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jueves, 31 de diciembre de 2015

Prisciliano de Ávila

Según Próspero de Aquitania, se cree que Prisciliano nació hacia el año 340 en la provincia de Gallaecia, la actual Galicia, en el seno de una familia senatorial. Pero, por las referencias a su origen noble, es probable que estuviese emparentado con la Bética, donde había mayor desarrollo de fundus aristocráticos que en la Galicia romana, aunque otros autores han señalado una mayor importancia de este tipo de latifundios en el noroeste de la península Ibérica de la considerada hasta ahora. En torno al año 370 llegó a Burdigala (Burdeos) para formarse con el retórico Delfidio. A las afueras de esta ciudad fundó una comunidad de tendencia rigorista junto a su mentor y la mujer de éste, Eucrasia. Se le reconoce una relación con la hija de ambos, Prócula, aunque san Jerónimo hace mención a una mujer llamada Gala como su pareja legal. Su principal adversario, Itacio de Ossonoba, atribuye sus conocimientos de astronomía y magia a un tal Marcos de Menfis. Sin embargo, este nombre parece remitir a un mago alejandrino del siglo I citado por san Ireneo en su Adversus haereses. Hacia 379, durante el consulado de Ausonio y de Oliverio, volvió al noroeste peninsular y comenzó su periodo postulante. Sus ideas obtuvieron gran éxito, en especial entre las mujeres y las clases populares, por su rechazo a la unión de la Iglesia con el Imperio y a la corrupción y enriquecimiento de las incipientes jerarquías eclesiásticas. Ante la rápida expansión de sus enseñanzas, Higinio de Córdoba, el sucesor de Osio, envió una carta informando de la situación al obispo de la sede metropolitana de Emerita Augusta (actual Mérida, capital de la Dioecesis Hispaniarum), Hidacio de Mérida. Después de diversas vicisitudes, el obispo Prisciliano fue ejecutado junto a otros compañeros en Civitas Treverorum, actual Tréveris, en 385, por orden del usurpador Magno Clemente Máximo, aunque varios obispos, con Martín de Tours y Juan Crisóstomo a la cabeza, protestaron contra tal decisión. El propio papa Siricio —canonizado tras su muerte— criticó duramente el proceso. La sentencia y la ejecución fueron condenadas por muchos, que se escandalizaron ante el hecho de que un hombre piadoso y entregado a Dios fuera ajusticiado. Esta fue la primera sentencia a muerte por herejía en Occidente.

El conflicto
Itacio de Ossonoba y otros obispos ortodoxos convocaron el Concilio de Caesaraugusta (actual Zaragoza) en 380 con el fin de condenar por heréticas las doctrinas priscilianistas. A este sínodo acudieron dos obispos aquitanos y diez hispanos, lo que parece indicar una fuerte y rápida expansión del movimiento ascético iniciado por Prisciliano. Sin embargo, la ausencia de los dos principales obispos acusados de priscilianistas, Instancio y Salviano, evitó la condena en firme. Las actas dicen que el obispo de Astorga, Simposio —padre de Dictinio, quien años más tarde ocupó esa sede— abandonó el Concilio al segundo día. Este prelado ocupó años después un lugar relevante entre los discípulos del hereje gallego. El obispo Valerio, anfitrión del sínodo, recogió las recomendaciones de Dámaso, obispo de Roma, de evitar la condena in absentia. Poco después estos dos obispos —Instancio y Salviano— elevaron a Prisciliano a la sede vacante de Abula (Ávila). En un intento de acercar posturas, Instancio y Salviano viajaron a Emerita Augusta (Mérida) para entrevistarse con Hidacio, pero tuvieron que huir de una turba de exaltados arengada por el obispo metropolitano. Hubo entonces un nutrido cruce de acusaciones epistolares entre priscilianistas y ortodoxos. Hay que tener en cuenta que la extensión de las enseñanzas de Prisciliano se dio en todos los estratos sociales, incluyendo muchas familias influyentes de casi todas las provincias hispanas. Finalmente, una carta enviada por Hidacio a Ambrosio, obispo de Mediolanum (Milán), donde se encontraba la corte imperial, convenció a éste para obtener un rescripto del emperador Graciano excomulgando y desterrando de sus sedes a Prisciliano y a sus seguidores.
En 382 Prisciliano decidió viajar a Roma para defenderse, pero el obispo de Roma, Dámaso —en plena pugna por obtener la primacía de la sede romana y convertirse, así, en el primer Papa «oficial»—, y también de familia oriunda de Hispania, se negó a recibirle por no considerarse competente para anular un rescripto del emperador. Finalmente fue a Milán, y aprovechó la ausencia de Graciano para convencer a Macedonio su magister officiorum —mayordomo de palacio— de anular el anterior decreto imperial. De este modo regresó a Hispania, reafirmando la situación de su grupo y consiguiendo, de paso, que Itacio fuera acusado de perturbar a la Iglesia. El procónsul Volvencio ordenó la detención del obispo antipriscilianista y éste se vio obligado a huir a Civitas Treverorum (Tréveris), bajo el amparo del obispo Britto. En el año 383 el también hispano Magno Clemente Máximo, gobernador de Britania, cruzó a la Galia al mando de 130.000 soldados haciendo huir al emperador Graciano, a quien finalmente asesinó en una emboscada en los bosques de Lugdunum (Lyon). Sus legiones lo proclamaron augusto de Occidente, pero este nombramiento no fue visto con buenos ojos por Teodosio, también español y augusto de Oriente. Esta situación delicada lo obligó buscar apoyos en la joven Iglesia católica, a su vez necesitada de amparo institucional para enfrentarse a los numerosos movimientos disidentes y heréticos que la asediaban: arrianos, rigoristas, binionitas, patripasianos, novacianos, nicolaítas, ofitas, maniqueos, homuncionitas, catáfrigos, borboritas, o los propios priscilianistas, entre otros.
