Al desaparecer Claudio, su
hijastro Nerón quedaba como heredero designado; poseía el imperium proconsular
y formaba parte de los grandes colegios religiosos. El Senado, por odio hacia
la administración de los libertos, no veía con malos ojos el cambio de
gobernante. El único peligro posible podía haber venido de parte de los
pretorianos, pero se habían tomado precauciones por ese lado, y Afranio Burro,
prefecto del Pretorio –y hombre de confianza de Agripina–, había preparado el
terreno. Llegado el momento, Burro hizo que los soldados prestasen juramento al
nuevo emperador, y Nerón fue reconocido en todas partes sin grandes
dificultades. Fue un cambio completo de personal y de política; los libertos
desaparecieron del poder y, bajo la influencia de Séneca y de Burro, los dos
hombres fuertes del nuevo régimen, la política de colaboración con el Senado
–la de Augusto y la de Tiberio en sus mejores años–, volvió a ponerse en
práctica. En un discurso que Séneca había compuesto, y que él mismo leyó ante
el Senado a su advenimiento, Nerón expuso su programa, en el cual ocupaba un
lugar preferente el respeto a los privilegios del Senado y de Italia. Los actos
siguieron a las palabras. El nuevo gobierno parecía sólido, y durante los cinco
primeros años se esforzó en cumplir sus compromisos. Pero la ejecución de este
programa siempre contó con dos grandes obstáculos: las pretensiones de
Agripina, primero, y luego, la personalidad del emperador.
Los años de moderación se
debieron en gran parte a la influencia que en Nerón ejercían su tutor personal,
el filósofo español Séneca, y el prefecto del Pretorio, Sexto Afranio Burro, de
origen galo. Entre sus medidas estuvo intentar frenar la corrupción que se
había instalado en el Senado. Sin embargo, Nerón pronto quiso tomar las riendas del
poder y fue arrebatando a su madre la influencia política que poseía. Agripina, al proyectar a Nerón
al principado, había trabajado tanto para ella como para su hijo; daba por
descontado, si no controlar el gobierno, sí, al menos, ejercer una influencia
importante. Quiso tomar parte en los Consejos de Estado, asistir a las sesiones
del Senado y a la recepción de los embajadores extranjeros. Su efigie apareció
en las monedas junto a la del emperador. Desarrolló, en fin, su política
personal a la sombra de su hijo. Aprovechó su posición para dar rienda suelta a
su sed de venganza; así, obligó a Narciso a suicidarse, pues siempre había
obstaculizado su camino y, en el momento decisivo, estuvo a punto de hacer
fracasar sus planes. Contra las pretensiones de
Agripina, Séneca y Burro, los hombres fuertes, se apoyaron en el emperador;
pero pronto hallaron por este lado un obstáculo insoslayable, y no menos grave
que el primero: la propia personalidad de Nerón, que en el momento de su
entronización era todavía un adolescente y, como tal, había sido maleable en
manos de sus consejeros. Ahora el muchacho había crecido dejando al descubierto
los vicios y las perversiones de su retorcida naturaleza.
Perezoso y frívolo, no se interesaba
por los asuntos públicos; se reunía con jóvenes libertinos y, favorecido por el
orgullo de la omnipotencia, se mostraba cada vez más autoritario y malvado. Así las cosas, no tardaron en agriarse las relaciones
con su madre, ebria de poder, mientras en él crecían las ansias de
desembarazarse de su agobiante tutela, para dar rienda suelta a sus
inclinaciones. En su megalomanía, había algo que le torturaba: Británico, a
pesar de haber sido suplantado en el imperium, seguía viviendo, y podía cualquier
día convertirse en un peligro para él. Llegó hasta a imaginar una inteligencia
entre Agripina y Británico para arrebatarle el principado. Nerón se decidió a
quitarle a su madre este recurso que podía utilizar contra él. Ciertamente, Agripina conspiró
contra Nerón, intentando derribar a su hijo y reemplazarlo por Británico. Sin
embargo, Nerón, adelantándose a su madre, mandó envenenar a Británico en un
banquete que le ofreció para celebrar su 14º cumpleaños, acabando con el único
sucesor legítimo. La muerte de Británico (55)
supuso un duro golpe para Agripina; Nerón consideró esto sólo un primer paso.
