Generalmente se ha descrito el hecho
histórico de las invasiones bárbaras como una avalancha de los pueblos germanos
que, rebasando las fronteras del Rin y del Danubio, invadieron simultáneamente
las provincias occidentales del Imperio. Algo de verdad hay en esto, pero la
irrupción de los germanos en tierras del Imperio no sobrevino de una vez ni
violentamente. Se acostumbra también a decir que las invasiones produjeron un
estado de anarquía y retroceso en la civilización, que esto no empezó a
remediarse hasta el Renacimiento, mil años después, y con la formación de las
modernas Naciones–estado. Esta versión, un tanto exagerada, se funda en textos
casi contemporáneos a la época de las invasiones; pero hay que advertir que son
de autores latinos y eclesiásticos, que veían en los germanos un doble enemigo,
porque la mayoría profesaban la fe arriana y en muchas ocasiones habían sido un
verdadero castigo para la Iglesia católica. En cambio, la causa principal del
desplazamiento de los pueblos teutónicos, que es el movimiento de grandes masas
de tribus mongolas hacia Europa, se ha considerado como un episodio secundario.
Se habla de Atila y de los hunos como de otros bárbaros, acaso los peores, pero
sin distinguirlos mucho de los de raza germánica, casi cristianizados y medio
romanizados. Y, sin embargo, la ocupación por los hunos de la mayor parte de
Europa es uno de los más extraordinarios sucesos de la Historia.
Los hunos eran un pueblo nómada procedente
de las estepas asiáticas que asolaron los territorios del Imperio Romano
durante los siglos IV y V. Pertenecían a la misma etnia que los tártaros y
mongoles que acaudilló Gengis Kan, y aun tal vez que los turcos de Bayaceto y
Solimán; pero mientras los mongoles de Gengis Kan se detuvieron al llegar al
Mediterráneo y los turcos no lograron pasar de Viena, las feroces hordas que
seguían a Atila cruzaron por delante de París, llegaron hasta Orleans, y de
Italia se marcharon sin ser vencidos, acaso porque la tierra clásica, llena de
ciudades y de cultivos, no se prestaba a la vida nómada ni tenía pastos para
sus caballos. La historia de los hunos anterior a su entrada en Europa la
conocemos sobre todo por los escritos chinos, que hablan de pueblos norteños
que tenían que pagar tributos a los hunos para mantenerlos más allá de sus
fronteras. Cuando, con la construcción de la Gran Muralla y el establecimiento
de una dinastía en China capaz de hacerse respetar, no pudieron continuar sus
incursiones de rapiña en el sur, los hunos se dirigieron poco a poco hacia el
Oxus; un largo río de Asia Central, antiguamente llamado Pamir y Oxus, por los
griegos. Nace en la cordillera del Pamir, y sirve de frontera natural entre
Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán y desemboca en el mar de
Aral, aunque en la época de los hunos desembocaba en el mar Caspio. Por algún
tiempo parecieron amenazar a los partos y querer instalarse en las fértiles llanuras
de Asia; pero, siguiendo acaso la línea de mínima resistencia, al final del
siglo III los hallamos ya entre los ríos Volga y Dniéper.
Los primeros que sufrieron en Europa el
choque de los hunos fueron los alanos en sus territorios originarios en el Cáucaso
septentrional. Este pueblo de origen iranio relacionado con los sármatas,
invadiría en el siglo V la península Ibérica. Por entonces, siglo III, los
alanos vivían en las tierras que los griegos llamaron Escitia, al norte del mar
Negro. Los alanos eran pastores nómadas muy belicosos que habitaban en tiendas;
aunque se habían mezclado con sus vecinos turanios, eran originalmente arios
—indoeuropeos— como los germanos. Grupos numerosos de alanos se agregaron a las
hordas de los mongoles que llegaban de Asia central; otros de ellos, acaso los
más civilizados, o germanizados, se acercaron a sus vecinos teutónicos, sin
emparentarse con ellos, pero acompañándoles en sus correrías.
