La muerte de Atila, rey de los hunos, y la
disgregación de los diversos grupos étnicos que le seguían dieron lugar a
grandes convulsiones en Occidente. Mientras pueblos de diversas razas y
procedencia peleaban en la Europa central para disputarse las tierras de pastos
del Danubio, en la Galia, los francos, libres de la amenaza de los hunos,
repetían sus campañas contra los visigodos establecidos al sur del Loira, y aun
llegaban a perseguirlos hasta Hispania. Es de imaginar lo que sufrirían con
estos ataques las poblaciones romanas situadas a ambos lados de los Pirineos.
Con todo, a los funcionarios imperiales la
anarquía producida en el Oeste por las invasiones germánicas no debió
parecerles un mal irremediable. No tenían la visión de los acontecimientos
sucesivos y no creían que la pérdida de la Galia y de Hispania fuese
definitiva. Los pueblos germánicos, en especial los visigodos, se consideraban
todavía «confederados» del Imperio; más a la periferia, los francos insistían
en justificar su avance con títulos legitimados por donaciones del Imperio y de
la Iglesia. A ojos de todos, la integridad del Imperio de Occidente permanecía
intacta. Bastaría con aguardar el momento oportuno, para sacar provecho de las
rencillas que dividían a los germanos. El plan —en buena medida inspirado por
la Iglesia— era que una vez desaparecido el poderío militar de los bárbaros, y
una vez se hubiesen convertido éstos al catolicismo, serían absorbidos por la
superior cultura romana. Serían romanizados como siglos antes lo habían sido
iberos, galos y samnitas; luego, los municipios romanos, ahora aislados y
ahogados dentro de sus propias murallas, podrían vivir de nuevo en libertad, y
el comercio y la prosperidad volverían como en los buenos y lejanos tiempos del
emperador Augusto.
Hoy hablamos de los Imperios de Oriente y
de Occidente como de dos monarquías separadas; nos parece posible que una
pudiera destacarse de la otra y que la una —la de Occidente— pudiera ser un
mosaico de naciones sin depender de la administración única de Constantinopla,
y de sus recursos económicos. Pero este concepto era entonces políticamente
absurdo. Como después el Papado, el Imperio era único y universal; podía ser
regido por dos emperadores, uno en Constantinopla, con su colega en Roma o en
Rávena, pero siempre en pie de igualdad. La idea del «Imperio» no permitía
interpretaciones de una división de poderes regionales. Por esto era
inconcebible que las provincias occidentales, ocupadas por los bárbaros,
pudieran emanciparse y separarse definitivamente del Imperio. Y los germanos,
más familiarizados con la idea clásica del Imperio, no se habían atrevido a
vanagloriarse todavía claramente de una usurpación total de la soberanía en las
tierras que ocupaban en Occidente. El concepto, casi supersticioso, de la
unidad del Imperio hubiera podido facilitar la reorganización de las provincias
occidentales, con gobernadores bárbaros que habrían sido elegidos por sus
diversas tribus y refrendados por la administración de Constantinopla o de
Rávena; no obstante, lo dificultaban las costumbres germánicas y su peculiar
forma de entender la ley según sus costumbres ancestrales. Por no hablar del
hecho de que muchos de los germanos cristianizados eran arrianos, y la Iglesia
se mostró siempre intransigente en este aspecto. Tanto fue así que católico
y romano acabaron convirtiéndose en
sinónimos. Los germanos eran irreductibles arrianos, y en las provincias
occidentales la mayoría de la población romana era decididamente católica.
Después del año 476, el papa, obispo de Roma, a menudo tuvo que ejercer las
funciones propias del emperador, puesto que éste, residiendo en Constantinopla,
a menudo carecía de energía y solicitud para ocuparse convenientemente de los
problemas de Occidente.
