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jueves, 7 de enero de 2016

La guerra de África de 1859-1860

Desde 1840, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla sufrían constantes incursiones por parte de cabileños de la región del Rif. A ello se unía el acoso a las tropas destacadas en distintos puntos. Las acciones eran inmediatamente contestadas por el Ejército español, pero al internarse en territorio bereber los agresores tendían emboscadas. La situación volvía a repetirse de forma habitual. La guerra de África o Primera Guerra de Marruecos, fue el conflicto bélico que enfrentó a España con el Sultanato de ese país magrebí entre 1859 y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de Isabel II de España.
En 1859 el Gobierno de la Unión Liberal, presidido por su líder, el general don Leopoldo O'Donnell, presidente del Consejo de ministros y titular de Guerra, bajo el reinado de Isabel II, firmó un acuerdo diplomático con el sultán de Marruecos que afectaba a las plazas de soberanía española de Melilla, Alhucemas y Vélez de la Gomera, pero no a Ceuta. Entonces el Gobierno español decidió realizar obras de fortificación en torno a esta última ciudad, lo que fue considerado por Marruecos como una provocación. Cuando en agosto de 1859 un grupo de rifeños atacó a un destacamento español que custodiaba las reparaciones en diversos fortines de Ceuta, don Leopoldo O'Donnell, presidente del Gobierno en aquel momento, exigió al sultán de Marruecos un castigo ejemplar para los agresores. Sin embargo, esto no sucedió.
Entonces el Gobierno español decidió invadir el sultanato de Marruecos con el pretexto del «ultraje inferido al pabellón español por las hordas salvajes» cercanas a Ceuta. Los auténticos motivos de la expedición, aunque se dijo que se trataba de «rehacerse en sus fértiles comarcas de nuestras pérdidas coloniales» fueron de orden interno. Por un lado, como señaló un observador de la época, acabar con las «intrigas palaciegas» que ponían en peligro al Gobierno, que vio en el conflicto la oportunidad de mejorar la imagen de España en el exterior, y de beneficiarse del clima patriótico que los sucesos de Ceuta generaron en la sociedad española.
La reacción popular fue unánime y todos los grupos políticos, incluso la mayoría de los miembros del Partido Democrático, apoyaron sin fisuras la intervención. En Cataluña y provincias Vascongadas se organizaron centros de reclutamiento de voluntarios para acudir al frente, donde se inscribieron muchos carlistas, sobre todo procedentes de Navarra, en un proceso de efervescencia patriótica como no se había dado desde la guerra de la Independencia. La ola de patriotismo que se extendió por todo el país, fue fomentada también por la Iglesia católica que la «vendió» como una suerte de moderna cruzada.
O'Donnell, hombre de gran prestigio militar, y justo en el momento en el que estaba en plena expansión su política de ampliación de las bases de apoyo al Gobierno de la Unión Liberal, consciente también que desde la prensa se reclamaba con insistencia una acción decidida del Ejecutivo, propuso al Congreso de los Diputados la declaración de guerra a Marruecos el 22 de octubre, tras recibir el beneplácito de los gobiernos francés e inglés, a pesar de las reticencias de este último a que España incrementase su presencia en el estrecho de Gibraltar.
La guerra, que duró cuatro meses, se inició en diciembre de 1859 cuando el ejército desembarcado en Ceuta el mes anterior comenzó la invasión del sultanato de Marruecos. Se trataba de un ejército mal equipado, peor preparado y pésimamente dirigido, y con una intendencia muy deficiente, lo que explica que cerca de 4.000 muertos españoles, dos tercios no murieran en el campo de batalla, sino que fueran víctimas del cólera y de otras enfermedades. A pesar de ello, se sucedieron las victorias en las batallas de los Castillejos —donde destacó el general don Juan Prim, lo que le valió el título de marqués de los Castillejos—, la de Tetuán —ciudad que fue tomada el 6 de febrero de 1860 y que le valió a O'Donnell el título de duque de Tetuán— y la de Was–Ras del 23 de marzo, que despejó el camino hacia Tánger, victorias que fueron magnificadas por la prensa en España, del mismo modo que eran magnificadas las victorias de ambos bandos durante la guerra de Secesión norteamericana, o dos décadas después las acciones de los soldados ingleses durante la guerra anglo–sudanesa que se saldó con el desastre de Jartum, donde fue masacrado un ejército británico en 1885, mucho mejor armado que el español, y que se enfrentó a unos guerreros sudaneses cuyo rudimentario armamento y preparación no difería mucho del de los bravos y crueles rifeños.
El Ejército expedicionario que partió de Algeciras estaba compuesto por unos 45.000 hombres, 3.000 mulos y caballos y 78 piezas de artillería de campaña, apoyado por una escuadra formada por un navío de línea, dos fragatas de hélice y una de vela, dos corbetas, cuatro goletas, once vapores de palas y tres faluchos, además de nueve vapores y tres urcas que actuaron como transportes de tropas. O'Donnell dividió las fuerzas en tres cuerpos de ejército, y puso al frente de cada uno de ellos a los generales don Juan Zavala de la Puente, a don Antonio Ros de Olano, y a don Ramón de Echagüe. El grupo de reserva estuvo bajo el mando del general don Juan Prim. La división de Caballería, al mando del mariscal de campo don Félix Alcalá Galiano, estaba compuesta por dos brigadas, la primera al mando del brigadier don Juan de Villate, y la segunda al mando del brigadier don Francisco Romero Palomeque. El almirante don Segundo Díaz Herrero fue nombrado jefe de la flota.
Los objetivos fijados eran la toma de Tetuán y la ocupación del puerto de Tánger. El 17 de diciembre se desataron las hostilidades por la columna mandada por Zabala que ocupó la Sierra de Bullones. Dos días después Echagüe conquistó el Palacio del Serrallo y O'Donnell se puso al frente de la fuerza que desembarcó en Ceuta el 21. El día de Navidad los tres cuerpos de ejército habían consolidado sus posiciones y esperaban la orden de avanzar hacia Tetuán. El 1 de enero de 1860, el general Prim avanzó en tromba hasta la desembocadura de Uad el–Jelú con el apoyo al flanco del general Zabala, y el de la flota que mantenía a las fuerzas enemigas alejadas de la costa. Las refriegas continuaron hasta el 31 de enero, en que fue contenida una acción ofensiva rifeña, y O'Donnell comenzó la marcha hacia Tetuán, con el apoyo de los voluntarios catalanes. Recibía la cobertura del general Ros de Olano y de Prim en los flancos. La presión de la artillería española desbarató las filas rifeñas hasta el punto de que los restos de este ejército se refugiaron en Tetuán, que cayó el día 6 de febrero.
El siguiente objetivo era Tánger. El ejército se vio reforzado por otra división de infantería de 5.600 soldados, junto a la que desembarcaron las unidades de voluntarios vascos, formadas por 3.000 hombres, la mayoría carlistas, junto al batallón de voluntarios catalanes, con unos 450 reclutas de la misma procedencia. Desembarcaron durante el mes de febrero hasta completar una fuerza suficiente para la ofensiva del 11 de marzo. El 23 de marzo se produjo la batalla de Wad–Ras en la que venció el ejército español y forzó al caudillo rifeño Muley Abbás, a pedir la paz.