Los hunos avanzaban en hordas disgregadas,
llevando gran impedimenta de carros, mujeres y rebaños, y obedeciendo solo, en
sus expediciones militares, a un jefe o caudillo. Cuando la presión de las
nuevas tribus recién llegadas se hizo irresistible, las avanzadillas de los
hunos empezaron a hostigar a los más orientales de los pueblos germánicos,
instalados en las llanuras del norte del Danubio; éstos eran los godos,
divididos desde hacía mucho tiempo en tres grandes grupos: visigodos,
ostrogodos y vándalos. Los hérulos —cuyo rey Odoacro depuso al último emperador
de Occidente—, pertenecían al grupo de los vándalos. Y aún podría unirse un
quinto grupo: el de los gépidos, una antigua nación germánica que se unió a los
hunos bajo Atila, y que, vencida después por los ostrogodos, se fusionó con
ellos. Los ostrogodos trataron de frenar a los hunos, pero la avalancha de
asiáticos fue tan grande, que la tarea resultó imposible. Algunas tribus de
ostrogodos aceptaron pagar tributo a los hunos, y algunos de sus jefes se
convirtieron en consejeros y mercenarios al servicio de los hunos. Los gépidos,
que estaban más al norte y habían tenido menos contacto con el Imperio, pactó
también una alianza con los hunos y los acompañaron en sus campañas
posteriores. Pero al llegar los hunos a las tierras de los visigodos, y al ver
éstos que la resistencia era imposible, en vez de aceptar pagarles tributo a
los invasores, como sus parientes los gépidos y los ostrogodos, prefirieron
cruzar el Danubio y se pusieron al servicio del Imperio a cambio de protección.
Así pues, Valente, que era entonces emperador, aceptó la oferta que le hicieron
los visigodos y les permitió establecerse en una región inculta de Tracia y
vivir allí como aliados y súbditos del Imperio; pero les impuso dos condiciones
que no podían ser más onerosas: la primera, que los guerreros tenían que hacer
entrega de sus armas, y solo así desarmados cruzarían la frontera, y la
segunda, que debían entregar a sus hijos para que fuesen repartidos por las
ciudades de Asia y aprendiesen allí la lengua y las costumbres grecorromanas,
incluida la nueva religión: el cristianismo. La primera condición exasperó a
los visigodos, quienes, sin embargo, por el soborno y el contrabando lograron
conservar muchas de sus armas, y el cumplimiento de la segunda condición les
dejó todavía más libertad de movimientos para poder atacar al Imperio si no se
les indemnizaba, con tierras y subsidios, por la pérdida de sus familias.
El número de visigodos que cruzaron el
Danubio está fijado en un millón de personas, de las cuales doscientos mil eran
guerreros. Los funcionarios de Constantinopla se encontraron de repente con el
problema de realojar y abastecer a los recién llegados en los territorios
asignados. La explotación indigna a que fueron sometidos los visigodos les
llevó a rebelarse. Las primeras escaramuzas fueron favorables a los germanos;
esto alarmó al emperador Valente, quien trató de aniquilarlos en una batalla
campal delante de Adrianópolis. El combate tuvo lugar el 9 de agosto del año
378 y en ella murió Valente, con varios condes palatinos, treinta y cinco
tribunos y cuarenta mil soldados. El desastre de Adrianópolis se ha comparado
al de Cannas, tanto por la magnitud de la catástrofe como porque no supo
aprovecharse de ella el vencedor.
Los visigodos llegaron a Constantinopla;
pero, completamente desorientados en los suburbios de la capital, regresaron a
Tracia, país más favorable al género de vida nómada al que estaban
acostumbrados. Los visigodos permanecieron tranquilos en Tracia hasta la muerte
del emperador Teodosio, el año 395. Durante este tiempo, aproximadamente una
generación, aprendieron muchas de las ventajas que comportaba la vida
sedentaria; pero, por otro lado, los caudillos godos se dieron cuenta de la
descomposición del Imperio y de su debilidad militar.
