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martes, 23 de mayo de 2017

Augusto y la dinastía Julioclaudiana (27 a.C. a 68 d.C.)

Augusto quería que el régimen monárquico que había fundado le sobreviviese y fuera definitivo. Regular su sucesión tenía, lógicamente, que aparecer como el acto supremo de su vida política y la culminación de su obra. La naturaleza del poder imperial y la concepción jurídica que los romanos tenían de él, hacían que la solución a este problema fuese particularmente delicada. Las prerrogativas de Augusto —poder tribunicio, imperium proconsular, pontificado, atribuciones complementarias— tenían como carácter común el ser personales y, por tanto, no transferibles por herencia. En estas condiciones no se podía hablar de herencia; y, no pudiendo resolver el problema directamente, Augusto se aplicó a conseguir un resultado análogo dando un rodeo. No tenía hijos varones, pero sí una hija, Julia, fruto de su matrimonio con Escribonia, y se sirvió de ella para sus intereses políticos casándola sucesivamente con el heredero designado: Marcelo, Agripa y, por último, Tiberio, hermano de Druso.
Augusto pensó primero en nombrar sucesor a su sobrino Marcelo, por ser hijo de su querida hermana Octavia. La muerte prematura del muchacho supuso un rudo golpe para los proyectos de Augusto, y desbarató sus planes. Puso entonces los ojos en su lugarteniente y gran amigo de juventud, Marco Vipsanio Agripa, al que dio a Julia, viuda de Marcelo, en matrimonio; de esta unión nacieron tres hijos: Cayo, Lucio y Agripa, también llamado Póstumo. La sucesión del Imperio parecía asegurada plenamente desde entonces. Pero una serie de terribles desgracias afligió nuevamente a la familia Julio-Claudia; los dos mayores, Cayo y Lucio, designados para el Imperio desde la adolescencia, desaparecieron con dos años de intervalo (2 y 4 d.C.), y en cuanto al tercero, su falta de inteligencia le apartaba irremisiblemente del poder. Por muerte o incapacidad, la descendencia directa de Augusto quedaba excluida de la sucesión. Augusto no  tuvo hijos con Livia, pero ella había tenido dos en un matrimonio anterior: Tiberio y Druso. Este último murió en Germania a consecuencia de un accidente (9 a.C.). No quedaba más que un heredero posible: Tiberio. Augusto no le profesaba simpatía, pero no podía ignorar sus méritos como militar competente y los excelentes servicios que había prestado al Imperio en las horas de crisis en las fronteras del Rin y el Danubio tras el desastre de Teutoburgo (9 d.C.). Además, no le quedaba a Augusto otra opción. Después de la desaparición de sus nietos Cayo y Lucio, asoció a Tiberio al ejercicio de su autoridad, confiriéndole las dos prerrogativas imperiales más importantes: la potestad tribunicia y el imperium proconsular. La obra constitucional de Augusto había terminado una vez designado el heredero y haberle investido anticipadamente de poderes efectivos. En el año 14 d.C. Augusto, conocido como Octaviano en su juventud, fallecía en Campania a la edad de setenta y cinco años.
Augusto fue sucedido por Tiberio que gobernó hasta el año 37 d.C., y del que ya hemos hablado en el capítulo anterior, por lo que en éste nos centraremos en Cayo Calígula, su sucesor y tercer césar.
Calígula contaba veinticinco años cuando asumió el principado aupado por el entusiasmo popular. El testamento de Tiberio le dejaba el poder junto al nieto de éste, Tiberio Gemelo. Con la ayuda del prefecto del Pretorio, Nevio Sertorio Macro, Calígula anuló el testamento y se declaró único heredero. Calígula había estado con Tiberio en Capri y se había ganado su confianza. Se creyó entonces que iba a abrirse un nueva era tras los oscuros años del tiránico gobierno de Tiberio. De sentimientos despóticos, Calígula abandonó las formas imperiales más discretas de Augusto y Tiberio, adoptando el estilo oriental, e introdujo el principado divino que elevaba al emperador a la categoría de «dios viviente», muy por encima del resto de los mortales. Según la reciente tradición imperial, los emperadores solo podían ser deificados después de muertos, y su culto solía promoverse en las provincias más alejadas de Roma, no en la capital. Cierto es que, por otra parte, hasta la imposición del cristianismo como religión del Estado (380), Augusto fue adorado como un dios.
El nombre completo de Calígula era Cayo Julio César Germánico, y era el único hijo superviviente de Germánico y Agripina la Mayor. La memoria de su padre le había granjeado una gran popularidad entre la plebe y también en el Ejército. En su niñez acompañó a su padre durante sus campañas en Asia, siendo objeto de aprecio por parte de los soldados, que le apodaron de forma cariñosa Calígula, diminutivo de caligae, las botas-sandalias militares de la época.