Según Orosio, en su texto contra Prisciliano, Communitorium de errore Priscillianistarum et Origenistarum, «Prisciliano enseñó que los nombres de los patriarcas corresponden a las partes del alma, y de modo paralelo, los signos del Zodíaco se corresponden con partes del cuerpo». En esa alianza de conveniencia se encuadra el desarrollo posterior de los acontecimientos: la Iglesia oficialista y ortodoxa se enfrenta a un movimiento popular muy extendido por toda la península Ibérica y buena parte de la Galia, y Clemente Máximo desea ofrecer una mano tendida en forma de condena oficial al priscilianismo. Pero la aplicación de una sentencia por herejía conlleva la confiscación por parte del Estado de todos los templos de la secta, lo que no interesa a la jerarquía eclesiástica ni sirve a los intereses del emperador. De este modo se diseña un proceso judicial ad hoc que pretende condenar a los obispos hispanos por maleficium (brujería). Esta sentencia, más favorable a las arcas del nuevo emperador, incluye la confiscación de todas las propiedades personales de los acusados, quienes, recordemos, pertenecen a pudientes familias hispanas, sin afectar al patrimonio eclesiástico. Se convoca, entonces, un nuevo concilio en Burdeos al que deciden acudir Prisciliano y varios de sus seguidores, y en el que se condena de nuevo la herejía priscilianista, pero del que solo se obtiene de facto la deposición de Instancio de su sede. Durante la celebración de este cónclave, una multitud enajenada lapida a Urbica, una discípula de Prisciliano. Éste abandona el cónclave y se dirige al norte, a Tréveris, en la Germania Superior, donde Máximo ha establecido su corte, para convencer al emperador de que tercie a favor de su grupo, sin saber que allí Itacio de Ossonoba ya ha tejido la red que acabará con su vida.
En el año 385 Prisciliano llega a Tréveris, donde es acusado, a través de Evodio, prefecto del emperador, de la práctica de rituales mágicos que incluyen danzas nocturnas, el uso de hierbas abortivas y la práctica de la astrología cabalística. Tras obtener mediante tortura una confesión del mismo Prisciliano, éste es decapitado junto a sus seguidores Felicísimo, Armenio, Eucrasia (la viuda de Delfidio), Latroniano, Aurelio y Asarino. Todos ellos se convierten en los primeros herejes ajusticiados por una institución civil (secular) a instancias de algunos obispos católicos. La mayoría de los obispos católicos de Occidente.

Corpus ideológico del priscilianismo
Prisciliano fundó una escuela ascética, rigorista, de talante libertario, precursora del movimiento monacal, y opuesta a la creciente opulencia de la jerarquía eclesiástica imperante en el siglo IV. Los aspectos más polémicos, en cuestiones formales, son el nombramiento de laicos como «maestros» o «doctores», la presencia de mujeres en las reuniones de lectura de las Escrituras y su marcado carácter ascético. Durante muchos años, las doctrinas defendidas por Prisciliano no fueron conocidas y solamente se sabía de ellas por los ataques y condenas de sus enemigos. Pero en 1885, el erudito Georg Schepss encontró en la biblioteca de la Universidad de Wurzburgo un códice de finales del siglo V, que reproduce once textos de Prisciliano o de los priscilianistas. Cuando Schepss examinó estos escritos priscilianistas, encontró que en gran parte sus puntos de vista estaban basados en Hilario de Poitiers, cuyo método alegórico de interpretación de la Biblia siguen y cuya doctrina y frases a veces reproducen. El teólogo Friedrich Paret, por entonces profesor del Seminario Evangélico de Tubinga, publicó (en alemán) el libro Prisciliano: un reformador en el siglo IV, en el cual considera que Prisciliano fue un precursor de la Reforma protestante.
Menéndez y Pelayo, aunque discrepa de la posición priscilianista dice: «Quizás algún teólogo muy sabio y atento podrá descubrir en estos opúsculos alguna proposición que tenga que ver con las doctrina imputadas de antiguo a Prisciliano; yo no he acertado a encontrar sino el ascetismo más rígido, un gran desdén hacia la sabiduría profana y cierto singular estudio en evitar la acusación de maniqueísmo, acaso por ser la que con más frecuencia se fulminaba contra él». A la vez, Menéndez y Pelayo critica a Prisciliano porque: «Se presenta como un teólogo protestante que no acata más autoridad que la de la Biblia y se guía al interpretarla por los dictámenes de la propia razón».
Las fuentes principales que informan de la particular liturgia del priscilianismo son los cánones promulgados en los sucesivos concilios. En el concilio de Caesaraugusta de 380, por ejemplo, se hace referencia a costumbres indeseables como «mujeres que asisten a lecturas de la Biblia en casas de hombres con quienes no tienen parentesco; el ayuno dominical y la ausencia de las iglesias durante la cuaresma; la recepción de las especies eucarísticas en la iglesia sin consumirlas de inmediato; el apartamiento en celdas y retiros en las montañas; andar descalzos (nudis pedibus incedere)». Sus reuniones, frecuentemente nocturnas, en bosques, cuevas o en villae alejadas de las ciudades, y con el baile como una parte importante de la liturgia, incluían a hombres y a mujeres. Prisciliano, en sus rituales litúrgicos, sustituyó la consagración oficial con pan y vino por leche y uvas; acogió a las mujeres y los esclavos en las sesiones de lectura de textos bíblicos, incluyendo los apócrifos.
Prisciliano intentó la Reforma del clero a través del celibato y la pobreza voluntaria, y posteriormente amplió la Reforma a todos los fieles. Abogó por la interpretación directa de los textos evangélicos, planteando el principio del libre examen. Exigió que la Iglesia volviera a unirse a los pobres. Enfatizó el estudio de los símbolos y la superación del literalismo en la interpretación de la Biblia.
El literalismo bíblico —también denominado fundamentalismo bíblico— es la interpretación de los versículos de la Biblia de una manera explícita y primaria. La interpretación literal de la Biblia es propia de un análisis hermenéutico de las escrituras fundamentalista y evangélico, y es utilizada casi exclusivamente por cristianos conservadores según la filosofía de Hans–Georg Gadamer, es la teoría de la verdad y el método que expresa la universalización del fenómeno interpretativo desde la concreta y personal historicidad. La interpretación literal no hace hincapié en el aspecto referencial de las palabras o términos en el texto, significa una negación completa de los aspectos literarios, el género, o las figuras literarias —por ejemplo: la parábola, la alegoría, el símil o la metáfora—. Sin embargo, el literalismo no conduce necesariamente a una sola interpretación de cualquier pasaje bíblico.