El tratado de Wad–Ras
Tras un armisticio de 32 días, se firmó el Tratado de Wad–Ras en Tetuán el 26 de abril, en el que se declaraba a España vencedora de la guerra y a Marruecos perdedor y único culpable de la misma. El acuerdo estipuló lo siguiente: España ocuparía los territorios de Ceuta y Melilla a perpetuidad. El cese de las incursiones rifeñas a Ceuta y Melilla. Marruecos reconocía la soberanía de España sobre las islas Chafarinas. Marruecos indemnizaría a España con 100 millones de reales. España recibía el pequeño territorio de Santa Cruz de Mar Pequeña —lo que más tarde sería Sidi Ifni— para establecer una pesquería. Tetuán quedaría bajo administración temporal española hasta que el Sultanato pagase las indemnizaciones de guerra a España.
La paz que se firmó el 26 de abril de 1860 alguna periódicos sensacionalistas la calificó de «paz chica para una guerra grande» argumentando que O’Donnell debía haber conquistado Marruecos, aunque desconocían el pésimo estado en que se encontraba el Ejército español tras la batalla de Wad–Ras y que el Gobierno español se había comprometido con Gran Bretaña a no ocupar Tánger ni ningún otro territorio que pusiera en peligro el dominio británico del estrecho de Gibraltar. O’Donnell se excusó diciendo que España estaba llamada «a dominar una gran parte del África», pero la empresa requeriría «lo menos de veinte a veinticinco años». Además, el tratado comercial firmado con Marruecos acabó beneficiando más a Francia y a Gran Bretaña y al territorio de Ifni, al sur de Marruecos, que no sería ocupado hasta setenta años después. Por último, las presiones británicas para mantener el statu quo en la zona del estrecho de Gibraltar obligaron a España a evacuar Tetuán dos años después.

Consecuencias
La guerra de África fue un completo éxito para el Gobierno y aumentó su respaldo popular, pues levantó una gran ola de patriotismo por todo el país, a pesar de que el desenlace de la guerra no colmó, sin embargo, las expectativas creadas en un clima de euforia patriótica que no tenía parangón en la historia reciente. La guerra de África produjo una gran cantidad de crónicas periodísticas —varios periódicos enviaron corresponsales a la zona—, relatos, obras literarias, canciones, cuadros, monumentos, etcétera, muchas de ellas teñidas de un patriotismo grandilocuente y propagandístico. El corresponsal del diario La Iberia, Núñez de Arce, escribió en una de sus crónicas: «El cielo me ha proporcionado la dicha de ser testigo de la empresa más grande y más heroica que ha acometido y llevado a feliz término nuestra querida España desde la gloriosa guerra de la Independencia».

