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miércoles, 5 de enero de 2011

Grandes batallas navales entre españoles e ingleses

Suele hablarse del desastre de la Invencible en 1588 como el fin del poderío marítimo español. Nada más alejado de la verdad. España envío dos nuevas escuadras contra Inglaterra en 1593 y 1595. Durante la segunda expedición los españoles desembarcaron en Cornualles y, finalmente, el resultado de la guerra fue favorable a España. El Tratado de Londres, firmado por España e Inglaterra en la ciudad de Londres el 28 de agosto de 1604, marcó el final de la guerra anglo-española que se había iniciado en 1585, y en el que el episodio de Invencible fue sólo uno más. Un contratiempo comparable al que sufrieron los norteamericanos en Pearl Harbor en 1941. Las negociaciones de paz tuvieron lugar en el Somerset House, por lo que el tratado es conocido también como la Conferencia de Somerset House, y las condiciones del mismo fueron favorables a España. La única concesión que obtuvieron los ingleses fue el compromiso por parte de España a no intentar invadir Inglaterra de nuevo. Por su parte, Francis Drake, el gran héroe inglés al que se atribuye el mérito de haber destruido la Armada Invencible, terminó sus días miserablemente en Panamá perseguido por los españoles. Uno de los muchos personajes históricos españoles escasamente conocidos es el marino don Blas de Lezo, arquetipo del rudo marino del siglo XVIII que en el cine hemos visto habitualmente encarnado por apuestos corsarios ingleses. Don Blas de Lezo tomó parte en innumerables combates navales: le faltaba una pierna y era conocido como “Patapalo”, pero también le faltaba un brazo y un ojo. A los diecisiete años ya tomó parte en una gran batalla naval frente a Vélez-Málaga en la que la escuadra francoespañola se enfrentó a una poderosa flota angloholandesa. Fue gravemente herido por la metralla de una bala de cañón pero permaneció en su puesto. Por el valor demostrado en aquella batalla fue ascendido al escalafón de alférez de navío.

Años más tarde, cuando los piratas berberiscos sitiaron la ciudad de Orán, don Blas de Lezo, con una flotilla de siete navíos, consigue romper el asedio atacando por sorpresa a la escuadra enemiga. Persigue a la nao capitana, un poderoso navío de 60 cañones y una dotación de 4000 hombres, al que envía a pique tras un encarnizado combate. Toda una hazaña. Nombrado teniente general de la Armada, es enviado a América, donde se convierte, en 1737, en comandante general de Cartagena de Indias. En el Caribe español andaban por aquel entonces las cosas muy revueltas. Poco antes del nombramiento de don Blas de Lezo, el capitán de navío don Julio León Fandiño había apresado el barco del corsario inglés Robert Jenkins y le cortó la oreja a guisa de escarmiento. Este corsario, un auténtico Jack Sparrow de la época, se presentó ante la Cámara de los Lores con la oreja en la mano para denunciar lo sucedido y los ingleses decidieron atacar Cartagena de Indias con la intención de partir en dos el Imperio español en América. Reúnen para ello la mayor flota de la historia jamás preparada para una acción bélica. Sólo la organizada para acometer el desembarco de Normandía, en 1944, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, logró superar por vez primera (y única hasta hora) en magnitud a la flota que, al mando del almirante inglés Edward Vernon, se disponía a atacar Cartagena de Indias para destruir a las fuerzas navales españolas. El convencimiento de los ingleses en la victoria es tan grande, que les mueve a imprimir moneda en cuyo anverso se podía leer la siguiente leyenda: «Los héroes británicos tomaron Cartagena el 1 de abril de 1741» y «La arrogancia española fue humillada por el almirante Vernon». Su rotundo convencimiento en la victoria era más que comprensible si nos atenemos a la desmesurada desproporción de fuerzas que se iban a enfrentar: los 186 navíos (armados con 2.000 cañones) y casi 27.600 hombres de Vernon contra los 6 navíos y 2.830 hombres del audaz don Blas de Lezo.

