por la novela homónima de Bram Stoker: a consecuencia de una traición, fue derrotado y encarcelado por lo turcos, que le decapitaron y clavaron su cabeza en una pica donde permaneció expuesta durante bastante tiempo y después su calavera fue incinerada.

También es muy posible que Herodes Antipas se hubiera acordado de la amenaza general, proferida muchos siglos antes por el profeta Amós, que condenaba implícitamente, entre los hijos de Israel, la incineración de los cadáveres: 

«Y como ha quemado, calcinado, los huesos del rey de Edom, enviaré el fuego a Moab, y devorará los palacios de Kerijoth, y Moab perecerá en medio del tumulto, en medio de los gritos de guerra y del estrépito de las trompetas… Y mataré a todos sus jefes con él, dijo el Eterno…». (Amós, 2, 2).

En este caso, Antipas habría dado las órdenes oportunas para que la cabeza de Juan no fuese profanada. Únicamente lo fue, sin duda, la del desdichado decapitado anónimo entregada a Herodías como la del Bautista. En cuanto a Juan, éste debió morir algunos días después del banquete ofrecido por Antipas en el palacio de Tiberíades. El tirano no podía eludir su promesa y dejar con vida a aquel que constantemente escarnecía y humillada a su nueva esposa. Tarde o temprano la reina habría descubierto el ardid, y su pasión por Antipas se habría enfriado. Un mensajero debió partir hacia Maqueronte la misma noche del banquete. Tardaría unos cuatro días entre ir y volver. Y allí, en los calabozos de la fortaleza perdida en medio del desierto, la espada cayó por segunda vez. A menos que, y esa es otra posibilidad, dejasen a Juan sin agua y sin víveres para que muriese de hambre, evitando así verter la sangre del profeta.

Y teniendo en cuenta lo largo del camino y el calor, es poco probable que cerca del castillo se encontraran unos piadosos discípulos que, advertidos de la ejecución de su líder espiritual, esperasen allí para llevarse el cadáver del ajusticiado a Samaria. En primer lugar, podían temer ser también arrestados y ejecutados, y en segundo lugar, aunque les hubiesen entregado los restos del Bautista, habrían tardado varios días en llegar a Samaria, con lo que se habría iniciado el proceso de descomposición del cuerpo. Es poco factible.

Juan el Bautista fue inhumado en Maqueronte, allí donde había muerto, y fue enterrado sin que se le aplicasen los preceptivos oficios religiosos de la época, como eran enterrados los condenados a muerte entonces, eso si el cadáver no fue arrojado sin más contemplaciones desde las murallas al barranco que servía de foso defensivo natural. Los aves carroñeras habrían dado buena cuenta del cadáver en cuestión de horas. Por otra parte, el siguiente pasaje de las Guerras de los Judíos, de Flavio Josefo, es determinante como prueba de que el Bautista, al igual que Jesús, era seguidor de la doctrina de Judas de Gamala:

«Había entonces un hombre que recorría la Judea vestido de forma extraña, con pelos de animales enganchados a su cuerpo en las partes en que no estaba recubierto por su propio vello, y su rostro parecía el de un salvaje. Abordaba a los judíos y los llamaba a la libertad, diciéndoles: “Dios me ha enviado para mostraros el camino de la ley gracias a la cual os salvaréis de tener a varios amos, y ya no tendréis sobre vosotros a ningún amo mortal, sino tan sólo al Altísimo, que me ha enviado…”» (Op. cit., 2, 2).

»Al oír estas palabras el pueblo se sentía feliz, y toda la Judea le seguía, así como los alrededores de Jerusalén. Y no hacía otra cosa que sumergirlos en las aguas del Jordán. Y los hacía marchar, enseñándoles a dejar de hacer el mal, y diciéndoles que les sería dado un rey que los liberaría y que sometería a todos los insumisos, y que él mismo no estaría sometido a nadie. Unos se burlaban de sus palabras, otros creían en ellas…» (Op. cit., 2, 2).

No hay más que comparar estos dos párrafos para constatar que el segundo es la contradicción del primero. Es un añadido posterior de los copistas cristianos. Una vez más, se habla de someter a los insumisos, la idea general del islam: someter.