No es fácil separar las aserciones genuinas de Prisciliano de las atribuidas a él por sus enemigos, ni de las que posteriormente hicieron grupos que fueron etiquetados como «priscilianistas». Para lograr su condena, fue acusado de usar magia —delito capital castigado por la ley romana—, de reuniones nocturnas con mujeres, gnosticismo y maniqueísmo, y posteriormente de negar que las tres personas de Dios son distintas y con ello negar el misterio de la Trinidad. Incorporó el concepto del emanantismo, doctrina panteísta según la cual todas las cosas proceden de Dios por emanación: el alma «surge» de una especie de almacén y debe descender hasta el mundo terrenal, donde es corrompida por el diablo. Este origen divino del alma, junto con la concepción sabeliana del dogma de la Trinidad, son los principales motivos de controversia teológica con los sectores más ortodoxos de la Iglesia.
Tras la ejecución de Prisciliano, un movimiento de sus seguidores se mantuvo en vigor durante al menos dos siglos más, sobre todo en Galicia, como lo demuestran los sucesivos concilios convocados para tratar el tema. Inmediatamente después del proceso de Tréveris, Magno Clemente Máximo envía dos comisarios a Hispania para depurar las sedes episcopales de todo rastro de priscilianismo, iniciándose una cadena de ejecuciones y deportaciones que acabaron por despertar las iras de sectores de la iglesia ortodoxa descontentos con el curso que estaban tomando los acontecimientos. Martín de Tours, Jerónimo en Roma y Ambrosio en Milán, representaban un sector, dentro del cuadro de ortodoxos nicenos leales a Roma, que se había opuesto desde un principio a la injerencia seglar en asuntos eclesiásticos, y a condenar y ejecutar a los herejes. Son estos padres de la Iglesia, en especial Martín de Tours, quienes detienen el desproporcionado movimiento itaciano, denominado así por su principal impulsor, Itacio, el obispo de Ossonoba. En Oriente, Juan Crisóstomo advirtió: «Condenar a muerte a un hereje supondría desencadenar en la tierra una guerra sin cuartel». San Agustín de Hipona, sin embargo, fue uno de los padres de la Iglesia más activos contra el priscilianismo.
En el año 388 Magno Clemente Máximo es derrotado y decapitado por Teodosio, y la situación da un vuelco hasta el punto de que el propio Itacio es excomulgado en el 389 por su implicación directa en el juicio secular contra Prisciliano. Ese mismo año, según Sulpicio Severo, varios discípulos de Prisciliano viajan hasta Tréveris con el permiso de Roma para exhumar los restos de su maestro y llevarlos a su tierra natal en el noroeste de Hispania. A la cabeza de esta delegación se encuentra Dictinio, autor de uno de los pocos opúsculos priscilianistas de los que se conoce su existencia, aunque no se conserva ningún ejemplar. De ese libro, titulado Libra, se conservan tan solo referencias indirectas en la obra Contra mendacium de san Agustín de Hipona. Refiere este autor que los priscilianistas consideran lícito mentir para proteger su existencia, hasta el punto de que se recoge un santo y seña mediante el que se reconocen: Iura, periura, secretum prodere noli (juramento de inviolabilidad de los secretos del grupo, aun a costa de mentir). En el año 396 se convoca un Concilio en Toledo en el que los seguidores de Prisciliano abjuran de sus ideas y declaran «haber abandonado los errores de la secta», pero la constatación de la pervivencia de costumbres priscilianistas, tales como la consagración de la eucaristía con leche y uvas, el ayuno, la presencia de clérigos con el pelo largo, etcétera, obliga a la celebración de un nuevo concilio en Toledo en el año 400. En este sínodo se asegura que once de los doce obispos de Galicia eran priscilianistas. El único obispo no priscilianista era el de la diócesis de Bretoña, no hispana, sino bretona.
Huyendo de los invasores sajones y jutos, entre los siglos IV y V miles de celtas de la provincia romana de Britania, bajo el mando del obispo Maeloc, cruzan a la península de Armórica, en la Galia, y a Galicia, fundando la provincia–obispado de Bretoña. Un par de siglos después será también un monje bretón, Pelagio, el que anuncie el descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago. Las actas de ese concilio de Toledo del año 400, recogen el testimonio de abjuración de su herejía de Simposio, su hijo Dictinio y el presbítero Comasio.
Tras la muerte de Clemente Máximo, Teodosio se proclama único augusto de Oriente y Occidente; pero su muerte en el 395 deja de nuevo el Imperio dividido entre sus dos hijos. Al mayor, Arcadio, le corresponden los territorios orientales y al joven Honorio, con apenas once años, el Imperio de Occidente, tutelado por el general Estilicón, de origen vándalo. El movimiento priscilianista se ha ido transformando en este tiempo, por fuerza de la persecución, en una sociedad secreta, que ejerce el suficiente poder en el noroeste de Hispania para que el papa Inocencio I decrete la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra Priscillianistas en el año 404. Entre las filas del movimiento priscilianista algunos autores han incluido a Baquiario, un monje itinerante que vivió a finales del siglo IV y principios del V, y a Egeria, autora de la primera crónica de viajes a Tierra Santa del cristianismo primitivo escrita por una mujer. En el año 409 el emperador de Occidente, Honorio, define su política decantándose en contra del movimiento priscilianista, condenando a sus seguidores a perder sus bienes y derechos civiles, y llegando a imponer multas a los funcionarios civiles remisos a perseguir la herejía.