El comandante español dispuso varias líneas defensivas en la ciudad, contrafuertes con sacos terreros en el interior de las murallas y una estrategia defensiva genial, que culminó en la más importante derrota que sufrió una escuadra inglesa, que superaba en 60 navíos a la de la Armada Invencible de Felipe II. Como en otras ocasiones, los británicos, muy dados magnificar sus victorias, y a ocultar sus derrotas, decidieron arrojar al pozo del olvido este sin par desastre. Otro episodio poco conocido de los enfrentamientos navales entre británicos y españoles tuvo lugar el 20 de julio de 1797, cuando una escuadra inglesa compuesta por cuatro navíos, tres fragatas, un cutter y una bombarda, al mando del contralmirante Horatio Nelson se presentó frente a Santa Cruz de Tenerife. Después de una tentativa infructuosa en las playas de Valle Seco, el 22 de julio, el propio Nelson, tres días más tarde, encabezó un ataque frontal hacia la ciudad, que fracasó con fuertes pérdidas, viéndose obligadas a capitular las tropas británicas que habían conseguido entrar en la población tinerfeña (25 de julio de 1797). En esta acción, Nelson perdió el brazo derecho y Richard Bowen, comandante del “Terpsichore”, murió a causa de las heridas recibidas. El cutter “Fox” fue hundido por los disparos de las baterías de costa, con la pérdida de 97 hombres. El asalto fue completamente rechazado y los británicos supervivientes fueron hechos prisioneros por los españoles. Incluido el propio Nelson, que más tarde fue liberado.

En 1916, en plena primera guerra mundial, los británicos sufrieron un revés similar a manos de la flota imperial alemana en la batalla naval de Jutlandia. Si bien es cierto que la Kriegsmarine no logró romper el bloqueo de la Royal Navy, no es menos cierto que las pérdidas de los británicos fueron muy superiores a las de los alemanes, que hundieron un buen número de unidades de superficie inglesas. Ese mismo año, concretamente el día primero de julio, al iniciarse la batalla del Somme, la que debía ser “la última batalla de la última guerra”, los británicos perdieron 60000 soldados, casi el mismo número de bajas que sufrieron los norteamericanos en la guerra de Vietnam. La mayor parte de las bajas británicas se produjeron durante las dos primeras horas de combate: la artillería alemana, y el fuego cruzado de sus nidos de ametralladoras estratégicamente dispuestos a lo largo de las líneas de trincheras y alambradas, barrieron a los británicos. Tampoco suelen hacer mención los británicos al primordial papel que jugaran las tropas de refresco prusianas que socorrieron a los hombres de Wellington en el transcurso de la decisiva batalla de Waterloo, librándoles de una segura derrota a manos de la Grand Armée de Napoleón en 1815.

Otro episodio poco conocido de la historia militar española, fue la participación de España en el proceso de independencia de los Estados Unidos. El Tratado de París se firmó el 3 de septiembre de 1783 entre Gran Bretaña y Estados Unidos y puso fin a la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. El tratado fue firmado por David Hartley (miembro del Parlamento que representaba al rey Jorge III de Inglaterra), John Adams, Benjamín Franklin y John Jay (representando a los Estados Unidos). El tratado fue ratificado por el Congreso de la Confederación el 14 de enero de 1784, y por los británicos el 9 de abril de 1784. Sin embargo, si los Estados Unidos lograron su independencia, fue gracias al apoyo militar ofrecido por españoles y franceses. Y aunque de los segundos se han acordado siempre, de los primeros, no. Los británicos firmaron también el mismo día acuerdos de paz por separado con España, Francia y los Países Bajos, que ya habían sido negociados con anterioridad. España mantenía los territorios recuperados de Menorca y Florida. Por otro lado, recobraba las costas de Nicaragua, Honduras (Costa de los Mosquitos) y Campeche. Se reconocía la soberanía española sobre la colonia de Providencia y la británica sobre las islas Bahamas. Sin embargo, Gran Bretaña conservaba la estratégica posición de Gibraltar, Londres se mostró inflexible, ya que el control del Mediterráneo era impracticable sin la fortaleza del Peñón. Ése fue el único lunar en la firma del tratado. Francia obtuvo San Pedro y Miquelón, Santa Lucía y Tobago. Se le otorgó el derecho de pesca en Terranova y también recuperó algunos enclaves en las Antillas, además de las plazas fuertes del río Senegal en África. Los Países Bajos recibieron Sumatra, estando obligados a entregar Negapatnam (en la India) a Gran Bretaña, y a reconocer a los británicos el derecho a navegar libremente por el Océano Índico. Gran Bretaña mantuvo a Canadá bajo su soberanía, por lo que el principal objetivo de los franceses, recuperar Quebec perdida en la Guerra de los Siete años, se esfumó. Por su parte, los estadounidenses fracasaron al intentar exportar a tierras canadienses su revolución, con el único objeto de anexionarse los territorios canadienses fronterizos una vez expulsados los británicos. La táctica sí les daría resultado a partir de 1810, tras la independencia de los territoritos de Nueva España, para constituir la república de México. Entre esa fecha y 1848, los estadounidenses lograrían hacerse con buena parte del antiguo virreinato español.