El primer párrafo se ajusta perfectamente, en sus términos, a la doctrina de Judas de Gamala, y parece fiable. Desgraciadamente, los postizos siguientes han sustituido a los pasajes originales de Flavio Josefo, muy manoseado por los escribas cristianos a fin de conferir legitimidad histórica a su fantástica leyenda. Sin duda, el manuscrito original de Josefo nos habría aportado mucho más que las copias tergiversadas de los siglos IV y V que nos han llegado. Obsérvese también que se habla de ‘Judea’ y de los ‘judíos’, los descendientes de Judá, exclusivamente, no se habla de Israel, término que englobaría a las Doce Tribus fundadas por todos los hijos del patriarca Jacob (Israel).

En cuanto a la razón por la cual Juan había adherido pelos de animales sobre algunas partes de su cuerpo que habitualmente no están revestidas de vello, es fácil ver en ello una provocación, una advertencia a la dinastía herodiana, usurpadores ‘extranjeros’ del trono de los reyes-sacerdotes macabeos.

Haciéndolo los comparaba a Esaú, el primogénito de Isaac, hijo de Abraham, que estaba cubierto de vello (Génesis, 25, 25—26 y 27, 16—17). Éste fue el ardid que utilizó Jacob —que más tarde adoptó el nombre de Israel— para engañar a su padre Isaac al sustituir a Esaú, su hermano mayor y primogénito, que había cedido a su hermano los derechos de herencia, a cambio de un plato de lentejas. Pues bien, Jacob significa «suplantador», y Jesús (a quien Juan anuncia) deberá suplantar a los tetrarcas impuestos por Roma. Por último Esaú, el «velludo», fue el primero de los dos gemelos que salió del vientre materno. Y de los dos gemelos que trajo al mundo María, Jesús era el primogénito.

Para los judíos, que estaban perfectamente al corriente de la forma metafórica de hablar de sus antiguos profetas, quienes siempre hacían preceder sus palabras de aspavientos, gesticulaciones o exageradas actitudes simbólicas, Juan desempeñaba perfectamente su papel, y se expresaba esotéricamente, conforme a la tradición. Hasta aquí hemos seguido el ‘guión’ clásico de la leyenda del Bautista, contentándonos con subrayar los anacronismos y algunas incongruencias con respecto a la realidad histórica del momento. Recapitulemos para centrarnos en lo esencial.

Herodes el Grande murió en el año 4 a.C. A su muerte, acaecida en el mes de Nisán (21 de marzo al 21 de abril), su hijo primogénito, Arquelao, se embarca rumbo a Roma para que el emperador Augusto le ratifique como heredero de su padre y rey, virrey más bien, de Judea en nombre de Roma. Su hermano Herodes Antipas hace exactamente lo mismo, pero con la intención contraria. A su regreso de Roma, éste último convencerá a su cuñada Herodías, para que abandone a su esposo Filipo, hermanastro de Antipas, y se vaya a vivir con él. Les acompañará la bella princesa Salomé, hija de Herodías y Filipo. Esta decisión de Herodías —la de abandonar a su esposo— se sitúa según Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos, (Libro XVIII, V, 136), poco después del nacimiento de la princesa Salomé.

Por consiguiente, deducimos que en el año 4 a.C., la celebérrima Salomé está ya en el mundo y cuenta alrededor de un año de edad. La muerte del Bautista se sitúa en torno al año 29—30 d.C., en esa época Salomé tendría, por lo menos, unos treinta y cinco o treinta y seis años de edad (5 + 30). Hay que sumar también el año ‘0’. La historia contada fielmente por Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos (XVIII, V, 137) nos dice que ella —Salomé— se había casado primero con su primo Filipo, hijo de Antipas, quien era a su vez, su tío natural y por su unión con Herodías, su padrastro.

Al morir Filipo [hijo de Antipas] sin dejar descendientes tras su unión con Salomé, está se casará otra vez, ahora con Aristóbulo, hijo de Herodes de Calcis, hermano de Herodes Agripa, y por lo tanto, hijo de Aristóbulo IV, ejecutado el año 7 a.C., y que era hijo de Herodes el Grande. De esta segunda unión con Aristóbulo, Salomé tuvo tres hijos.

Pero Herodías, en la época de la muerte Juan el Bautista, tendría alrededor de los cincuenta ó cincuenta y cinco años, tal vez más. Años de entonces, una época muy dura en la que no existían las clínicas de cirugía estética ni los liftings. Así que podemos decir que alrededor de los años 30—35, entre los que suele situarse la muerte del Bautista y la Crucifixión, Herodías era ya una mujer anciana, y su hija Salomé, una mujer madura.