Ese mismo año 395, los visigodos liderados
por Alarico —que se había educado en Roma—, abandonaron las áridas e
inclementes llanuras de Tracia y con la promesa de hacerse con tierras ricas en
viñedos y olivares, los visigodos emprendieron el itinerario que habría de
llevarles a Grecia. Llegaron a las inmediaciones de Atenas y admiraron la
ciudad sin llegar a saquearla, luego pasaron el istmo de Corinto para hacerse
fuertes en el Peloponeso. Allí trató de acorralarles un magnífico general de
origen vándalo, antiguo favorito de Teodosio y ahora tutor de sus hijos llamado
Estilicón; sin embargo, los visigodos pudieron escapar de aquel callejón sin
salida que era el sur de Grecia. Un nuevo arreglo con Arcadio, el hijo mayor de
Teodosio, que gobernaba entonces las prefecturas de Oriente, cedió a los
visigodos nuevas tierras en el Epiro, en la región que hoy conocemos como
Dalmacia, con acceso al mar Adriático. En esa época Dalmacia era una magnífica
posición estratégica. Al servicio del Imperio de Oriente, desde allí podían los
visigodos acudir al sitio de mayor peligro; pero podían también atacar a sus
aliados si éstos les traicionaban. Y así fue; los godos permanecieron
pacíficamente instalados en el Epiro entre los años 397–401. El Epiro era una
región agrícola muy fértil y con ubérrimos viñedos, rica en trigo y otros
cereales, y donde se cultivaban, además, toda clase de verduras, frutas y
abundantes olivos. Pero en 401 Alarico decidió iniciar una nueva campaña
militar e invadir la península Itálica.
La campaña fue larga y estuvo llena de
desagradables sorpresas. Alarico, no obstante, se reveló como un caudillo
consumado y un magnífico estratega; a pesar de ello, los romanos lograron
sorprenderle en un lugar del Piamonte llamado Pollentia. Como consecuencia
inmediata de esta derrota, los visigodos tuvieron que retroceder a sus tierras
en Grecia, y Estilicón y Honorio celebraron su triunfo en 404 con toda la
magnificencia de los antiguos tiempos de la República, como lo hubiesen hecho
Cneo Pompeyo Magno o el mismísimo Cayo Julio César. Este triunfo —uno de los
últimos que celebrarían los romanos— tuvo consecuencias funestas; presagio
inequívoco de que el fin del Imperio no estaba lejos en el tiempo.
En Roma se celebraron juegos y combates de
gladiadores, como en la Antigüedad, para agradecer la victoria a los dioses.
Los cristianos protestaron airadamente, y un monje fanático llamado Telémaco,
murió apedreado por la turba cuando trataba de separar a los contendientes en
la arena. La muerte de este rufián acabó de decidir a Honorio, emperador de
Occidente, y publicó un edicto en el que prohibía a perpetuidad los juegos
circenses a la antigua usanza y las luchas de gladiadores. En mundo clásico
agonizaba bajo la presión del cristianismo, no de los bárbaros.
Por otra parte, Honorio no tardó en sentir
celos de la popularidad que la victoria sobre los godos había proporcionado a
Estilicón. Entre tanto, los hunos y sus aliados habían avanzado hasta el mar
Báltico. Su presión sobre los pueblos germánicos del Imperio se hizo cada vez
más fuerte; ante su avance arrollador, algunas tribus germánicas cedían, y
mediante el pago de un tributo sellaban su vasallaje, a cambio del cual podían
seguir en sus tierras. Otros pueblos germanos combatieron a los asiáticos
ferozmente en la orilla derecha del Rin. Finalmente, el último día del año 406,
incapaces de resistir por más tiempo el empuje de los hunos, grandes grupos de
pueblos germánicos atravesaron el río que durante siglos había sido la frontera
natural del Imperio Romano con Germania Superior. Sin embargo, no se trataba de
una invasión organizada con el objetivo de conquistar provincias, sino de
cantidades ingentes de refugiados que huían del avance de los hunos.
Cómo pudieron estos grupos de individuos
desarmados atravesar la frontera o limes del Imperio, es aún
motivo de controversia. Muy probablemente, la guerra con los visigodos en
Oriente obligó a desguarnecer las principales fortalezas del Rin: Maguncia,
Colonia y Tréveris. El vado se realizó por tantos puntos a la vez, que las
guarniciones romanas prefirieron permanecer en sus cuarteles de invierno antes
que salir a campo abierto y exponerse a una derrota segura.
