Powered By Blogger

martes, 5 de enero de 2016

La caída del Imperio Romano de Occidente

Generalmente se ha descrito el hecho histórico de las invasiones bárbaras como una avalancha de los pueblos germanos que, rebasando las fronteras del Rin y del Danubio, invadieron simultáneamente las provincias occidentales del Imperio. Algo de verdad hay en esto, pero la irrupción de los germanos en tierras del Imperio no sobrevino de una vez ni violentamente. Se acostumbra también a decir que las invasiones produjeron un estado de anarquía y retroceso en la civilización, que esto no empezó a remediarse hasta el Renacimiento, mil años después, y con la formación de las modernas Naciones–estado. Esta versión, un tanto exagerada, se funda en textos casi contemporáneos a la época de las invasiones; pero hay que advertir que son de autores latinos y eclesiásticos, que veían en los germanos un doble enemigo, porque la mayoría profesaban la fe arriana y en muchas ocasiones habían sido un verdadero castigo para la Iglesia católica. En cambio, la causa principal del desplazamiento de los pueblos teutónicos, que es el movimiento de grandes masas de tribus mongolas hacia Europa, se ha considerado como un episodio secundario. Se habla de Atila y de los hunos como de otros bárbaros, acaso los peores, pero sin distinguirlos mucho de los de raza germánica, casi cristianizados y medio romanizados. Y, sin embargo, la ocupación por los hunos de la mayor parte de Europa es uno de los más extraordinarios sucesos de la Historia.
Los hunos eran un pueblo nómada procedente de las estepas asiáticas que asolaron los territorios del Imperio Romano durante los siglos IV y V. Pertenecían a la misma etnia que los tártaros y mongoles que acaudilló Gengis Kan, y aun tal vez que los turcos de Bayaceto y Solimán; pero mientras los mongoles de Gengis Kan se detuvieron al llegar al Mediterráneo y los turcos no lograron pasar de Viena, las feroces hordas que seguían a Atila cruzaron por delante de París, llegaron hasta Orleans, y de Italia se marcharon sin ser vencidos, acaso porque la tierra clásica, llena de ciudades y de cultivos, no se prestaba a la vida nómada ni tenía pastos para sus caballos. La historia de los hunos anterior a su entrada en Europa la conocemos sobre todo por los escritos chinos, que hablan de pueblos norteños que tenían que pagar tributos a los hunos para mantenerlos más allá de sus fronteras. Cuando, con la construcción de la Gran Muralla y el establecimiento de una dinastía en China capaz de hacerse respetar, no pudieron continuar sus incursiones de rapiña en el sur, los hunos se dirigieron poco a poco hacia el Oxus; un largo río de Asia Central, antiguamente llamado Pamir y Oxus, por los griegos. Nace en la cordillera del Pamir, y sirve de frontera natural entre Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán y desemboca en el mar de Aral, aunque en la época de los hunos desembocaba en el mar Caspio. Por algún tiempo parecieron amenazar a los partos y querer instalarse en las fértiles llanuras de Asia; pero, siguiendo acaso la línea de mínima resistencia, al final del siglo III los hallamos ya entre los ríos Volga y Dniéper.
Los primeros que sufrieron en Europa el choque de los hunos fueron los alanos en sus territorios originarios en el Cáucaso septentrional. Este pueblo de origen iranio relacionado con los sármatas, invadiría en el siglo V la península Ibérica. Por entonces, siglo III, los alanos vivían en las tierras que los griegos llamaron Escitia, al norte del mar Negro. Los alanos eran pastores nómadas muy belicosos que habitaban en tiendas; aunque se habían mezclado con sus vecinos turanios, eran originalmente arios —indoeuropeos— como los germanos. Grupos numerosos de alanos se agregaron a las hordas de los mongoles que llegaban de Asia central; otros de ellos, acaso los más civilizados, o germanizados, se acercaron a sus vecinos teutónicos, sin emparentarse con ellos, pero acompañándoles en sus correrías.
Los hunos avanzaban en hordas disgregadas, llevando gran impedimenta de carros, mujeres y rebaños, y obedeciendo solo, en sus expediciones militares, a un jefe o caudillo. Cuando la presión de las nuevas tribus recién llegadas se hizo irresistible, las avanzadillas de los hunos empezaron a hostigar a los más orientales de los pueblos germánicos, instalados en las llanuras del norte del Danubio; éstos eran los godos, divididos desde hacía mucho tiempo en tres grandes grupos: visigodos, ostrogodos y vándalos. Los hérulos —cuyo rey Odoacro depuso al último emperador de Occidente—, pertenecían al grupo de los vándalos. Y aún podría unirse un quinto grupo: el de los gépidos, una antigua nación germánica que se unió a los hunos bajo Atila, y que, vencida después por los ostrogodos, se fusionó con ellos. Los ostrogodos trataron de frenar a los hunos, pero la avalancha de asiáticos fue tan grande, que la tarea resultó imposible. Algunas tribus de ostrogodos aceptaron pagar tributo a los hunos, y algunos de sus jefes se convirtieron en consejeros y mercenarios al servicio de los hunos. Los gépidos, que estaban más al norte y habían tenido menos contacto con el Imperio, pactó también una alianza con los hunos y los acompañaron en sus campañas posteriores. Pero al llegar los hunos a las tierras de los visigodos, y al ver éstos que la resistencia era imposible, en vez de aceptar pagarles tributo a los invasores, como sus parientes los gépidos y los ostrogodos, prefirieron cruzar el Danubio y se pusieron al servicio del Imperio a cambio de protección. Así pues, Valente, que era entonces emperador, aceptó la oferta que le hicieron los visigodos y les permitió establecerse en una región inculta de Tracia y vivir allí como aliados y súbditos del Imperio; pero les impuso dos condiciones que no podían ser más onerosas: la primera, que los guerreros tenían que hacer entrega de sus armas, y solo así desarmados cruzarían la frontera, y la segunda, que debían entregar a sus hijos para que fuesen repartidos por las ciudades de Asia y aprendiesen allí la lengua y las costumbres grecorromanas, incluida la nueva religión: el cristianismo. La primera condición exasperó a los visigodos, quienes, sin embargo, por el soborno y el contrabando lograron conservar muchas de sus armas, y el cumplimiento de la segunda condición les dejó todavía más libertad de movimientos para poder atacar al Imperio si no se les indemnizaba, con tierras y subsidios, por la pérdida de sus familias.
