Indudablemente, Jesús
presentía su final. En numerosas ocasiones hace alusiones a una muerte
inminente, violenta y dolorosa. Parece ser que obtuvo la confirmación a sus
premoniciones tras la invocación de los espíritus de Moisés y Elías en el monte
Tabor, que le revelaron su cercano y trágico final. Pero ¿qué había en ello de
extraño? Jesús Barrabás había heredado de su padre, Judas de Gamala, la responsabilidad de
acaudillar el movimiento zelote, de dirigir la última y desesperada resistencia
armada contra Roma, él sabía que si caía en manos de sus enemigos le
condenarían a muerte sin remisión, y por ello había dado instrucciones
concretas a sus seguidores en el sentido de vender, si era
necesario, sus ropas y alforjas para procurarse espadas. El pasaje del evangelio
de Lucas (22, 37 y 49) es bien claro al respecto. Por consiguiente, no
cabía duda alguna sobre cuál iba a ser su suerte. Acabaría como su abuelo
Ezequías, lo que le esperaba era la crucifixión, con la flagelación preliminar,
tal como establecía la ley romana. Pero Jesús no asociaría
jamás ese fin a la noción de sacrificio liberador de la raza humana, ni al
perdón de los pecados (menos aún de los odiados romanos que acabarían
crucificándole) toda esa monserga fue pergeñada por la Iglesia varios siglos
después. Jesús Barrabás era un hombre de acción, un
líder mesiánico, no el santón anodino que han idealizado los evangelios durante
siglos, falseando su imagen. ¿Cuál fue la verdadera acta
de acusación sobre la que se condenó a Jesús? En
un capítulo anterior intentamos reconstruirla teniendo en cuenta cuáles
eran los cargos que la magistratura romana podía imputarle a Jesús Barrabás.
Desde luego, si las actas existieron, fueron debidamente ocultadas o
destruidas a medida que se iba preparando la increíble doctrina cristiana,
sobre todo a partir del siglo IV. Todos los exegetas
católicos reconocen que el pretendido informe de Pilatos a Tiberio sobre la
resurrección y ascensión de Jesús a los cielos, nunca existió.
Clasifican entre los apócrifos los Hechos de Pilatos porque
eran descaradamente aduladores para con Jesús, lo cual les niega
cualquier credibilidad. Pero hoy se conocen los contenidos casi íntegros de
todos esos documentos. Constituyen la primera parte del evangelio de Nicodemo. Pero sucede lo mismo con
un tercero que los cristianos citan, pero que se guardan muy bien de
reproducir. En efecto, en el año 311, Maximino, coemperador con Licinio, ordenó
fijar carteles en todo el Imperio que recordasen a los romanos los auténticos
motivos por los que Jesús fue crucificado y fueron divulgados por todas
partes, y especialmente en las escuelas. Veamos lo que dice de
ellos Eusebio de Cesarea:
«Habiendo fabricado
entonces unos Hechos de Pilatos y de nuestro Salvador, llenos de blasfemias
contra Cristo, ellos [los funcionarios del Imperio] los enviaron, con la
aprobación del soberano, a todo el país sometido a su poder, y, por medio de
carteles, recomendaron que en todo lugar, en el campo y en las ciudades, fueran
expuestos bien a la vista de todos, y que los maestros de escuela se cuidaran
de dárselos a los niños, a guisa de enseñanza, y se los hicieran aprender de
memoria…» (Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, IX, V, I).