Y aquí nos planteamos el problema de la veracidad de los evangelios canónicos en cuanto a la causa real de la muerte del Bautista. Regresemos a través del túnel del tiempo al fastuoso banquete ofrecido por Herodes Antipas en su magnífico palacio de Tiberíades. Por supuesto, entre los asistentes se encuentra Herodías, la mujer a la que él tanto ama. Y también se encuentra entre los asistentes, Salomé, y su esposo de entonces, que es probablemente Aristóbulo, su segundo marido, si ella se casó por primera vez a los quince años de edad con Filipo, el esposo difunto, o sea hacia el año 10 d.C. Cerca de ellos, alrededor de la gran mesa dispuesta en forma de herradura de los banquetes antiguos, están los oficiales, dignatarios y los consejeros de Herodes, toda la corte, en una palabra.

¿Resulta verosímil el episodio en el que el tetrarca idumeo (árabe) pide a Salomé, su hijastra y madre de familia, y delante de su esposo, un príncipe entre los suyos, que baile y se exhiba medio desnuda ante los ojos lujuriosos de otros hombres?

La pregunta se contesta sola. En Oriente, y también en Roma y todo el entorno mediterráneo, en aquella época, se contrataba a bailarinas y músicos profesionales para amenizar los banquetes. No se pedía a las esposas y a las hijas, ni en Judea ni en Roma, que bailasen delante de los invitados. Por otra parte, el oficio de bailarina estaba muy desacreditado y era prácticamente sinónimo de prostituta. Pedirle a cualquier mujer respetable que bailase para otros hombres era insultarla gravemente, a ella y a su esposo. Por lo tanto, es sencillamente impensable que Herodes, un noble, un rey entre los suyos, pidiese a su nuera, que era al mismo tiempo su sobrina, que se entregase a movimientos pélvicos sinuosos y sugerentes para ejecutar una danza con el propósito de distraer o agasajar a sus invitados, por otra parte, todos ellos, sin excepción, sus súbditos y subordinados. Pero además de todo esto, debemos tener en cuenta que estamos hablando de una mujer que se acercaba ya a los cuarenta años y que, en aquella época, en Oriente, teniendo en cuenta la dureza de las condiciones de vida, debía ser víctima de un envejecimiento prematuro. Cuarenta años de entonces, venían a ser sesenta de la actualidad, lo que sin duda habría causado estragos en el otrora hermoso rostro de Salomé. Asimismo, ni siquiera cabe plantearse la posibilidad de que la bailarina de aquella memorable velada fuese Herodías, esposa de Antipas y madre de Salomé, que por aquellos días debía encontrase en el umbral de los sesenta años.

¿Y qué posibilidad había de que un soberano oriental ofreciera públicamente a una mujer, aunque fuese su esposa o su hija, la mitad de su reino a cambio de complacerle? Ninguna, de haberlo hecho, en el mejor de los casos, habría perdido el respeto de todos sus súbditos, consejeros y oficiales. El que un hombre se rebajase públicamente ante los caprichos de una mujer, aunque ésta fuese también reina, le habría hecho merecedor del desprecio de sus hombres. Le habrían tomado por loco y abandonado.

Herodes Antipas ordenó la detención de Juan el Bautista y lo encarceló en una lóbrega mazmorra en la más recóndita fortaleza de sus dominios, Maqueronte, en el desierto de Moab, y finalmente lo hizo decapitar, al cabo de un año de su encierro, y sus restos insepultos, como los de cualquier condenado, acabaron devorados por las alimañas de los alrededores de la desolada fortaleza perdida en el desierto.

Los siempre misóginos padres de la Iglesia, no podían dejar pasar la oportunidad de demonizar al sexo femenino representado por la voluptuosa reina Herodías. Según los evangelios ella pide la cabeza del Bautista que no cesa de reprobar su unión ‘incestuosa’ con Antipas, cosa más que discutible ya que si la célebre danza tuvo lugar alrededor del año 30, la pareja llevaba ya unos veinticinco años conviviendo cuando se produce la ejecución del Bautista. Sin embargo, la propia tradición popular siempre ha señalado a Salomé, la hija de Herodías, como la ‘bailarina’ causante de la muerte de Juan el Bautista.