Otro vínculo le ataba al pasado: su matrimonio con Octavia, hija de Claudio. No
iba a tardar en llegarle su turno. Por el momento, se conformó con un sonado
romance con una de sus libertas, Actea. Cuando se aburrió de ella en el 58,
inició otro flirteo con la célebre Popea Sabina, esposa del general Marco Salvio
Otón, crápula y compañero de correrías, e hizo de ella su amante. Pero Popea
tenía más altas miras, quería ser emperatriz, y para ello precisaba que
Octavia desapareciese. La tarea no era fácil, sobre todo por ser Octavia una
mujer de costumbres intachables, por lo que no podía ser objeto de reproche
alguno, y, además, el pueblo y los soldados la querían. Agripina se puso de su
parte. También lo hicieron Séneca y Burro, alarmados, viendo los derroteros que
estaban tomando los caprichos del emperador. Los acontecimientos se
precipitaron: Nerón expulsó a Agripina de la residencia del Palatino, y redujo el
papel de Burro y Séneca al de meros observadores. En el 59, queriendo librarse
de su madre, la mandó asesinar, consiguiéndolo al tercer intento. Con ello,
comenzó a bajar su popularidad.
En medio de estas intrigas
palaciegas y de estos crímenes, la situación de los dos hombres fuertes se
hacía por momentos más delicada. Prodigaban los buenos consejos, pero sin
obtener ningún resultado positivo y, entregado ya Nerón a sus más bajos
instintos, Burro y Séneca fueron perdiendo progresivamente influencia sobre él.
Los asesinatos de Británico y Agripina habían sido perpetrados a espaldas de
ellos; tuvieron que resignarse ante el hecho consumado, con esperanzas de
limitar el mal, y este deseo, loable en sí, les llevó a complacencias aún más lamentables.
El asesinato de Agripina fue el último golpe asestado; el último recurso del
que disponían contra Nerón se les iba para siempre. Se mantuvieron todavía algunos
años, pero su protagonismo había terminado. Burro murió en 62, probablemente
envenenado por órdenes del emperador, y Séneca fue acusado de corrupción, de
manera que se retiró de la vida pública para no regresar jamás. Después de
esto, el mismo año, Nerón nombró a Cayo Tigelino prefecto del Pretorio.
Nerón nombró a dos prefectos
del Pretorio. Tigelino fue uno de ellos. Intrigante y capaz de todas las
infamias, se iba a convertir durante los seis años últimos de su principado
en el genio maléfico de Nerón; el otro, Fenio Rufo, elegido para satisfacer a
la opinión pública, era un hombre honrado pero completamente irrelevante. Libre
de su madre y de sus consejeros de los primeros años, apoyándose en los
pretorianos bajo el mando de Tigelino, a Nerón solo le quedaba un último
obstáculo para dar satisfacción a sus caprichos: Octavia. La hizo acusar de
adulterio, la repudió y se casó con Popea. Un movimiento popular le obligó a
llamarla de nuevo a su lado. No fue por mucho tiempo; poco después la
desterraba a la isla de Pandataria y ordenaba su asesinato (62). Enardecido por el éxito, Nerón
no tuvo ya freno alguno. Palas también fue ejecutado y sus inmensas riquezas
sirvieron para aliviar la bancarrota del Tesoro. Comienza así la funesta epopeya
neroniana, que por espacio de seis años va a ofrecer al mundo el horror de
sus asesinatos y el escándalo de sus locuras. Se ve a Nerón cantar en los
escenarios y conducir cuadrigas en el hipódromo, en medio de las aclamaciones
que le prodiga una nube de aduladores, mientras que el Imperio, desamparado, en
pleno abandono, parece hundirse en el abismo y está seriamente amenazado en
Oriente. Se acerca la gran crisis del
principado, quizá la más grave desde la época de Augusto. En el 64, se produce
el gran incendio de Roma. Dura nueve días y arrasa nueve de los catorce distritos
de la ciudad. La mayoría de los historiadores modernos coinciden en afirmar que
la catástrofe tuvo un origen accidental, pero el rumor público no tardó en
acusar a Nerón de haber provocado el incendio para poder reconstruir la ciudad
de acuerdo con un nuevo y ambicioso plan urbanístico. Hubo testigos –tal vez sobornados por
los detractores del emperador– que aseguraron haber visto a los guardias pretorianos
prendiendo fuego en distintos puntos de la ciudad. Nerón, tratando librarse de las
sospechas y de la inquina popular, achacó la autoría del colosal incendio a los cristianos, una nueva secta que ya constituía una comunidad importante en
Roma; libertos y esclavos en su mayoría.