La Diputación de Barcelona encargó al pintor Mariano Fortuny, nacido en Reus como el general Prim, una serie de cuadros conmemorativos, basados en los bocetos que había hecho Fortuny en su visita a los principales escenarios de la guerra. Una de las obras que más reconocimiento recibió fue una pintura de gran formato y visión panorámica titulada La Batalla de Wad–Ras, que le costó varios años terminar. Por su parte, el Gobierno llevó a cabo una «política de memoria», aprovechando la ola de fervor patriótico, que se plasmó en nombres de plazas, calles y barrios: el barrio de Tetuán de las Victorias en Madrid; la plaza de Tetuán y la calle de Wad–Ras en Barcelona; o la plaza de Tetuán en Valencia, y en monumentos públicos, como el levantado al general don Juan Prim en Reus, su ciudad natal.


Los bárbaros invaden el Imperio de Oriente

La muerte de Atila, rey de los hunos, y la disgregación de los diversos grupos étnicos que le seguían dieron lugar a grandes convulsiones en Occidente. Mientras pueblos de diversas razas y procedencia peleaban en la Europa central para disputarse las tierras de pastos del Danubio, en la Galia, los francos, libres de la amenaza de los hunos, repetían sus campañas contra los visigodos establecidos al sur del Loira, y aun llegaban a perseguirlos hasta Hispania. Es de imaginar lo que sufrirían con estos ataques las poblaciones romanas situadas a ambos lados de los Pirineos.

Con todo, a los funcionarios imperiales la anarquía producida en el Oeste por las invasiones germánicas no debió parecerles un mal irremediable. No tenían la visión de los acontecimientos sucesivos y no creían que la pérdida de la Galia y de Hispania fuese definitiva. Los pueblos germánicos, en especial los visigodos, se consideraban todavía «confederados» del Imperio; más a la periferia, los francos insistían en justificar su avance con títulos legitimados por donaciones del Imperio y de la Iglesia. A ojos de todos, la integridad del Imperio de Occidente permanecía intacta. Bastaría con aguardar el momento oportuno, para sacar provecho de las rencillas que dividían a los germanos. El plan —en buena medida inspirado por la Iglesia— era que una vez desaparecido el poderío militar de los bárbaros, y una vez se hubiesen convertido éstos al catolicismo, serían absorbidos por la superior cultura romana. Serían romanizados como siglos antes lo habían sido iberos, galos y samnitas; luego, los municipios romanos, ahora aislados y ahogados dentro de sus propias murallas, podrían vivir de nuevo en libertad, y el comercio y la prosperidad volverían como en los buenos y lejanos tiempos del emperador Augusto.

Hoy hablamos de los Imperios de Oriente y de Occidente como de dos monarquías separadas; nos parece posible que una pudiera destacarse de la otra y que la una —la de Occidente— pudiera ser un mosaico de naciones sin depender de la administración única de Constantinopla, y de sus recursos económicos. Pero este concepto era entonces políticamente absurdo. Como después el Papado, el Imperio era único y universal; podía ser regido por dos emperadores, uno en Constantinopla, con su colega en Roma o en Rávena, pero siempre en pie de igualdad. La idea del «Imperio» no permitía interpretaciones de una división de poderes regionales. Por esto era inconcebible que las provincias occidentales, ocupadas por los bárbaros, pudieran emanciparse y separarse definitivamente del Imperio. Y los germanos, más familiarizados con la idea clásica del Imperio, no se habían atrevido a vanagloriarse todavía claramente de una usurpación total de la soberanía en las tierras que ocupaban en Occidente. El concepto, casi supersticioso, de la unidad del Imperio hubiera podido facilitar la reorganización de las provincias occidentales, con gobernadores bárbaros que habrían sido elegidos por sus diversas tribus y refrendados por la administración de Constantinopla o de Rávena; no obstante, lo dificultaban las costumbres germánicas y su peculiar forma de entender la ley según sus costumbres ancestrales. Por no hablar del hecho de que muchos de los germanos cristianizados eran arrianos, y la Iglesia se mostró siempre intransigente en este aspecto. Tanto fue así que católico y romano acabaron convirtiéndose en sinónimos. Los germanos eran irreductibles arrianos, y en las provincias occidentales la mayoría de la población romana era decididamente católica. Después del año 476, el papa, obispo de Roma, a menudo tuvo que ejercer las funciones propias del emperador, puesto que éste, residiendo en Constantinopla, a menudo carecía de energía y solicitud para ocuparse convenientemente de los problemas de Occidente.

Por otra parte, los ostrogodos, visigodos, suevos, longobardos y, sobre todo, los vándalos sentían una feroz repugnancia por la jerarquía y usos de la Iglesia católica. Quizá debido al empeño de estos pueblos de permanecer independientes, sin la metódica y severa supervisión de la Iglesia católica. Muchas de las costumbres seculares de los germanos eran tenidas por incompatibles con el cristianismo católico, y además muchos germanos seguían practicando en secreto el culto a Wotán (Odín), que podía mantenerse al margen del cristianismo arriano, pero no del católico.