Ahora, para retomar el asunto de los templarios que nos ocupa, supondremos que, efectivamente, el Bautista fue decapitado, su cabeza ofrecida a Salomé en una bandeja y el cuerpo fue sepultado por sus discípulos. Según cuentan las leyendas, la cabeza habló en repetidas ocasiones, revelando su paradero. Sin embargo, una antigua tradición asegura que fue encontrada en Constantinopla a principios del siglo XIII y colocada, también, sobre una bandeja. Recordemos que el Santo Grial se asocia a un cáliz, pero también a una bandeja. ¿En recuerdo del Bautista?

En las leyendas medievales, se muestra a los templarios como custodios de ese objeto que tiene el poder de hacer florecer los árboles y germinar las plantas. Al respecto, cabe recordar que algunos sellos templarios muestran una cabeza con tupida barba (curiosamente los caballeros no la utilizaban), algunas de las cuales aparecen sobre una bandeja. Es posible pensar que mientras los caballeros estuvieron en Jerusalén pudieron haber entrado en contacto con los mandeístas, una secta cristiana que tenía a Juan el Bautista como el verdadero Mesías; de ahí que se haya dicho que, entre los rituales efectuados por los monjes con relación a Bafomet, utilizaban las palabras: «Adorad esta cabeza pues es vuestro Dios».

Esto podría llevarnos a pensar que los templarios tendrían en su poder la cabeza momificada del bautista. Sin embargo, ¿cuántos “Bautistas” deberían haber sido decapitados para que este culto se realizara en todas las provincias en las que el Temple tenía una encomienda?

En diferentes enclaves templarios se han encontrado muchas tallas en piedra que podrían ser consideradas cabezas bafométicas; de hecho, en el de Caracena, en la provincia de Soria, hay una en el ábside que tiene tres narices, seis ojos y una gran boca que abarca lo que serían los tres rostros.

Lucifer: ¿ángel o demonio?

Esta tenebrosa figura del cristianismo, es un arquetipo que proviene de la fusión de la mitología pagana grecorromana y la judeocristiana. La caída de Jerusalén (70) y la consiguiente diáspora del pueblo judío, tuvo, como consecuencia inmediata, la expansión del cristianismo, todavía una secta minoritaria dentro del judaísmo, por todas las provincias del Imperio. A partir del año 135, tras la derrota sufrida por los judíos frente a Roma en la segunda Revuelta, la ruptura entre judeocristianos y judíos ortodoxos fue inevitable. En el transcurso de los siglos II y III el cristianismo evolucionó para convertirse en una nueva religión que, a su vez, además de incluir diversos elementos propios del judaísmo y otras religiones orientales, adoptó también muchas figuras y personajes propios del paganismo grecorromano y de otras culturas autóctonas, además de las célticas y germánicas, que fue incorporando a su particular panteón de deidades menores. No es exacto decir que el cristianismo sea una religión «monoteísta», como lo demuestra la abundante existencia de Vírgenes y Santos. Además de los espantosos «demonios» que se fueron añadiendo a partir del siglo IX, coincidiendo con el temido Fin de los Tiempos profetizado por los apologetas del Apocalipsis previsto en el año 1000.

Uno de los nuevos personajes que empezó a tomar forma fue el de Lucifer, el ángel caído judeocristiano que, a su vez, guardaba numerosas coincidencias y similitudes con el Prometeo clásico, que a su vez compartía muchos rasgos con el Adán judeocristiano y con su compañera Eva. En la mitología griega, Pandora fue la primera mujer, hecha por orden de Zeus como parte de un castigo impuesto a Prometeo por haber revelado a la humanidad el secreto del fuego. El término «Lucifer» proviene del latín lux (luz) y fero (llevar o portar) de ahí su identificación como el «Portador de Luz». En la mitología romana, Lucifer es el equivalente griego de Eósforo (Έωσφόρος) el «Portador de la Aurora». Este concepto se mantuvo en la antigua astrología romana en la noción de la stella matutina (el lucero del alba) contrapuesto a la stella vespertina o el véspere (el lucero de la tarde o véspero), nombres éstos que remitían al planeta Venus, que según la época del año se puede ver cerca del horizonte antes del amanecer o después del atardecer. Estaríamos, además, ante un ejemplo de figura de culto propia de una sociedad patriarcal que se ha impuesto a una antigua sociedad matriarcal.