Al tiempo que los bárbaros invadían el Imperio de Occidente, el emperador empleaba buena parte de su tiempo en dirimir cuestiones teológicas. A pesar de todo, el priscilianismo sobrevivirá en el noroeste de la península Ibérica, sobre todo en el entorno rural, y al amparo de la ruptura política con Roma. A mediados del siglo V, san Toribio, obispo de Astorga, se aplicó a arrebatar de manos de los fieles todos los libros priscilianistas y, comprendiendo que todavía este remedio era ineficaz, remitió al papa León I el Communitorium, una enumeración de los errores consignados en los libros apócrifos, y el Libellus, donde refutaba el priscilianismo. San León aconsejó la celebración de un concilio en Toledo, o un sínodo de obispos gallegos, si lo anterior fuese imposible por el estado de independencia política de buena parte de Hispania respecto a Roma. Se convocó el sínodo de Aquis Caelenis (actual Caldas de Reyes), donde los heterodoxos, aún aparentando admitir la Assertio fidei, perseveraron en sus doctrinas y prácticas. Finalmente, el primer Concilio de Braga (561) vuelve a hacer referencia al problema, condenándose en siete de sus diecisiete cánones las proposiciones priscilianistas. El segundo Concilio de Braga, celebrado varios años después, aún refleja en sus actas alusiones a la secta priscilianista, e incluso aparece una alusión en el cuarto Concilio de Toledo (683), en el que se condena, como lacra priscilianista, el «delirante pecado» de no cortarse el pelo la clerecía gallega.

¿Se halla la tumba de Prisciliano en Santiago de Compostela?
En el año 813 un ermitaño llamado Pelagio comunica a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, que en el bosque de su diócesis se ven unas luces extrañas. El obispo referirá después a Alfonso II el Casto, rey de Asturias, que buscando el origen de las luces halló un sepulcro, que no duda en atribuir inmediatamente al apóstol Santiago. La noticia del singular hallazgo se hace oficial con el papa León III.

En 1900 el hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midí un artículo bajo el título «Saint Jacques en Galice» en el que sugiere que el que realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, basándose en el viaje que sus discípulos hicieron con los restos mortales del hereje hasta su tierra natal. Posteriormente, los académicos españoles Sánchez–Albornoz y Unamuno, se hacen eco de esta hipótesis que ha pasado a convertirse en una hipótesis muy popular, y alternativa a la tradición católica. Oponiéndose a esta teoría, monseñor guerra Campos indica la existencia de un lugar que podría ser el lugar de enterramiento de Prisciliano: Los Martores, perteneciente a la parroquia de San Miguel de Valga, en la provincia de Pontevedra. Allí hay una ermita en cuyo interior han aparecido sarcófagos antropoideos tallados en piedra que bien pudieran pertenecer al siglo IV. La teoría de guerra Campos se basa en la denominación popular con la que se conoció a los discípulos ajusticiados en Tréveris, hasta mucho tiempo después de su muerte: «Los mártires» (en gallego dialectal Os mártores), siendo éste el único topónimo de estas características en toda Galicia. Una última teoría, planteada por Celestino Fernández de la Vega, establece el posible lugar de enterramiento de Prisciliano en Santa Eulalia de Bóveda, localidad próxima a Lugo. Entre tanto, los intentos de relacionar la tumba de Santiago en Compostela con Prisciliano siguen produciéndose.


1914: invasión alemana de Francia y Bélgica

Al inicio de la Primera Guerra Mundial, el Ejército alemán ejecutó una versión modificada del Plan Schlieffen, diseñado para atacar con rapidez a Francia a través de Bélgica antes de girar hacia el sur para rodear al Ejército francés en la frontera alemana. Los ejércitos bajo el mando de los generales Alexander von Kluck y Karl von Bülow atacaron Bélgica el 4 de agosto de 1914. Luxemburgo había sido ocupada sin oposición el 2 de agosto. La primera batalla en Bélgica fue el asedio de Lieja, que se prolongó desde el 5 al 16 de agosto. Lieja estaba bien fortificada y sorprendió al Ejército alemán, al mando de Von Bülow, por su capacidad de resistencia. Tras la caída de Lieja, la mayor parte del Ejército belga se retiró hacia Amberes y Namur. Aunque el Ejército alemán circunvaló Amberes, siguió siendo una amenaza para su flanco. Luego tuvo lugar otro asedio a Namur, que duró aproximadamente del 20 al 23 de agosto. Cinco días después culminaría el asedio de Amberes con la caída de esa ciudad.
El plan ofensivo francés de preguerra, el Plan XVII, tenía por objetivo capturar Alsacia-Lorena tras el estallido de las hostilidades, para ello preparó un enorme ejército de 1.250.000 hombres. La ofensiva principal se lanzó el 14 de agosto, con ataques a Saarburg en Lorena y Mulhouse en Alsacia. Siguiendo el Plan Schlieffen, los alemanes se retiraron lentamente infligiendo las máximas pérdidas a los franceses, que avanzaron hacia el río Sarre e intentaron capturar Saarburg antes de ser rechazados. Los franceses habían conquistado Mülhausen, pero la abandonaron para ir en auxilio de las debilitadas fuerzas de Lorena.
Tras marchar sobre Bélgica, Luxemburgo y el bosque de las Ardenas, un ejército alemán de 1.300.000 hombres avanzó a partir del 24 de agosto hacia el interior del norte de Francia, donde se encontraron con el Ejército francés, bajo el mando de Joseph Joffre, y las primeras divisiones de la Fuerza Expedicionaria Británica, a las órdenes de sir John French. A continuación se libraron varias batallas conocidas como las «batallas de las Fronteras». Los combates clave fueron los de Charleroi y Mons. Seguidamente se produjo una retirada general aliada, dando como resultado más enfrentamientos, como la batalla de Le Cateau, el asedio de Maubeuge y la batalla de St. Quentin.
El Ejército alemán llegó a menos de 70 kilómetros de París, pero en la primera batalla del Marne (6–12 de septiembre), las tropas francesas y británicas consiguieron forzar una retirada alemana, dando fin a su avance hacia el interior de Francia. El Ejército alemán se replegó hacia el norte del río Aisne y se atrincheró, estableciendo un frente occidental estático que perduraría tres años. Tras esta retirada alemana, ambas fuerzas intentaron flanquear a la otra en la carrera hacia el mar, y extendieron rápidamente su sistema de trincheras desde el canal de la Mancha hasta la frontera suiza. 