Por otra parte, los ostrogodos, visigodos,
suevos, longobardos y, sobre todo, los vándalos sentían una feroz repugnancia
por la jerarquía y usos de la Iglesia católica. Quizá debido al empeño de estos
pueblos de permanecer independientes, sin la metódica y severa supervisión de
la Iglesia católica. Muchas de las costumbres seculares de los germanos eran
tenidas por incompatibles con el cristianismo católico, y además muchos
germanos seguían practicando en secreto el culto a Wotán (Odín), que podía
mantenerse al margen del cristianismo arriano, pero no del católico.
A principios del siglo VI, una sola cosa
preocupaba a la administración imperial, siempre con una cabeza en
Constantinopla, el emperador, y otra en Roma, el papa, pues el emperador de
Occidente ya no existía. Y, muy a menudo, lo que realmente inquietaba al
emperador y al papa por igual eran asuntos religiosos relacionados con el
dogma, y no otros más apremiantes como podía ser la economía en las provincias
occidentales. Aparte de eso, el Imperio de Oriente deseaba recuperar las
provincias africanas en las que se habían instalado los vándalos tras ser
expulsados de la península Ibérica por los visigodos. Durante muchos años los
vándalos habían permanecido tranquilos en sus tierras del sur de Hispania —con
excepción de luchas intermitentes con los suevos—, hasta que allí fueron a
hostigarles los visigodos, que originariamente se habían instalado al norte y
centro de la Península. Las primeras incursiones tuvieron lugar en tiempos de
Ataúlfo y Walia; por fin, en 428, invitados por cierto conde llamado Bonifacio,
pasaron el Estrecho y ocuparon la provincia romana de Mauritania Tingitana;
actualmente la parte oriental de Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli —la zona
septentrional o de costa—, esta ocupación del norte de África fue una calamidad
para Italia, porque Roma no recibía ya el grano de Egipto, que iba ahora a los
mercados de Constantinopla, sino que se llevaba directamente de Cartago a
Ostia. Además, los vándalos se habían convertido en avezados piratas y
paralizaban el comercio marítimo en el Mediterráneo.
Ciertamente, los vándalos fueron los únicos
germanos de aquel tiempo que llegaron a dominar la navegación. Varios siglos
antes los vándalos habían recorrido Europa de un extremo a otro sin disponer
más que de piraguas para vadear los ríos, y al llegar a África y encontrarse
con que el desierto les cerraba el paso por el sur, se convirtieron en navegantes
con una maestría inusitada. De hecho, los vándalos fueron una gran potencia
marítima en su época de apogeo (siglo VI). Claro está que debieron aprovecharse
de pilotos griegos y latinos mucho más experimentados. Los vándalos no tenían
objetivos predeterminados, y aunque nunca habían sido aliados del Imperio a la
manera de los francos o los visigodos, tampoco sentían una especial antipatía
por él. Los escritores contemporáneos, si bien destacan su rapacidad y
ferocidad en el combate, reconocen que eran gentes sencillas y leales. Su única
pasión desbordada era su odio hacia los católicos; se sentían en esto empujados
por sus divinidades ancestrales. El rey vándalo Genserico, habiéndole un día
preguntado su piloto hacia dónde se dirigían, le contestó: «Contra aquellos que
Dios quiera castigar». Todo lo demás lo fiaba a la voluntad del viento. Y los
que Dios quería castigar, según los vándalos, eran naturalmente los «herejes»
católicos.
Los vándalos habían conquistado las islas
Baleares, Córcega y Cerdeña. Como el Imperio no contaba con una escuadra en el
Mediterráneo occidental, los vándalos causaban estragos en el transcurso de sus
correrías. El año 455 saquearon Roma y solo logró contenerlos el papa, quien
además obtuvo de Genserico tres concesiones: que no se molestaría a los
ciudadanos indefensos, que no se incendiarían los edificios públicos ni se
torturaría a ningún ciudadano cautivo. De todos modos, el saqueo de Roma por
los vándalos duró varios días, tras los cuales regresaron impunemente al África.