Es muy posible que esos
textos, bautizados por los escritores eclesiásticos como Hechos de Pilatos, a
semejanza de aquellos otros favorables a sus creencias, no fueran sino el
resumen del proceso a Jesús, o quizás, incluso, simplemente el texto final de
la sentencia dictada por Poncio Pilatos. Pero este documento, que
sería de gran valor por más de una razón, y que podría compararse con los
Hechos de Pilatos que halagan a Jesús, no ha llegado hasta nosotros. Sólo
los otros se han preservado a través de los siglos. Lo contrario hubiese
sido extraño. Los procuradores, magistrados, legados, tribunos, etcétera,
enviaban regularmente a Roma detallados informes sobre los sucesos destacables
acontecidos en las provincias, en sus respectivas demarcaciones y áreas de
responsabilidad. Así fue como Tácito nos legó sus Anales y sus Historias. Allí
puede verse lo que sucedía en todo el Imperio, de Oriente a Occidente, día a
día. Excepto cuanto se refiere a la situación en Judea en la época de Jesús.
Los monjes cristianos pasaron por allí hace varios siglos. Lo mismo sucedió con
el informe de Pilatos a Tiberio sobre la gran revolución del año XVI de su
reinado, el 783 de la Fundación de Roma, y que equivaldría al 3O de nuestra Era:
la gran revuelta de los galileos encabezada por un tal Josué o Yeshua bar Abba, al que
los griegos llamaban Jesús Barrabás. Cuando los cristianos accedieron al poder a
partir del Concilio de Nicea en el año 325, los archivos de la cancillería imperial
fueron expurgados, y lo que éstos se dejaron, lo eliminaron los monjes del papa
Gregorio Magno en las postrimerías del siglo VI. Los católicos no tardaron en convertirse en contumaces perseguidores de todo lo que no fuese conforme
a los nuevos cánones nicenos y no tuvieron empacho en destruir los archivos,
como tampoco lo tuvieron para perseguir a los paganos, judíos y gnósticos a los que a partir de entonces consideraron heréticos y
enemigos de la Iglesia. Afortunadamente, no lograron borrar
todas las huellas. De la forma de ejecución de Jesús sacaremos todavía muchas
informaciones de gran valor. En primer lugar, no es
factible que fuera azotado con una vara. Según las leyes romanas,
los delincuentes que debían sufrir el tormento de la flagelación eran
golpeados, bien con bastones (fustis), bien con varas (virga), o con látigos
(flagellum) o el temible flagrum. El bastón era un castigo reservado a los
soldados, las varas estaban reservadas a los ciudadanos romanos, los látigos a
los esclavos. Pero hacia finales de la República, las varas fueron abolidas
para los ciudadanos, en virtud de lo dispuesto en la Ley Porcia (Cicerón,
Contra Verres, III, 29, y Tito Livio, X, 9). De todos modos, los
romanos condenados a muerte, que perdían por esa circunstancia su condición de
ciudadanos, seguían siendo pasados por las varas, tal fue el caso de Agripina la Mayor, madre
de Calígula, que fue sometida al vejatorio castigo de la vara antes de ser
exiliada a la isla de Pandataria por
Tiberio. Pablo de Tarso, por su estatus de ciudadano romano, también sufrió el
castigo de la vara antes de ser decapitado por la espada, pena de muerte señalada
para los ciudadanos romanos. Por el contrario, Jesús Barrabás, por no ser
ciudadano ni soldado romano, no pudo ser pasado por las varas, tuvo que ser flagelado con el látigo y el flagrum. Pero al alterar el castigo dignificándolo y aplicándole a Jesús el trato propio de un ciudadano romano, se pretendía ensalzar su
figura a costa de desvirtuar la verdad. Por otra parte, los
monjes y escribas que redactaron los evangelios en el siglo IV no habían
asistido jamás a una crucifixión, porque esa forma de ejecución había sido
abolida por Constantino, a petición de los obispos cristianos.
Por eso, al ver pasar a los lictores con sus haces de varas, supusieron que era
con ellas con las que habían golpeado a Jesús antes de ejecutarlo en la cruz. Ahora bien, la
crucifixión, el último y definitivo suplicio, el más terrible según Plinio, iba
siempre precedida por una flagelación con ayuda de los flagella (látigos) y el demoledor
flagrum, látigo con tiras de cuero anudadas con garfios y cuchillas que
arrancaban, a cada golpe, fragmentos de carne al condenado. Pero la crucifixión
en sí comprendía diferentes matices.