El número de visigodos que cruzaron el Danubio está fijado en un millón de personas, de las cuales doscientos mil eran guerreros. Los funcionarios de Constantinopla se encontraron de repente con el problema de realojar y abastecer a los recién llegados en los territorios asignados. La explotación indigna a que fueron sometidos los visigodos les llevó a rebelarse. Las primeras escaramuzas fueron favorables a los germanos; esto alarmó al emperador Valente, quien trató de aniquilarlos en una batalla campal delante de Adrianópolis. El combate tuvo lugar el 9 de agosto del año 378 y en ella murió Valente, con varios condes palatinos, treinta y cinco tribunos y cuarenta mil soldados. El desastre de Adrianópolis se ha comparado al de Cannas, tanto por la magnitud de la catástrofe como porque no supo aprovecharse de ella el vencedor.
Los visigodos llegaron a Constantinopla; pero, completamente desorientados en los suburbios de la capital, regresaron a Tracia, país más favorable al género de vida nómada al que estaban acostumbrados. Los visigodos permanecieron tranquilos en Tracia hasta la muerte del emperador Teodosio, el año 395. Durante este tiempo, aproximadamente una generación, aprendieron muchas de las ventajas que comportaba la vida sedentaria; pero, por otro lado, los caudillos godos se dieron cuenta de la descomposición del Imperio y de su debilidad militar.
Ese mismo año 395, los visigodos liderados por Alarico —que se había educado en Roma—, abandonaron las áridas e inclementes llanuras de Tracia y con la promesa de hacerse con tierras ricas en viñedos y olivares, los visigodos emprendieron el itinerario que habría de llevarles a Grecia. Llegaron a las inmediaciones de Atenas y admiraron la ciudad sin llegar a saquearla, luego pasaron el istmo de Corinto para hacerse fuertes en el Peloponeso. Allí trató de acorralarles un magnífico general de origen vándalo, antiguo favorito de Teodosio y ahora tutor de sus hijos llamado Estilicón; sin embargo, los visigodos pudieron escapar de aquel callejón sin salida que era el sur de Grecia. Un nuevo arreglo con Arcadio, el hijo mayor de Teodosio, que gobernaba entonces las prefecturas de Oriente, cedió a los visigodos nuevas tierras en el Epiro, en la región que hoy conocemos como Dalmacia, con acceso al mar Adriático. En esa época Dalmacia era una magnífica posición estratégica. Al servicio del Imperio de Oriente, desde allí podían los visigodos acudir al sitio de mayor peligro; pero podían también atacar a sus aliados si éstos les traicionaban. Y así fue; los godos permanecieron pacíficamente instalados en el Epiro entre los años 397–401. El Epiro era una región agrícola muy fértil y con ubérrimos viñedos, rica en trigo y otros cereales, y donde se cultivaban, además, toda clase de verduras, frutas y abundantes olivos. Pero en 401 Alarico decidió iniciar una nueva campaña militar e invadir la península Itálica.
La campaña fue larga y estuvo llena de desagradables sorpresas. Alarico, no obstante, se reveló como un caudillo consumado y un magnífico estratega; a pesar de ello, los romanos lograron sorprenderle en un lugar del Piamonte llamado Pollentia. Como consecuencia inmediata de esta derrota, los visigodos tuvieron que retroceder a sus tierras en Grecia, y Estilicón y Honorio celebraron su triunfo en 404 con toda la magnificencia de los antiguos tiempos de la República, como lo hubiesen hecho Cneo Pompeyo Magno o el mismísimo Cayo Julio César. Este triunfo —uno de los últimos que celebrarían los romanos— tuvo consecuencias funestas; presagio inequívoco de que el fin del Imperio no estaba lejos en el tiempo.
En Roma se celebraron juegos y combates de gladiadores, como en la Antigüedad, para agradecer la victoria a los dioses. Los cristianos protestaron airadamente, y un monje fanático llamado Telémaco, murió apedreado por la turba cuando trataba de separar a los contendientes en la arena. La muerte de este rufián acabó de decidir a Honorio, emperador de Occidente, y publicó un edicto en el que prohibía a perpetuidad los juegos circenses a la antigua usanza y las luchas de gladiadores. En mundo clásico agonizaba bajo la presión del cristianismo, no de los bárbaros.
Por otra parte, Honorio no tardó en sentir celos de la popularidad que la victoria sobre los godos había proporcionado a Estilicón. Entre tanto, los hunos y sus aliados habían avanzado hasta el mar Báltico. Su presión sobre los pueblos germánicos del Imperio se hizo cada vez más fuerte; ante su avance arrollador, algunas tribus germánicas cedían, y mediante el pago de un tributo sellaban su vasallaje, a cambio del cual podían seguir en sus tierras. Otros pueblos germanos combatieron a los asiáticos ferozmente en la orilla derecha del Rin. Finalmente, el último día del año 406, incapaces de resistir por más tiempo el empuje de los hunos, grandes grupos de pueblos germánicos atravesaron el río que durante siglos había sido la frontera natural del Imperio Romano con Germania Superior. Sin embargo, no se trataba de una invasión organizada con el objetivo de conquistar provincias, sino de cantidades ingentes de refugiados que huían del avance de los hunos.
Cómo pudieron estos grupos de individuos desarmados atravesar la frontera o limes del Imperio, es aún motivo de controversia. Muy probablemente, la guerra con los visigodos en Oriente obligó a desguarnecer las principales fortalezas del Rin: Maguncia, Colonia y Tréveris. El vado se realizó por tantos puntos a la vez, que las guarniciones romanas prefirieron permanecer en sus cuarteles de invierno antes que salir a campo abierto y exponerse a una derrota segura.
La multitud, sin la dirección de un jefe único, pasó por delante de las ciudades romanas y destruyó algunas propiedades para conseguir sustento. Pero no se trató de la destrucción despiadada que los autores latinos posteriores pretendieron hacernos creer. Podría hablarse de daños colaterales, por utilizar una expresión de nuestros días. Estos guerreros germánicos, a los que acompañaban sus esposas e hijos, avanzaron a través de la Galia, sin atacar ni ser atacados, hasta que hallaron territorios en los que establecerse. Los francos llegaron al ángulo nordeste de las actuales Francia y Bélgica. Otros, los burgundios, se internaron en los repliegues montañosos que separan Francia de Suiza (Helvecia) y desde allí hicieron más tarde famoso su nombre. Otros, los más fuertes, cruzaron los Pirineos y siguieron su camino hacia el sur de la península Ibérica siguiendo la costa mediterránea. Tal fue el caso de los formidables guerreros vándalos, que llegaron hasta la Bética (Andalucía), la provincia más rica y poblada de Hispania. Los suevos, otro pueblo germánico, penetraron en la península Ibérica en 409 y se instalaron en Galicia fundando un Reino del que Isidoro de Sevilla deja constancia en sus obras «Regnum Sueborum» e «Historia Sueborum». El último rey suevo, Andeca, fue derrotado por el rey visigodo Leovigildo en el año 585.