Marca Hispánica: origen de los reinos cristianos peninsulares

Este era el territorio situado entre el este de Navarra y el mar Cantábrico, y se dividió en condados sometidos a los francos. Los Condados Catalanes fueron divisiones de la zona occidental de la Marca Hispánica, y los Condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, ocupaban la zona intermedia. Fue una zona de contención militar que fijaron los francos para frenar las incursiones sarracenas. Si bien la intención inicial de éstos era llevar las fronteras hasta el Ebro, la Marca Hispánica quedó delimitada por los Pirineos al norte, y por el río Llobregat al sur. Con el tiempo los Condados Catalanes se medio independizaron del dominio franco con condes como Wilfredo el Velloso y Aznar Galíndez. El Condado de Barcelona se convirtió muy pronto en el condado dominante de la zona. Con el tiempo, tras la unión dinástica entre el Reino de Aragón y el conjunto de condados menores vinculados al de Barcelona, daría origen a la Corona de Aragón. Posteriormente, los dominios de esta corona se extendieron hacia Levante y el Mediterráneo.

El Reino de Aragón
Tiene éste su origen en un condado procedente de la Marca Hispánica. Se uniría al de Pamplona en el año 943 debido al enlace dinástico de Andregoto Galíndez con García Sánchez I. Tras la muerte de Sancho III de Navarra en 1035, su hijo Ramiro recibió el dominio del Condado de Aragón, que se emanciparía y, tras anexionarse los condados de Sobrarbe y Ribagorza, cuyo gobierno había correspondido a un adolescente Gonzalo hasta su muerte en 1045, Ramiro I establecería un reino de facto que comprendía los tres antiguos condados y ocupaba los Pirineos centrales. Poco después, en 1076 a la muerte de Sancho el de Peñalén, llegó a anexionarse Navarra, aunque tras la muerte de Alfonso I el Batallador la unión se deshizo. Por esa época, tras una dura lucha con las Taifas de Zaragoza, el reino aragonés llegó al Ebro, conquistando la capital en 1118. Más tarde se produciría la unión dinástica, con el matrimonio de Petronila (hija única del rey de Aragón) y Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, lo que conformó definitivamente la Corona de Aragón, que agrupaba al Reino y a los Condados, si bien cada territorio mantuvo sus usos y costumbres consuetudinarios. La Corona acabaría por unificar lo que hoy es Cataluña, arrebatando a los árabes los territorios de Lérida y Tarragona.
El avance cristiano. Reconquista de las principales ciudades
El avance de los reinos cristianos en la península Ibérica fue un proceso lento, discontinuo y complejo en el que se alternaron períodos de expansión con otros de estabilización de fronteras, y en el que muchas veces diferentes reinos o núcleos cristianos siguieron también ritmos de expansión distintos, a la vez que se remodelaban internamente a lo largo del tiempo (con uniones, divisiones y reagrupaciones territoriales de signo dinástico); y a la vez que, también, cambiaba internamente la forma y fuerza del poder musulmán peninsular al que se enfrentaban (que experimentó diversas fases de poder centralizado y períodos de disgregación). Asimismo la expansión conquistadora estuvo salpicada de continuos conflictos y cambiantes pactos entre reinos cristianos, negociaciones y acuerdos con poderes regionales musulmanes y, puntualmente, alianzas cristianas más amplias contra aquéllos, como la que se dio en la batalla de Simancas (939), que aseguró el control cristiano del valle del Duero y del Tormes; o la más sonada —por su excepcionalidad— y de más amplias consecuencias en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, que supuso el principio del fin de la presencia almohade en la península Ibérica. El estudio de tan dilatado y complejo proceso pasa por el establecimiento de diferentes fases en las que los historiadores han establecido perfiles diferenciados en los ritmos y características de conquista, ocupación y repoblación.
Siglos VIII–X. Completada la conquista musulmana en apenas un lustro (711–716), al margen solo queda una estrecha franja montañosa en el Norte. El principal esfuerzo de los sarracenos hasta el siglo X irá dirigido a consolidar nuevas estructuras político–institucionales sobre unas realidades socioeconómicas en transformación (el asentamiento masivo de población huida del avance musulmán), configurando las bases del feudalismo en la Península. Al oeste se afianzó el reino asturiano, extendiéndose entre Galicia, el Duero y el Nervión. Al este la Marca Hispánica, línea defensiva fronteriza de los francos que germinará en diferentes núcleos cristianos pirenaicos. Su precaria situación quedará demostrada durante el reinado de Abderramán III (912–961), cuando reconozcan la soberanía del Califato, convirtiéndose en estados tributarios.
Siglos XI–XII. La disgregación del Califato (Taifas) facilitará un lento avance cristiano por la Meseta norte y el valle del Ebro, consolidándose institucionalmente los reinos cristianos. Ello será financiado con las imposiciones tributarias a las que sometieron a los reinos musulmanes, convirtiéndolos virtualmente en protectorados. Es un periodo de europeización, con la apertura a las corrientes culturales continentales (Cluny, Cister) y la aceptación de la supremacía religiosa de Roma. El avance castellano–leonés (Toledo, 1085) provocó nuevas invasiones norteafricanas —almorávides y almohades— que evitaron el colapso de la Andalucía musulmana. La repoblación entre el Duero y el Tajo se sustenta en colonos libres y concejos con amplia autonomía (fueros), mientras que en el Ebro los señoríos cristianos explotarán a la población agrícola musulmana.
Siglos XIII–XIV. La decisiva victoria de los reinos cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, supone el definitivo derrumbe de la Andalucía musulmana, y facilita un rápido avance protagonizado por las Coronas de Castilla y de Aragón. Pero este rápido avance generará algunos problemas: la absorción de un enorme volumen territorial y poblacional. En Andalucía y Murcia, la imposición de grandes señoríos —nobles guerreros y órdenes militares— y la expulsión de las poblaciones moriscas —campesinos y artesanos— derivará en la decadencia económica momentánea del territorio. En Valencia y Alicante, los señoríos cristianos de menor extensión, se superpondrán a una población musulmana que mantendrá la prosperidad económica. Problemas solapados con la crisis económica del siglo XIV y las guerras civiles que desangraron a los reinos cristianos de la España bajomedieval. A pesar de ello, se consolida España como la nación que por excelencia resistió y contuvo a los musulmanes en Occidente —mientras fracasaban las Cruzadas en Tierra Santa—, siendo, a partir de 1453 tras la caída de Constantinopla, la capital del Imperio de Oriente, en poder de los turcos, el Reino de Hungría el nuevo paladín de Europa en el Este.
