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jueves, 18 de mayo de 2017

Roma: la monarquía etrusca (753 a.C.-510 a.C.)

Los eruditos han dividido la larga historia de la Roma clásica o antigua en tres grandes épocas marcadas por el cambio de forma de gobierno: Monarquía, República y el Principado. Según la tradición la primera se extendió desde la Fundación en 753 a.C. hasta el año 510 a.C. Probablemente ambas fechas sean inexactas, pero nos ayudan a situarnos en el tiempo. La segunda, partiendo de este límite coincide con la etapa republicana que concluye con la proclamación de César Augusto como emperador o «primer ciudadano»; una suerte de menarquía respetando las formas republicanas y manteniendo antiguas instituciones como el Senado. Dentro de la era republicana las grandes guerras contra Cartago en el siglo III a.C. separan una primera etapa republicana, en cuyo decurso Roma unificó bajo su dominio toda la península Itálica, de una segunda en la cual se sentaron las bases del Imperio. La época imperial (27 a.C. a 476 d.C.) experimentó un período convulso que coincidió casi totalmente con el siglo I; el Siglo de Oro romano o «época áurea» fue el siglo II que se caracterizó por la ascensión al principado de emperadores elegidos por adopción del más digno y no por vínculos familiares o pronunciamientos militares, y, por último, un período dramático, intenso, convulsionado por crisis económicas y políticas gravísimas. El Imperio se hizo más rígido, estructurándose sobre nuevas bases, buscando otras formas de Estado y luchando tenazmente por superar las divisiones internas y contener la avalancha de enemigos que, provenientes del exterior, pugnaban por destruirlo. Según la leyenda transmitida por los poetas y analistas, el fundador de Roma, sobre la colina del Palatino, fue Rómulo, hijo del dios Marte y de una princesa de Alba Longa que se llamaba Rea Silvia. Siempre de acuerdo con la narración, para poblar la ciudad, su fundador reclutó colonos venidos de la región vecina del Lacio y para dotarla de mujeres de apoderó de las de una tribu cercana, las Sabinas, dando así origen a una guerra de represalia que terminó con la fusión de ambos pueblos en uno solo, el de los Quirites. Esta nueva población parece haber estado constituida por tres tribus —Titos (o Sabinos), Ramnes (o Romanos) y Luceres—, divididas después en treinta curias o comunidades que habría formado la estructura política de base. Sobre todos ellos habría reinado un rey, que, en memoria de la fusión, habría sido alternadamente latino y sabino. El relato de la leyenda prosigue afirmando que este cambio de poder funcionó en lo que respecta a los tres primeros sucesores de Rómulo: el sabino Numa Pompilio, el latino Tulio Hostilio y el sabino Anco Marcio. En cambio, los tres reyes siguientes fueron etruscos, pertenecientes a un pueblo cuyas ciudades principales se alzaban al norte de Roma, pero que se expandía ahora hacia el sur, en Campania, y tenía, por consiguiente, mucha influencia en la Urbe. Sin embargo, la ciudad prosperó, tanto bajo los latinos y sabinos como bajo los etruscos. Adquirió una hegemonía estable en el territorio circundante, reforzó y articuló sus instituciones, acrecentó su población, se dotó de prestigiosas realizaciones en el campo arquitectónico y urbanístico. Todos los reyes contribuyeron a ello: Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, organizó la vida religiosa, cuyas normas le fueron dictadas por la ninfa Egeria; Tulio Hostilio sometió a la ciudad de Alba Longa, de donde según se decía era oriundo el fundador de Roma y la rival más peligrosa de ésta; Anco Marcio llevó adelante la expansión, fundó el puerto de Ostia en la desembocadura del Tíber, construyó sobre este río el primer puente (Sublicio), el primer acueducto (Aqua Marcia o acueducto Marcio) e incluso la primera prisión: la Cárcel Mamertina, también llamada el Tullianum, que se hallaba en la ladera noreste del monte Capitolino, frente a la Curia y los foros imperiales de Augusto, Vespasiano y Nerva. Entre ella y el Tabularium (archivo) había un tramo de escaleras que llevaba al Arx del Capitolio, conocido como las Scalae Gemoniae.