Las provincias occidentales experimentaron escasos daños como consecuencia de las invasiones. Los bárbaros se consideraban más huéspedes que enemigos de Roma. Cabe suponer que si el Imperio hubiese estado en su apogeo, como en tiempos de Marco Aurelio —segunda mitad del siglo II—, estos pueblos germánicos hubiesen sido absorbidos y romanizados gradualmente. En cambio, llegaron en el peor momento; cuando el Imperio atravesaba una crisis económica y social de la que ya no se recuperaría. Esto hizo que los recién llegados cayesen en manos de patricios y terratenientes sin escrúpulos, o de funcionarios corruptos que se valieron de los bárbaros a menudo para imponer un candidato a la púrpura, o para atacar a los que eran sus enemigos en la vida pública, o sus competidores en los negocios.
En el 410 los visigodos entraron en Roma y la saquearon. El asombro que esto produjo en los demás pueblos bárbaros fue enorme. Roma, l ciudad inconquistable desde hacía siglos, había sido tomada por un germano llamado Alarico, y ahora mandaba en ella a su antojo. Otros bárbaros, establecidos en las inmediaciones de ciudades romanas amuralladas, podían hacer lo mismo sin temer la reacción del Ejército imperial. La superstición de la invencibilidad romana se iba desvaneciendo. Solo una idea se mantenía: la idea del Imperio. El concepto de las nacionalidades no se había forjado aún; hasta ese momento, bárbaros y romanos se habían sentido sujetos al Imperio por igual. El Imperio Romano se había cristianizado y dividido a la muerte de Teodosio (395). Arcadio gobernaba en Constantinopla y Honorio en Occidente. Además, la corte imperial ya no se encontraba en Roma, sino repartida entre Rávena y Milán.
En el año 408, el emperador Honorio, convencido de la veracidad del rumor que acusaba al vándalo Estilicón de querer entronizar a su hijo, consentía en Rávena el asesinato de su mejor general. La desaparición del viejo militar no solo significaba para los visigodos que ya no había en Occidente nadie capaz de detenerles, sino que los pagos que venían haciéndoles los romanos a cambio de su inacción, podían hacerse más irregulares o extinguirse definitivamente. Esta consideración le bastó a Alarico para que convenciese a los suyos de que debían lanzarse sobre Italia y convertirla en su propia provincia. Con un contingente de 70.000 hombres —recordemos que eran doscientos mil individuos al cruzar el Danubio—, los visigodos saquearon a conciencia las ciudades italianas de Aquilea y Cremona, pasaron sin detenerse frente a la ciudad de Rávena, defendida por sus pantanos y canales, cruzaron los Apeninos y se presentaron a las puertas de Roma. Después de un primer asedio que los germanos levantaron tras el pago de un rescate, en el 410 entraron en la ciudad.
Lo primero que hizo Alarico al entrar en Roma fue exigir al Senado que nombrara otro emperador que sustituyese a Honorio, refugiado en Rávena. Desafortunadamente para los romanos, la elección recayó en un patricio llamado Atalo, más aficionado a la música y al teatro que a la política. No obstante, los visigodos guardaron fidelidad a Honorio durante algún tiempo, y las negociaciones entre el emperador y Alarico prosiguieron con resultado incierto. En 412, los visigodos iniciaron una campaña en el sur de Italia en el transcurso de la cual murió Alarico. Le sucedió Ataúlfo, con el que estaba emparentado. Los visigodos se trasladaron a Provenza y reanudaron las negociaciones con Rávena. Para asegurar la paz con los romanos, los visigodos conservaron como rehenes a Atalo y a la hermana de Honorio, la hermosa Gala Placidia, la presa más valiosa tras el saqueo de Roma.
Para sellar la paz, Ataúlfo se casó en Narbona con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio. La boda se celebró a la manera romana y parece ser que los cónyuges estaban realmente enamorados. Ataúlfo, aunque de baja estatura, era un hombre apuesto e inteligente, y tenía cierta espiritualidad natural que daba gracia a sus palabras. Era también un gran guerrero, como lo demostró al dar cumplimiento al encargo que le diera Honorio de expulsar de Hispania a los suevos y vándalos, que habían invadido la Península pocos años antes.
Desgraciadamente, los visigodos eran arrianos, y esto les perjudicaba a ojos del influyente clero católico. Por otra parte, estaban perfectamente capacitados militarmente para defender al Imperio, y eran el más romanizado de todos los pueblos germánicos ya que llevaban más de treinta años vagando por tierras del Imperio y muchos ya habían nacido en suelo romano. Además, los visigodos se mostraron tolerantes con los católicos, situación que no fue de reciprocidad. La incipiente Iglesia romana no estaba interesada en otra cosa que no fuese la aceptación de la fe ortodoxa instaurada en Nicea, y poco le importaba la salvación del Imperio.
Ataúlfo no logró derrotar a los vándalos de forma concluyente, pero consiguió que se mantuviesen en la Bética sin amenazar otras provincias hispanas. Ataúlfo fijo su cuartel general en Barcelona, donde nació su hijo Teodosio, que podría haber sido un gran rey godorromano de no haber muerto a los pocos meses. También en Barcelona hallaría la muerte el propio Ataúlfo asesinado por uno de sus capitanes. Gala Placidia enterró a su esposo en un gran sepulcro en forma de templo romano. Ataúlfo está considerado como el primer monarca hispánico.
Muerto Ataúlfo y acabada su misión en la península Ibérica, los visigodos pactaron por última vez con el Imperio Romano bajo estas condiciones: permitieron que Gala Placidia viajase a Rávena para reunirse con su hermano, a cambio se les concedieron tierras en Aquitania, desde el río Loira hasta los Pirineos, y se confirmó su carácter de «federati» o aliados de Roma. De hecho, la corte de los visigodos en Tolosa (Toulouse) era la capital de un reino independiente; precursor de los reinos germánicos que aparecerían en toda Europa tras la desaparición del Imperio de Occidente. En Carcasona construyeron su primera plaza fuerte; una fortaleza casi inexpugnable. Curiosamente, los visigodos fueron leales en todo momento al emperador, y aun se vanagloriaban de ser únicamente los ejecutores de sus órdenes. Tal era el prestigio que Roma conservaba todavía a ojos de los germanos, y es de suponer que de no haberse producido la deposición del último emperador de Occidente del modo que se produjo, los germanos hubieran acabado por insuflar nuevos aires al Imperio sin romper los viejos moldes; pero el empuje incesante de los hunos, por un lado, y el cristianismo por otro, desbarataron definitivamente lo que aún quedaba en pie del mundo grecorromano y helenístico.




