Todavía en la segunda mitad del siglo XII, el Sur de la
Galia, la antigua provincia romana de la Narbonense, nada tenía que ver con
Francia, el reino del Norte. Ni siquiera nominalmente; nadie llamaba «franceses»
a los habitantes de Aquitania, el Languedoc o la Provenza; Francia era
únicamente el reino de los Capeto. Buena parte de estos territorios del Sur habían formado
parte del antiguo Reino visigodo de Toulouse, más unido a España que a Francia,
y una parte de ellos seguirían siendo españoles hasta 1659. Las regiones del Sur nunca fueron leales a los soberanos
francos de Aquisgrán, el Midi era un país totalmente aparte de Francia. Bajo la
égida de los condes de Tolosa, las regiones donde se hablaba la lengua de Oc
—el Languedoc— eran la sede de una brillante civilización, de la que la poesía
trovadoresca constituía su testimonio más destacable. Políticamente, los
pequeños feudos languedocianos (Béziers, Carcasona, Narbona, Montpellier) y
pirenaicos (Foix, Cominges, Bigorra, Bearn) gravitaban más o menos directamente
en la órbita de los condes de Barcelona, pronto también reyes de Aragón, cuya
influencia era asimismo notoria en Provenza. Sin embargo, la oposición de
Tolosa hizo fracasar la consolidación de un reino transpirenaico gobernado desde
Barcelona. Algo que ya se había dado en el siglo V con el Reino visigodo.
Inconscientemente, los señores feudales de Tolosa laboraron en pro de la futura
anexión de su país a Francia, y sellaron el trágico destino de Occitania. Huyendo de Barcelona, cayeron en manos de París.
La difusión de la herejía cátara en el Languedoc-Rosellón no
hizo, en realidad, más que traducir en el plano religioso unas diferencias de
mentalidad preexistentes. En aquella sociedad opulenta, con un nivel de vida
muy por encima del de sus coetáneos en el Reino de Francia. Además, en la
región se gozaba de una libertad y relajación de costumbres que empezaban en el
propio clero cátaro. Occitania tenía lengua y religión propias. Una lengua, por
cierto, muy parecida al catalán moderno. En el País de los Cátaros la simonía —la compra-venta de
cargos eclesiásticos— era una práctica habitual que no escandalizaba a nadie,
como tampoco lo hacía el nicolaísmo (desorden moral del clero). Por el
contrario, el descrédito de la Iglesia católica favoreció la propagación de las
doctrinas de los cátaros u «hombres puros», inspiradas en el antiguo
maniqueísmo. Preconizaban la vuelta a la primitiva pobreza evangélica, negando
los sacramentos y toda jerarquía eclesiástica impuesta por Roma. El catarismo
alcanzó por ello una vasta aceptación social. El éxito de su difusión entre la
burguesía e incluso entre la nobleza, amenazaba con romper la unidad de la
Iglesia. Las plazas de Toulouse, antigua capital del Reino visigodo, y Albi (de
ahí el término albigenses con el que también se conoce a los cátaros) eran
los principales focos del catarismo. Raimundo VI conde de Toulouse, Ramón-Roger
de Béziers y otros muchos señores feudales del Languedoc y el Rosellón, eran
firmes protectores de los cátaros. Fracasada la campaña de fray Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los dominicos en Francia y del Santo Oficio, futura Inquisición, para luchar contra las prédicas de los
perfectos cátaros, la controversia cedió el paso a la violencia. En 1208, el
asesinato del legado papal Pedro de Castelnau dio ocasión al enérgico pontífice
Inocencio III para actuar con inusitada contundencia. Excomulgados Raimundo VI
y otros muchos señores protectores de los cátaros, el Papa predicó la Cruzada
contra los herejes. La única cruzada que ha existido contra otros cristianos.
La empresa ofrecía óptimas oportunidades de alcanzar gloria y fortuna a la
empobrecida nobleza francesa del Norte. Un pequeño señor feudal, Simón de
Montfort, ambicioso y duro, pero eficaz guerrero, dirigió la campaña militar, que fue
un auténtico genocidio. El primero registrado en la historia de Europa. En más
de veinte mil se ha cifrado el número de víctimas mortales durante el saqueo de
Béziers, de las cuales siete mil se habían refugiado en una iglesia.
Ante la inminencia del ataque de los cruzados franceses,
Raimundo VI reconoció la soberanía de Pedro el Católico, rey de Aragón. Pero ya
era demasiado tarde para salvar el Languedoc. El valiente rey aragonés perdió
la vida en la batalla de Muret en 1213. El hijo de Raimundo VI,
Raimundo VII, recuperó Toulouse en 1218, pero sólo pudo conservar sus estados
casando a Juana, su heredera, con Alfonso de Poitiers, hermano del rey francés
Luis el Santo, y renunciando a buena parte de las tierras del Languedoc (Narbona,
Carcasona), que pasaron a la Corona de Francia por el Tratado de París de 1229. En 1244 los últimos cátaros o albigenses (varios centenares
de hombres, mujeres, niños y ancianos), refugiados en el castillo de Montsègur
(el Castillo del Grial según algunas tradiciones medievales), prefirieron morir
en la hoguera antes que abjurar de sus creencias. Las chisporroteantes llamas de
las piras de Montsègur iluminaron trágicamente el final del Languedoc y de su independencia.
Auto de fe por Zichy Mihály |
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