Siglo XV. La supervivencia del Emirato de Granada responde a varias razones: su condición de vasallo del rey castellano, su conveniencia para éste como refugio de población musulmana, el carácter montañoso del reino (complementado con una consistente red de fortalezas fronterizas), el apoyo norteafricano, la crisis castellana bajomedieval y la indiferencia aragonesa (ocupada en su expansión mediterránea). Además, la homogeneidad cultural y religiosa (sin población mozárabe) proporcionó al Estado granadino una fuerte cohesión. Su desaparición en 1492 —debido también a sus interminables luchas dinásticas— se inserta en el contexto de la construcción de un Estado moderno llevado a cabo por los Reyes Católicos a través de la unificación territorial y el reforzamiento de la soberanía de la Corona.
La repoblación de los territorios reconquistados
En paralelo al avance militar cristiano se produjo un proceso de repoblación, hoy llamado colonización, con el asentamiento de población cristiana, que podía provenir de los núcleos septentrionales (de tierras montañosas y superpobladas), de las comunidades mozárabes del Sur que emigraban al Norte en las épocas de escasa o nula tolerancia religiosa en los territorios musulmanes, e incluso de otros países de Europa situados al otro lado de los Pirineos, y a los que genéricamente los hispanoárabes llamaron «francos». Las modalidades de asentamiento de esta población varió en sus características según la forma en que se hubiera producido la conquista, el ritmo de la ocupación y el volumen de la población musulmana existente en el territorio a repoblar. En las zonas que sucesivamente fueron frontera entre cristianos y musulmanes, nunca hubo un vacío demográfico o zonas despobladas, a pesar de que algunos documentos —que así lo pretendían, justificando de ese modo la legitimidad de las apropiaciones— dieron origen al concepto de «desierto del Duero», acuñado por la historiografía de comienzos del siglo XX (Claudio Sánchez–Albornoz). La llegada de los repobladores o colonos cristianos, se testimonia arqueológicamente no solo en lo más evidente (edificaciones religiosas o enterramientos), sino con cambios en la cultura material, como la denominada cerámica de repoblación. Sirviendo como hitos divisores los valles de los grandes ríos que cruzan la Península de este a oeste, se han definido ciertas modalidades de repoblación, protagonizadas cada una por distintas instituciones y agentes sociales en épocas sucesivas: entre la cordillera Cantábrica y el río Duero. En una verdadera «cultura de frontera», el rey atribuye durante los siglos VIII y XI tierras deshabitadas a hombres libres que debían defenderse a sí mismos en un entorno inseguro, y ocupar la tierra que ellos mismos iban a cultivar (presuras). Un proceso en cierta forma similar se denomina aprisio en los núcleos pirenaicos. A medida que la frontera se alejaba hacia el Sur, la independencia inicial que caracterizó el espíritu del condado de Castilla (caballeros–villanos, behetrías) se fue sustituyendo por formas más equiparables al feudalismo europeo, con el establecimiento de señoríos monásticos y nobiliarios.
Entre el Duero y el Sistema Central en los siglos XI y XII se establecieron concejos municipales a los que se atraía a la población mediante el establecimiento de sustanciales privilegios colectivos fijados por escrito en cartas aforadas (cartas pueblas o fueros). Estas ciudades ejercían el papel de verdaderos señoríos colectivos sobre el campo circundante (alfoz) con el que formaban comunidades de villa y tierra: Salamanca, Ávila, Arévalo, Segovia, Cuéllar, Sepúlveda, Soria, etcétera.
Valle del Tajo: sin mucha aportación nueva de repobladores, se mantuvo gran parte de la población morisca de la Taifa de Toledo (una zona densamente poblada). Se inició desde la conquista de Toledo (1086) y de forma simultánea a la repoblación del espacio más al norte, con la que comparte formas jurídicas equivalentes: Talavera, Madrid, Guadalajara, Talamanca, Alcalá de Henares, etcétera. Cada comunidad definida por su origen étnico y religioso (judíos, musulmanes, mozárabes y castellanos) contó con un estatuto jurídico particular. Tras la invasión almorávide se expulsó a los musulmanes por razones de seguridad, castellanizándose el reino. La sede arzobispal toledana se enriqueció con las propiedades de las mezquitas y la adquisición de otras, particularmente de familias mozárabes.
Valle del Ebro: durante la primera mitad del siglo XII, los grandes núcleos urbanos como Tudela, Zaragoza y Tortosa mantienen la población musulmana, al tiempo que entran en el territorio oleadas de mozárabes, francos y catalanes que se establecen siguiendo el sistema del repartimiento, ocupando las casas abandonadas.
Cuencas medias del Guadiana, del Júcar y del Turia: entre los siglos XII y XIII, el rey concede a las órdenes militares españolas grandes señoríos (encomiendas), principalmente en Extremadura, La Mancha y El Maestrazgo. Alrededor de sus castillos se asientan poblaciones campesinas con libertades muy recortadas, no configurándose concejos de relevancia.
Valles del Guadalquivir y del Segura: llanura litoral valenciana e islas Baleares. Durante el siglo XIII se realiza mediante repartimientos de donadíos (grandes extensiones concedidas a los más altos nobles, funcionarios, órdenes militares e instituciones eclesiásticas) y heredamientos (medianas y pequeñas parcelas entregadas a nobles de linaje, caballeros y peones). La población musulmana permaneció en las zonas castellanas hasta la revuelta mudéjar de 1264 y su posterior expulsión, que posibilitó el aumento de los grandes señoríos. En el Reino de Valencia la población morisca se mantuvo en las zonas rurales hasta su expulsión en 1609.