Teodosio y el triunfo de la ortodoxia

Teodosio es uno de los cuatro grandes emperadores romanos de origen español con Trajano, Adriano y Marco Aurelio. Accedió al principado en agosto de 378 bajo el título de Dominus Noster Flavius Theodosius Augustus. A su muerte fue deificado como Divus Theodosius. Promovido a la dignidad imperial tras el desastre de Adrianópolis (378), primero compartió el poder con Graciano y Valentiniano II. Después de diversas vicisitudes, en 392 Teodosio reunió las mitades oriental y occidental del Imperio unificándolo, para volver a dividirlo a su muerte: en 395 los dos Imperios se separaron definitivamente. Con respecto a su política religiosa, continuó con la persecución a los paganos y tomó la trascendental decisión de hacer del cristianismo niceno o católico la única religión oficial del Imperio Romano mediante el Edicto de Tesalónica de 380. Acompañó a su padre —Teodosio el Viejo— a Britania para acabar con la Gran Conspiración del año 368. En 374 ya comandante o duque (dux) de Mesia, una provincia romana del Danubio inferior. Sin embargo, poco después, y alrededor de la época de la repentina caída en desgracia y ejecución de su padre, Teodosio se retiró a Hispania. La razón de su retiro, y la relación (si es que la había) entre él y la muerte de su padre no queda clara. Es posible que fuera cesado en el mando por el emperador Valentiniano I después de la pérdida de dos de las legiones de Teodosio ante los sármatas a finales de 374. La muerte de Valentiniano I en 375 creó un gran vacío político. Temiendo más persecuciones debido a sus relaciones familiares, Teodosio se retiró a sus propiedades hispanas, donde se adaptó a la vida de un aristócrata rural. Desde 364 hasta 375 el Imperio Romano estuvo gobernado por dos augustos o coemperadores, los hermanos Valentiniano I y Valente; cuando Valentiniano murió en 375, sus hijos Valentiniano II y Graciano le sucedieron como césares del Imperio de Occidente. En 378, después de que Valente muriera en la batalla de Adrianópolis, Graciano, para sustituir al emperador caído, nombró a Teodosio augusto de Oriente. A su vez Graciano fue asesinado en una rebelión en 383, tras lo que Teodosio designó a su hijo mayor, Arcadio, coemperador de Oriente. Después de la muerte en 392 de Valentiniano II, a quien Teodosio había apoyado contra varios usurpadores, Teodosio gobernó como augusto de Oriente, nombrando augusto de Occidente a su hijo menor Honorio, y derrotando al usurpador Eugenio en 394.