La multitud, sin la dirección de un jefe
único, pasó por delante de las ciudades romanas y destruyó algunas propiedades
para conseguir sustento. Pero no se trató de la destrucción despiadada que los
autores latinos posteriores pretendieron hacernos creer. Podría hablarse de
daños colaterales, por utilizar una expresión de nuestros días. Estos guerreros
germánicos, a los que acompañaban sus esposas e hijos, avanzaron a través de la
Galia, sin atacar ni ser atacados, hasta que hallaron territorios en los que
establecerse. Los francos llegaron al ángulo nordeste de las actuales Francia y
Bélgica. Otros, los burgundios, se internaron en los repliegues montañosos que
separan Francia de Suiza (Helvecia) y desde allí hicieron más tarde famoso su
nombre. Otros, los más fuertes, cruzaron los Pirineos y siguieron su camino
hacia el sur de la península Ibérica siguiendo la costa mediterránea. Tal fue
el caso de los formidables guerreros vándalos, que llegaron hasta la Bética
(Andalucía), la provincia más rica y poblada de Hispania. Los suevos, otro
pueblo germánico, penetraron en la península Ibérica en 409 y se instalaron en
Galicia fundando un Reino del que Isidoro de Sevilla deja constancia en sus
obras «Regnum
Sueborum» e «Historia Sueborum». El último rey suevo, Andeca, fue derrotado
por el rey visigodo Leovigildo en el año 585.
Las provincias occidentales experimentaron
escasos daños como consecuencia de las invasiones. Los bárbaros se consideraban
más huéspedes que enemigos de Roma. Cabe suponer que si el Imperio hubiese
estado en su apogeo, como en tiempos de Marco Aurelio —segunda mitad del siglo
II—, estos pueblos germánicos hubiesen sido absorbidos y romanizados gradualmente.
En cambio, llegaron en el peor momento; cuando el Imperio atravesaba una crisis
económica y social de la que ya no se recuperaría. Esto hizo que los recién
llegados cayesen en manos de patricios y terratenientes sin escrúpulos, o de
funcionarios corruptos que se valieron de los bárbaros a menudo para imponer un
candidato a la púrpura, o para atacar a los que eran sus enemigos en la vida
pública, o sus competidores en los negocios.
En el 410 los visigodos entraron en Roma y
la saquearon. El asombro que esto produjo en los demás pueblos bárbaros fue
enorme. Roma, l ciudad inconquistable desde hacía siglos, había sido tomada por
un germano llamado Alarico, y ahora mandaba en ella a su antojo. Otros
bárbaros, establecidos en las inmediaciones de ciudades romanas amuralladas,
podían hacer lo mismo sin temer la reacción del Ejército imperial. La
superstición de la invencibilidad romana se iba desvaneciendo. Solo una idea se
mantenía: la idea del Imperio. El concepto de las nacionalidades no se había
forjado aún; hasta ese momento, bárbaros y romanos se habían sentido sujetos al
Imperio por igual. El Imperio Romano se había cristianizado y dividido a la
muerte de Teodosio (395). Arcadio gobernaba en Constantinopla y Honorio en
Occidente. Además, la corte imperial ya no se encontraba en Roma, sino
repartida entre Rávena y Milán.
En el año 408, el emperador Honorio,
convencido de la veracidad del rumor que acusaba al vándalo Estilicón de querer
entronizar a su hijo, consentía en Rávena el asesinato de su mejor general. La
desaparición del viejo militar no solo significaba para los visigodos que ya no
había en Occidente nadie capaz de detenerles, sino que los pagos que venían
haciéndoles los romanos a cambio de su inacción, podían hacerse más irregulares
o extinguirse definitivamente. Esta consideración le bastó a Alarico para que
convenciese a los suyos de que debían lanzarse sobre Italia y convertirla en su
propia provincia. Con un contingente de 70.000 hombres —recordemos que eran
doscientos mil individuos al cruzar el Danubio—, los visigodos saquearon a
conciencia las ciudades italianas de Aquilea y Cremona, pasaron sin detenerse
frente a la ciudad de Rávena, defendida por sus pantanos y canales, cruzaron
los Apeninos y se presentaron a las puertas de Roma. Después de un primer
asedio que los germanos levantaron tras el pago de un rescate, en el 410 entraron
en la ciudad.