No obstante, además del sentido grecolatino del término, Lucifer ya era identificado por la tradición veterotestamentaria con una estrella caída y, por añadidura, con un ángel. Un texto del profeta Isaías que aparentemente habla de un rey no creyente en el dios hebreo Yahvé, podría estar contando el antiguo mito del ángel caído:

«¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! Has sido abatido a la tierra, dominador de naciones! Tú que dijiste en tu corazón; “Al cielo subiré, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el monte de la Reunión en el extremo Norte. Subiré a las alturas del nublado, y seré como el Altísimo”». (Isaías, 14, 12-14)

Otro texto del Antiguo Testamento, esta vez del profeta Ezequiel podría también explicar esa leyenda:

«Hijo del Hombre, entona una elegía sobre el rey de Tiro. Le dirás: “Así dice el Señor Yahvé: Eras el sello de una obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas, aderezados desde el día de tu creación. Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo, estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego. Fuiste perfecto en su conducta desde el día de tu creación, hasta el día en que se halló en ti iniquidad. Por la amplitud de tu comercio se ha llenado tu interior de violencia, y has pecado. Y yo te he degradado del monte de Dios, y te he eliminado, querubín protector, de en medio de las piedras de fuego. Tu corazón se ha pagado de tu belleza, has corrompido tu sabiduría por causa de tu esplendor. Yo te he precipitado en tierra, te he expuesto como espectáculo a los reyes. Por la multitud de tus culpas por la inmoralidad de tu comercio, has profanado tus santuarios. Y yo he sacado de ti mismo el fuego que te ha devorado; te he reducido a ceniza sobre la tierra, a los ojos de todos los que te miraban. Todos los pueblos que te conocían están pasmados por ti. Eres un objeto de espanto, y has desaparecido para siempre”». (Ezequiel, 28, 12—19)

Y en este texto de Ezequiel vemos que el profeta utiliza el término «Hijo del Hombre», el mismo que empleaba Jesús para referirse a sí mismo, que no era el de «Hijo de Dios», que más tarde impuso la Iglesia, y que para un judío hubiese supuesto una blasfemia. Y debemos recordar que Jesús y sus discípulos eran judíos, no cristianos. Según algunos mitos hebreos no bíblicos (es decir, que no pertenecen al corpus de la Biblia propiamente dicha) por lo tanto heterodoxos, Lucifer o Luzbel era un querubín que por soberbia se rebeló contra Dios y fue expulsado del cielo por el arcángel Miguel como castigo. A pesar de que el judaísmo consideraba a Lucifer y a Satanás como dos entidades separadas, el cristianismo fundió ambos conceptos para identificarlos con el «diablo» (Apocalipsis, 12, 9). Pero en realidad, el Apocalipsis de Juan (que no fue escrito por el Evangelista, sino por el Bautista), como él mismo reconoce, es obra del propio Jesús, y «Lucifer» no tiene nada que ver con el «diablo» cristiano. Asimismo, el término «Satanás» original es de lo más terrenal, sin ninguna connotación esotérica. Etimológicamente hablando, la palabra Satanás deriva del antiguo arameo (la lengua común que se hablaba en Judea en tiempos de Cristo) y del vocablo שטנא shatan, que significa adversario, enemigo, acusador.

¿Qué sabemos realmente de Satanás?
Satán es una entidad inmaterial que en muchas religiones actuales representa la encarnación suprema del «Mal». En la religión judeocristiana es llamado «Príncipe de los Demonios» o «Príncipe de las Tinieblas». Pero la raíz shtn significa impedir, hostigar, oponerse, y el sentido primario de shatan es simplemente enemigo, adversario, sin más connotaciones místicas (1Samuel, 29, 4; 1Reyes, 5, 18; 1Reyes, 11, 14 y 25). Por otra parte, en Números se llama shatan (en el sentido de adversario u oponente), al ángel que el Dios hebreo, Yahvé, envía para impedir que el “falso profeta” o vidente impío Baalam, maldiga al pueblo de Israel (Números, 22, 22—32). Luego ahí, Satán, está ejecutando una orden directa de Yahvé, precisamente para impedir una maldición, es decir, una mala acción.

El término shatan entra después en la vida jurídica israelita, y alcanza el sentido de acusador delante del tribunal (Salmos, 109, 6; Zacarías 3, 1) y el término shitna, derivado de la misma raíz, es la acusación. Su equivalente en griego es diábolos, procedente del verbo dia-ballö, y posee un significado parecido al término hebreo de oposición o confrontación. En 1Macabeos (1, 36) en el texto original escrito en griego encontramos nuevamente la palabra diábolos con el significado de adversario o enemigo.