Entre tanto, los godos y sus aliados vándalos se habían establecido en las provincias de Dacia y Panonia. Esto inquietó a Teodosio. La crisis gótica fue tan profunda que su colega Graciano renunció al control de las provincias ilirias y se retiró a Tréveris en la Galia para dejar que Teodosio actuara por su cuenta. Una gran debilidad en la posición romana tras la derrota de Adrianópolis fue el reclutamiento de los bárbaros para luchar contra otros bárbaros. Para reconstruir el Ejército romano en Occidente, Teodosio necesitaba encontrar soldados capacitados, y se volvió hacia los hombres más cualificados que tenía a mano: los bárbaros recientemente establecidos en el Imperio. Teodosio se vio forzado a la amarga experiencia de enviar a sus nuevos reclutas a Egipto y repatriar a las tropas romanas allí acuarteladas. Por su parte, Graciano envió a sus generales para expulsar a los godos de Iliria, Panonia y Dalmacia, y Teodosio fue capaz, finalmente, de entrar en Constantinopla el 24 de noviembre de 380, después de dos campañas. Los tratados finales con el resto de las fuerzas godas, firmados el 3 de octubre de 382, permitieron a amplios contingentes de godos establecerse a lo largo de la frontera danubiana meridional en la provincia de Tracia, y gobernarse a sí mismos con bastante autonomía. Como resultado de los tratados, los godos establecidos dentro del Imperio tuvieron que comprometerse a servir en las fuerzas auxiliares romanas. Otros prefirieron alistarse en el Ejército regular. En los últimos años del principado de Teodosio, uno de los caudillos godos llamado Alarico, fue determinante en el resultado de la guerra civil que enfrentó a Teodosio y Eugenio en 394. Después de la muerte de Graciano en 383, el interés de Teodosio se centró en el Imperio de Occidente, puesto que el usurpador Magno Clemente Máximo había tomado todas las provincias de Occidente salvo Italia. Valentiniano II, enemigo de Máximo, era su aliado. Debido a su escasa experiencia militar, Teodosio no pudo progresar mucho en su campaña militar contra Clemente Máximo, esto hizo que se centrase en asuntos de otra índole, sobre toda religiosa. Aunque la propaganda cristiana pretendió, después de su muerte en 395, ofrecer una imagen de Teodosio como gran militar y estratega —quizá para eclipsar el recuerdo de Juliano—, esto no es exacto. Aun así, cuando Máximo inició la invasión de Italia en 387, Teodosio se vio forzado a entrar en acción. Los ejércitos de Teodosio y Clemente Máximo se encontraron en 388 en Poetovio. Máximo fue derrotado, y poco tiempo después ejecutado. Surgieron nuevas dificultades. Después de un grave altercado entre Valentiniano I y un oficial franco llamado Arbogastes, Magister Militum de Teodosio, el augusto desenvainó su espada y amenazó al soldado. Valentiniano apareció ahorcado al poco tiempo y, tras una breve investigación dirigida por el propio Arbogastes, se dictaminó que la muerte se había producido por suicidio. Arbogastes, no quiso asumir el cargo de coemperador y designó a Flavio Eugenio para desempeñarlo. Éste, que había sido en tiempos maestro de retórica, emprendió un programa de restauración de la religión pagana y de los antiguos culto. En vano buscó el apoyo de Teodosio en esta empresa. En enero de 393 Teodosio nombró a su hijo Honorio augusto de Occidente, aludiendo a la falta de legitimidad de Eugenio, y estalló la guerra civil. Los dos ejércitos se encontraron en la batalla del Frígido en septiembre de 394. Los cristianos hicieron circular el rumor de que Teodosio recibió la visita de «dos jinetes celestiales vestidos completamente de blanco» que le dieron ánimos. Al día siguiente se reanudó la batalla y las fuerzas de Teodosio se vieron ayudadas por un fenómeno natural que produce vientos ciclónicos. Éstos soplaron directamente contra las fuerzas de Eugenio rompiendo sus líneas. Eugenio fue derrotado, capturado y poco después ejecutado. Así Teodosio se convirtió en el único emperador.

Teodosio supervisó la retirada en 390 de un obelisco egipcio desde Alejandría a Constantinopla. Actualmente es conocido como el obelisco de Teodosio y aún permanece en pie en el Hipódromo, que era el centro de la vida pública de Constantinopla y escena de confusión política. Volver a erigir el monolito fue un desafío para la tecnología que se había afinado en la construcción de armas de asedio. El obelisco, aún reconocible como un símbolo solar, se había trasladado desde Karnak a Alejandría junto con el que hoy es el obelisco de Constancio II. El obelisco fue embarcado a Roma poco después, pero el otro pasó toda una generación tendido en los muelles debido a la dificultad que representaba intentar embarcarlo a Constantinopla. Con el tiempo, el obelisco se fragmentó en el tránsito. La base de mármol blanco está totalmente cubierta por bajorrelieves documentando la casa Imperial y la hazaña de ingeniería de trasladarlo a Constantinopla. Teodosio y la familia imperial están separados de los nobles entre los espectadores en el palco imperial con una cubierta sobre ellos como signo de su estatus. El naturalismo del arte romano tradicional en semejantes escenas dio paso en estos relieves a un arte conceptual: la idea de orden, decoro y rango respectivo, expresado en apretadas hileras de caras. De esta manera se empieza a poner de manifiesto que los temas formales comienzan a desbancar los detalles transitorios de la vida mundana, celebrados en los retratos paganos. El cristianismo acababa de ser adoptado como única religión del Estado. Por esa misma época el Forum Tauri de Constantinopla fue rebautizado y redecorado como el Foro de Teodosio, incluyendo una columna y un arco de triunfo en su honor.

El cristianismo niceno se convierte en la religión oficial del Imperio

El 27 de febrero de 380, Teodosio declaró el cristianismo ortodoxo surgido del Concilio de Nicea (325) la única religión lícita en el Imperio, acabando con el apoyo del Estado a la religión romana tradicional y prohibió la «adoración pública» de los antiguos dioses. En el siglo IV, la Iglesia estaba dividida por la controversia sobre la divinidad de Cristo, su relación con el dios Padre y la naturaleza de la Trinidad. En 325, Constantino convocó el Concilio de Nicea, que afirmó que Jesús, el Hijo, era igual al Padre, Uno con el Padre, y de la misma sustancia. El Concilio condenó las enseñanzas del teólogo Arrio: que el Hijo fue creado inferior al dios Padre, y que el Padre y el Hijo eran de una sustancia similar pero no idéntica. A pesar de la decisión del concilio, continuó la controversia. Al tiempo del ascenso de Teodosio, había aún varias facciones cristianas que propugnaban una cristología alternativa. Aunque ninguno de los principales teólogos del Imperio se adhiriera explícitamente a Arrio —un presbítero de Alejandría—, o a sus enseñanzas, aún había algunos que pensaban que el Hijo había sido creado de una naturaleza inferior a la del Padre. Para simplificar la identificación de los disidentes, los partidarios del credo de Nicea utilizaron el calificativo de «arriano», aunque ellos mismos no se hubiesen identificado como tales. Teodosio seguía de cerca el credo niceno que era la interpretación dominante en Occidente y, además, estaba sostenida por la Iglesia de Alejandría. El 26 de noviembre de 380, dos días después de haber llegado a Constantinopla, Teodosio expulsó al obispo no niceno, Demófilo, y nombró a Melecio patriarca de Antioquía, y Gregorio Nacianceno, uno de los teólogos capadocios de Antioquía (hoy en Turquía), patriarca de Constantinopla. Teodosio acababa de ser bautizado por el obispo Acolio de Tesalónica, durante una severa enfermedad, como era frecuente en el mundo del cristianismo primitivo.

