Veamos una relación de los hechos que tuvieron lugar en
1314, apenas siete años después del proceso sumarísimo contra los templarios,
hechos cuyo protagonista fue un tal Juan el Rojo, quien murió en la hoguera. En
efecto, Juan el Rojo declaró ante los jueces que se servía de las figuritas de
cera para hacer morir al individuo que le indicaran. Se trataba, por lo visto,
de un antecesor del moderno sicario o asesino a sueldo. ¿Cómo lo lograba? El brujo se procuraba cera virgen, a la que unía partículas de una
hostia consagrada y unas gotas de los santos óleos, todo lo cual robaba en las
iglesias, según él, protegido por los demonios a los que había conjurado para
que le sirvieran. Una noche de martes o sábado, sin luna, y en un lugar alejado
de la población, aguardaba a que fuese medianoche y entonces invocaba a las
potencias infernales, mientras modelaba la figurita centrándose en la persona que debía morir; luego, le añadía cabellos, pedazos de uñas,
etcétera, procedentes de la víctima, y la vestía con fragmentos de tela sin
lavar de la misma procedencia. Fabricado así el maleficio, lo guardaba hasta el martes o
sábado siguiente. Entonces, lo trasladaba a un lugar sagrado, y lo asperjaba
con unas gotas de agua bendita, imponiéndole el nombre de la víctima elegida en
una parodia de sacrílego bautismo. Después, entregaba la figura a quien se la
había encargado, para que la fundiese a fuego lento invocando a Lucifer y en la muerte de su enemigo.
Indudablemente, el aquelarre o sabbat se remonta a épocas
muy antiguas. Hasta el año 1000, en que el pueblo era capaz de crear sus santos
y leyendas, la vida diurna tenía cierto interés para el siervo. Las
celebraciones del sábado por la noche eran una reliquia del paganismo, aún toleradas por la Iglesia. Desde tiempo inmemorial, los
hombres sencillos temían a la Luna porque influía sobre las cosas de la Tierra. Las ancianas adoraban a la Luna desde tiempo remotos, muy
anteriores a la aparición del cristianismo. Pero alrededor del año 1000, la
Iglesia quedó casi clausurada para los siervos, y apenas un siglo después, los
oficios religiosos se habían tornado una ceremonia incomprensible para las
gentes sencillas. De cuanto se representaba en los atrios de los templos, lo
que mejor recordaban los siervos eran las partes lúdicas, como la escena del
buey y la mula en el pesebre del Nacimiento… En los albores del siglo XIII, el poder real y el
eclesiástico se hacían sentir cada vez con mayor peso sobre la clase campesina
y, en general, sobre los más humildes. ¿Cómo podía liberarse el siervo de esta
carga tan ominosa? No podía rebelarse contra el señor feudal, menos aún contra
el rey… ¡Imposible pecar mortalmente atacando a la santa madre Iglesia!
Entonces… sólo quedaba un recurso, atacar a Dios, a ese Dios que los abandonaba
a su suerte, que les entregaba atados de pies y manos al rey, al señor feudal y
a los príncipes de la Iglesia…
¿Y cómo atacar a Dios? Sencillamente, adorando a su enemigo,
volviendo la mirada hacia Satanás, hacia el mal representado por éste y hacia
las artes diabólicas; la hechicería, la magia negra, la brujería, la alquimia,
la nigromancia… Era preciso rebelarse contra los poderes establecidos,
liberar al siervo de sus pesares y de todas sus angustias con algo que le
hiciera sentirse vengado de los que le oprimían, de aquellos que violaban a las
hijas de los desdichados campesinos, que robaban sus míseras cosechas, que les
negaban todo derecho a una vida digna amparándose en el «derecho» a
hacerlo que les reconocía la Iglesia. ¡Y Lucifer estaba al acecho! ¡El diablo daba libertad, daba
honores, riquezas… o al menos las prometía, a cambio del alma! El alma, algo
que los siervos apenas comprendían qué podía ser o cuál era su naturaleza.
Además, el alma no les daba de comer. Y así nació, o mejor dicho renació, la brujería, los
aquelarres y orgías satánicas, remedo de las saturnales romanas, de las fiestas
dedicadas a la diosa de la fecundidad, Astarté, y de las fiestas dionisíacas
del paganismo clásico y también de las antiguas creencias celtas y germánicas. Pero… ¿cómo se celebraba un aquelarre?, ¿en qué consistía?