Religión y cultura
En los territorios dominados por los musulmanes continuaban existiendo, separadas, pero pacíficamente coexistiendo, comunidades cristianas (con religión, idioma y leyes propias). Eran los llamados mozárabes. Estos eran respetados al principio, pero poseían menos derechos civiles que los musulmanes (no podían construir nuevas iglesias, pagaban impuestos especiales, etcétera.). La tolerancia se perdió a medida que avanzaba la conquista de la Península (de los territorios que antes pertenecían al dominio de los visigodos ocupados por los estados cristianos del Norte, en buena parte herederos de los visigodos) y con la llegada de los integristas almorávides y los islamistas almohades procedentes del norte de África. También en los territorios que habían vuelto a pasar a dominio de los reyes cristianos seguían viviendo musulmanes. Así se producía un intercambio cultural importante entre musulmanes y cristianos. Junto con estas dos culturas coexistía la judía. Sabían, además del hebreo, el árabe y el castellano romance, por lo que tenían un papel importante en la traducción de textos a diversos idiomas (junto con los traductores cristianos en la Escuela de Traductores de Toledo). La figura cultural judía más importante es el filósofo Maimónides. Gracias a su traducción al latín, los textos hispanoárabes tendrían difusión en otros países europeos, y no fue menos importante el hecho de que los moros españoles conservaran y tradujeran una inmensa cantidad de textos griegos y latinos, que por esta vía volvieron a formar parte del patrimonio cultural europeo.
Hay que aclarar que el término «moro» no tiene ningún carácter peyorativo según las acepciones de la Real Academia Española. Deriva del latín maurus, naturales de Mauritania, territorio que en la época romana abarcaba buena parte del África noroccidental. También se emplea como sinónimo de musulmán, y, especialmente referido, a los musulmanes que habitaron en España entre los siglos VIII y XV. Todavía hoy en día quedan en España influencias muy importantes de la época de la dominación musulmana: unas 4.000 palabras de origen árabe (muchos nombres y sustantivos aunque muy pocos verbos), empleadas lógicamente con mayor profusión cuanto más al Sur, monumentos de la época (fortalezas como La Alhambra, mezquitas como la de Córdoba), iglesias y palacios de estilo cristiano–musulmán (mudéjar), gastronomía (el empleo generalizado de especias y verduras en los distintos platos, infinidad de platos de nuestra comida actual, dulces de origen árabe, el empleo de vajilla de cristal, diversas costumbres, como el hecho de llevar ropas claras en verano, así como la gran influencia que tuvieron en la ciencia, la tecnología, la literatura y la filosofía no solo en España, sino en Europa.


La Armada Invencible

La expedición de la Felicísima Armada de 1588 fue sin duda una interesante y espectacular empresa de objetivos no tan ambiciosos como se piensa, marcada por lo trágico de su resultado. Sin embargo, a día de hoy es objeto de un sinfín de mitos y confusiones que nos ha llevado a los españoles a creer a pies juntillas la versión interesada y patriotera que hicieron circular los historiadores ingleses. El «desastre» de la Invencible no fue una batalla decisiva ni mucho menos; la guerra entre Inglaterra y España se prolongó durante dieciséis largos años más, mediante buques corsarios y piratas, Inglaterra intentó sin éxito desmantelar el poderío marítimo español hasta que se vio forzada a pedir la paz en 1604, en unos términos claramente favorables a España. Por otra parte, el revés de la Invencible permitió a la Armada española aprender de sus errores y corregirlos en futuras empresas. La Invencible estaba preparada en caso de que la expedición de 1588 no saliera según lo previsto.
Se ha venido enseñando que la «derrota» de la Armada Invencible fue una victoria decisiva de los ingleses, y que permitió su triunfo en la guerra contra España, que a partir del desastre no intentó ninguna otra operación anfibia sobre Inglaterra, prefiriendo luchar en tierra, y fracasando estrepitosamente en combatir a los corsarios ingleses. Esto es totalmente falso, por los siguientes motivos:
La expedición de la Felicísima Armada fue un fracaso o error táctico por el no cumplimiento de los objetivos, pero no una derrota decisiva, pues la mayoría de los barcos enviados regresaron a puerto (hasta 70, entre ellos los mejores y más sólidos). El enfrentamiento no fue decisivo, pues fue el primero de una serie de escaramuzas tempranas en el contexto de una guerra intermitente que duró de 1585 a 1604. España derrotó a Inglaterra en la mayoría de batallas terrestres y navales que se libraron después de los hechos de la Armada 1588.
La paz negociada en 1604 fue muy beneficiosa para España, que además pudo por fin concentrarse en la guerra de Flandes. En la década 1590–1600 se enviaron más escuadras españolas contra Inglaterra, algunas comparables a la Invencible y que sí llegaron a desembarcar tropas en suelo inglés, aunque muchas veces fueron dispersadas por los temporales. Tales ejemplos son la expedición punitiva en Cornualles de 1595, la intervención en Irlanda de 1596 y la invasión de 1597. La acción de la Felicísima Armada fue una batalla dentro del contexto de una larga guerra.
También suele argumentarse que la derrota de la Invencible supuso el comienzo de la hegemonía británica sobre los mares porque España nunca se recuperó, y que Inglaterra disfrutó de dominio absoluto sobre los mares desde entonces. Absolutamente falso, como se verá más adelante, cuando repasemos las campañas de los siglos XVII y XVIII. Los barcos perdidos en 1588 se reemplazaron sin mayores problemas, pues España contaba con la infraestructura necesaria para el mantenimiento de su Armada. La Navy inglesa enviada en 1589 fue derrotada decisivamente, incluso en proporciones mayores que el mero revés de la Felicísima Armada un año antes. Los alumnos más atentos a las tácticas e innovaciones implementadas en la Navy fueron, irónicamente, los marinos españoles que las adoptaron rápidamente. De hecho, los buques posteriores a la Felicísima Armada eran mucho más rápidos y ligeros, y estaban mejor artillados. Desde entonces España transportó con éxito más metales preciosos a través del Atlántico en la década de 1590 que en ninguna otra época del dominio español en ultramar. El nuevo sistema de convoyes permitía transportar tres veces más oro después de 1588 que antes de esa fecha. El problema estaba en que el dinero se gastaba más rápidamente de lo que llegaba, motivo del sobreendeudamiento y bancarrota en 1598, diez años después del episodio de la Invencible.