Proscripción del paganismo

Durante la primera etapa de su principado, Teodosio había verbalizado su apoyo a la conservación de los templos y estatuas paganas como edificios públicos útiles. Teodosio era bastante tolerante con los paganos, pues necesitaba el apoyo de la influyente clase senatorial patricia, que aún era pagana en su mayor parte. Sin embargo, con el tiempo, erradicaría los últimos vestigios de paganismo con gran severidad. Su primer intento de dificultar el paganismo fue en 381 cuando reiteró la prohibición de Constantino del sacrificio de animales. Luego, en 388, envió prefectos a Siria, Egipto y Asia Menor con el propósito de disolver todas las asociaciones paganas y destruir sus templos. El Serapeum de Alejandría fue destruido durante esta campaña. En una serie de decretos llamados los «decretos teodosianos» progresivamente declaró que aquellas fiestas paganas que no se hubieran convertido en fiestas cristianas serían entonces días laborables (389). En 391, reiteró la prohibición de sacrificios de sangre y decretó lo siguiente: «Nadie irá a los santuarios, paseará por los templos, o elevará sus ojos a estatuas creadas por obra del hombre». Los templos así clausurados fueron declarados «abandonados», y el obispo Teófilo de Alejandría inmediatamente destacó en la solicitud de permiso para demoler un lugar y cubrirlo con una iglesia cristiana, un acto que debió recibir aprobación general, puesto que mitreos formando criptas de iglesias, y templos formando los cimientos de iglesias del siglo V aparecen por todo el Imperio Romano.

Teodosio participó en acciones de los cristianos contra los principales lugares de culto del paganismo: la destrucción del gigantesco Serapeum de Alejandría por soldados y parabolanos —fanáticos cristianos— en 392, de acuerdo con las fuentes cristianas autorizada por Teodosio (extirpium malum), ha de verse en contraste con un complicado fondo de violencia menos espectacular en la ciudad. Eusebio menciona peleas callejeras en Alejandría entre cristianos y paganos ya en el año 249, y los no cristianos habían participado en las luchas por y en contra de Atanasio en 341 y 356. Por un decreto de 391, Teodosio acabó también con los subsidios que aún se escurrían hacia algunos restos del paganismo civil grecorromano. El fuego eterno del Templo de Vesta, en el Foro Romano, fue extinguido y las vírgenes vestales fueron disueltas. Las personas que celebraran algún auspicio o practicaran los ritos paganos tradicionales, serían castigadas con la muerte. Miembros paganos del Senado en Roma apelaron a Teodosio para restaurar el Altar de la Victoria en la Sede del Senado pero este se negó. Después de los últimos Juegos Olímpicos celebrados en 393, Teodosio canceló definitivamente los juegos por tildarlos de paganos. Se acabó así con el cálculo de las fechas por las Olimpiadas. Ahora Teodosio se representó a sí mismo en las monedas sosteniendo el lábaro. El aparente cambio de política que se aprecia en los «decretos teodosianos» ha sido atribuido a menudo a la creciente y maléfica influencia de san Ambrosio, obispo de Milán. Merece la pena destacar que en 390, Ambrosio había excomulgado a Teodosio, quien recientemente había ordenado masacrar a 7.000 habitantes de Tesalónica, en respuesta al asesinato de su gobernador militar establecido en la ciudad, y que Teodosio llevó a cabo varios meses de penitencia pública. La excomunión fue temporal y Ambrosio no lo readmitiría hasta que Teodosio no mostró público arrepentimiento, demostrando así su autoridad frente al emperador. Triste final para los herederos de César, Augusto, Trajano, Marco Aurelio, Diocleciano, etcétera., verse reducidos —por propia voluntad— a simples monaguillos humillados por un santón. Teodosio murió en Milán, después de una larga enfermedad, el 17 de enero de 395. Ambrosio organizó el sepelio y logró que el cuerpo del emperador reposara en una finca en Milán. El propio obispo pronunció un panegírico titulado De Obitu Theodosii ante el vándalo Estilicón y Honorio, heredero de Teodosio, en el que Ambrosio destacó como un gran logro la supresión de la herejía y el paganismo por Teodosio. Sus restos mortales fueron trasladados definitivamente a Constantinopla el 8 de noviembre de 395 y la Iglesia ortodoxa de Oriente lo reconoce como santo.



Soldados tardorromanos del siglo IV

Las órdenes religiosas y militares españolas

Las Cruzadas ocasionaron la extensión a Europa occidental de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, Orden del Hospital (llamada también de Malta o de San Juan) y la del Temple, que con su violenta supresión como consecuencia del enfrentamiento con el rey de Francia provocó el nacimiento de nuevas órdenes militares: las de Santiago, Alcántara y Calatrava en la Corona de Castilla; y la Orden de Montesa en Aragón. Estas órdenes tendrían un papel decisivo en la reconquista y repoblación de la Meseta Sur (actuales Extremadura y Castilla–La Mancha), y el Maestrazgo aragonés y valenciano. Hubo una orden orientada a la defensa naval de Castilla, la Orden de Santa María de España u Orden de la Estrella, con base en Cartagena, pero tras varios fracasos militares fue disuelta e incorporada a la de Santiago. Órdenes redentoras de cautivos fueron los trinitarios y mercedarios, esta última nacida en Cataluña (San Pedro Nolasco, San Pedro Armengol y San Ramón Nonato).