Ser crucificado era el castigo aplicado
a los sediciosos, a los malhechores y a los esclavos rebeldes. Por eso les atravesaban las palmas de las manos que habían rehusado la disciplina, la servidumbre y la obediencia ciega a sus amos. Para evitar que las manos se
desgarraran por el peso del cuerpo, se hincaba un sólido clavo por debajo del
perineo, y ese soporte añadía al reo el tormento del potro al de la
crucifixión. Las mujeres eran crucificadas de cara al madero, no por pudor,
sino porque sus formas anatómicas no permitían sentarlas sobre esa barra. Y
así, crucificadas de cara al madero, ese clavo de ángulos rudos hería la vulva
y el perineo de la crucificada.
Los pies eran traspasados como castigo por la huida que generalmente acompañaba
a la desobediencia. Si el condenado había
cometido actos de violencia contra sus amos u otros esclavos, ya fuese al huir, o resistiéndose a su captura, se
le rompían los brazos con barras de hierro o a mazazos. Si había reiterado una
tentativa de fuga, se le quebraban las piernas. La crucifixión, al descoyuntar
al condenado sobre la cruz, provocaba inmediatamente un proceso de asfixia.
Para prolongar el suplicio, los verdugos, expertos en este tipo de ejecuciones, perforaban
el costado derecho del condenado con una lanzada asestada sobre el hígado, por
debajo de las costillas. Así, al llegar directamente el aire al pulmón,
retardaba la asfixia y prolongaba la agonía de la crucifixión. Luego la famosa lanzada de Longino a
Jesús no fue por compasión, o para acelerar su muerte, sino en cumplimiento de
una práctica preestablecida. Si el condenado había
cometido además la violación de una mujer libre o de una virgen, el clavo destinado
a servir de soporte era introducido directamente sobre sus órganos genitales,
por lo general atravesando la bolsa que contiene los testículos, en lugar de
ser introducido en la madera por debajo de esos órganos sexuales. Si el reo había agravado
su caso con el crimen de incendio (en esas épocas, el incendio de una sola casa
podía suponer el de todo un barrio, o una ciudad entera), en lugar de ser
flagelado por los látigos de cuero con bolitas de plomo, era azotado con
látigos compuestos por cadenillas de hierro con bolas de bronce puestas al rojo vivo en un brasero. De todos modos, la flagelación, con un
número de golpes limitado, tenía como finalidad principal anular cualquier
posibilidad de resistencia del condenado en el lugar de la crucifixión, al que
llegaba ya extenuado.
Había dos formas de
crucificar. Los malhechores y los esclavos rebeldes eran crucificados cabeza
arriba, mientras que los sediciosos eran enclavados cabeza abajo. La razón de
este matiz era puramente simbólica. El sedicioso había cometido un delito de rebeldía contra la majestad soberana que representaba el Imperio
Romano. Por eso se mostraba al enemigo del Estado derribado, desnudo y humillado. En este tipo de crucifixión se le clavaban al reo
los pies, muy separados, en los dos brazos de la cruz. Los clavos se
introducían en el espacio comprendido entre la tibia y el peroné,
inmediatamente debajo de los maléolos y el tarso. Las manos eran clavadas por
las palmas o por las muñecas (entre el cúbito y el radio), o directamente en el
