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lunes, 6 de diciembre de 2010

Lucifer y el perdón de las ofensas

«Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, y si tiene sed, dale de beber, porque así acumulas carbones ardientes sobre su cabeza…» (Proverbios, 25, 21 y Epístola de Pablo a los Romanos, 12, 20). Este axioma, muy extendido en Judea en tiempos de Cristo, generalmente se resumía como sigue: «Perdonad a vuestros enemigos, y así acumularéis sobre su cabeza carbones ardientes». 
Así comprendemos mejor, sobre todo a tenor de lo que sigue, hasta qué punto conocía bien Jesús todos los arcanos del ocultismo, y principalmente aquel que consiste en dejar que el adversario acumule las malas acciones con respecto a nosotros. Haciendo esto, y no respondiendo, no equilibramos la misteriosa balanza de la fatalidad y, más pronto o más tarde se producirá el fatal desequilibrio con la reversión del golpe hacia el adversario, que verá cómo se vuelve contra él todo el mal que ha infligido durante un determinado periodo de tiempo.
Esta táctica, tan eficaz como oculta, la practicaron los cristianos concienzudamente contra el Imperio Romano a lo largo de varios siglos, y también fue muy utilizada por los satanistas medievales. Además, presentaba la enorme ventaja de pasar totalmente inadvertida para la Iglesia, puesto que no hacía otra cosa que referirse a las Escrituras, aunque imprimiéndoles un significado diametralmente opuesto a la fórmula original del “perdón” de las ofensas.
Pues bien, esta fórmula arcana, Jesús la aplica en el momento preciso de su crucifixión, si damos crédito a los Evangelios elaborados en el siglo IV, en lengua griega, por autores griegos. Existen dos hipótesis: o bien la colocaron ahí para adular una vez más a Roma, porque los verdugos eran romanos, y así Jesús los exculpaba de cualquier “responsabilidad” en su propia muerte; cosa difícil de creer si se trataba en realidad del enérgico Jesús Barrabás y no del santurrón Jesús de Nazaret de los Evangelios; o bien el hecho es auténtico, y Jesús no hizo sino aplicar el conocido proverbio, pronunciando las célebres palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen…” (Lucas, 23, 34). Lo que vendría a ser, no saben lo que les espera.
Para muchos exegetas modernos la autenticidad, textual, de la frase de “perdón” y de las palabras que la componen es más que dudosa. Dejando aparte el hecho inverosímil de que un hombre, en el momento supremo del terrible suplicio que está padeciendo, “perdone” a sus verdugos. Es el único caso registrado en la historia, donde por otra parte, se describen numerosas ejecuciones de personajes célebres. Nos sorprendería saber que Espartaco hubiese perdonado a sus verdugos desde la cruz. De todos modos, no sabremos jamás si la piadosa frase atribuida a Jesús, es auténtica o no, porque los Evangelios originales se perdieron, y Orígenes (ss. II-III) nos dice que ya en su tiempo, en el Mateo primitivo se desconocía. Si se encontrasen, es probable que revelaran unos textos con un contenido sensiblemente diferente a los que elaboraron los escribas anónimos del siglo IV, porque ya los apócrifos son prueba de ello. De hecho, incluso los primeros escritos de los venerables Padres de la Iglesia, fueron retocados sucesivamente, a medida que se iban copiando sus textos originales, eran “actualizados” conforme a los cánones que exigía la Iglesia en cada momento. Así, sin ir más lejos, el propio Orígenes fue retocado por Rufino de Aquilea, y eso ya en el siglo IV, nos lo confirma el propio Rufino que no oculta que corrigió a Orígenes cuando éste no le parecía lo bastante ortodoxo. Además, Rufino tiene la desfachatez de decírnoslo en su prefacio, y afirma que hizo como San Jerónimo, en la traducción que éste había hecho de las Homilías:
«Cuando en el texto griego (original) se encontraba algún pasaje escandaloso, pasó la lima, tradujo y expurgó, de manera que el lector latino no encontrara allí nada que se apartara de la fe…»
Repasando los textos evangélicos, se plantea una cuestión más: ¿cuáles eran esos pasajes “escandalosos” que no se podían poner ante los ojos de los fieles ya en el siglo V, so pena de destruir la pavorosa leyenda del resucitado? ¿Cuál era la naturaleza de ese “sagrado” enigma?