Órdenes mendicantes
El desafío de las herejías urbanas, que denunciaban la riqueza de la Iglesia y su contradicción con la pobreza evangélica, supuso una convulsión en los siglos XI al XIII. Los albigenses fueron particularmente importantes en los territorios del Languedoc y Occitania, de interés para la Corona de Aragón (que los perdió intentando defenderlos en la batalla de Muret en 1213). En los territorios peninsulares no hubo una dimensión semejante del fenómeno. La vida monástica tradicional no se adecuaba a las exigencias de la respuesta a ese desafío, que llevó al éxito un nuevo tipo de orden religiosa: las órdenes mendicantes. Las dos principales fueron los dominicos y los franciscanos. Estas exigencias a las que respondían eran: la visualización de su presencia ejemplarizante, el combate dialéctico, con decisiva presencia en las nuevas universidades. Incluso hubo cambios en el uso de los espacios arquitectónicos: mientas que los edificios de las comunidades benedictinas estaban casi cerrados a los laicos, las órdenes mendicantes ofrecían una mayor apertura, lo que se traducía en el templo a restringirse a un espacio limitado, y un pequeño coro tras el altar para el rezo de las horas canónicas.

Los dominicos
Santo Domingo de Guzmán, castellano, fue el fundador de los dominicos, bajo el nombre de Orden de Predicadores. Preocupación personal suya fue también la extensión de la devoción mariana a través del rezo del rosario. Conventos importantes de esta orden fueron San Esteban de Salamanca, San Pablo de Valladolid o de Sevilla, y Santo Domingo de Madrid o de Valencia; también fuera de ciudades importantes, como Santa María la Real de Nieva (Segovia). En la Corona de Aragón destacó la actividad de San Raimundo de Peñafort, tercer maestro general de la Orden, que introdujo la Inquisición y apoyó a Pedro Nolasco en la fundación de los mercedarios.

Los franciscanos
La extensión de los franciscanos, cuya forma de entender la vida conventual estuvo muy presente en la sociedad y adaptada a la realidad urbana, les hizo alcanzar una gran popularidad, y una gran atracción de recursos y vocaciones, entre las que se incluyen personalidades destacadas como Raimundo Lulio, fray Antonio de Marchena (que acogió a Colón en el monasterio de La Rábida), y algunos reyes. Son importantes conventos como San Francisco de Teruel (uno de los primeros en fundarse), Santa Clara de Palencia, el de las clarisas de Pedralbes (Barcelona) y San Francisco de Palma. El propio san Francisco de Asís estuvo en España en 1217, fundando el convento de Rocaforte (Sangüesa, Navarra) en su peregrinación a Santiago. La división original entre terciarios, clarisas y frailes menores, fue aumentada con la confusión de diversos enfrentamientos, que terminaron dibujando una agrupación en capuchinos, conventuales y observantes.

Otras órdenes religiosas
Los premostratenses (mostenses o norbertinos) tuvieron su principal establecimiento en el monasterio de Santa María la Real (Aguilar de Campoo), desde 1169. Las primeras fundaciones habían sido Santa María de Retuerta (1146) y Santa María de La Vid; y posteriormente Bujedo, San Pelayo de Cerrato o Santa Cruz de Ribas, todos ellos en Castilla. Desde el siglo XIV mantuvieron una red de hospitales en el Camino de Santiago. En la Corona de Aragón hubo fundaciones en Nuestra Señora de la Alegría (Benabarre, Aragón), Bellpuig de las Avellanas (Cataluña) y Bellpuig de Artá (Mallorca).
Los cartujos se instalan desde 1163 en Scala Dei, cerca de Poblet, y algo más tarde en el Reino de Valencia (Porta Coeli y Vall de Crist), donde Bernardo Fontova elaboró un tratado espiritual de las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, de gran influencia en la ascética y mística española. Otras fundaciones en la Corona de Aragón fueron Benifasar y Vallparadís. La de Aula Dei (Zaragoza) es ya del siglo XVI. También se extendieron por Castilla: Cartuja de El Paular (Sierra de Madrid, 1390), Cartuja de Miraflores (Burgos, 1441), Sevilla, Jerez, Granada (proyectada desde 1506), etcétera.
La Orden de San Jerónimo aparece en el siglo XIV a partir del retiro como ermitaños de Fernando Sánchez de Figueroa, canónigo de Toledo, y el caballero Pedro Fernández Pecha, y reúnen grupos de ermitaños del centro de Castilla promovidos por el franciscano terciario italiano Tomás Succio. Las más importantes fundaciones fueron los monasterios de Lupiana (Guadalajara), El Parral (Segovia), Guadalupe y Yuste (ambos en Cáceres). También se implantaron en Cataluña: Murtra y Valle de Hebrón (Barcelona). Guadalupe (1389), Santa Catalina de Talavera (1397) y ya en el siglo XVI, en tiempos de Felipe II, San Lorenzo de El Escorial, fueron los tres monasterios más ricos de esta elitista orden.

Seglares de vida ascética
Hubo en Valencia desde el siglo XIV una comunidad de beguinas. Esto es beaterios de seglares que hacen vida ascética en común aunque no entran propiamente en religión, es decir, en el clero regular, y pueden salir libremente de su comunidad para casarse, y a las que no afectó la supresión de Juan XXIII (antipapa), por la bula Cum inter nonnulos, centrada en las comunidades de beguinos y franciscanos espirituales de Europa septentrional. En el habla popular, el nombre de beguina pasó a ser sinónimo de beata, y aplicado a cualquier persona con inclinaciones ascéticas. Arnau de Vilanova realizó una encendida defensa de beguinos y beguinas ante los reyes Jaime II de Aragón y Federico III de Sicilia, escribiendo el tratado Raonament d'Avinyó en defensa de las prácticas de penitencia entre seglares.