En general, los logros alcanzados en el Tratado de París de 1783, pueden juzgarse como favorables para España y en menor medida para Francia a pesar del elevado coste bélico y las pérdidas ocasionadas por la casi paralización del comercio con América, un pesado lastre que gravitaría sobre la posterior situación económica francesa y, posiblemente, fue uno de los desencadenes de la crisis que desembocó en la Revolución de 1789 y en el advenimiento de la dictadura de Napoleón Bonaparte. La derrota de la escuadra combinada francoespañola en Trafalgar, en 1805, fue, asimismo, el desencadenante que favoreció la emancipación de España de sus colonias americanas continentales. Ésa, y la de 1898 frente a los norteamericanos, fueron las dos derrotas navales más graves sufridas por los españoles, y que determinaron, además, la suerte de muchos países americanos.

Galeón español del siglo XVI

El fin del colonialismo europeo


En 1919, tras la finalización de la primera guerra mundial, el auge de las dictaduras y del totalitarismo probaba que la esencia misma de la civilización europea –la idea de libertad- estaba en crisis. Además, por primera vez, lo que se vino en llamar el “nuevo orden mundial” había sido trazado en gran medida por un dirigente no europeo: el presidente norteamericano Woodrow Wilson, principal artífice de los tratados de paz de Versalles. Pero había más. En 1898, un país europeo, España, había sido derrotado en una guerra colonial por Estados Unidos. Poco después, el Imperio británico, en el cenit de su poderío, era mantenido en jaque durante casi cuatro años (1898-1902) en África del Sur por una informal guerrilla de granjeros de origen holandés pero africanos desde hacía varias generaciones. Y en 1905, otro imperio europeo, Rusia, había sido vencido en otra guerra –ésta, de grandes proporciones- por un país asiático, Japón, lo que, además, electrizó a numerosos países no occidentales y pareció desencadenar una amplia rebelión antieuropea en toda Asia. 
Lo que sucedía era evidente. Europa, que había logrado el pleno dominio mundial en los últimos treinta años del siglo XIX; que, por ejemplo, en 1885, en la Conferencia de Berlín, se había repartido África, empezaba de hecho a dejar de mandar en el mundo. Significativamente, la guerra de los Boers –que desprestigió seriamente al Imperio británico, al hacer patente que no era invencible- produjo también la aparición del movimiento de los nacionalistas Bóxers en China, lo que iba a contribuir a restar legitimidad política y moral al expansionismo colonial europeo, en franca decadencia. 
De hecho, aquel nuevo “imperialismo” que había comenzado con la ocupación de Túnez por Francia en 1881 y de Egipto por Gran Bretaña en 1882, y que hizo que en apenas treinta años Europa ampliase sus imperios coloniales en casi 17 millones de kilómetros cuadrados y en unos 150 millones de habitantes, desencadenó una muy intensa reacción anticolonial. 
La administración colonial europea fue por lo general positiva, y esencial para la modernización de los países ocupados. Pero la expansión colonial europea tropezó a menudo con fuertes resistencias (al margen de las tensiones que generó entre las propias potencias coloniales, como Fashoda, o la crisis entre Alemania y Francia en 1911 por el conflicto de Agadir). 
Durante esa bucólica época conocida como la Belle Époque, el Imperio británico estuvo en guerra permanente. En Egipto, para imponer su dominio, los ingleses tuvieron que aplastar (junio-septiembre de 1882) la revuelta nacionalista del coronel Arabi contra el jedive (virrey) Tawfik y contra la penetración extranjera. En Sudán, los británicos sufrieron varios reveses ante las fuerzas de El Mahdi, entre ellos la aniquilación de la guarnición de Jartum y de su comandante en jefe, el general Gordon (26 de enero de 1885); reconquistarlo les llevó casi dos años de duras luchas (1896-98). En África del Sur, antes de la guerra de 1898-1902, Gran Bretaña ya había tenido que hacer frente a un primer levantamiento de los Boers en 1880 y tuvo que contener las revueltas tribales de los zulúes en 1878-79 (y luego en 1906); en Rhodesia, de los matabele (1896) y en Costa de Oro (la futura Ghana), de los ashanti en 1873-74, 1896 y 1900.