Como botín se llevaron lo que los visigodos habían dejado cuarenta y cinco años
antes en el templo de Júpiter Capitolino. Entre las piezas estaban los vasos y
candelabros del templo de Jerusalén que Tito había tomado como botín en el año
70. Tal estado de cosas no podía tolerarse si el Imperio quería conservar una sombra
de dignidad, y el golpe de gracia contra los vándalos vendría desde
Constantinopla.
Algunos detalles de la sucesión imperial en
este último periodo del Imperio de Occidente, darán idea del estado de
descomposición que se vivía tanto en Roma como en Rávena. Podía decirse que
toda Italia vivía sumida en el caos. Aquel mismo año 455, el emperador
Valentiniano III, descendiente de Teodosio el Grande, pero completamente
incapaz, moría asesinado en el Campo de Marte, en Roma. Un desprestigiado
Senado proclamó emperador a un rico patricio que, sin duda, había sobornado a
muchos senadores para obtener su nombramiento. Este ciudadano ejemplar, que
había tomado parte en el magnicidio, se llamaba Petronio Máximo, y quiso
contraer matrimonio con la esposa del emperador muerto, y que la hija de ambos
se casara con su hijo. No es de extrañar, pues, que aprovechando la entrada de
los vándalos en la ciudad, los romanos linchasen al usurpador, y que la emperatriz
y su hija siguieran de muy buena gana a los bárbaros, prefiriendo su compañía,
ruda pero noble, a la de los envilecidos patricios romanos.
El sucesor de Petronio Máximo fue un
provinciano impuesto por los visigodos de Aquitania. Se trataba de Avito, el
culto patricio que sirvió de embajador y de agente a Flavio Aecio para
conseguir que los visigodos lucharan al lado de los romanos contra los hunos.
Se conocen muchos detalles acerca de este patricio Avito: poseía una gran
hacienda en Clermont–Ferrand y era inmensamente rico. Pero, cosa curiosa, el
refinado patricio de provincias, demostró maneras muy desagradables al poco de
llegar a Roma para hacerse cargo del Imperio. Por esta y otras causas, el
emperador–títere de los visigodos, no duró más que un año. Un capitán de los
bárbaros de Italia lo depuso y, no creyendo necesario ejecutarle, lo hizo
tonsurar y lo envió de vuelta a la Galia.
El oficial que de forma tan gallarda se
desembarazó del emperador fantoche era de origen suevo y llevaba sangre de estirpe
real visigoda. Se llamaba Ricimero, y con el título de conde y patricio tomó en
sus manos los destinos de Italia por espacio de veinte años. Sin embargo,
tampoco Ricimero se hizo coronar emperador, sino que eligió como sucesor de
Avito a un romano llamado Mayoriano, joven todavía, pero que ya se había
distinguido como soldado de valía en muchas de las campañas de Aecio. Esta
elección fue ratificada en Constantinopla por el emperador de Oriente, quien
aceptó de buen grado a Mayoriano como colega para gobernar las provincias
occidentales. El gobierno de Mayoriano duró solo cuatro años; en ellos hizo
grandes esfuerzos por restablecer el orden y, sobre todo, reconquistar África.
Se dice que se reunió con Genserico disfrazado como si fuese su propio
embajador para intentar alcanzar algún tipo de acuerdo que permitiese
restablecer el suministro de grano a Italia. Como estas negociaciones
fracasaron, reunió una gran escuadra que se concentró en Cartago Nova
(Cartagena) en España. Sin embargo, Genserico que tenía espía y traidores en
los buques, logró que desertaran algunas de las naves y Mayoriano se vio
obligado a renunciar a la expedición punitiva. Su fracaso en este asunto de
África originó su caída en desgracia; las tropas se amotinaron y Mayoriano
murió en el campamento de una manera misteriosa, probablemente asesinado.
Ricimero, todavía ejerciendo su protectorado, se vio en la necesidad de buscar
otro emperador.