A principios del siglo VI, una sola cosa preocupaba a la administración imperial, siempre con una cabeza en Constantinopla, el emperador, y otra en Roma, el papa, pues el emperador de Occidente ya no existía. Y, muy a menudo, lo que realmente inquietaba al emperador y al papa por igual eran asuntos religiosos relacionados con el dogma, y no otros más apremiantes como podía ser la economía en las provincias occidentales. Aparte de eso, el Imperio de Oriente deseaba recuperar las provincias africanas en las que se habían instalado los vándalos tras ser expulsados de la península Ibérica por los visigodos. Durante muchos años los vándalos habían permanecido tranquilos en sus tierras del sur de Hispania —con excepción de luchas intermitentes con los suevos—, hasta que allí fueron a hostigarles los visigodos, que originariamente se habían instalado al norte y centro de la Península. Las primeras incursiones tuvieron lugar en tiempos de Ataúlfo y Walia; por fin, en 428, invitados por cierto conde llamado Bonifacio, pasaron el Estrecho y ocuparon la provincia romana de Mauritania Tingitana; actualmente la parte oriental de Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli —la zona septentrional o de costa—, esta ocupación del norte de África fue una calamidad para Italia, porque Roma no recibía ya el grano de Egipto, que iba ahora a los mercados de Constantinopla, sino que se llevaba directamente de Cartago a Ostia. Además, los vándalos se habían convertido en avezados piratas y paralizaban el comercio marítimo en el Mediterráneo.

Ciertamente, los vándalos fueron los únicos germanos de aquel tiempo que llegaron a dominar la navegación. Varios siglos antes los vándalos habían recorrido Europa de un extremo a otro sin disponer más que de piraguas para vadear los ríos, y al llegar a África y encontrarse con que el desierto les cerraba el paso por el sur, se convirtieron en navegantes con una maestría inusitada. De hecho, los vándalos fueron una gran potencia marítima en su época de apogeo (siglo VI). Claro está que debieron aprovecharse de pilotos griegos y latinos mucho más experimentados. Los vándalos no tenían objetivos predeterminados, y aunque nunca habían sido aliados del Imperio a la manera de los francos o los visigodos, tampoco sentían una especial antipatía por él. Los escritores contemporáneos, si bien destacan su rapacidad y ferocidad en el combate, reconocen que eran gentes sencillas y leales. Su única pasión desbordada era su odio hacia los católicos; se sentían en esto empujados por sus divinidades ancestrales. El rey vándalo Genserico, habiéndole un día preguntado su piloto hacia dónde se dirigían, le contestó: «Contra aquellos que Dios quiera castigar». Todo lo demás lo fiaba a la voluntad del viento. Y los que Dios quería castigar, según los vándalos, eran naturalmente los «herejes» católicos.

Los vándalos habían conquistado las islas Baleares, Córcega y Cerdeña. Como el Imperio no contaba con una escuadra en el Mediterráneo occidental, los vándalos causaban estragos en el transcurso de sus correrías. El año 455 saquearon Roma y solo logró contenerlos el papa, quien además obtuvo de Genserico tres concesiones: que no se molestaría a los ciudadanos indefensos, que no se incendiarían los edificios públicos ni se torturaría a ningún ciudadano cautivo. De todos modos, el saqueo de Roma por los vándalos duró varios días, tras los cuales regresaron impunemente al África. Como botín se llevaron lo que los visigodos habían dejado cuarenta y cinco años antes en el templo de Júpiter Capitolino. Entre las piezas estaban los vasos y candelabros del templo de Jerusalén que Tito había tomado como botín en el año 70. Tal estado de cosas no podía tolerarse si el Imperio quería conservar una sombra de dignidad, y el golpe de gracia contra los vándalos vendría desde Constantinopla.

Algunos detalles de la sucesión imperial en este último periodo del Imperio de Occidente, darán idea del estado de descomposición que se vivía tanto en Roma como en Rávena. Podía decirse que toda Italia vivía sumida en el caos. Aquel mismo año 455, el emperador Valentiniano III, descendiente de Teodosio el Grande, pero completamente incapaz, moría asesinado en el Campo de Marte, en Roma. Un desprestigiado Senado proclamó emperador a un rico patricio que, sin duda, había sobornado a muchos senadores para obtener su nombramiento. Este ciudadano ejemplar, que había tomado parte en el magnicidio, se llamaba Petronio Máximo, y quiso contraer matrimonio con la esposa del emperador muerto, y que la hija de ambos se casara con su hijo. No es de extrañar, pues, que aprovechando la entrada de los vándalos en la ciudad, los romanos linchasen al usurpador, y que la emperatriz y su hija siguieran de muy buena gana a los bárbaros, prefiriendo su compañía, ruda pero noble, a la de los envilecidos patricios romanos.

El sucesor de Petronio Máximo fue un provinciano impuesto por los visigodos de Aquitania. Se trataba de Avito, el culto patricio que sirvió de embajador y de agente a Flavio Aecio para conseguir que los visigodos lucharan al lado de los romanos contra los hunos. Se conocen muchos detalles acerca de este patricio Avito: poseía una gran hacienda en Clermont–Ferrand y era inmensamente rico. Pero, cosa curiosa, el refinado patricio de provincias, demostró maneras muy desagradables al poco de llegar a Roma para hacerse cargo del Imperio. Por esta y otras causas, el emperador–títere de los visigodos, no duró más que un año. Un capitán de los bárbaros de Italia lo depuso y, no creyendo necesario ejecutarle, lo hizo tonsurar y lo envió de vuelta a la Galia.

