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domingo, 2 de enero de 2011

La quinta bomba de Palomares

El accidente de Palomares tuvo lugar en esa localidad almeriense el 17 de enero de 1966 cuando la Fuerza Aérea de los Estados Unidos perdió un bombardero estratégico B-52 y un KC-135 de reaprovisionamiento en vuelo cargado con 110.000 litros de combustible. Ambos aparatos colisionaron a 30.000 pies sobre la costa del Mediterráneo mientras realizaban esa operación de repostaje en vuelo en el transcurso de unas maniobras militares.
Un error hizo que el bombardero volara demasiado bajo, lo que provocó que chocara con la otra aeronave. El accidente se produjo cuando estos aviones regresaban a su base en Carolina del Norte desde Turquía. Los dos aviones se desintegraron en el aire y cayeron envueltos en llamas. Los restos del fuselaje se esparcieron por tierra y por mar. Siete de los tripulantes resultaron muertos y cuatro lograron saltar en paracaídas.
El B-52 transportaba al menos cuatro –puede que cinco–, bombas termonucleares B28 de 1,5 megatones. Dos de ellas quedaron intactas, una en tierra y otra en el mar. Las dos bombas restantes cayeron cerca del pueblo y explotó el detonante convencional que portaban para conseguir la primera reacción nuclear. Estas explosiones esparcieron unos 20 kilogramos de plutonio altamente radiactivo por los alrededores. Los tripulantes que lograron salvar la vida fueron rescatados sin problemas y se mostraron sorprendidos de que las bombas no hubiesen estallado. En realidad, la explosión nuclear no se produjo gracias a un sofisticado sistema de seguridad.
Los artefactos caídos en tierra fueron recuperados y desactivados, pero la bomba perdida en el mar podía seguir intacta y ser recuperada por la Unión Soviética u otro país hostil; por lo que la Armada de los Estados Unidos desplegó un gran dispositivo con varios barcos, buceadores y sumergibles.
Finalmente, tras 80 días de búsqueda, la bomba fue localizada por el minisubmarino “Alvin” a 869 metros de profundidad y a 5 millas de la costa almeriense con la ayuda de un pescador local, llamado Francisco Simó Orts, vecino de Águilas que observó el accidente y guió a los militares norteamericanos hasta el lugar donde cayó la bomba.
El rescate efectivo de la bomba sumergida se realizó gracias a un ingenio denominado CURV utilizado habitualmente para recuperar torpedos del fondo marino. Para la recuperación de las armas y la retirada de los restos del fuselaje esparcidos por la zona, miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos se presentaron en las cercanías del pueblo equipados con trajes NBQ. Durante varios días permanecieron en el área afectada por el accidente retirando 1.400 toneladas de tierra de cultivo y tomateras contaminadas que fueron transportadas a Savannah River, un centro de procesamiento de material radiactivo en el estado de Carolina del Sur. El emplazamiento fue construido durante los años 1950 para refinar material nuclear para su empleo con fines militares. Se calcula que el 15% del plutonio que contenían las bombas, unos 3 kg, se volatizó y fue irrecuperable, por lo que permaneció esparcido en las inmediaciones del término municipal de Palomares, que aún ostenta el funesto honor de ser una de las áreas con mayor contaminación por radiactividad de Europa.
El Gobierno español de entonces no suministró protección de ninguna clase a los guardias civiles que participaron en la limpieza de la zona contaminada, protección que sí llevaba el personal estadounidense. El Plutonio-239, que es el utilizado en las armas nucleares, emite radiación “Alfa” y tiene una vida media de 24.100 años.
No se realizaron estudios epidemiológicos sobre las enfermedades asociadas a la radiactividad y a la toxicidad química del plutonio, ni a nivel local ni entre los guardias civiles que participaron en la limpieza. La Dictadura, cediendo a la presión del Gobierno estadounidense, mantuvo en secreto los informes de monitorización médica de los afectados. Exactamente lo mismo que sucedió en 1981 con los afectados por la supuesta intoxicación por ingestión de aceite de colza desnaturalizado que, según algunas hipótesis que se barajaron entonces, tenía más que ver con la ingestión de una partida de tomates contaminados procedentes de Roquetas de Mar, que con el aceite vegetal. Entre 1966 y 1981 (quince años) hubo tiempo más que suficiente para que la contaminación radiactiva se extendiese desde Palomares a Roquetas de Mar, municipios separados por unos 120 kilómetros.