España mantuvo una guerra intermitente en el Rif desde 1909, cuyo episodio más trágico fue el llamado Desastre de Annual acaecido en julio de 1921, y sólo comparable a la debacle sufrida por los británicos en Jartum en 1885. La campaña militar culminó, no obstante, con la victoria española tras el desembarco de Alhucemas llevado a cabo el 8 de septiembre de 1925 por el Ejército y la Armada y, en menor medida, por un contingente aliado francés, en el que se considera el primer desembarco aeronaval de la historia. En 1915, durante la primera guerra mundial, los británicos habían intentado uno similar en los Dardanelos, contra los turcos, que acabó en un terrible descalabro para los aliados y, especialmente, para los ANZACS, las Fuerzas Expedicionarias australianas y neozelandesas bajo mando británico. 
Italia había sido derrotada en Adua (Etiopía) y en Libia (1911-12) encontró fuertes resistencias. Los alemanes se vieron también sorprendidos por grandes insurrecciones tribales en Tanganica (1905-07) y en el África Sudoccidental (rebelión de las tribus herero y hotentote en 1904-06). La penetración francesa en Túnez provocó la rebelión de las tribus del sur, en las regiones de Kairuán y Sfax, que hubo de ser aplastada por fuerzas navales y terrestres (julio-noviembre de 1881). El control del alto y medio Níger y el avance desde la costa atlántica hacia el Sáhara tropezarían con numerosas dificultades: por ejemplo, la misión del oficial Paul Flatters para trazar un posible ferrocarril transahariano fue masacrada por los tuareg (febrero de 1881) quienes, pese a reconocer hacia 1905 la presencia francesa en sus regiones (extendidas por el sur del Sáhara, Mali, Alto Volta, Níger y Chad), no fueron del todo pacificados. En Indochina, la extensión del Protectorado francés al reino de Anam (1883) provocó fuertes resistencias en las zonas montañosas del norte, graves tensiones con China, y choques con bandas armadas y guerrillas diversas que crearon una situación de violencia que se prolongó hasta 1914. 
Buena parte de estas primeras rebeliones antioccidentales –y hubo bastantes más de las mencionadas- no fueron sino explosiones de xenofobia y resistencia de inspiración las más de las veces tradicionalista y a menudo tribal y religiosa. En algún caso, como en el Sáhara o en Indochina, fueron incluso puro bandidaje. Y todavía en la actualidad no ha sido erradicado el bandolerismo que llevó a trasladar el rally París-Dakar a Sudamérica. En otros lugares, se trató de sublevaciones no sólo antioccidentales: la rebelión de El Mahdi en Sudán fue un movimiento religioso islámico de carácter mesiánico y fundamentalista, y a la vez antibritánico y antiegipcio. 
Pronto, sin embargo, el nacionalismo vendría a dar sentido y legitimidad a la reacción antioccidental de muchos pueblos asiáticos y africanos. Lo hizo desde perspectivas y significados diversos y a veces contradictorios. En Japón, Turquía y en parte también en China, el nacionalismo fue un movimiento modernizador, reformista y a veces democrático, pero sirvió también de fundamento a políticas y reacciones de carácter militarista y autoritario. En la India, Egipto, Túnez, Marruecos, Indochina y en el África Subsahariana, fue además el motor de los procesos de descolonización y cristalizó muchas veces en movimientos reformistas y hasta revolucionarios, en la medida en que la lucha anticolonial aspiraba paralelamente a liquidar las obsoletas instituciones oligárquicas y las costumbres feudales y tradicionalistas que habían imperado en aquellos territorios antes de y bajo el dominio colonial europeo. 
Pero, a menudo, el nacionalismo anticolonial llevaba también en su interior elementos negativos y antidemocráticos –como ambiciones territoriales de marcado carácter anexionista, concepciones racistas, religiosas y liderazgos xenófobos hacia los europeos, basados en el culto a la violencia y el irracionalismo teocrático. 
Es más, las contradicciones de los nacionalismos anticolonialistas y antioccidentales, determinarían la historia de aquellos países antes y después de su independencia; y fijaron también, en gran medida, el destino de esos países a partir de 1945.