El oficial que de forma tan gallarda se desembarazó del emperador fantoche era de origen suevo y llevaba sangre de estirpe real visigoda. Se llamaba Ricimero, y con el título de conde y patricio tomó en sus manos los destinos de Italia por espacio de veinte años. Sin embargo, tampoco Ricimero se hizo coronar emperador, sino que eligió como sucesor de Avito a un romano llamado Mayoriano, joven todavía, pero que ya se había distinguido como soldado de valía en muchas de las campañas de Aecio. Esta elección fue ratificada en Constantinopla por el emperador de Oriente, quien aceptó de buen grado a Mayoriano como colega para gobernar las provincias occidentales. El gobierno de Mayoriano duró solo cuatro años; en ellos hizo grandes esfuerzos por restablecer el orden y, sobre todo, reconquistar África. Se dice que se reunió con Genserico disfrazado como si fuese su propio embajador para intentar alcanzar algún tipo de acuerdo que permitiese restablecer el suministro de grano a Italia. Como estas negociaciones fracasaron, reunió una gran escuadra que se concentró en Cartago Nova (Cartagena) en España. Sin embargo, Genserico que tenía espía y traidores en los buques, logró que desertaran algunas de las naves y Mayoriano se vio obligado a renunciar a la expedición punitiva. Su fracaso en este asunto de África originó su caída en desgracia; las tropas se amotinaron y Mayoriano murió en el campamento de una manera misteriosa, probablemente asesinado. Ricimero, todavía ejerciendo su protectorado, se vio en la necesidad de buscar otro emperador.

Éste fue un tal Severo, que duró también cuatro años, aunque fueron suficientes para que sembrara el descontento en la corte de Constantinopla. Ricimero, mientras tanto, gobernaba de hecho, y para congraciase con el Imperio de Oriente aceptó la idea de deponer a Severo y entronizar a otro augusto que fuese del agrado de los orientales. El nuevo emperador, candidato de Constantinopla, llegó a Roma el 467; estaba emparentado con la familia reinante y se llamaba Antemio. Su primera iniciativa fue concertar con Ricimero, y con la ayuda del augusto de Oriente, la inevitable expedición contra los vándalos. Los bizantinos contribuyeron a ella con hombres y dinero; la cantidad entregada por Constantinopla fue de veinticinco millones de pesos. Además se envió un almirante experimentado que se llamaba Basilisco y debía ser el generalísimo de la expedición. Todas las fuerzas que pudo movilizar Occidente se sumaron a la empresa. Basilisco logró desembarcar a unos cuarenta kilómetros al este de Cartago y si hubiese avanzado resueltamente hubiera acabado con los vándalos; pero Genserico le envió emisarios, pidiendo que le diera una tregua de cinco días para proponer condiciones de paz, y entre tanto preparó la resistencia. Una noche que el viento soplaba favorable, lanzó contra la escuadra romana varios navíos incendiados que les causaron grandes pérdidas. Esto desmoralizó al ejército imperial de tal modo, que una parte de él regresó por tierra, siguiendo la ruta de la costa; y otra parte volvió a Sicilia. Basilisco, con algunos navíos, llegó a Constantinopla, donde, caído en desgracia, solo pudo librarse de la muerte ingresando de por vida en un convento como penitente.

Con excepción del constante azote de los vándalos, por algún tiempo pareció que la paz se había restablecido en Occidente. Ricimero se había casado con la hija del nuevo emperador Antemio; pero en 472 la discordia que venía fermentando entre éste y Ricimero desembocó en una guerra civil, y Ricimero entró en Roma matando a Antemio con su propia espada. La ciudad fue saqueada por los soldados de Ricimero. Éste murió a los dos meses a causa de unas fiebres. Su título de «Magister Militum» pasó a su sobrino Gundebaldo. Aquí hay que decir que si Ricimero se convirtió en árbitro de la política en Italia y Occidente fue porque el Ejército y el Pueblo le prefirieron a los corruptos funcionarios romanos; patricios en su mayoría que solo se preocupaban de cobrar impuestos para aumentar sus patrimonios particulares, mientras las arcas del Estado se vaciaban. También en Bizancio un general bárbaro llamado Aspar había impuesto a un candidato suyo como emperador. Pero había entonces más recursos en Constantinopla que en Roma; en los cuadros del ejército bizantino de la época había muchos nombres armenios y partos, y estaban muchos más comprometidos con el Imperio de Oriente que la amalgama de pueblos germánicos que encontramos en Occidente actuando como aliados circunstanciales de los romanos a mediados del siglo V. También es cierto que en esa época a Roma le quedaba ya muy poco que ofrecer a los bárbaros, mientras que Bizancio podía permitirse pagar unas generosas soldadas a sus tropas mercenarias y auxiliares, al tiempo que mantenía un ejército regular.