Los Evangelios primitivos, bajo la pluma de expertos falsificadores como Jerónimo o Rufino, fueron manipulados y sacados de contexto, con lo que se convirtieron en relatos incomprensibles y ajenos a cualquier lógica elemental. Veamos un flagrante ejemplo:
En Mateo (27, 25) leemos lo siguiente:
«Y todo el pueblo respondió diciendo: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos…»
Esta increíble y aterradora frase se encuentra solamente en Mateo. ¿Qué padre o madre, en su sano juicio, pide semejante maldición para sus propios hijos? Por otra parte, inocentes de todo mal. Pero, como sabemos, Mateo, es en realidad un pseudo Mateo, una falsificación más, pues el primero se había perdido ya en la época de Orígenes, personaje éste que murió en el 254. A pesar de eso, sobre esta frase, que es una abominable impostura (y vamos a demostrarlo), los cristianos han fundamentado durante casi mil setecientos años sus enfermizas diatribas antijudías: sobre esa falsedad monumental, se han justificado las matanzas de judíos, las mutilaciones, las violaciones, los saqueos, los robos, todos los actos de violencia contra los judíos estaban legitimados porque ellos eran los asesinos de Cristo. Y ellos mismos se habían condenado por su execrable crimen.
Es impensable que una multitud, prácticamente iletrada, pudiese improvisar semejante eslogan, una frase tan biliosa como rebuscada y que, seguramente, ninguno de los presentes, después de que se la hubiesen repetido cien veces en un casting, habría sabido repetir correctamente. Y era imposible que la leyesen, pues eran manifiestamente analfabetos. Respuesta que, además, era imposible prever. Hubiese sido necesaria una gran agudeza mental colectiva o, cómo no, haber pasado, a través de teléfonos móviles, unas consignas establecidas de antemano, conjetura ésta que descartamos. Esa misma muchedumbre, en circunstancias normales, no podría hacer brotar al unísono, en un solo grito, un eslogan tan elaborado. Lo más que estarían acostumbrados a gritar, como mucho sería: “Viva este… Abajo el otro…” Pero imaginar que, por una suerte de fenómeno telepático colectivo, todos los malvados judíos, expresaron unánimemente el mismo deseo, en los mismos términos, es totalmente irracional.
Esta atrabiliaria frase, sobre la que se han legitimado tantas atrocidades cometidas contra los judíos, no fue jamás pronunciada por esa turba enfurecida que, según los Evangelios, se agolpó en el Pretorio para exigirle a Poncio Pilatos la muerte de Jesús, uno de los suyos. Fue, un montaje, como diríamos hoy, una falsificación insertada por los escribas anónimos del siglo IV en el texto de Mateo (27, 25) y que tenía un propósito tan concreto como retorcido: justificar la cadena implacable de persecuciones, desgracias y asesinatos que ellos mismos (los cristianos nicenos) desencadenaron sobre los judíos, pero de cuyo origen, ellos, los propios judíos, eran los “responsables”.
Y de paso también podían desviar la atención de una frase enigmática, con la que se corría el riesgo de que se adivinara la fuente de esa serie inexplicable de desgracias. Frase que los copistas falsificadores, también trucarían, prudentemente, al tiempo que la hacían desaparecer del texto inicial atribuido a Mateo.
