La
capital de los mexicas se convirtió en una de las mayores ciudades de su tiempo
en todo el mundo y fue la metrópoli de un poderoso imperio que dominó gran
parte de la Mesoamérica prehispánica. Los conquistadores, maravillados de su
magnificencia, llegaron a compararla con la bíblica ciudad de Babilonia que
albergaba los maravillosos Jardines Colgantes, una de las Siete Maravillas de
la Antigüedad. El
florecimiento de la ciudad se debía, en parte, al oneroso tributo que debían
pagar los pueblos sometidos. Por esta razón, cuando los españoles llegaron a
Mesoamérica, numerosas naciones indígenas se aliaron con ellos para poner fin a
la dominación tenochca. Cuauhtémoc —último tlatoani de México-Tenochtitlán—
encabezó la resistencia de la ciudad, que cayó el 13 de agosto de 1521 en poder
de los españoles comandados por Hernán Cortés. El misionero del siglo XVI
Bernardino de Sahagún apenas dedica en sus crónicas unos pocos párrafos a
hablar de la batalla de Colhuacatonco. Más bien unas líneas dentro de su
extensa obra «Historia general de las cosas de Nueva España». Pero
en ellas deja patente la feroz resistencia que presentaron los mexicas obcecados
en defender los barrios aledaños a Tenochtitlán, hasta que la ciudad cayó en
poder de los españoles al mando de Hernán Cortés. En el transcurso de
tan dura batalla, no obstante, los mexicas lograron arrebatar una de sus
banderas a los españoles y llevarse consigo más de medio centenar de
prisioneros que, posteriormente, sacrificaron sin piedad, abriéndoles el pecho
para arrancarles el corazón. Para
entender la conquista de Tenochtitlán hay que retroceder en el tiempo hasta el
30 de junio de 1520, cuando Hernán Cortés y sus hombres –que habían entrado pacíficamente
en Tenochtitlán para parlamentar con Moctezuma– fueron traicionados por los
indígenas y se vieron obligados a escapar de la capital para salvar sus vidas,
después de que el lugarteniente del emperador, el taimado Cuauhtémoc, levantara
a los mexicas contra los castellanos. La
retirada (conocida posteriormente como «La noche triste») dejó unos 600 cristianos
muertos y obligó a los conquistadores a replegarse hasta la región amiga de
Tlaxcala. Tierra en la que, según afirma Fernando Orozco en su obra «Grandes
personajes de México», fueron «recibidos con cordial benevolencia». Desde
allí Cortés organizó un nuevo ataque contra Tenochtitlán. Aunque, en este caso,
decidió no atravesar terreno pantanoso y planeó cada uno de sus movimientos. En
primer lugar buscó aliados entre los indígenas que quisieran
librarse del yugo de los crueles mexicas y que estuviesen dispuestos a alzarse
en armas contra su tiránico imperio, que tampoco constituía una nación en sí
misma, sino una amalgama de pueblos vecinos sometidos por la fuerza a la
esclavitud. Tras
reunir un una tropa considerable con los aliados, Cortés se dirigió a la ciudad
de Tepeaca, que fue tomada al asalto en poco tiempo y utilizada como base de
operaciones en las posteriores expediciones. Todo esto con el único propósito
de reunir un nutrido ejército y dar un escarmiento a Cuauhtémoc
y a los suyos por su traición, y, sobre todo, por haber sacrificado de forma
tan brutal a los prisioneros cristianos. Según un cronista de la época, a los
conquistadores les llevó apenas cuarenta días convencer a los pueblos amerindios de
aquella región para que se sometiesen a España; tan hastiados estaban de la brutal
dominación de los mexicas. La
suerte se alió a partir de entonces con Cortés. O más bien el ángel de la muerte tras
adquirir forma de viruela. La cruel enfermedad segó la vida de cientos de
mexicas. Aquellos que tuvieron la suerte de no sucumbir a la enfermedad
murieron de hambre debido a que no había campesinos que cosecharan los campos y proporcionasen comida.
Afortunadamente
para los españoles, la epidemia sólo diezmó a las hordas mexicas. De ella no se
libró ni el sucesor de Moctezuma. El mismo que había subido al poder después de
que el populacho lapidara a su legítimo soberano por someterse a los
españoles. Al
frente de un nuevo ejército, sediento de justa venganza y ávido de hacerse con
las riquezas de Tenochtitlán, Cortés no tardó en volver a considerar factible tomar la capital y apostó por asediar la plaza (rodeada de lagos
artificiales) desde el mar mediante 13 bergantines. Buques cuya construcción
dirigieron el maestro Martín López y su ayudante Alonso Núñez y que, a la
postre, se convertirían en una pieza clave para la conquista de la capital
mexica. En un alarde de ingenio, los buques se ensamblaron primero en Tlaxcala
(tierra adentro) y, posteriormente, fueron desmontados y trasladados pieza a
pieza hasta Texcoco. El
historiador del siglo XVII Antonio de Solís fue uno de los que más datos ofrecen
sobre las fuerzas que Cortés dirigió contra la capital mexica. En su obra
«Historia de la conquista de México» señala que los navíos fueron cargados
con un total de 900 hombres que se sumaron al apoyo naval que ofrecían los
navíos, capaces de hundir con sus cañones las ridículas canoas que contra ellos lanzaron los defensores
de Tenochtitlán. Asimismo, Cortés envió por tierra una parte del
contingente para tomar los principales accesos a la ciudadela. El
arrojo y el entrenamiento de los españoles, y la estrategia diseñada por su capitán, dieron su fruto. A bordo de los navíos, y apoyados desde tierra por los artilleros, los conquistadores
sitiaron Tenochtitlán el 26 de mayo de 1521, poco después de cortar el
acueducto que abastecía de agua a los defensores. A partir de ese día, los
combates se sucedieron a diario. El sitio de la capital se convirtió en una terrible y prolongada lucha. Finalmente, entre disparos de arcabuz y virotes de
ballesta, la ciudad cayó en poder de Cortes tres meses después. Comenzó
entonces el éxodo de los cientos de guerreros mexicas derrotados, y de sus familias.