Desaparecido Antemio, cuatro emperadores se sucedieron, en cuatro años, en Roma. El del año 472 fue propuesto, nada menos, que por los vándalos de África; el del 473 fue un candidato sugerido por el rey de los burgundios; el del 474 vino otra vez de Constantinopla, y el del 475 fue un tal Rómulo Augusto —apodado «Augústulo» por ser casi un niño—, además, detrás de tan pomposos nombres, se escondía el hijo de un antiguo servidor de Atila. El padre de Rómulo Augústulo era un patricio romano de pura cepa llamado Orestes, pero empezó a labrarse un nombre en política como secretario de Atila. A la muerte del rey de los hunos regresó a Italia y se reincorporó a la vida pública al servicio del melifluo emperador Valentiniano III. Los desÓrdenes del año 474 hallaron a Orestes ascendiendo al título de «Magister Militum» y con una fácil insurrección palaciega consiguió que el maleable Senado romano nombrase emperador de Occidente a su hijo Rómulo Augústulo. Éste contaba solo catorce años de edad; el hecho de que Orestes prefiriera hacer emperador a su hijo en vez de revestirse él mismo con la púrpura es otro síntoma del concepto puramente honorífico que se concedía ya al título de emperador en Occidente.

El gobierno de Orestes y su hijo duró solo ocho meses. Lograron un tratado y la protección de Genserico, quien desde el norte de África era el actor decisivo en la política de Occidente; en cambio Orestes no pudo soslayar la presión de su propio ejército y fue asesinado. Los soldados pedían a su comandante la tercera parte de las tierras de Italia. Los visigodos ya se habían apoderado de dos Tercios del territorio que ocupaban en la Galia; los burgundios, además de los dos Tercios de los campos, se apoderaron de la mitad de los pastos y los bosques; los vándalos no se habían contentado ni aun con eso… ¿Por qué no podían, pues, los bárbaros de Italia, que componían la mayoría del ejército, obtener una porción parecida, máxime cuando grandes extensiones de la Península estaban abandonados por haber desaparecido sus legítimos propietarios? La resistencia de Orestes a esta demanda resultó fatal para él y para Italia. Si los veteranos de la Península se hubiesen instalado en los antiguos predios deshabitados, algunos habrían conseguido arraigar y fundar así una nueva población agrícola, que tan necesaria se había hecho en aquellos momentos.

El motín que depuso a Orestes y a su hijo estaba encabezado por un jefe de los hérulos llamado Odoacro, que iba a repetir la experiencia de Ricimero. Gobernó Italia como un rey de facto desde 476 a 493, aunque no se proclamó emperador. La diferencia entre Odoacro y Ricimero es que el segundo se sirvió de un emperador fantoche con el que justificar su usurpación del poder, mientras que Odoacro se hizo proclamar rey levantándole los soldados sobre el pavés —un escudo oblongo y de suficiente tamaño para cubrir casi todo el cuerpo del combatiente—, a la manera germánica. Pero hasta Odoacro mantuvo su respeto y acatamiento, aunque solo fuese nominal, al Imperio. He aquí el párrafo primordial del documento que el Senado romano aprobó por unanimidad a propuesta de Odoacro: «El Senado y el Pueblo de Roma consienten en que la sede del Imperio universal sea transferida de Roma a Constantinopla y renuncian al derecho de proclamar emperador, pues reconocen la inutilidad de la división en dos Imperios. La República confía en las virtudes y el valor de Odoacro, y humildemente requiere al emperador que le confiera el título de patricio y consienta que administre la diócesis de Italia». Esta es la parte sustancial del documento que el Senado romano hizo llegar al emperador Zenón en Constantinopla. ¡Qué duro y humillante —aun para los que parecían ser los beneficiarios de esta abdicación de poderes— oír que el Senado y el Pueblo de Roma renunciaban a sus derechos!

Resulta también interesante la respuesta del emperador Zenón. Sin apresurarse a recoger esta sucesión al Imperio de Occidente, el augusto de Constantinopla no envió más colegas a Roma y, en cambio, escribió una carta a Odoacro en la ya le otorgaba el título de patricio. Pero Italia está más cerca de Constantinopla que la Galia o Hispania, y Odoacro fue solicitado para participar en una conspiración contra el emperador Zenón. La sospecha de que Odoacro había prestado su apoyo a los conjurados irritó sobremanera al viejo emperador, que además quería deshacerse una multitud de ostrogodos que habían rebasado las fronteras orientales. Entre ellos había algunos veteranos que habían seguido a Atila hasta Orleans y que ahora se dejaban seducir por la posibilidad de obtener tierras en Italia. Iban guiados por un joven caudillo que había pasado muchos años en Constantinopla como rehén y allí se había familiarizado con los intríngulis la política romana. El nombre de este muchacho era Teodorico, futuro rey de los ostrogodos. En Constantinopla, a pesar de los amaneramientos de la corte, no se habían debilitado sus instintos viriles ni su espíritu aventurero. Teodorico, modelo hasta hoy del héroe germánico, peleaba en primera línea de combate; y en muchas ocasiones sus acciones, espada en mano, decidieron batallas en las que participaron naciones enteras. Considerándole peligrosísimo como enemigo, y muy útil como aliado, el emperador Zenón confió a Teodorico la empresa de liberar a Italia de Odoacro y sus huestes de hérulos, antiguos aliados de los godos a los que habían acompañado en sus primeras expediciones a las costas del mar Negro doscientos años antes.