Éste fue un tal Severo, que duró también
cuatro años, aunque fueron suficientes para que sembrara el descontento en la
corte de Constantinopla. Ricimero, mientras tanto, gobernaba de hecho, y para
congraciase con el Imperio de Oriente aceptó la idea de deponer a Severo y
entronizar a otro augusto que fuese del agrado de los orientales. El nuevo
emperador, candidato de Constantinopla, llegó a Roma el 467; estaba emparentado
con la familia reinante y se llamaba Antemio. Su primera iniciativa fue
concertar con Ricimero, y con la ayuda del augusto de Oriente, la inevitable
expedición contra los vándalos. Los bizantinos contribuyeron a ella con hombres
y dinero; la cantidad entregada por Constantinopla fue de veinticinco millones
de pesos. Además se envió un almirante experimentado que se llamaba Basilisco y
debía ser el generalísimo de la expedición. Todas las fuerzas que pudo
movilizar Occidente se sumaron a la empresa. Basilisco logró desembarcar a unos
cuarenta kilómetros al este de Cartago y si hubiese avanzado resueltamente
hubiera acabado con los vándalos; pero Genserico le envió emisarios, pidiendo
que le diera una tregua de cinco días para proponer condiciones de paz, y entre
tanto preparó la resistencia. Una noche que el viento soplaba favorable, lanzó
contra la escuadra romana varios navíos incendiados que les causaron grandes
pérdidas. Esto desmoralizó al ejército imperial de tal modo, que una parte de
él regresó por tierra, siguiendo la ruta de la costa; y otra parte volvió a
Sicilia. Basilisco, con algunos navíos, llegó a Constantinopla, donde, caído en
desgracia, solo pudo librarse de la muerte ingresando de por vida en un convento
como penitente.
Con excepción del constante azote de los
vándalos, por algún tiempo pareció que la paz se había restablecido en
Occidente. Ricimero se había casado con la hija del nuevo emperador Antemio;
pero en 472 la discordia que venía fermentando entre éste y Ricimero desembocó
en una guerra civil, y Ricimero entró en Roma matando a Antemio con su propia
espada. La ciudad fue saqueada por los soldados de Ricimero. Éste murió a los
dos meses a causa de unas fiebres. Su título de «Magister Militum» pasó a su
sobrino Gundebaldo. Aquí hay que decir que si Ricimero se convirtió en árbitro
de la política en Italia y Occidente fue porque el Ejército y el Pueblo le
prefirieron a los corruptos funcionarios romanos; patricios en su mayoría que
solo se preocupaban de cobrar impuestos para aumentar sus patrimonios
particulares, mientras las arcas del Estado se vaciaban. También en Bizancio un
general bárbaro llamado Aspar había impuesto a un candidato suyo como
emperador. Pero había entonces más recursos en Constantinopla que en Roma; en
los cuadros del ejército bizantino de la época había muchos nombres armenios y partos,
y estaban muchos más comprometidos con el Imperio de Oriente que la amalgama de
pueblos germánicos que encontramos en Occidente actuando como aliados
circunstanciales de los romanos a mediados del siglo V. También es cierto que
en esa época a Roma le quedaba ya muy poco que ofrecer a los bárbaros, mientras
que Bizancio podía permitirse pagar unas generosas soldadas a sus tropas
mercenarias y auxiliares, al tiempo que mantenía un ejército regular.
Desaparecido Antemio, cuatro emperadores se
sucedieron, en cuatro años, en Roma. El del año 472 fue propuesto, nada menos,
que por los vándalos de África; el del 473 fue un candidato sugerido por el rey
de los burgundios; el del 474 vino otra vez de Constantinopla, y el del 475 fue
un tal Rómulo Augusto —apodado «Augústulo» por ser casi un niño—, además,
detrás de tan pomposos nombres, se escondía el hijo de un antiguo servidor de
Atila. El padre de Rómulo Augústulo era un patricio romano de pura cepa llamado
Orestes, pero empezó a labrarse un nombre en política como secretario de Atila.