El primer Gobierno socialista desclasificó en 1983 una pequeña parte de los documentos referidos al incidente de Palomares, durante su primer año en el poder pero, posteriormente, en vísperas del ingreso de España en la OTAN en 1986, y tras la renuncia definitiva del Gobierno español a desarrollar cualquier tipo de programa nuclear, ya fuese éste civil o militar, los escasos documentos que todavía se conservaban, desaparecieron o no fueron desclasificados. O bien fueron destruidos.
Ni la dictadura, ni los gobiernos democráticos habidos desde 1978, hicieron nada para esclarecer los hechos del gravísimo accidente nuclear de Palomares, a pesar de que, aproximadamente, el 29% de la población presentaba trazas de plutonio radiactivo en su organismo. Recientes mediciones relativas a la presencia de plutonio radiactivo en el plancton del litoral mediterráneo almeriense, han hecho pensar a muchos científicos que hubo una quinta bomba, nunca recuperada y cuya existencia fue deliberadamente ocultada por Estados Unidos a los sucesivos gobiernos españoles, desde 1966 hasta nuestros días.
Un accidente similar al de Palomares ocurrió el 21 de enero de 1968 en la Base Aérea de Thule, en Groenlandia. Un accidente en pista provocó el incendio y posterior explosión de un aparato B-52, que llevaba 4 bombas B28 como las de Palomares. Pero aquí sí se hizo un estudio epidemiológico que determinó que la tasa de cáncer entre los trabajadores que participaron en la limpieza era un 50% superior al del resto de la población. Hubo también informes de esterilidad y otros trastornos asociados a la radiactividad.
El de Palomares fue el accidente “broken arrow” (pérdida total de armas nucleares) más grave de la historia, al menos conocido. Entre este gravísimo accidente que podría haber provocado un holocausto nuclear peor que los de Hiroshima y Nagasaki, y las extrañas muertes por envenenamiento de miles de personas, atribuidas al aceite de colza desnaturalizado, existe un siniestro denominador común: el Ejército de los Estados Unidos y sus actividades ilícitas en España, mantenidas en el más profundo secretismo desde la época de la dictadura, hasta nuestro días.
En la recuperación de las bombas de Palomares, destaca un hecho absolutamente inédito: “También había militares españoles interesados en tomar muestras (donde cayeron las bombas) para resolver algunas de sus dudas”.
El más interesado en llegar antes que los norteamericanos al lugar de los hechos era Guillermo Velarde Pinacho, general del Ejército del Aire, ingeniero aeronáutico y catedrático de Fisiología Nuclear.
Tan pronto como se supo que habían colisionado dos aviones norteamericanos en pleno vuelo, uno de los cuales llevaba a bordo cuatro bombas de hidrógeno, el profesor Velarde voló inmediatamente a la base aérea de San Javier, en Murcia, la más cercana a Almería. Velarde, que más tarde sería presidente del Instituto de Fusión Nuclear de la Universidad Politécnica de Madrid, admitiría años más tarde que “personalmente recogió algunos de los disparadores explosivos de las bombas nucleares”. Prácticamente, la última pieza que faltaba a los científicos españoles para completar el mecanismo de la bomba.
En 1968, dos años después del accidente de Palomares, la Junta de Energía instala en la Ciudad Universitaria de Madrid el primer reactor rápido español, el Coral-1, con capacidad para trabajar con plutonio en grado militar, con el que se obtienen los primeros gramos en 1969. España ya está más cerca de ingresar en el club de los poderosos, por eso está bajo sospecha, el OIEA no se fía en razón a un argumento incontestable: en 1970 el Gobierno español se niega a suscribir el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.