Los ostrogodos al mando de Teodorico entraron en Italia por el norte. Pero la campaña contra los hérulos no fue tarea fácil. El primer enfrentamiento tuvo lugar junto al Isonzo, en los llanos delante de Aquilea. De allí Odoacro retrocedió a la línea del Adigio y una segunda batalla se desató bajo los muros de Verona, donde Teodorico hizo verdaderos prodigios de valor, cantados durante siglos por las sagas y epopeyas germánicas. Finalmente Odoacro se refugió en Rávena y allí corrió a acorralarle el ostrogodo. Después de haber concertado un Tratado de paz por el que se comprometían a gobernar juntos, Teodorico dio muerte a Odoacro con un tajo de su enorme espada; según la leyenda, lo partió en dos desde el cuelo a la cintura. Asombrado de la eficacia de su propio golpe, dicen que Teodorico exclamó al ver a su enemigo partido en dos mitades: «¡Pero este infeliz no tenía huesos en su cuerpo!».

En ese momento empieza la etapa del gobierno de Teodorico en Italia, que duraría treinta años. «Gobernó las dos naciones, ostrogodos y romanos —cuenta un biógrafo de la época—, como si fueran un solo pueblo. Aunque era arriano de religión, encargó la administración civil a los romanos y no persiguió a los católicos. Celebró festejos en el circo y en el gran anfiteatro, y repartió generosas raciones de grano entre el pueblo…». Teodorico el ostrogodo trató, pues, de realizar en Italia el propósito del visigodo Ataúlfo en España; ambos visionarios trataron de romanizar a los germanos y de germanizar a los romanos. Teodorico construyó edificios: un palacio en Pavía, el palacio y el acueducto de Rávena, termas y otro palacio en Verona, que parecen iniciativas impropias de un rey ostrogodo, y que en nada se ajustan a la pésima reputación que las fuentes eclesiásticas atribuyeron a los bárbaros. Aunque, como ya se ha visto, esa inquina venía motivada por el hecho de que los germanos eran arrianos y se resistieron durante mucho tiempo a aceptar el catolicismo por considerarlo una abominación.

La paz que Teodorico impuso en Italia atrajo a mercaderes y agricultores de otras partes del Imperio dispuestos a trabajar las tierras. Esto hizo que la economía se recuperase bajo el paternal gobierno del gran rey de los ostrogodos. Sin embargo, Teodorico no sabía leer ni escribir; para firmar se mandó hacer una pauta con agujeros, marcando sus letras en una tablilla de madera. Los guerreros ostrogodos que le rodeaban, y a quienes había confiado la guarda de los puntos estratégicos de Italia, eran todavía más rudos que él. Sobre todo eran germanos y arrianos, y no entraba en sus planes atacar a sus hermanos vándalos; luego no podía intentarse una restauración del Imperio y del espíritu clásico, mientras los vándalos conservasen las provincias de África. Teodorico, en realidad, no es más que un episodio curioso del periodo de las invasiones, una experiencia interesante de adaptación y de fusión de civilizaciones; un personaje heroico, romántico, pero no cambió el curso de la Historia. Es el gran caudillo germánico que trata de poner orden en la administración de Italia, pero sin decidirse a iniciar un nuevo régimen y romper con Constantinopla. Envió una embajada al emperador Zenón para solicitarle permiso para usar el manto real. Su título oficial era el de «Rey de los godos y los romanos en Italia».

Ya en su vejez, Teodorico empezó a preocuparse por la sucesión. Dejaba solo una hija, Amalasunta, y un nieto, Atalarico, menor de edad. Parece ser que algunos miembros del Senado iniciaron negociaciones con el emperador de Oriente para que se preparara a ejercer su soberanía en Italia a la muerte de Teodorico, sin contar con los ostrogodos. Esto tenía que irritar al gran caudillo que se había mantenido fiel al Imperio y creía que Constantinopla debía aceptar a su nieto como legítimo sucesor. Teodorico descubrió la conjura y ordenó ejecutar a los senadores que habían tomado parte en ella. Entre ellos murió un tal Símaco, acendrado católico, aunque descendiente de aquel Símaco neopagano que no quiso admitir el fin del paganismo, y, sobre todo, pereció Boecio, a quien podría llamarse el último escritor clásico. Saturado de la literatura antigua, Boecio redactó en latín culto y elegante un tratado, «De Consolatione Philosophiae», que llegó a ser el libro más popular en la Edad Media. Escrito en la cárcel en los meses previos a su ejecución, el libro de Boecio es, en sustancia, el diálogo entre un condenado a muerte y la personificación de la Filosofía. Ésta, matrona todavía fuerte y lozana, va vestida con una vieja túnica en la que hay bordadas las letras T y P, iniciales de Teoría y Práctica. Ambos, el condenado y la intelectual matrona, discuten sobre la inconstancia de la fortuna y la estabilidad que, en cambio, existe en el Bien Supremo, todavía el «Summum Bonum» de Aristóteles, sin añadidos ni interpolaciones de la Iglesia. En el libro de Boecio no hay ninguna alusión al cristianismo —de ahí que se considere la última obra clásica—, ni al misterio de la Redención ni a la predicación de Jesús; pero el hecho de que un libro pagano, puramente filosófico, pudiese ser aceptado en las escuelas cristianas como un modelo edificante demuestra el cambio enorme del espíritu de las gentes de principios del siglo VI.