A la muerte del rey de los hunos regresó a Italia y se reincorporó a la vida
pública al servicio del melifluo emperador Valentiniano III. Los desÓrdenes del
año 474 hallaron a Orestes ascendiendo al título de «Magister Militum» y con
una fácil insurrección palaciega consiguió que el maleable Senado romano
nombrase emperador de Occidente a su hijo Rómulo Augústulo. Éste contaba solo
catorce años de edad; el hecho de que Orestes prefiriera hacer emperador a su
hijo en vez de revestirse él mismo con la púrpura es otro síntoma del concepto
puramente honorífico que se concedía ya al título de emperador en Occidente.
El gobierno de Orestes y su hijo duró solo
ocho meses. Lograron un tratado y la protección de Genserico, quien desde el
norte de África era el actor decisivo en la política de Occidente; en cambio
Orestes no pudo soslayar la presión de su propio ejército y fue asesinado. Los
soldados pedían a su comandante la tercera parte de las tierras de Italia. Los
visigodos ya se habían apoderado de dos Tercios del territorio que ocupaban en
la Galia; los burgundios, además de los dos Tercios de los campos, se
apoderaron de la mitad de los pastos y los bosques; los vándalos no se habían
contentado ni aun con eso… ¿Por qué no podían, pues, los bárbaros de Italia,
que componían la mayoría del ejército, obtener una porción parecida, máxime
cuando grandes extensiones de la Península estaban abandonados por haber
desaparecido sus legítimos propietarios? La resistencia de Orestes a esta
demanda resultó fatal para él y para Italia. Si los veteranos de la Península
se hubiesen instalado en los antiguos predios deshabitados, algunos habrían conseguido
arraigar y fundar así una nueva población agrícola, que tan necesaria se había
hecho en aquellos momentos.
El motín que depuso a Orestes y a su hijo
estaba encabezado por un jefe de los hérulos llamado Odoacro, que iba a repetir
la experiencia de Ricimero. Gobernó Italia como un rey de facto desde 476 a
493, aunque no se proclamó emperador. La diferencia entre Odoacro y Ricimero es
que el segundo se sirvió de un emperador fantoche con el que justificar su
usurpación del poder, mientras que Odoacro se hizo proclamar rey levantándole
los soldados sobre el pavés —un escudo oblongo y de suficiente tamaño para
cubrir casi todo el cuerpo del combatiente—, a la manera germánica. Pero hasta
Odoacro mantuvo su respeto y acatamiento, aunque solo fuese nominal, al Imperio.
He aquí el párrafo primordial del documento que el Senado romano aprobó por
unanimidad a propuesta de Odoacro: «El Senado y el Pueblo de Roma consienten en que la sede del
Imperio universal sea transferida de Roma a Constantinopla y renuncian al
derecho de proclamar emperador, pues reconocen la inutilidad de la división en
dos Imperios. La República confía en las virtudes y el valor de Odoacro, y
humildemente requiere al emperador que le confiera el título de patricio y
consienta que administre la diócesis de Italia». Esta es la parte sustancial del documento que el Senado romano hizo
llegar al emperador Zenón en Constantinopla. ¡Qué duro y humillante —aun para
los que parecían ser los beneficiarios de esta abdicación de poderes— oír que
el Senado y el Pueblo de Roma renunciaban a sus derechos!
Resulta también interesante la respuesta
del emperador Zenón. Sin apresurarse a recoger esta sucesión al Imperio de
Occidente, el augusto de Constantinopla no envió más colegas a Roma y, en
cambio, escribió una carta a Odoacro en la ya le otorgaba el título de patricio.
Pero Italia está más cerca de Constantinopla que la Galia o Hispania, y Odoacro
fue solicitado para participar en una conspiración contra el emperador Zenón.