En el capítulo 23 de Mateo, escena repetida o versionada también por Lucas (13, 34), Jesús maldice hasta en ocho ocasiones a la población de Jerusalén, porque bajo el término de escribas hay que adivinar el de saduceos, que hoy vendrían a ser una especie de funcionarios del Estado; en cuanto a los fariseos, el clero oficial judío de la época, éstos fueron nombrados de forma muy precisa. Los esenios quedaron excluidos puesto que no residían en la ciudad, ya que la habían abandonado un siglo y medio antes, a causa de su iniquidad, según ellos mismos afirmaban. Además, en la doctrina de Jesús, pueden descubrirse algunos elementos filoesenios, tal vez incorporados indirectamente a través del discurso de Juan el Bautista [Jokanaán] mentor de Jesús. Aunque descartamos absolutamente que Jesús fuese esenio, no sería de extrañar que, sintiese un especial respeto hacia ellos. En cualquier caso, los monjes esenios quedaron exceptuados de esa maldición.
La crucifixión se encontraba en su momento culminante, Jesús Barrabás agonizaba al límite de sus fuerzas, su debilidad física (posiblemente también su edad, quizá murió cercano a los 50 años) hará que muera antes que sus dos compañeros de infortunio, los dos ladrones de la leyenda cristiana crucificados con él. Es entonces cuando Jesús, en su desesperación, recurrirá al tenebroso poder de la voluntad de un moribundo, creencia muy extendida en todos los países del Mediterráneo desde tiempo inmemorial, el moribundo invoca al Más Allá, para maldecir a sus verdugos, en definitiva, a sus asesinos: “¡Yo os maldigo, asesinos…!” “¡Malditos seáis…!” Éstas, como poco, serían las imprecaciones previsibles de un hombre que va a ser ejecutado, y que en sus últimos instantes, contempla con rabia e impotencia, como va a serle arrebatada la vida.
Veamos ahora que nos cuentan sobre los últimos instantes de vida de Jesús los evangelistas Mateo (26, 45-50) y Marcos (15, 33-37). En el primer texto leemos lo siguiente:
«Hacia la hora nona exclamó Jesús con voz fuerte: “Elí, Elí, lama sabachtani…”, es decir: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?..”. […] Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró».
En Lucas, sin embargo, se dice que gritó: «¡Eloï! ¡Eloï! Lama sabachtani».
Siempre según la tradición cristiana y los evangelios, de lejos, los judíos presentes supusieron que llamaba al profeta Elías, y que respondiendo a los reproches de los dos ladrones crucificados a su lado, hacía una última tentativa para que el Cielo acudiese en su ayuda. Pero si Jesús estaba llamando al profeta Elías, lo que estaba haciendo era convocar a los muertos, una práctica prohibida en el seno del judaísmo, pero con la que el cristianismo del siglo IV, aún imbuido por el paganismo, era más permisivo, por eso los escribas que transcribieron los textos los dejaron tal como los conocemos. Y precisamente por conjurar a los muertos, además de otras transgresiones de la Ley Mosaica, Yeshua Bar-Abba, alias Jesús Barrabás, es vilipendiado en el Talmud hebreo, donde se le menciona muy brevemente, a pesar de su condición de “mártir” de la causa judía.
Volvamos con los Evangelios que nos describen los últimos momentos de Jesús, aún con vida, en la cruz. Bien, en primer lugar, hay que tener en cuenta que quienes supuestamente oyeron esas últimas palabras, debían encontrarse a una distancia prudencial, pues los romanos, no permitían concentraciones de curiosos, de hombres al menos, cerca del patíbulo, precisamente para evitar que intentasen liberar a los reos. Las que pudieron oír claramente las últimas palabras de Jesús fueron las mujeres que estaban al pie de la cruz y, un adolescente que acompañaba a su madre en aquellos trágicos momentos, Juan, que más tarde daría testimonio de ello en su Evangelio:
«Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: he ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Juan, 19, 25-27).
En segundo lugar apuntaremos lo falaz de la traducción de las últimas palabras de Jesús. Ni Elí ni Eloï pueden traducirse por “Dios mío”. Elí, en hebreo, es Dios, en singular, así como Eloï; el plural, que expresa la majestad divina, es Elohim. Pero todo eso únicamente en el caso de que puntuemos con los signos habituales bajo las letras, de manera que se pueda dar una pronunciación vocalizada, ya que el hebreo no posee, en su alfabeto, sino consonantes.