Los bucaneros y corsarios ingleses fracasaron en dar alcance a los barcos de españoles de Indias como atestiguan las malogradas expediciones de John Hawkins y Martin Frobisher en 1589 y 1590. De hecho, un galeón contaba, solo como dotación en artillería, con 160 soldados bien adiestrados, o incluso más, frente a las tripulaciones corsarias de 30 a 40 individuos, reclutados entre exconvictos, ladrones y huidos de la justicia en su país. La piratería del siglo XVI en el Caribe fue muy limitada e ineficaz contra la Armada española por estos motivos, prefiriéndose atacar ciudades costeras desguarnecidas. Pero esto no queda ahí, pues los propios John Hawkins y Francis Drake —los mejores corsarios ingleses— fueron muertos en una desastrosa expedición contra el Caribe español en 1596, al estar ya prevenidos de su llegada los fuertes y ciudades españolas. España dominó los mares incluso bien entrado el siglo XVII. En la segunda mitad del siglo XVII fue Holanda y no Inglaterra la que disfrutaba de mayor poderío en los mares, derrotando Holanda a Inglaterra en la guerra que mantuvieron ambas naciones por la hegemonía marítima. Solo bien entrado el siglo XVIII Inglaterra tuvo algunos periodos de dominio marítimo salpicados por derrotas como la de Cartagena de Indias o la captura de su doble convoy en 1780. O el fracaso de Nelson en el asalto a Tenerife. O la reconquista de Menorca, primero por los franceses, y después por los españoles.
Como ya se ha dicho, España se declaró en bancarrota en 1598, a pesar de lo cual prosiguió con sus guerras en Flandes y contra Inglaterra, pero la soberana inglesa, Isabel I, estaba endeudada hasta las cejas debido a la guerra (1594-1603) que libraba en Irlanda contra Hugh O’Neil. A esto hay que sumarle las plagas y hambrunas debido a las malas cosechas que causaron gran pobreza entre la población británica.
A menudo se ha dicho también, incluso aquí en España, que el origen del poderío británico comienza con el desastre de la Invencible. Esto es absolutamente falso e inexacto; la guerra contra España entre 1585–1604 impidió a los ingleses mandar expediciones al Nuevo Mundo. Solo tras la paz negociada en 1604 pudo Inglaterra crear un establecimiento permanente en América del Norte. Fue de hecho el envío de la Armada en 1588 lo que provocó el fracaso de la colonia de Roanoke, al no poder recibir ésta suministros. También se ha venido enseñando a los escolares británicos que Felipe II de España pretendía conquistar Inglaterra, anexionársela, imponer el español como lengua y devolverla al catolicismo, y que gracias al fracaso de la Invencible Inglaterra no habla español. Totalmente falso, los objetivos de Felipe II eran mucho más modestos y realistas.
El propósito era desembarcar un cuerpo expedicionario y ocupar la capital inglesa, Londres, con los Tercios para obligar a los ingleses a negociar la paz según los términos españoles. A continuación, conseguir un trato favorable para los católicos ingleses, y que cesasen las persecuciones, condenas e incautaciones de bienes de éstos. Forzar a Isabel I a comprometerse en no interferir militarmente en el conflicto de Flandes (el objetivo principal), y obligarla a detener las incursiones de Francis Drake sobre los territorios españoles, tanto de la Península como en ultramar.
También se ha dicho que la batalla de Gravelinas fue una victoria decisiva británica, estando éstos superados en número y armamento por los españoles. Esto también es falso; pese a que los barcos españoles eran en su mayor parte pesados galeones, los ingleses contaban con superioridad en pequeñas naves equipadas con cañones de disparo rápido, mientras que bastantes cañones españoles eran defectuosos. También se ha dicho que la Invencible fue diezmada por las inclemencias meteorológicas, regresando muy pocos barcos a puerto en la Península. Tampoco esto es exacto. Se perdieron 20 de 130 barcos aproximadamente por causas no relacionadas directamente con el combate. La mayoría de los 20 barcos que se fueron a pique estaban muy dañados y eran poco navegables, lo que precipitó su hundimiento delante de las costas irlandesas. La mayoría de los barcos enviados —hasta más de 70, entre ellos los mejores y más sólidos— volvieron a Santander y otros puertos entre septiembre y octubre de 1588. Los tripulantes de los barcos a su llegada a puerto recibieron atención médica y tratamiento adecuado, salvándose así cientos de vidas.
Otra inexactitud es la que sostiene que la Armada española fue bautizada «Invencible» por el rey Felipe II, jactándose éste de que ninguna escuadra extranjera podía derrotarla. Esto también es falso: el nombre que recibió la flota fue el de «Grande y Felicísima Armada». El adjetivo de «Invencible» es un añadido, una invención de los cronistas y gacetilleros ingleses, que también han venido sosteniendo que los suyos apenas sufrieron bajas en las acciones contra la Armada Invencible, y que la victoria fue celebrada con júbilo. Pero poco hubo que celebrar en Inglaterra.
Muchos marineros ingleses enfermaron a causa de un terrible brote infeccioso en su escuadra, llegando a sufrir hasta cerca de 10.000 bajas por motivos no relacionadas con el combate. No se celebró con entusiasmo la victoria, pues los marineros ingleses supervivientes protestaron airadamente porque llevaban meses sin recibir sus pagas, y muchos habían sido embarcados por la fuerza o mediante engaños.
El duque de Parma, don Alejandro Farnesio, debía aportar miles de hombres de los Tercios de Flandes que serían embarcados en los puertos de los Países Bajos, a la llegada de la Armada. Una vez arribó la flota española a Calais, llegó un mensajero enviado por el duque de Parma, quien comunicó a Medina–Sidonia que sus hombres no podían embarcar porque los puertos bajo su dominio en Flandes estaban siendo bloqueados por barcos holandeses, dirigidos por Justino de Nassau. El mal tiempo y estas noticias hicieron decantarse al duque de Medina–Sidonia por aprovechar los vientos para bordear las islas Británicas y regresar a España por la travesía más larga, pero aparentemente más segura. Fue, sin duda, una mala decisión, pues los temporales se cebaron con la Armada.