Cuando el fraile Martín Lutero inició en 1517 lo que más tarde se conocería como la Reforma
protestante, muchos duques locales vieron la oportunidad de oponerse al
emperador del Sacro Imperio Romano, quien a partir de 1519 era Carlos V, y
cuyos dominios comprendían gran parte de Europa: los reinos de España y su
Imperio colonial en América, los Países Bajos, los Estados germánicos, Austria,
Italia, norte de Túnez y Transilvania —en los confines de Hungría— en la frontera con el
poderoso Imperio otomano. El Imperio se vio fatalmente dividido por las
disputas religiosas, con el norte y el este, así como la mayoría de sus
ciudades, como Estrasburgo, Fráncfort y Núremberg, en el lado protestante,
mientras que las regiones meridionales y occidentales se mantenían en el bando
católico. Tras la abdicación de Carlos V en 1558, el Imperio se dividió entre
su hijo Felipe II, quien ostentaría la Corona española, los Países Bajos y la
herencia italiana de los Reyes Católicos, y su hermano Fernando, el Rey de Romanos
que, aunque fue educado en España por su abuelo materno, fue enviado a las
tierras germánicas como representante del emperador durante su ausencia,
quedándose el hermano como emperador y con los territorios germanos e italianos
del Imperio. En 1526 se libró la batalla de Mohács, en la que los ejércitos
húngaros fueron aniquilados por las fuerzas turcas del sultán Solimán el
Magnífico, y el rey Luis II murió en la batalla, dejando el Reino de Hungría
sin herederos en un momento especialmente dramático. El país fue ocupado por
los otomanos y Fernando de Habsburgo reclamó la Corona de Hungría para sí, pues
había tomado por esposa a Ana Jagellón de Hungría, hermana del fallecido rey y,
además, María de Habsburgo había sido entregada en matrimonio al rey húngaro. A
partir de este momento la casa de Habsburgo reinó sobre Hungría y Bohemia, pues
la Corona checa también había sido heredada por los reyes húngaros. Esto fue así
hasta 1919.
Por
otra parte, el norte de los Países Bajos, primordialmente protestante, logró
separarse de la Corona española, católica por antonomasia. Tras un siglo de
disputas, el conflicto derivó en la sangrienta Guerra de los Treinta Años (1618-1648),
que devastaría el Imperio. Francia y Suecia intervinieron en el conflicto a
favor de los protestantes. El mayor impacto de la Reforma protestante es que
eliminaría uno de los más importantes elementos de cohesión en que se
sustentaba el Sacro Imperio Romano, la unidad religiosa bajo la dirección
unívoca de la Iglesia católica. Al ser un Imperio con pretensión de
universalidad, en la que se incluía una sola visión religiosa, este conflicto
representó la ruptura definitiva de la unidad cristiana de Europa, y en lo sucesivo
sería prácticamente imposible que los países europeos desarrollaran una
política exterior basada en una visión única del cristianismo. El luteranismo
tendrá un enfoque específicamente nacionalista (particularmente en el norte de
Alemania) con miras a convertirse en Iglesia nacional de cada Estado del Norte;
ello será un valioso rasgo de identidad germánica, puesto que constituirá uno de
los primeros signos encaminados a justificar la idea de una unidad política del
pueblo alemán, en vistas de convertirse en un Estado-nación. Con
la Paz de Westfalia en 1648, empezó el declive del Sacro Imperio. El tratado
supuso la pérdida de la mayor parte del poder del emperador y una mayor
autonomía de los 350 estados resultantes, permitiendo incluso la formación de
alianzas con otros estados de forma independiente; se agruparon en torno a los
grandes estados europeos con los que tenían identidad religiosa e influencia
política, de manera que los estados católicos del Sur se agruparon en torno a
Austria-Hungría, los luteranos del Norte junto a Brandeburgo (futuro Reino de Prusia) y Suecia, y los del Oeste, predominantemente
calvinistas, ingresaron a la órbita de influencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos y de
Francia. A todos los efectos, el Sacro Imperio Romano pasó a ser una
confederación de estados enfrentados entre sí.
A
la muerte de Carlos VI de Alemania (1711-1740), el Imperio se vio sacudido por
una serie de crisis que pusieron en evidencia su decadencia. El surgimiento de
Prusia como gran potencia continental bajo el reinado de Federico II el Grande,
y la desafortunada participación del Imperio en la Guerra de Sucesión Española
y en la de los Siete Años, aceleraron el declive del Sacro Imperio en vísperas
de la entrada en escena de Napoleón Bonaparte. Después de 1648, la suerte del
Sacro Imperio quedó íntimamente asociada a la de Austria-Hungría, a la de su
casa reinante, los Habsburgo, y a la postura que asumieran los demás cuerpos
políticos del Sacro Imperio frente a ella, que a pesar de su preeminencia sobre
las demás casas reales del Imperio, vería mermado su poder por las rivalidades
que mantendría con otras potencias como Francia, Rusia y Prusia (la gran
potencia militar germánica emergente, e integrante del Sacro Imperio) e incluso
con el Corona británica, debido a las tentativas de los Habsburgo de extender
su influencia a ultramar, aprovechando la decadencia marítima española y
portuguesa. Finalmente,
el 6 de agosto de 1806 el Sacro Imperio desapareció formalmente cuando su
último emperador, Francisco I de Austria, a consecuencia de la derrota militar
a manos del ejército de Napoleón Bonaparte, decretó la supresión del Sacro
Imperio con la clara intención de impedir que Napoleón se apropiara del título
y de la legitimidad histórica que éste conllevaba. Los sucesores de Francisco
II continuaron utilizando el título de emperadores de Austria hasta 1919. El
relato de la historia moderna de Alemania está determinado por tres factores
clave: el Reich, la Reforma y, en su etapa final, la bicefalia entre Austria (católica)
y Prusia (protestante). Hasta
el siglo XVI, los intereses económicos del sur y el oeste del Imperio diferían
notablemente de los de la parte septentrional, donde estaba asentada la Liga
Hanseática, que estaba más vinculada a Escandinavia y a los países del Báltico,
que al resto de Alemania. La ruptura de la unidad religiosa con la aparición de
la Reforma protestante, tampoco ayudó a mantener cohesionado el Imperio. Por
otra parte, los Habsburgo, la dinastía reinante en Austria, el Estado más
poderoso dentro del Sacro Imperio, era profundamente católica, y los Habsburgo
fueron defensores a ultranza del catolicismo, y con el tiempo su política se
encaminó más a salvaguardar los intereses nacionales austriacos, que los del trono
imperial.
Carlos V en la batalla de Mühlberg pintado por Tiziano |
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