carpo. Las manos debían estar cruzadas una sobre otra, detrás de la espalda, y
eran clavadas, al otro extremo vertical de la cruz. Virgilio hace alusión a
esta modalidad de crucifixión cabeza abajo en su célebre verso Debellare
superbos… (La Eneida, VI, 5, 853), es
decir: Derriba a los soberbios… Esta particular
crucifixión, cabeza abajo para los sediciosos y cabeza arriba para los
malhechores, ha llegado hasta nosotros a través de Eusebio de Cesarea, testigo
ocular de tales ejecuciones, que confirma estas peculiaridades que también
menciona Séneca: «… otros, por último,
fueron crucificados, unos de la manera usual para los malhechores, otros de una
forma peor, puesto que fueron clavados cabeza abajo, y se les dejó con vida
hasta que perecieron de hambre en los propios patíbulos» (Eusebio de Cesarea,
Historia Eclesiástica, VIII, VIII). Pero la crucifixión se
aplicó de otras muchas maneras, a veces lo que se procuraba, crucificando
cabeza arriba, facilitando el apoyo al crucificado con una especie de
reposapiés que se colocaba en la parte inferior de la cruz, era prolongar la
agonía del condenado durante horas, y a veces días. Algunos reos eran
prácticamente devorados vivos por los milanos, cuervos, buitres y otras aves
carroñeras. Mientras que los animales de pelo como perros, hienas o chacales,
atraídos por el olor de la sangre que manaba de las heridas de los crucificados,
clavados a escasa distancia del suelo, les devoraban los pies y las piernas, cuando
los reos aún conservaban la consciencia. En este punto, se nos
plantea una cuestión muy delicada. Jesús fue condenado como sedicioso, se le
acusaba de pretender ser rey, de incitar al pueblo a la insurrección y de cobrar peajes ilegales (Lucas, 23, 2). Ahora bien, los evangelios y la tradición
cristiana nos lo muestran crucificado cabeza arriba. Además, tenemos como
prueba de ello los siguientes pasajes de Mateo y Juan:
«Para indicar el motivo
de su condenación, pusieron escrito sobre su cabeza: "Éste es Jesús, el rey de
los Judíos…"» (Mateo, 27, 37).
«Los que pasaban le
injuriaban, moviendo la cabeza y diciendo: "[…] Si eres el Hijo de Dios, ¡baja
de esa cruz!.."» (Mateo, 27, 39-40).
«Luego, corriendo, uno
de ellos fue a buscar una esponja, la empapó en vinagre, la fijó en una caña y
le dio a beber…» (Mateo, 27, 48).
«E, inclinando la
cabeza, entregó el espíritu…» (Juan, 19, 30).
Todo esto nos lleva a
plantearnos otras dos hipótesis: si Jesús fue crucificado por proclamarse rey de los judíos,
la acusación fue de sedición, y debían crucificarle cabeza abajo. Pero si le
crucificaron cabeza arriba como sostienen los evangelios y la tradición
cristiana, es que fue condenado como delincuente común, y entonces podemos
decir que los evangelios no nos cuentan la verdad. ¿Por qué esa mentira? Si Jesús fue crucificado
cabeza arriba, como un vulgar malhechor, como los dos ladrones que le
acompañaban y que fueron capturados con él en los Olivos, entonces no fue
condenado como sedicioso, no se le acusaba por ningún crimen político, sino por
uno o varios crímenes comunes. Y esta última observación la refuerzan los
propios textos evangélicos: «Porque os digo que ha
de cumplirse en mí esta escritura: "Fue contado entre los malhechores"» (Marcos,
15, 28 y Lucas, 22, 37).