Veamos la narración que hace de éste una bruja: «Ha llegado la hora… Es sábado y mi Señor me llama… ¡Ah,
volveré a verle para adorarle! Pero antes debo untar mi cuerpo con el ungüento
que tan grato le resulta… Sí, desnuda por completo, me unto todo el cuerpo… Ya
está. Ahora, puedo volar hacia Él. Me tumbo en el jergón… Cierro los ojos… Y de
pronto, un rayo de luz me anuncia que la Luna ha salido ya en los cielos. ¡Sí,
ahora voy hacia ti… hacia el lugar de reunión! Sé que cabalgo, cabalgo, subo
hasta la Luna, que me sonríe… ¡La Luna es mi cómplice! Veo por el sendero una
procesión, la procesión de los discípulos y de los neófitos, de aquellos que
desean ser iniciados en nuestros ritos, en nuestra antirreligión… Ah, he llegado al claro donde se celebrará el aquelarre…
donde todas y todos adoraremos al Macho Cabrío, al Gran Cabrón… Sí, ya lo veo, sentado sobre una piedra, relucientes sus
cuernos… enhiesta su poderosa verga… Ahora empieza la procesión y la adoración… El Macho
Cabrío se vuelve de espaldas… y todos los presentes, uno a uno, le adoramos y
besamos su ano... ¡Y empieza la fiesta! ¡Los cánticos se tornan cada vez más
excitantes! ¡Todas, todas nos revolcamos por el suelo, buscando un bálsamo para
nuestros pesares, a nuestros ardores! Después, llega la hora del sacrificio al Gran Cabrón. Traen
a la víctima, una virgen atada de pies y manos y la colocan sobre la hoguera
preparada a tal efecto. Arde la leña, se degüella a la doncella y es colocada
sobre la pira. La sangre vertida es recogida en cuencos y repartida entre todos
los presentes… ¡Ah, cómo vigoriza esta sangre! Volvemos a adorar al Macho
Cabrío… ¡y la orgía sigue más frenética que antes! Circulan los manjares más
exquisitos y las bebidas más embriagadoras, que nos agitan hasta el fondo de
nuestras almas… ¡estas almas que hemos vendido de buen grado a nuestro amo, el
Príncipe de los demonios!»
Los primitivos aquelarres no tardaron mucho en transformarse
en lúgubres «misas negras». Estas ceremonias, en su origen, simbolizaban la
redención de Eva, la hembra maldecida por el cristianismo. La mujer lo era
todo en el aquelarre. Era la gran sacerdotisa oficiante, el altar (cuando la
sacrificada era una doncella y no un animal), era la hostia con la que
comulgaban todos los asistentes… ¡Era la culminación de la sexualidad! Para la misa negra se necesitaba una doncella. Desnuda, era
colocada sobre el altar, en el momento en que los circunstantes, tal vez
embriagados por bebidas afrodisíacas, empezaban a mostrar sus ansias sexuales.
Y entonces empezaba el verdadero sacrificio: la violación de la doncella, con
todo lo que este acto tenía de desafío a Dios. Se cometían mil acciones impuras
sobre una hostia consagrada, y la víctima podía ser degollada y posteriormente
descuartizada para que todos pudieran beber su sangre y comer su carne al
tiempo que gozaban de las bendiciones ofrecidas a Satanás por la libación de su
sangre. Pero las principales víctimas de la brujería fueron, desde
luego, las propias brujas, en muchos casos infelices mujeres acusadas de
brujería por maridos celosos, amantes despechados o pretendientes rechazados.
Durante la Edad Media, la belleza era una maldición para una mujer del pueblo.
Miles de presuntas hechiceras fueron conducidas a las llamas bajo falsos
testimonios. En Alemania, por ejemplo, las últimas brujas fueron quemadas en
Wurzburgo en 1749, y en Kempten en 1755, en plena Ilustración. Durante más de dos siglos, niños y ancianos, hombres y
mujeres, sabios, eruditos y gentes del pueblo, pobres y ricos, feos y hermosos,
fueron llevados a las cámaras de tortura y a la hoguera… Dos razones fundamentales explican el extraordinario
incremento de los procesos a brujas durante aquel tiempo. Por una parte, la
incompetencia y el fanatismo religioso de los jueces. En los procesos de
brujería se había incluido además el procedimiento inquisitorial en virtud del
cual cualquier juez estaba autorizado, e incluso obligado, a buscar brujas y a
detener a las sospechosas, aun sin mediar denuncia contra la persona acusada.
La venganza y la codicia —los bienes de los acusados pasaban a poder de los
acusadores— hicieron que las denuncias se multiplicasen. Cierto que las
personas acusadas de brujería disponían de un defensor, pero ¿qué podían
esperar aquellos infelices de un defensor que ni siquiera se atrevía a hacer
una defensa demasiado calurosa por miedo a ser acusado también de brujo?
La segunda de las razones fue la tortura. A principios del
siglo XIV se estableció el precedente con los templarios; desde entonces fueron
consideradas pruebas de convicción todas las confesiones hechas bajo tortura.
La brujería era tenida como delito de excepción (delitum exceptum) y cualquier
medio que la pudiese demostrar era considerado lícito. A la vista del terrible potro de tortura, ¿quién era el que
no se confesaba culpable de los más espantosos delitos? ¿Quién era el que tenía
suficiente entereza para resistir los tormentos y negar su culpabilidad hasta
el fin? ¿Qué muchacha, ante la perspectiva de tener que dormir sobre montones
de huesos —una de las torturas empleadas por los jueces de París— no confesaba
haber mantenido relaciones sexuales con el diablo? A su confesión seguía la espantosa muerte en la hoguera, pero la
muerte, comparada con la cruel suerte de suplicios que aplicaban los verdugos,
era una piadosa liberación.
Aquelarre u orgía satánica |
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