A poco de la ejecución de Símaco y Boecio moría Teodorico víctima de disentería a los setenta y dos años de edad. Era el 30 de agosto de 526 y fue enterrado por su hija Amalasunta en una magnífica tumba construida en la pineta (pinar), junto a Rávena. Todavía se conserva con escasos deterioros un mausoleo de planta decagonal terminado con una gigantesca losa de granito que tiene la forma de cúpula achatada, de diez metros de diámetro y formada por un solo bloque, que tuvo que alzarse valiéndose de anillos tallados en la misma piedra. La tumba tiene en el interior dos pisos; el inferior, vacío actualmente, sirvió de depósito de armas y recuerdos del gran rey ostrogodo; en el superior hay todavía un sarcófago donde reposó el cuerpo embalsamado. Textos antiguos, poco dignos de crédito, cuentan que el sarcófago estuvo sostenido por cuatro columnas de pórfido. A su alrededor, según cuenta Agnellus, el cronista de Rávena, había haciendo guardia estatuas metálicas de los doce apóstoles, hecho muy poco creíble porque Teodorico siempre fue arriano y fiel al culto de Odín de sus antepasados. En el mismo mausoleo hay una decoración tallada en un friso alto con el relieve de los espectros que van al Walhalla, aunque ha sido manipulado y dichas figuras aparecen como seguidores de la Cruz. La misma decoración se encuentra trazada en filigrana en la armazón de oro que sostenía la coraza de cuero del rey ostrogodo.

Ya sin esta sombra del caudillo ostrogodo en Italia, los bizantinos decidieron acabar de una vez por todas con los vándalos que ocupaban el norte de África. Sería el principio de la reconquista de Occidente, porque después seguiría la de Italia y, por fin, la de Hispania y la Galia. Los bárbaros solo habrían sido un paréntesis en la milenaria historia de Roma. Así debían de pensar algunos miembros del Senado de Constantinopla y varios altos consejeros. La cuestión se debatió ampliamente en presencia del emperador Justiniano y de su esposa Teodora. El recuerdo del fracaso estrepitoso de la expedición de Basilisco y la pérdida enorme que ocasionó el desastre, hacían terriblemente impopular toda iniciativa encaminada a expulsar a los vándalos de África. El prefecto del Pretorio fue el portavoz de esta oposición nacida del descontento: «El África, oh Augusto, dista ciento cuarenta días de Constantinopla. Para llegar a ella hay que cruzar grandes extensiones de mar, y si la empresa fracasa, tardaremos más de un año en saberlo. Además, aunque conquistemos el África, no podremos mantenernos en ella sin la Sicilia y la Italia, que se hallan en poder de los ostrogodos…». Pero los católicos no cesaron de insistir al emperador, incluso asegurándole que Dios les animaba en sueños. El hecho es que una armada de quinientos buques, algunos de setecientas toneladas, partió del Bósforo el 21 de junio del año 533. Mandaba la expedición el afamado general Belisario, llevando éste como secretario y notario al historiador Procopio. Hasta para dar carácter novelesco a la expedición, acompañaba a Belisario su esposa Antonina, de más edad que él, la cual pretendía ayudarle con sus consejos en materia de estrategia, y le amargaba la existencia con sus continuas infidelidades. Por lo visto, en su juventud Antonina había ejercido la prostitución.

La expedición, detenida por vientos desfavorables, tardó dos meses en llegar a Sicilia. Allí fue bien recibida por los ostrogodos; Amalasunta, hija del difunto Teodorico, comprendió que, en este caso, su interés estribaba en olvidarse de la peliaguda cuestión religiosa y ponerse del lado de los bizantinos; éstos sorprendieron a los vándalos desprevenidos, desembarcaron sin encontrar resistencia y la batalla se libró trece días después, delante de Cartago. La refriega terminó con la desbandada de los vándalos. Aquella misma noche Belisario tomó posesión del palacio de Gelimero y devolvía su basílica a los católicos. Gelimero era nieto del abominado Genserico y había usurpado el trono a su primo Hilderico. Los vándalos presentaron otra vez batalla, ahora en Numidia, y fueron nuevamente derrotados. Gelimero se refugió en las montañas del Atlas. Desde allí pidió a sus perseguidores tres cosas, que dan idea del temple del jefe de los vándalos: pan blanco, una esponja para lavarse los ojos enfermos y una lira para cantar las rapsodias que había compuesto de sus desventuras. Por fin, Gelimero fue capturado. Los cautivos vándalos fueron llevados a Constantinopla, el Senado bizantino concedió a Belisario el título de «Vandálico».


Belisario fue el mejor general del Imperio Romano de Oriente en el siglo VI