El diezmo
El clero secular añadió a su base de propiedades territoriales e inmuebles un recurso económico que representaba un porcentaje altísimo del excedente productivo: el diezmo, que pasa de ser de cobro esporádico y voluntario a hacerse general en el siglo XII y formalmente obligatorio desde el IV Concilio Lateranense, aunque solo con la colaboración del rey —Alfonso X el Sabio (†1284) en Castilla y León— pudo hacerse efectivo. Se distribuía en un principio en tres Tercios: el pontifical (al obispo), el parroquial (al sacerdote), y el de fábrica (a la construcción y mantenimiento del edificio de la Iglesia). La hacienda real consiguió detraer para sí las dos terceras partes del tercio de fábrica (Tercias Reales).
Las capillas de uso funerario y piadoso por parte de familias nobles, clérigos y corporaciones se multiplicaron en las iglesias, a medida que la demanda social cubría con creces las posibilidades técnicas que ofrecía la arquitectura gótica. Los templos pasaron de tenerlas solo en la cabecera a cubrir toda la extensión de sus muros articulados con capillas perimetrales. Su elevado precio aseguraba recursos que mantenían la fiebre constructiva. Si bien en un principio las capillas regularizadas se mantuvieron, la presión de clérigos y nobles poderosos consiguió desalojar las capillas ya existentes a su conveniencia (por ejemplo, primero el cardenal Gil de Albornoz y luego el valido Álvaro de Luna se apropiaron de las capillas de la girola de la catedral de Toledo). Algunas alcanzaron dimensiones verdaderamente extraordinarias (como las citadas, o la Capilla del Condestable de la Catedral de Burgos). La finalidad de esta apropiación de espacios dentro de los templos era claramente obtener prestigio social, y se intentó frenar con multitud de normas, sistemáticamente incumplidas.

Los cristianos nuevos
La existencia de una población judía se conocía desde la época romana, pero aumentó notablemente hasta constituir una comunidad de cientos de miles de individuos a mediados del siglo XIV. El antisemitismo funcionó eficazmente al aportar un chivo expiatorio de las tensiones sociales producidas por la crisis del siglo XIV. Las predicaciones antisemitas del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, actuaron como catalizador de una energía social contenida que estalló en 1391 con los asaltos a las juderías con la matanza indiscriminada de sus habitantes. Lo mismo puede decirse de las de san Vicente Ferrer, que también ejerció un papel político fundamental en el Compromiso de Caspe. Las conversiones masivas de judíos que se habían producido a finales del siglo XIV llevaron a la presencia de un numeroso colectivo de conversos o cristianos nuevos, cuya prosperidad económica y social —ya no obstaculizada por la diferencia religiosa— no dejó de observarse y plantear un hondo resentimiento en los que se sentían superiores por su condición de cristiano viejo.
Estos sentimientos, muy extendidos y convenientemente manipulados por Pedro Sarmiento en Toledo en 1442, condujeron a una revuelta en la que se implicaron de forma decisiva los canónigos cristianos viejos de la Catedral, en contra de los canónigos cristianos nuevos. La redacción por parte de los ideólogos de la revuelta de un documento (el primer estatuto de limpieza de sangre), que impedía a los cristianos nuevos la entrada en el regimiento de la ciudad, el cabildo catedralicio o cualquier otro cargo público, fue imitada con entusiasmo por toda Castilla. Sus opositores llegaron hasta el papa, que les dio la razón, pero el movimiento social era imparable. La sospecha de judaísmo emboscado e incluso la imaginación de prácticas sacrílegas y aberrantes (presunto crimen del Santo Niño de la Guardia) excitaba la imaginación popular y alimentaba el denominado «problema de los conversos», que no acabó ni con la institución de la moderna Inquisición en 1478 ni con la expulsión de los judíos de España en 1492. Un caso particular fueron los judíos mallorquines, forzados a convertirse en 1435, y sometidos al control de la Inquisición en1478, que mantuvieron una religiosidad problemática incluso después de intensificarse la represión en el siglo XVII, cuando se originó una fortísima estigmatización y segregación de su comunidad, que se sigue conociendo con el nombre de chuetas, descendientes de judíos conversos.
La Crisis del siglo XIV produjo una notable presión sobre los recursos económicos del clero, dejando en evidencia la subordinación de su justificación espiritual a su función estamental de defensa de los privilegiados y su dominio social. El Cisma de Occidente —que trasladó la sede pontificia a Peñíscola, entre excomuniones cruzadas que devaluaron la eficacia de tan terrible castigo y el prestigio papal—, evidenció más aún la necesidad de lo que se demostró inevitable en el siglo siguiente: una Reforma que adaptara las instituciones eclesiásticas a la nueva realidad urbana, en la que la presencia de una minoría culta, formada en las universidades, ya no era escasa, y las monarquías absolutistas estaban en proceso de construcción.

Fue a partir de entonces cuando la presencia de clérigos de origen español en la curia romana empezó a ser significativa, y en algunos casos trascendental, como los cardenales castellanos Juan de Cervantes, Juan de Torquemada y Gil de Albornoz, o el aragonés Pedro Martínez de Luna —que llegó a ser papa con el nombre de Benedicto XIII (antipapa para sus adversarios) durante el cisma de 1394–1423—, los dos últimos de la familia aragonesa Luna (durante el cuestionado pontificado de este último papa de Aviñón, el papel de los clérigos españoles —como Francisco Eiximenis— se vio lógicamente impulsado); y la poderosísima familia Borja (valenciano–aragonesa, italianizada como Borgia), que llegó en dos ocasiones al papado (Calixto III, 1455–1458, y Alejandro VI, 1492–1503). Previamente (1276–1277), el portugués Pedro Julião había sido elegido papa con el nombre de Juan XXI (y a veces se le identifica con el enigmático Petrus Hispanus). En el concilio de Basilea tuvo una destacada actividad Juan de Segovia. El papel de la Iglesia en la crisis bajomedieval, y su relación con la monarquía, la nobleza y las ciudades, convirtió al clero en unas de las más importantes instituciones españolas del Antiguo Régimen, fijando su función económica, social y política para los siglos siguientes.