Los cabecillas de la revuelta y los sacerdotes que practicaron los inhumanos sacrificios
de sus compañeros, fueron inmediatamente ajusticiados por los españoles. En algunos
casos los vencedores mostraron clemencia y se limitaron a cortarles las manos y
arrancarles los ojos, a cambio de que aceptaran convertirse a la verdadera Fe. Si
la rendición de Tenochtitlán no fue sencilla, sucedió lo mismo
con los barrios que la rodeaban. En las semanas siguientes, Hernán Cortés y sus hombres
se vieron obligados a combatir hasta la extenuación para acabar con los últimos
reductos mexicas. Los cronistas de la época recuerdan en sus escritos que los sangrientos
combates acabaron con decenas de españoles sacrificados a los dioses de los salvajes,
para deleitarles con su sangre. Algo parecido sucedió en Coyonacazco donde,
después de que saltaron a tierra los españoles y comenzaron a pelear como jabatos,
el capitán Rodrigo de Castañeda escapó por los pelos de una cruel muerte tras ser
atacado por decenas de enemigos que lo rodearon. Así pues, en cada barrio los conquistadores se
vieron obligados a avanzar a base de arcabuz y espada, con la ayuda de sus nuevos
aliados, pues venían tras ellos todos los indios de Tlaxcala y de otros
pueblos, que eran amigos de los conquistadores y deseaban acabar con la tiranía
de los mexicas. De
todos los barrios en los que los conquistadores españoles y sus aliados amerindios
se vieron obligados a combatir, Colhuacatonco fue uno de los que más
resistencia opuso. Según
parece, fueron los aztecas los que golpearon primero paras atrapar por sorpresa
a los españoles. Y no les fue mal, pues mataron a muchos de ellos y de sus aliados
daxcaltecas, chalcas y tezcuanos, y los asesinaron cruelmente a todos ellos. El
ataque por sorpresa fue llevado a cabo con tanta determinación que los
españoles y sus aliados se vieron obligados a abandonar sus posiciones y
retirarse a un lugar seguro. Algo que, según el cronista Sahagún, no fue
sencillo, pues el fango ralentizó a los hombres de Hernán Cortés. El desastre
fue casi absoluto. «Allí prendieron a muchos españoles y los llevaron cautivos arrastrando»,
añade el autor. Después de obligar a los conquistadores a replegarse, los mexicas de Colhuacatonco
regresaron a sus dominios, donde rindieron homenaje a sus dioses sacrificando a
los prisioneros sacándoles el corazón. «Y los indios volvieron a coger el campo
y tomaron sus cautivos, y los pusieron en procesión todos maniatados. Pusieron
delante a los españoles, y luego a los daxcaltecas, y luego a los demás indios
cautivos, y los llevaron al lugar que llamaban Mumuzco. Allí los mataron uno a
uno», termina Sahagún. Posteriormente, clavaron las cabezas de los sacrificados en estacas formando un tzompantli. Un macabro altar de sacrificios. «[Colocaron
las cabezas] de los españoles más altas y las de los otros indios más bajas, y
las de los caballos más bajas». En
esta sangrienta batalla hallaron la muerte 52 españoles y 4 caballos. Sin embargo, la
masacre no logró que los hombres de Hernán Cortés detuvieran su avance a través
de los reductos de resistencia ubicados en Tenochtitlán. Todo lo contrario. Al
final, la bravura de los castellanos y sus mejores armas, además del hambre y las enfermedades, acabaron con los aztecas. «Y
había gran hambre entre los mexicas y grande enfermedad, porque bebían del agua
de la laguna y comían sabandijas, lagartijas y ratones... porque no les
entraba alimento, y poco a poco los españoles fueron acorralando a
los mexicas, cercándolos por todas partes y exterminándolos». Finaliza el autor con estas palabras. Sin
duda, la conquista de Tenochtitlán y de la península del Yucatán, fue una de las primeras grandes gestas de los bravos conquistadores españoles en América.
La batalla entre españoles y mexicas fue encarnizada y sangrienta |
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