Lo primero que hizo Alarico al entrar en
Roma fue exigir al Senado que nombrara otro emperador que sustituyese a
Honorio, refugiado en Rávena. Desafortunadamente para los romanos, la elección
recayó en un patricio llamado Atalo, más aficionado a la música y al teatro que
a la política. No obstante, los visigodos guardaron fidelidad a Honorio durante
algún tiempo, y las negociaciones entre el emperador y Alarico prosiguieron con
resultado incierto. En 412, los visigodos iniciaron una campaña en el sur de
Italia en el transcurso de la cual murió Alarico. Le sucedió Ataúlfo, con el
que estaba emparentado. Los visigodos se trasladaron a Provenza y reanudaron
las negociaciones con Rávena. Para asegurar la paz con los romanos, los
visigodos conservaron como rehenes a Atalo y a la hermana de Honorio, la
hermosa Gala Placidia, la presa más valiosa tras el saqueo de Roma.
Para sellar la paz, Ataúlfo se casó en
Narbona con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio. La boda se celebró a la
manera romana y parece ser que los cónyuges estaban realmente enamorados. Ataúlfo,
aunque de baja estatura, era un hombre apuesto e inteligente, y tenía cierta
espiritualidad natural que daba gracia a sus palabras. Era también un gran
guerrero, como lo demostró al dar cumplimiento al encargo que le diera Honorio
de expulsar de Hispania a los suevos y vándalos, que habían invadido la
Península pocos años antes.
Desgraciadamente, los visigodos eran
arrianos, y esto les perjudicaba a ojos del influyente clero católico. Por otra
parte, estaban perfectamente capacitados militarmente para defender al Imperio,
y eran el más romanizado de todos los pueblos germánicos ya que llevaban más de
treinta años vagando por tierras del Imperio y muchos ya habían nacido en suelo
romano. Además, los visigodos se mostraron tolerantes con los católicos,
situación que no fue de reciprocidad. La incipiente Iglesia romana no estaba
interesada en otra cosa que no fuese la aceptación de la fe ortodoxa instaurada
en Nicea, y poco le importaba la salvación del Imperio.
Ataúlfo no logró derrotar a los vándalos de
forma concluyente, pero consiguió que se mantuviesen en la Bética sin amenazar
otras provincias hispanas. Ataúlfo fijo su cuartel general en Barcelona, donde
nació su hijo Teodosio, que podría haber sido un gran rey godorromano de no
haber muerto a los pocos meses. También en Barcelona hallaría la muerte el
propio Ataúlfo asesinado por uno de sus capitanes. Gala Placidia enterró a su
esposo en un gran sepulcro en forma de templo romano. Ataúlfo está considerado
como el primer monarca hispánico.
Muerto Ataúlfo y acabada su misión en la
península Ibérica, los visigodos pactaron por última vez con el Imperio Romano
bajo estas condiciones: permitieron que Gala Placidia viajase a Rávena para
reunirse con su hermano, a cambio se les concedieron tierras en Aquitania,
desde el río Loira hasta los Pirineos, y se confirmó su carácter de «federati» o aliados de Roma. De hecho, la corte de los visigodos en Tolosa
(Toulouse) era la capital de un reino independiente; precursor de los reinos
germánicos que aparecerían en toda Europa tras la desaparición del Imperio de
Occidente. En Carcasona construyeron su primera plaza fuerte; una fortaleza
casi inexpugnable. Curiosamente, los visigodos fueron leales en todo momento al
emperador, y aun se vanagloriaban de ser únicamente los ejecutores de sus
órdenes. Tal era el prestigio que Roma conservaba todavía a ojos de los germanos,
y es de suponer que de no haberse producido la deposición del último emperador
de Occidente del modo que se produjo, los germanos hubieran acabado por
insuflar nuevos aires al Imperio sin romper los viejos moldes; pero el empuje
incesante de los hunos, por un lado, y el cristianismo por otro, desbarataron
definitivamente lo que aún quedaba en pie del mundo grecorromano y helenístico.
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