Calígula asume el poder el 13 de marzo del año 37, e inaugura una política de moderación que fue muy bien acogida. La ley de majestad, de siniestra memoria, fue derogada con gran júbilo; los poderes tradicionales, comicios y magistraturas, recobraron, por lo menos en apariencia, el conjunto de sus prerrogativas; el impuesto sobre las ventas, muy impopular en Roma y en toda Italia, fue suprimido; abundantes prodigalidades al pueblo y a los soldados aumentaron enormemente la popularidad del emperador en los primeros meses de su gobierno. El 28 de marzo, Calígula hacía su entrada triunfal en Roma. El buen recuerdo dejado por su padre, unido a la alegría por la muerte de Tiberio, desbocaron el entusiasmo popular y todo hacía presagiar buenos tiempos bajo el gobierno del joven emperador, y los seis primeros meses fueron bastante prometedores. Calígula repartió una serie de recompensas monetarias a los pretorianos, a las tropas urbanas y a las fronterizas. Absolvió a todos los condenados y exiliados del régimen de Tiberio y los alentó a volver a Roma. Desgraciadamente, esta edad de oro fue efímera.
Ocho meses después de su advenimiento Calígula cayó gravemente enfermo y su raciocinio, que, sin duda, nunca había sido muy sólido, sufrió un duro quebranto del que jamás se recuperó, aunque no se conoce qué enfermedad padeció. El caso fue que el joven príncipe cambió radicalmente su forma de proceder. Prosiguió con algunas medidas económicas sensatas, que fueron bien recibidas, y las alternó con una serie de asesinatos sin juicio, incluyendo el del propio Sertorio Macro, el prefecto del Pretorio que lo elevó al poder. Los tres últimos años de su principado no fueron sino una serie de extravagancias, entre las que su megalomanía ocupó un lugar destacado, además de las relaciones sexuales incestuosas con sus hermanas Drusila y Agripinila. Quiso, del mismo modo, introducir en Roma un despotismo teocrático de corte oriental; pretendió ser adorado como un dios encarnado; emprendió unas singulares campañas militares en la Galia y el Rin, que no fueron sino grotescas parodias que ofendieron a los oficiales y veteranos del Ejército; vejó a los miembros más destacados de la aristocracia para aumentar sus riquezas prostituyendo a las esposas de los patricios y senadores. Derrochó grandes cantidades de dinero en construcciones insensatas, como un barco colosal, el más grande de su época, y en obras públicas faraónicas. Reconstruyó los puertos de Regio y Sicilia, y terminó el Teatro de Pompeyo y el Templo de Augusto. Se inició también la construcción de los canales de Aqua Claudia y Anio Novus, obras que terminaría su sucesor.
Entre los años 38 y 39 se desencadenó una grave crisis económica a causa de la pésima administración del Estado, que había vaciado las arcas públicas patrocinando juegos circenses, banquetes y grandes bacanales, y repartiendo recompensas y dádivas monetarias entre sus favoritos. Al mismo tiempo, comenzó a multar, e incluso a asesinar, a muchos senadores y caballeros para arrebatarles su patrimonio y así resolver su maltrecha situación económica. También gravó con impuestos las bodas, los prostíbulos y la administración de justicia. Además, comenzó a cantar públicamente en los espectáculos del circo ante el pueblo, rebajando su dignidad. Tergiversó muchos testamentos para recibir los bienes que se establecían. En el año 39 se desató una terrible hambruna que asoló el Imperio y sembró el descontento entre la plebe y los mismos que se habían congratulado al producirse su entronización.
Con el ascenso de Calígula, el Senado perdió paulatinamente el poder adquirido con Tiberio, lo que agravó sus relaciones. En su principado se conquistó Mauritania, y el propio Calígula planeó una invasión de Britania que culminaría Claudio, su sucesor. Desde el año 40, Calígula comenzó a aparecer en público caracterizado como el dios griego Zeus, despreciando a su alter ego latino, Júpiter. Así, construyó tres templos en su propio honor y comenzó a reemplazar las cabezas de las estatuas que representaban a los dioses romanos, por su propio busto. En su vida privada, Calígula se comportó como un verdadero demente, nombrando cónsul a su caballo Incitato. Finalmente, un tribuno de la Guardia Pretoriana llamado Casio Querea —uno de los escasos supervivientes del desastre de Teutoburgo—, asesinó al emperador demente en el pórtico de su palacio el 24 de enero del año 41. El magnicidio contó con la aprobación del Senado, que así se desquitó de Calígula por sus crímenes.

César Augusto

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  1. Augusto pensó primero en nombrar sucesor a su sobrino Marcelo, por ser hijo de su querida hermana Octavia. La muerte prematura del muchacho supuso un rudo golpe para los proyectos de Augusto, y desbarató sus planes. Puso entonces los ojos en su lugarteniente y gran amigo de juventud, Marco Vipsanio Agripa, al que dio a Julia, viuda de Marcelo, en matrimonio; de esta unión nacieron tres hijos: Cayo, Lucio y Agripa, también llamado Póstumo.

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