La sospecha de que Odoacro había prestado su apoyo a los conjurados irritó
sobremanera al viejo emperador, que además quería deshacerse una multitud de
ostrogodos que habían rebasado las fronteras orientales. Entre ellos había
algunos veteranos que habían seguido a Atila hasta Orleans y que ahora se
dejaban seducir por la posibilidad de obtener tierras en Italia. Iban guiados
por un joven caudillo que había pasado muchos años en Constantinopla como rehén
y allí se había familiarizado con los intríngulis la política romana. El nombre
de este muchacho era Teodorico, futuro rey de los ostrogodos. En
Constantinopla, a pesar de los amaneramientos de la corte, no se habían
debilitado sus instintos viriles ni su espíritu aventurero. Teodorico, modelo
hasta hoy del héroe germánico, peleaba en primera línea de combate; y en muchas
ocasiones sus acciones, espada en mano, decidieron batallas en las que
participaron naciones enteras. Considerándole peligrosísimo como enemigo, y muy
útil como aliado, el emperador Zenón confió a Teodorico la empresa de liberar a
Italia de Odoacro y sus huestes de hérulos, antiguos aliados de los godos a los
que habían acompañado en sus primeras expediciones a las costas del mar Negro
doscientos años antes.
Los ostrogodos al mando de Teodorico
entraron en Italia por el norte. Pero la campaña contra los hérulos no fue
tarea fácil. El primer enfrentamiento tuvo lugar junto al Isonzo, en los llanos
delante de Aquilea. De allí Odoacro retrocedió a la línea del Adigio y una
segunda batalla se desató bajo los muros de Verona, donde Teodorico hizo
verdaderos prodigios de valor, cantados durante siglos por las sagas y epopeyas
germánicas. Finalmente Odoacro se refugió en Rávena y allí corrió a acorralarle
el ostrogodo. Después de haber concertado un Tratado de paz por el que se
comprometían a gobernar juntos, Teodorico dio muerte a Odoacro con un tajo de
su enorme espada; según la leyenda, lo partió en dos desde el cuelo a la
cintura. Asombrado de la eficacia de su propio golpe, dicen que Teodorico
exclamó al ver a su enemigo partido en dos mitades: «¡Pero este infeliz no
tenía huesos en su cuerpo!».
En ese momento empieza la etapa del
gobierno de Teodorico en Italia, que duraría treinta años. «Gobernó las dos naciones, ostrogodos y
romanos —cuenta un biógrafo de la época—,
como si fueran un solo pueblo. Aunque era arriano de religión, encargó la
administración civil a los romanos y no persiguió a los católicos. Celebró
festejos en el circo y en el gran anfiteatro, y repartió generosas raciones de
grano entre el pueblo…». Teodorico el
ostrogodo trató, pues, de realizar en Italia el propósito del visigodo Ataúlfo
en España; ambos visionarios trataron de romanizar a los germanos y de
germanizar a los romanos. Teodorico construyó edificios: un palacio en Pavía,
el palacio y el acueducto de Rávena, termas y otro palacio en Verona, que
parecen iniciativas impropias de un rey ostrogodo, y que en nada se ajustan a
la pésima reputación que las fuentes eclesiásticas atribuyeron a los bárbaros.
Aunque, como ya se ha visto, esa inquina venía motivada por el hecho de que los
germanos eran arrianos y se resistieron durante mucho tiempo a aceptar el
catolicismo por considerarlo una abominación.