Ahí Jesús muestra su
deseo de cumplir la palabra de Isaías, así citada. Pero, de todos modos, debemos
recordar que son los escribas anónimos griegos los que hablan, tres o cuatro
siglos más tarde. Y si Jesús vivió en medio de aquel entorno de rufianes,
ladrones y asesinos, aunque él no hubiese participado directamente en ninguna
de sus fechorías, a los ojos de un magistrado romano tan inflexible como Poncio
Pilatos, eso habría bastado para condenarle. Jesús habría sido condenado por su
comportamiento, no por sus actos, aún cuando él no hubiese hecho sino ordenar,
tolerar, o sugerir aquellos crímenes, sin llevar ninguno a cabo por su propia
mano: «"Y en cuanto a aquellos enemigos míos que no quisieron que yo reinase
sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia". Y después de decir
esto, Jesús se colocó en cabeza de los suyos y continuó la subida hacia
Jerusalén…»
(Lucas, 19, 27-28). Además, Jesús había dado
a los suyos la consigna de armarse con espadas: «Y les añadió: "Pues
ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente las alforjas, y el que no la
tenga, venda su manto y compre una espada"» (Lucas, 22, 36). Jesús pronuncia estas
palabras en vísperas de su detención, y cuando ésta se produce, todos van
armados: «Entonces, viendo
aquellos que estaban con él lo que iba a suceder, le dijeron: "Señor, ¿herimos
con la espada?.."» (Lucas, 22, 49). Por lo tanto, podemos
deducir por lo que nos cuenta Lucas, que la multitud de fieles que
habitualmente acompañaba a Jesús era, en realidad, una tropa armada, y que los
numerosos tullidos y lisiados que había entre ellos, bien podían ser inválidos
y mutilados de guerra de los que se hacían cargo sus compañeros. Si nos
fijamos en el significado en griego de los nombres, o sobrenombres, de los dos
ladrones crucificados junto a Jesús, descubriremos algo interesante: Dimas,
puede ser el término abreviado dimakairos, que significa que lleva dos espadas.
Pero es factible que intencionadamente, o por error, a través de las sucesivas
transcripciones de los textos, dimakairos, se abreviase en Dimas. Pero cuanto
llegamos a Cystas descubrimos con cierto asombro, que el nombre guarda bastante
parecido fonético con el término griego kistos, que designaría la maza o
cachiporra que utilizaban los ladrones y también los milicianos del Templo, y
que era común en muchas regiones de Oriente Medio. Y de kistos a kristos o krestos,
hasta acabar en Chrestos y por fin en Cristo, no hace falta esforzarse mucho
para llegar a otra conclusión: que tal vez fuese el propio Jesús Barrabás el
designado con ese alias. Como ya hemos, visto el
nombre en español de Jesús deriva del nombre en latín Iesus que fue
transliterado del griego Ἰησοῦς (Iēsoûs). Supongamos ahora que el
nombre y el sobrenombre de Jesús en arameo acabaron fundiéndose después de las sucesivas
traducciones de esa lengua al griego: Iēsoûs-kristos o krestos [Jesús el Maza]
acaba derivando, por similitud fonética, en Iēsoûs-Chrestos [Jesús Salvador].
Además, el nombre de
Yeshua, Yahoshúa o Ieshua que en la traducción del hebreo significa YHWH es
Salvación o YHWH Salva, también usando Joshua en inglés o Josué en español,
es fácil acabar derivándolo, a través de sucesivas transcripciones, en la forma
griega Iēsoûs-Chrestos que acabó convirtiéndose en el actual Jesucristo. Bien por fidelidad a la palabra dada, o porque no pudieron huir y no
les quedó más remedio que apechugar, el caso fue que los dos bandidos
permanecieron al lado de Jesús hasta el final, mientras que el resto de la
muchedumbre que siempre acompañaba a Jesús, ya fuesen éstos discípulos o
mercenarios, huyeron al amparo de la noche. Se desvanecieron entre las
tinieblas que las antorchas y faroles de los romanos de la Cohorte de Veteranos
y de la milicia del Templo, no consiguieron disipar. Esto explicaría el pasaje del
manuscrito copto: «…que te crucifiquen en el lugar donde te prendieron, con
Dimas y Cystas, los dos ladrones a los que se apresó contigo…» (Acta Pilati,
IX). Como hemos apuntado, quizás esa muchedumbre que seguía a Jesús a
todas partes era, en realidad, una tropa compuesta por mercenarios, forajidos, proscritos
