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lunes, 24 de julio de 2017

La crisis del Sacro Imperio tras la Reforma protestante

Cuando el fraile Martín Lutero inició en 1517 lo que más tarde se conocería como la Reforma protestante, muchos duques locales vieron la oportunidad de oponerse al emperador del Sacro Imperio Romano, quien a partir de 1519 era Carlos V, y cuyos dominios comprendían gran parte de Europa: los reinos de España y su Imperio colonial en América, los Países Bajos, los Estados germánicos, Austria, Italia, norte de Túnez y Transilvania —en los confines de Hungría— en la frontera con el poderoso Imperio otomano. El Imperio se vio fatalmente dividido por las disputas religiosas, con el norte y el este, así como la mayoría de sus ciudades, como Estrasburgo, Fráncfort y Núremberg, en el lado protestante, mientras que las regiones meridionales y occidentales se mantenían en el bando católico. Tras la abdicación de Carlos V en 1558, el Imperio se dividió entre su hijo Felipe II, quien ostentaría la Corona española, los Países Bajos y la herencia italiana de los Reyes Católicos, y su hermano Fernando, el Rey de Romanos que, aunque fue educado en España por su abuelo materno, fue enviado a las tierras germánicas como representante del emperador durante su ausencia, quedándose el hermano como emperador y con los territorios germanos e italianos del Imperio. En 1526 se libró la batalla de Mohács, en la que los ejércitos húngaros fueron aniquilados por las fuerzas turcas del sultán Solimán el Magnífico, y el rey Luis II murió en la batalla, dejando el Reino de Hungría sin herederos en un momento especialmente dramático. El país fue ocupado por los otomanos y Fernando de Habsburgo reclamó la Corona de Hungría para sí, pues había tomado por esposa a Ana Jagellón de Hungría, hermana del fallecido rey y, además, María de Habsburgo había sido entregada en matrimonio al rey húngaro. A partir de este momento la casa de Habsburgo reinó sobre Hungría y Bohemia, pues la Corona checa también había sido heredada por los reyes húngaros. Esto fue así hasta 1919.
Por otra parte, el norte de los Países Bajos, primordialmente protestante, logró separarse de la Corona española, católica por antonomasia. Tras un siglo de disputas, el conflicto derivó en la sangrienta Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que devastaría el Imperio. Francia y Suecia intervinieron en el conflicto a favor de los protestantes. El mayor impacto de la Reforma protestante es que eliminaría uno de los más importantes elementos de cohesión en que se sustentaba el Sacro Imperio Romano, la unidad religiosa bajo la dirección unívoca de la Iglesia católica. Al ser un Imperio con pretensión de universalidad, en la que se incluía una sola visión religiosa, este conflicto representó la ruptura definitiva de la unidad cristiana de Europa, y en lo sucesivo sería prácticamente imposible que los países europeos desarrollaran una política exterior basada en una visión única del cristianismo. El luteranismo tendrá un enfoque específicamente nacionalista (particularmente en el norte de Alemania) con miras a convertirse en Iglesia nacional de cada Estado del Norte; ello será un valioso rasgo de identidad germánica, puesto que constituirá uno de los primeros signos encaminados a justificar la idea de una unidad política del pueblo alemán, en vistas de convertirse en un Estado-nación. Con la Paz de Westfalia en 1648, empezó el declive del Sacro Imperio. El tratado supuso la pérdida de la mayor parte del poder del emperador y una mayor autonomía de los 350 estados resultantes, permitiendo incluso la formación de alianzas con otros estados de forma independiente; se agruparon en torno a los grandes estados europeos con los que tenían identidad religiosa e influencia política, de manera que los estados católicos del Sur se agruparon en torno a Austria-Hungría, los luteranos del Norte junto a Brandeburgo (futuro Reino de Prusia) y Suecia, y los del Oeste, predominantemente calvinistas, ingresaron a la órbita de influencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos y de Francia. A todos los efectos, el Sacro Imperio Romano pasó a ser una confederación de estados enfrentados entre sí.
A la muerte de Carlos VI de Alemania (1711-1740), el Imperio se vio sacudido por una serie de crisis que pusieron en evidencia su decadencia. El surgimiento de Prusia como gran potencia continental bajo el reinado de Federico II el Grande, y la desafortunada participación del Imperio en la Guerra de Sucesión Española y en la de los Siete Años, aceleraron el declive del Sacro Imperio en vísperas de la entrada en escena de Napoleón Bonaparte. Después de 1648, la suerte del Sacro Imperio quedó íntimamente asociada a la de Austria-Hungría, a la de su casa reinante, los Habsburgo, y a la postura que asumieran los demás cuerpos políticos del Sacro Imperio frente a ella, que a pesar de su preeminencia sobre las demás casas reales del Imperio, vería mermado su poder por las rivalidades que mantendría con otras potencias como Francia, Rusia y Prusia (la gran potencia militar germánica emergente, e integrante del Sacro Imperio) e incluso con el Corona británica, debido a las tentativas de los Habsburgo de extender su influencia a ultramar, aprovechando la decadencia marítima española y portuguesa. Finalmente, el 6 de agosto de 1806 el Sacro Imperio desapareció formalmente cuando su último emperador, Francisco I de Austria, a consecuencia de la derrota militar a manos del ejército de Napoleón Bonaparte, decretó la supresión del Sacro Imperio con la clara intención de impedir que Napoleón se apropiara del título y de la legitimidad histórica que éste conllevaba. Los sucesores de Francisco II continuaron utilizando el título de emperadores de Austria hasta 1919. El relato de la historia moderna de Alemania está determinado por tres factores clave: el Reich, la Reforma y, en su etapa final, la bicefalia entre Austria (católica) y Prusia (protestante). Hasta el siglo XVI, los intereses económicos del sur y el oeste del Imperio diferían notablemente de los de la parte septentrional, donde estaba asentada la Liga Hanseática, que estaba más vinculada a Escandinavia y a los países del Báltico, que al resto de Alemania. La ruptura de la unidad religiosa con la aparición de la Reforma protestante, tampoco ayudó a mantener cohesionado el Imperio. Por otra parte, los Habsburgo, la dinastía reinante en Austria, el Estado más poderoso dentro del Sacro Imperio, era profundamente católica, y los Habsburgo fueron defensores a ultranza del catolicismo, y con el tiempo su política se encaminó más a salvaguardar los intereses nacionales austriacos, que los del trono imperial.

Carlos V en la batalla de Mühlberg pintado por Tiziano

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