La paz que Teodorico impuso en Italia
atrajo a mercaderes y agricultores de otras partes del Imperio dispuestos a
trabajar las tierras. Esto hizo que la economía se recuperase bajo el paternal
gobierno del gran rey de los ostrogodos. Sin embargo, Teodorico no sabía leer
ni escribir; para firmar se mandó hacer una pauta con agujeros, marcando sus
letras en una tablilla de madera. Los guerreros ostrogodos que le rodeaban, y a
quienes había confiado la guarda de los puntos estratégicos de Italia, eran
todavía más rudos que él. Sobre todo eran germanos y arrianos, y no entraba en
sus planes atacar a sus hermanos vándalos; luego no podía intentarse una
restauración del Imperio y del espíritu clásico, mientras los vándalos conservasen
las provincias de África. Teodorico, en realidad, no es más que un episodio
curioso del periodo de las invasiones, una experiencia interesante de
adaptación y de fusión de civilizaciones; un personaje heroico, romántico, pero
no cambió el curso de la Historia. Es el gran caudillo germánico que trata de
poner orden en la administración de Italia, pero sin decidirse a iniciar un
nuevo régimen y romper con Constantinopla. Envió una embajada al emperador
Zenón para solicitarle permiso para usar el manto real. Su título oficial era
el de «Rey de los godos y los romanos en Italia».
Ya en su vejez, Teodorico empezó a
preocuparse por la sucesión. Dejaba solo una hija, Amalasunta, y un nieto,
Atalarico, menor de edad. Parece ser que algunos miembros del Senado iniciaron
negociaciones con el emperador de Oriente para que se preparara a ejercer su
soberanía en Italia a la muerte de Teodorico, sin contar con los ostrogodos.
Esto tenía que irritar al gran caudillo que se había mantenido fiel al Imperio
y creía que Constantinopla debía aceptar a su nieto como legítimo sucesor.
Teodorico descubrió la conjura y ordenó ejecutar a los senadores que habían
tomado parte en ella. Entre ellos murió un tal Símaco, acendrado católico,
aunque descendiente de aquel Símaco neopagano que no quiso admitir el fin del paganismo,
y, sobre todo, pereció Boecio, a quien podría llamarse el último escritor
clásico. Saturado de la literatura antigua, Boecio redactó en latín culto y
elegante un tratado, «De
Consolatione Philosophiae», que llegó a
ser el libro más popular en la Edad Media. Escrito en la cárcel en los meses
previos a su ejecución, el libro de Boecio es, en sustancia, el diálogo entre
un condenado a muerte y la personificación de la Filosofía. Ésta, matrona
todavía fuerte y lozana, va vestida con una vieja túnica en la que hay bordadas
las letras T y P, iniciales de Teoría
y Práctica. Ambos, el condenado y la
intelectual matrona, discuten sobre la inconstancia de la fortuna y la
estabilidad que, en cambio, existe en el Bien Supremo, todavía el «Summum
Bonum» de Aristóteles, sin añadidos ni
interpolaciones de la Iglesia. En el libro de Boecio no hay ninguna alusión al
cristianismo —de ahí que se considere la última obra clásica—, ni al misterio
de la Redención ni a la predicación de Jesús; pero el hecho de que un libro
pagano, puramente filosófico, pudiese ser aceptado en las escuelas cristianas
como un modelo edificante demuestra el cambio enorme del espíritu de las gentes
de principios del siglo VI.
A poco de la ejecución de Símaco y Boecio
moría Teodorico víctima de disentería a los setenta y dos años de edad. Era el
30 de agosto de 526 y fue enterrado por su hija Amalasunta en una magnífica
tumba construida en la pineta (pinar), junto a Rávena. Todavía se
conserva con escasos deterioros un mausoleo de planta decagonal terminado con
una gigantesca losa de granito que tiene la forma de cúpula achatada, de diez
metros de diámetro y formada por un solo bloque, que tuvo que alzarse
valiéndose de anillos tallados en la misma piedra. La tumba tiene en el
interior dos pisos; el inferior, vacío actualmente, sirvió de depósito de armas
y recuerdos del gran rey ostrogodo; en el superior hay todavía un sarcófago
donde reposó el cuerpo embalsamado. Textos antiguos, poco dignos de crédito,
cuentan que el sarcófago estuvo sostenido por cuatro columnas de pórfido. A su
alrededor, según cuenta Agnellus, el cronista de Rávena, había haciendo guardia
estatuas metálicas de los doce apóstoles, hecho muy poco creíble porque
Teodorico siempre fue arriano y fiel al culto de Odín de sus antepasados. En el
mismo mausoleo hay una decoración tallada en un friso alto con el relieve de
los espectros que van al Walhalla, aunque ha sido manipulado y dichas figuras
aparecen como seguidores de la Cruz. La misma decoración se encuentra trazada
en filigrana en la armazón de oro que sostenía la coraza de cuero del rey
ostrogodo.