Así, las tres letras hebreas que expresan Elí (aleph-lamed-hé) pueden significar conjurar, maldecir, lo cual da un significado totalmente distinto a esas misteriosas últimas palabras que Jesús pronunció poco antes de expirar. Son teorías muy distintas a la versión mojigata e improbable según la cual Jesús perdonó, y casi dio las gracias, a los que le habían ultrajado y crucificado. Una falsificación urdida muy tardíamente, para exculpar a Roma de cualquier responsabilidad en el crimen, al tiempo que se hacían recaer todas las culpas sobre los judíos. Una auténtica aberración.
Veamos ahora cuál pudo ser la naturaleza de esa supuesta maldición que Jesús lanzó con su último aliento. Si tomamos algunos manuscritos atribuidos a Cornelio Agripa (1486-1535), célebre alquimista y ocultista alemán, que actuó en las cortes de los emperadores Maximiliano I y Carlos V (el Carlos I de España), leemos lo siguiente en uno de sus tratados:
«Aquel día, los Nombres Divinos diversos entre los que el mago elegirá aquellos que entienda que se refieren a su obra, incluyen, en especial, El y Elohim, plural de Eloï».
Según la tradición ocultista, entre los doce nombres de los Espíritus que gobiernan las doce horas del Día y las doce horas de la Noche, encontramos a Tani, a veces deformado y transcrito como Tanic en los célebres libros de magia de los buhoneros y quincalleros, oficio maldito en determinadas épocas por tratar estos comerciantes con cacharros de cobre, el material venusiano, y por tanto luciferino.
Y la frase que Jesús pronunció en arameo (no en hebreo) podría establecerse así: «¡ELi! ¡ELOIm! LAMA ASTAGNA TANI…» Lo que vendría a ser: «¡Conjuración! ¡Maldición! Por Lama, Astagna, Tani…»

Los magos, nigromantes y ocultistas por lo general, no solían utilizar todos los nombres ocultos de un mismo día, su memoria no se lo permitía. Pero bastaba con conocer algunos, los principales. Parece ser que, cuando se trazan los célebres Círculos Mágicos. En el primero (que simboliza el plano divino) se colocan los nombres de Dios, o nombres divinos. En el segundo círculo se ponen los nombres de los espíritus o de los ángeles. En el tercero y último los nombres de los espíritus de la Hora, el Día y la Estación. Hay, pues, una jerarquía y un orden preestablecido en la presentación de dichos nombres. Según la tradición, el nombre divino le da al mago poder sobre el mundo de los espíritus o de los ángeles; el nombre angélico le da poder sobre el mundo de los espíritus, y el nombre de los espíritus le da poder sobre el Espacio y el Tiempo. Lo que permitiría al hechicero desplazarse, en un sentido u otro, a través del espacio y el tiempo. Los grandes ocultistas medievales denominaban eso que hemos descrito en el párrafo anterior como los “Nombres del Gran Poder”. ¿Qué quiere decir todo esto? Pus sencillamente, que la tradición gnóstica del cristianismo primitivo, que pretendía acceder al Dios Perfecto, a través del Conocimiento o Gnosis, que a su vez había recogido muchos elementos del judaísmo cabalístico, de los cultos mistéricos grecorromanos, egipcios y persas, subsistió, a través de los siglos, y a pesar de todas las persecuciones y hogueras. Sobrevivió adoptando diferentes nombres, fundando diferentes sociedades, más o menos secretas, llegando hasta nuestros días. A veces, utilizando una persona diferentes nombres, y a veces, utilizando varias personas un mismo nombre. Porque a menudo, las cosas más extrañas, tienen la explicación más sencilla. De hecho, en los propios evangelios se dan nombres distintos a un mismo personaje: Simón-Pedro, Simón el Zelote, Simón el Cananeo, todos son el mismo Simón, el San Pedro del panteón cristiano. O Jesús y Barrabás, un mismo personaje desdoblado en la tradición cristiana.