Aunque confidencial, el informe de 1971 del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) termina por ser filtrado a la prensa ya rodada la democracia. En el informe se subraya que España es autosuficiente y está capacitada para dotarse de cabezas nucleares utilizando sus propias instalaciones.
El triunfalismo del informe tiene mucho que ver con la inauguración, en 1972, de la central nuclear de Vandellós I en Tarragona. Será una central del tipo CGR (grafito-uranio) y refrigerada por gas. El Sáhara occidental será el escenario elegido para detonar la primera bomba atómica española.
A partir de ese momento, las presiones de Washington para que España abandone su programa nuclear de doble uso, civil y militar, son constantes.
En octubre de 1973 estalla la guerra del Yom Kipur y Carrero Blanco, no sólo se opone a que España ingrese en la OTAN, sino a que los norteamericanos utilicen las bases españolas para acudir en apoyo de Israel.
Henry Kissinger llega a Madrid el 18 de diciembre de 1973. La Embajada norteamericana de la calle Serrano está vigilada por veinte agentes de la CIA desde varias semanas antes.
Al día siguiente, 19, Kissinger se entrevista con Carrero Blanco a lo largo de seis horas. ¿Cumbre borrascosa? Nunca lo sabremos. El caso es que Laureano López Rodó reflexiona en voz alta para decir que “Kissinger estuvo un día antes, exactamente 23 horas antes, con el almirante Carrero y residió en la Embajada norteamericana; entonces me parece que los Servicios de Inteligencia de la embajada también podrían haber detectado que algo extraño ocurría en la calle Claudio Coello –donde el Dodge Dart del almirante vuela por los aires–, porque incluso podía afectar al propio Kissinger, que estuvo dos días en España... no menos sorprendente resulta que tampoco hubieran detectado una excavación que se realizaba a menos de cien metros de la Embajada de EEUU”.
El almirante Carrero Blanco estorbaba en el contexto geoestratégico que Estados Unidos había diseñado en Europa. Además, la obstinación de Carrero Blanco en oponerse a que los inspectores del OIEA husmeasen en el potencial nuclear español, y la negativa del presidente del Gobierno a reconocer el estado de Israel y a firmar el TNP son motivos más que suficientes para plantearse la eliminación del almirante. El resto ya es historia de sobras conocida.
Franco fallecía el 20 de noviembre de 1975 y el nuevo jefe del Estado entregaba el Sáhara occidental español a Marruecos dos meses más tarde, después de haber jurado defenderlo.
El general Monzón, por su parte, apunta que “los propios etarras dicen que estuvieron seis meses vigilando la puerta de la iglesia de San Francisco de Borja, donde la parada del autobús de la acera de enfrente, que está prácticamente en la puerta de la embajada norteamericana y no se enteraron, con detectores de todas clases, que se estaba perforando un túnel a ochenta metros de allí”.
El almirante Carrero Blanco se perderá su última misa en San Francisco de Borja. González Mata asegura que el mercenario –a sueldo de la CIA– que introduce por Torrejón las minas de última generación que llegan a manos de ETA, es el mismo que acabó con la vida de lord Mountbatten, asesinado en 1979, en un atentado del Ejército Republicano Irlandés (IRA). Su muerte, junto a la del almirante Carrero Blanco, ha sido relacionada con las actividades clandestinas de la CIA.
En enero de 1971, el telegrama confidencial 700, enviado por la Embajada de EEUU en Madrid a la Secretaría de Estado, dice así: “El mejor resultado que puede darse... es que Carrero desaparezca de escena, y su posible sustitución por el general Díez Alegría o Castañón”.
Demasiadas veces a lo largo de nuestra historia más reciente, han sonado al unísono los nombres de Estados Unidos y ETA. Y en muchas de esas ocasiones, lamentablemente, unidos a violentas acciones terroristas que cambiaron el rumbo de la historia de España; la primera, el 20 de diciembre de 1973, la última, el 11 de marzo de 2004. ¡Demasiadas veces!
Y el denominador común en varias de esas acciones terroristas siempre ha sido un “extraño” explosivo que no se ha logrado identificar.

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