Ya sin esta sombra del caudillo ostrogodo
en Italia, los bizantinos decidieron acabar de una vez por todas con los
vándalos que ocupaban el norte de África. Sería el principio de la reconquista
de Occidente, porque después seguiría la de Italia y, por fin, la de Hispania y
la Galia. Los bárbaros solo habrían sido un paréntesis en la milenaria historia
de Roma. Así debían de pensar algunos miembros del Senado de Constantinopla y
varios altos consejeros. La cuestión se debatió ampliamente en presencia del emperador
Justiniano y de su esposa Teodora. El recuerdo del fracaso estrepitoso de la
expedición de Basilisco y la pérdida enorme que ocasionó el desastre, hacían
terriblemente impopular toda iniciativa encaminada a expulsar a los vándalos de
África. El prefecto del Pretorio fue el portavoz de esta oposición nacida del
descontento: «El
África, oh Augusto, dista ciento cuarenta días de Constantinopla. Para llegar a
ella hay que cruzar grandes extensiones de mar, y si la empresa fracasa,
tardaremos más de un año en saberlo. Además, aunque conquistemos el África, no
podremos mantenernos en ella sin la Sicilia y la Italia, que se hallan en poder
de los ostrogodos…». Pero los católicos
no cesaron de insistir al emperador, incluso asegurándole que Dios les animaba
en sueños. El hecho es que una armada de quinientos buques, algunos de
setecientas toneladas, partió del Bósforo el 21 de junio del año 533. Mandaba
la expedición el afamado general Belisario, llevando éste como secretario y
notario al historiador Procopio. Hasta para dar carácter novelesco a la
expedición, acompañaba a Belisario su esposa Antonina, de más edad que él, la
cual pretendía ayudarle con sus consejos en materia de estrategia, y le
amargaba la existencia con sus continuas infidelidades. Por lo visto, en su
juventud Antonina había ejercido la prostitución.
La expedición, detenida por vientos
desfavorables, tardó dos meses en llegar a Sicilia. Allí fue bien recibida por
los ostrogodos; Amalasunta, hija del difunto Teodorico, comprendió que, en este
caso, su interés estribaba en olvidarse de la peliaguda cuestión religiosa y
ponerse del lado de los bizantinos; éstos sorprendieron a los vándalos
desprevenidos, desembarcaron sin encontrar resistencia y la batalla se libró
trece días después, delante de Cartago. La refriega terminó con la desbandada
de los vándalos. Aquella misma noche Belisario tomó posesión del palacio de
Gelimero y devolvía su basílica a los católicos. Gelimero era nieto del
abominado Genserico y había usurpado el trono a su primo Hilderico. Los
vándalos presentaron otra vez batalla, ahora en Numidia, y fueron nuevamente
derrotados. Gelimero se refugió en las montañas del Atlas. Desde allí pidió a
sus perseguidores tres cosas, que dan idea del temple del jefe de los vándalos:
pan blanco, una esponja para lavarse los ojos enfermos y una lira para cantar
las rapsodias que había compuesto de sus desventuras. Por fin, Gelimero fue
capturado. Los cautivos vándalos fueron llevados a Constantinopla, el Senado
bizantino concedió a Belisario el título de «Vandálico».
|
Belisario fue el mejor general del Imperio Romano de Oriente en el siglo VI |