Entretanto, en Jerusalén
estaba a punto de estallar una revuelta generalizada contra la ocupación romana
orquestada por los fanáticos zelotes y otros grupos fundamentalistas judíos. Nerón proscribió a los
judeocristianos y decretó una persecución contra ellos. Muchos hallaron la
muerte en el circo devorados por las fieras, ajusticiados «ad gladium», o
crucificados y quemados vivos. También fue ejecutado uno de los principales
jefes facciosos, un iracundo santón que se hacía llamar Saúl de Tarso y
alardeaba de ser ciudadano romano. Apenas se había calmado la
alarma social desencadenada por la catástrofe, las sospechas recayeron sobre
Nerón y fueron confirmadas cuando éste comenzó una serie de remodelaciones en
el Palatino, tras el incendio, con un coste de más de 100 millones de sestercios.
En el 65 fue descubierta una conjura del senador Cayo Calpurnio Pisón para derrocarlo
a causa del mal gobierno y su despotismo criminal. Entre los conjurados
estaban, además de Pisón, el cónsul Plaucio Laterano y el poeta Lucano. Tras
ser ejecutados muchos patricios, Séneca admitió que estaba al corriente de la
conjura, aunque no participó en ella. Nerón le invitó a suicidarse y éste así
lo hizo abriéndose las venas en el baño (65). La conjura de Pisón es el
acontecimiento definitivo que prepara la caída de Nerón, que se entrega a
la depravación aconsejado por individuos como Tigelino.
En esa época muere Popea, después de recibir una patada de Nerón en el vientre estando embarazada. Lejos
de mostrar el menor arrepentimiento o aflicción por la pérdida de su esposa,
Nerón mantiene impúdicas relaciones sexuales con prostitutas y sodomitas que
no se molesta en mantener en privado. Nerón se hace odioso a patricios y
plebeyos por sus excesos sexuales y su afición a las actuaciones teatrales improvisadas.
Mientras, los crímenes se suceden sin interrupción: Trasea Peto, uno de los
líderes del Senado; Rufo Crispido, antiguo prefecto del Pretorio; Aneo Mella,
padre de Lucano; el célebre poeta Petronio… son algunas de las víctimas. Ni siquiera se
libran de las purgas los más afamados generales; Corbulón, vencedor de los
partos, recibe en Corinto la orden de suicidarse (67). La administración del
Estado, privada de sus mejores representantes, se resquebraja mientras el
Tesoro se arruina sufragando prodigalidades absurdas o construcciones
innecesarias y extravagantes, como el nuevo palacio Imperial, o la Casa Dorada
o «Domus Aurea», un grandioso palacio construido tras el gran incendio del 64
que ocupaba, según se ha calculado, alrededor de 50 hectáreas entre las colinas
del Palatino y el Esquilino.
En el 66 estalla en Judea una sangrienta revuelta que será aplastada por el general Tito Flavio Vespasiano cuatro años
después con la toma de Jerusalén. Entre el 67 y el 68, el gobernador de la
Galia Lugdunense, Vesoncio Vindex, subleva a sus tropas contra Nerón: España y
África se suman a la rebelión. El ejército de Germania Superior, en cambio,
permanece fiel a Nerón, y su comandante, Lucio Virginio Rufo, derrota al
rebelde Vesoncio Vindex, que se suicida tras la derrota. A pesar de este
triunfo momentáneo de Nerón, en junio del 68, el gobernador de la Hispania
Tarraconense, Servio Sulpicio Galba, cruzó los Pirineos y marchó sobre Italia
con sus legiones. En la misma Roma causaba estragos la traición; el prefecto
del Pretorio, Ninfidio, sublevaba a los pretorianos; el pueblo, reducido a la
miseria, se pronunciaba contra Nerón. Declarado por el Senado «enemigo público»
y abandonado por todos, Nerón huyó y, para no caer en manos de sus
perseguidores, se hizo matar en una villa de la Vía Nomentana el 9 de junio del
68, y el Senado declaró emperador a Galba. Pero esto sólo sirvió para iniciar una desastrosa guerra civil que se prolongó un año.
Nerón en Anzio (64 d.C.) |
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