y gentes sin principios religiosos o morales, y mucho menos políticos, pero,
desde luego, leales y dispuestos a vender caras su vidas, lo que podría
explicar el temor que sentían los judíos encargados de prender a Jesús: «Algunos
de ellos querían apoderarse de él, pero nadie le puso la mano encima…» (Juan,
7, 44). Y fue ése, quizás, el motivo, por el que ambos le reprocharon a
Jesús que no hiciese finalmente el milagro supremo de librarles de la cruz,
ya que ellos habían cumplido con su parte del trato. Los nombres de esos dos enigmáticos ladrones varían según los textos que se refieren a ellos. Demas o
Dismas y Gestas o Cystas en los Hechos de Pilatos ya citados; Titus y Dumachus
en los textos apócrifos árabes llamados Evangelios de la Infancia. Zoathan y Chammata en algunos
manuscritos antiguos de los evangelios canónicos; Moab y Zandi en
algunos manuscritos medievales. Tal vez, los que están más cerca de la verdad son los nombres
griegos, porque los escribas del siglo IV que escribían en esa lengua corrían
un menor riesgo de desnaturalizarlos y fueron los copistas coptos
quienes los deformaron al traducir los originales griegos. Pero estos dos ladrones,
aparentemente personajes secundarios, tienen su importancia y pueden
ser la clave para desvelar algunos enigmas. Los Hechos de Pilatos constituyen la primera parte
del célebre evangelio de Nicodemo. Este famoso apócrifo, junto con la Primera
Epístola de Pedro, es el único que nos dice que Jesús, después de su muerte,
descendió al Infierno a predicar la palabra de Dios a los muertos que allí
esperaban. Los evangelios canónicos no hablan de este detalle pese a estar incluido
en el Credo. Los Hechos de Pilatos, que fueron citados por Justino, en el siglo II
y por Tertuliano en el siglo III serían, como veremos en seguida, muy antiguos.
Dado que Justino murió mártir en el año 165, estos Acta Pilati han de ser
anteriores. De todos modos, el manuscrito copto que ha llegado a nuestros días
es del siglo IV. Aun así, nos aportan un detalle que en aquella
época no pareció revestir importancia, pero que es primordial, ya que precisamente está desprovisto de un simbolismo descabellado, muy frecuente en los autores cristianos de aquellos tiempos,
más interesados en encandilar que en narrar los hechos sucintos. Los evangelios canónicos, a saber, Mateo (27, 33), Marcos (15, 22), y
Juan (19, 17), nos cuentan que Jesús fue crucificado en un lugar llamado Gólgota,
en arameo cráneo o calavera. Lucas (23, 33) dice simplemente «al lugar llamado de la calavera». Era una giba rocosa, alta y abrupta, que, efectivamente, tenía la forma de una
calavera (de ahí, calvario). Existía una antiquísima tradición entre los
hebreos según la cual los restos de Adán, al menos su cráneo, reposaban
enterrados en dicha colina. Actualmente el Gólgota consiste en un diminuto montículo de apenas unos
cincuenta centímetros, que se levanta del suelo en la Basílica del Santo
Sepulcro. En cuanto a la colina, ésta desapareció en el año 70
al construir las legiones de Tito el terraplén para asaltar las murallas de Jerusalén, y con la posterior nivelación del suelo efectuada por prisioneros judíos, y luego, después de la
revuelta del año 135, la ciudad fue nuevamente nivelada por los ingenieros del
emperador Adriano para construir sobre las ruinas de la antigua ciudad, deshabitada y en ruinas desde que fuese destruida sesenta y cinco años antes, una ciudad helenística que sería llamada Aelia
Capitolina, con el propósito de borrar cualquier vestigio de su pasado judío. Adriano ordenó rellenar lo que quedaba del Gólgota con tierra fértil, y allí se plantó un
bosque consagrado a la diosa Venus-Afrodita. Con el conjunto de trabajos de ingeniería y
movimiento de tierras del siglo II, era imposible encontrar nada de la época de la
crucifixión de Jesús que se había producido un siglo antes. Además, la Jerusalén romana reedificado por Adriano en el siglo II, fue destruida por las tropas persas del
rey sasánida Cosroes II en el año 614. Después de diversas reconstrucciones llevadas a cabo por cristianos y musulmanes, en el
año 1214 los mongoles de Gengis Kan arrasaron nuevamente Jerusalén hasta sus
cimientos.