También podía incluir, además del sentido de acusador, el de calumniador, si el testimonio dado ante el tribunal era falso. Hoy hablaríamos de perjurio. De ahí que a Satanás se le conozca también en la tradición judeocristiana como el «Padre de la Mentira». Lo cual no era exacto, ya que en el judaísmo la mentira o la calumnia se asociaban con la intercesión de un espíritu maligno (demonio) llamado «Azazel», también conocido como el «Padre de la Mentira». Por otra parte, en los documentos no canónicos del Antiguo Testamento, Satán es llamado frecuentemente «Belial», a su vez una deformación de «Baal», que era uno de los principales dioses cananeos y fenicios. Aquí sí tenemos una relación entre oponentes: de un lado está Belial, el dios fenicio y cananeo, enemigos de Israel, y del otro está su adversario, el dios nacional de los judíos, Yahvé. Motivo por el que puede encontrarse en la Biblia la identificación de Belial, o Baal, con Satanás (Génesis, 1, 28—29) o Belcebú (Marcos, 3, 20—30).

Pero ¿son esas dos entidades simples metáforas de la tentación y la perdición o nuevos nombres de Satanás? La perdición en el sentido judaico estricto era la idolatría, es decir la conversión religiosa a otros cultos. Los judíos demonizaron a los dioses nacionales de los pueblos vecinos, del mismo modo que la Iglesia católica hizo lo propio con las deidades paganas grecorromanas. Sin embargo, lo cierto es que el Satán judeocristiano incitando al pecado y buscando el mal del hombre aparece en todo el Antiguo Testamento solamente dos veces: en 1Crónicas (21, 1) y en Sapiencia (2, 24), en el segundo caso de manera más clara. Ya en los evangelios se le otorga al término un carácter personal como enemigo de Cristo, especialmente en los relatos de las tentaciones (Marcos, 1, 12—13; Mateo, 4, 1—11; Lucas, 4, 1—13) y los exorcismos llevados a cabo por Jesús (Marcos, 3, 22—27; Mateo, 12, 22—30; Lucas, 11, 14—23). Queda así fijada la figura del Maligno para la imaginería cristiana. También se menciona en Job (1, 6 a 9 y 1, 12) y varios otros versículos.

Con el correr de los siglos y las sucesivas traducciones e interpolaciones de mitos paganos y judeocristianos en el Nuevo Testamento, Satanás y Lucifer se fusionaron en la figura del diablo. Por otra parte, la relación entre el Maligno y la famosa Bestia del Apocalipsis no es más que una alusión metafórica a Roma y su Imperio. Así, pues, el Portador de Luz de los paganos, se convirtió en Lucifer y, con la llegada del cristianismo católico surgido del Concilio de Nicea (325), se demonizó esa figura sincrética primitiva y Lucifer, el Ángel de Luz, de los cristianos gnósticos, se convirtió en el Ángel de las Tinieblas de los católicos y, donde antes había luz, ahora había una impenetrable oscuridad.

Cuando se acercaba el año 1000 de nuestra Era, que los profetas cristianos y otros fanáticos habían identificado con el Apocalipsis y el Fin de los Tiempos, la Iglesia decidió recuperar a Lucifer, ya reciclado y convertido en Satanás y conferirle un reino tenebroso a su medida: el Infierno, que no era más que otro refrito, una síntesis del antiguo Hades griego y del Seol judaico. Pasó la larga noche medieval y llegó el siglo XV con las luces del Renacimiento, parecía que Grecia y Roma habían resurgido del desván mil años después de que las hubiesen depositado allí los monjes y clérigos cristianos. Lucifer de nuevo era el Ángel de Luz, pero la fiesta no duró demasiado. La Iglesia no tardó en reinventar de nuevo al diablo, esta vez revestido como nigromante (médico), ocultista (científico), alquimista (químico) o brujas (comadronas y boticarias) y durante los siglos XVI y XVII, la Iglesia mantuvo a Europa dividida con sus Guerras de Religión a cuenta del diablo. Los primeros en conocer la férula de los monjes dominicos de la Inquisición por sus supuestos tratos con el diablo fueron los templarios. Pues se dijo que el famoso Bafomet, al cual supuestamente adoraban, era una representación más del Maligno.