Con referencia al primer rey etrusco (quinto de Roma, que se llamó Tarquinio Prisco), dice el historiador Tito Livio (†17 d.C.) que fue primero en intrigar para que lo eligieran rey, apoyándose en la plebe. Es posible que así fuera. En todo caso, fue el primero de quien emanaron disposiciones concretas en auxilio de las clases más humildes y en emprender un programa urbanístico formal en la ciudad: un circo, pórticos en la plaza del mercado (Foro), templos… A él se debe también la introducción en Roma de los símbolos de poder que llegaron a ser, posteriormente, tradicionales: el cetro, la capa púrpura, los doce lictores que constituían la guardia de corps y la escolta de las autoridades. Fue sin duda un rey populista y revolucionario. Sus innovaciones parecen de poca relevancia frente a las del sexto monarca, Servio Tulio: la ampliación de la ciudad, incluyendo las siete colinas tradicionales, la circunvalación de las murallas con que protegió la ciudad —y que desde entonces se llamaron «murallas servianas»— y sobre todo una importante reforma constitucional, estructura destinada a perdurar y que sustituyó a las tres tribus de Rómulo, fundamentadas en vínculos de consanguinidad, por una base territorial mediante la cual dividió a estas tribus en centurias, ordenadas siguiendo criterios de censo y riqueza y no exclusivamente de parentesco.
Por lo que toca al reinado del último monarca, comenzó con un asesinato, el de su predecesor, y terminó con un estupro, el de una dama de la nobleza, llamada Lucrecia, que fue el pretexto de la consiguiente insurrección. Este rey, llamado también Tarquinio y que se distinguió de su antecesor apodándolo el «Soberbio», fue el último en ocupar el trono de Roma. En el año 510 a.C. fue derrocado por la fuerza y nacía así la República. Aquí acaba el relato tradicional de los orígenes de Roma. Imposible saber cuánto hay de cierto en lo que nos transmite. No obstante, pueden extraerse algunos datos fidedignos. Es cierto que en los siglos IX y VIII a.C. se formaron en el Palatino algunos centros urbanos pequeños, habitados por gentes de lengua latina, y nada impide afirmar que procedían, total o parcialmente, de Alba Longa. Su principal actividad era sin duda el pastoreo, pues la región circundante se presta bien para desarrollarla. Muy pronto, la favorable posición del asentamiento, fuera de la vista del mar pero al cual las naves tenían fácil acceso, propició su evolución: los pequeños pueblos y aldeas que formaban el Palatino se fusionaron en un único poblado englobando a todas las colinas vecinas.
Los reyes que gobernaron estas comunidades fueron a la vez conductores, administradores, jueces y sacerdotes. Elegidos por el pueblo, a partir del momento de su elección estaban en posesión del Imperium, o sea el poder de mando, y del auspicium, la posibilidad de interpretar a los dioses. En lo referente a los asuntos del culto, podían apoyarse en una congregación de sacerdotes; para resolver los administrativos y políticos contaban con un senado de un centenar de miembros formado por los jefes de los diversos clanes (o gens, como se les llamaba) que constituían el pueblo. Realmente no hacía falta mucho más para gobernar la primitiva y pequeña ciudad-estado. Por lo menos, hasta que llegaron los etruscos, atraídos por la importancia que cobraba la ciudad. A continuación de una conquista o como resultado de una penetración pacífica, el elemento etrusco se fue imponiendo y llegó a instalar en el trono a un rey de su etnia. Es posible que durante la monarquía etrusca se humillase a los latinos y sabinos, al tiempo que se imponían en Roma las costumbres, las mercancías, las técnicas y los capitales etruscos, pero, en cambio, la ciudad adquirió la estructura y la infraestructura, materiales y políticas, que habían de permitirle desempeñar un papel de primer plano en la política italiana. Las reformas, atribuidas a Servio Tulio, son elocuentes: los vínculos de sangre cedieron paso a una estructura basada en el poder adquisitivo, e igualmente elocuente es el programa de obras públicas que se atribuye a los reyes etruscos. El sentido general de los acontecimientos es claro: impulsada por una clase dirigente etrusca, Roma adquiría un desarrollo urbano muy superior al de las ciudades latinas y sabinas vecinas, del mismo orden. Esto incluso llevaba a exigir la primacía política y militar sobre ellas.
Soldado etrusco del siglo VI a.C.

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