Los Hechos de Pilatos nos dicen que el procurador, en su sentencia, mandó lo siguiente: «… Primero, ordeno que se te flagele, en virtud de lo dispuesto en las leyes romanas,
y luego, que se te crucifique en el lugar donde te prendieron, con Dimas y
Cystas, los dos ladrones a los que se apresó contigo…» (Op. cit., 9). Sin embargo, el lugar donde Jesús Barrabás fue capturado no es el Gólgota, sino el huerto de Getsemaní, al pie del monte de los Olivos. Este detalle es importante porque, en realidad, no se identificó el Gólgota o Calvario como el lugar donde
tuvo lugar la ejecución de Jesús, hasta el siglo IV con la
llegada a los Santos Lugares de los primeros peregrinos de la historia. Elena, ahora santa, y por entonces piadosísima madre del
emperador Constantino, mandó construir una basílica en el emplazamiento final
de la peregrinación. Allí estaba todo agrupado, para mayor comodidad de los
peregrinos, y para evitar desplazamientos fatigosos e inútiles, bajo un sol de
justicia, sobre todo en verano. Así, la Tumba y el Calvario están, desde entonces, la una
al lado del otro. A veinte metros de allí, como mucho, se halla el
emplazamiento donde (a raíz de un sueño enviado por su ángel de la guarda) la santa
[Elena] mandó efectuar las excavaciones para encontrar allí intactas, tres
siglos después, las cruces donde habían sido clavados Jesús y los dos ladrones.
Después, siempre milagrosamente, se recuperarían los clavos, la corona de
espinas, la túnica de Jesús, el lienzo de la Verónica, y, para terminar, más de
treinta sudarios. Y hasta tal punto caló en los fieles aquel piadoso
hallazgo, que en toda la Cristiandad, aún Imperio Romano, todos querían
justificar la autenticidad de aquellas reliquias mediante numerosos milagros
obrados a través de los poderes que se les atribuían. Con el paso de los
siglos, ya en la Edad Media, este tráfico de reliquias se volvió aún más
macabro, interesándose por los restos humanos: fragmentos de huesos, cráneos, y
hasta los supuestos cadáveres momificados [incorruptos], de los santos y santas
martirizados.
Volviendo a Isaías, donde los textos cristianos dicen del
Mesías: «Del mismo modo que
muchos se asustaron de él, porque su aspecto estaba demasiado desfigurado para
un hombre, hasta no tener figura humana…» (52, 14). Uno de los manuscritos
del mar Muerto que se conserva en el monasterio de San Marcos dice: «Por mi Unción, su
apariencia es más que humana…» (52, 14). La diferencia es muy grande porque este mesías de Isaías, de rostro resplandeciente
y terrible, como el de Moisés al bajar del Sinaí, no se parece en nada al
rostro entumecido de Jesús al salir del Pretorio con rumbo al
patíbulo para ser crucificado. El aspecto de Jesús que nos describen los evangelios
no es de un Mesías en toda su Gloria, es el de un hombre roto, derrotado, que
comprende que va a morir y que todo ha acabado para él. Existe un documento que plantea todo el problema de la autenticidad del relato evangélico sobre la crucifixión de Jesús. Es el propio texto de la sentencia abreviada, que
figuraba sobre la cruz, y cuya redacción se atribuye al mismo Pilatos. Ahora bien, ¿por medio
de quién conocemos el texto del cartel que Pilatos ordenó clavar en lo alto del
madero? Pues por medio de los escribas anónimos del siglo
IV que reescribieron los evangelios. Pero, ¿era realmente ése el texto que
figuró en lo alto de la cruz? Podemos perfectamente ponerlo en duda.
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