El 11 de septiembre de 1911, el
Gobierno estadounidense ordenó que la petrolera Standard Oil of Ohio, propiedad
del magnate John Davison Rockefeller, fuese dividida en varias compañías más
pequeñas para poner fin de este modo a la situación de monopolio que ejercía
dicha compañía. Aquel aparente desmantelamiento de
su particular monopolio del petróleo no afectó a Rockefeller, que mantuvo el
control sobre las compañías resultantes de la parcelación. Sin embargo, desde
entonces, la fecha del 11 de septiembre tuvo un especial significado para John
Davison Rockefeller, era algo así como su particular “día de la infamia” y
simbolizaba el infausto momento en que el Gobierno de la nación más poderosa
del mundo, se atrevió a inmiscuirse en sus negocios privados. En menos de dos años desde su
fundación en 1870, la Standard Oil había absorbido a 22 de sus 26 competidores
en Cleveland, creando una situación de monopolio en el emergente mercado del
petróleo. Sin embargo, sus negocios, aunque no
fuesen ejemplares, le reportaron a Rockefeller una inmensa fortuna con la que
creó 12 grandes bancos para canalizar las fabulosas ganancias generadas por sus
actividades derivadas del petróleo y de su participación en el negocio del
ferrocarril, medio con el originariamente se transportaba el crudo desde los
yacimientos hasta las refinerías para su posterior distribución. Tal era la prosperidad y solvencia
de los bancos de Rockefeller, que el Congreso decidió recurrir a ellos para que
gestionasen en su nombre la recaudación de impuestos. En poco tiempo,
Rockefeller vio cómo sus ganancias se incrementaban espectacularmente gracias a
los intereses que devengaban los impuestos que sus bancos recaudaban para el
Gobierno de los EEUU, entonces el magnate concibió un plan magistral: el de
controlar al Gobierno, para evitar que el Gobierno le controlase a él.
Rockefeller comprendió inmediatamente que esto pasaba por intervenir más
directamente en las finanzas públicas
Así fue como en 1914, en vísperas
del estallido de la Primera Guerra Mundial, John Davison Rockefeller y sus
socios fundaban la Reserva Federal de los Estados Unidos. Habían puesto al
zorro al cuidado de las gallinas y en 1929 el gallinero norteamericano se quedó
vacío. Los libros de Historia se refieren a este hecho como el Crack de la
Bolsa de 1929 que dio lugar a la gran depresión económica de la década
siguiente. Siete años antes de fundarse la
Reserva Federal, en 1907, se produjo un pánico bancario de gran relevancia
fomentado por la Banca Morgan, una situación no muy distinta de la que tuvo
lugar en septiembre de 2008 con la quiebra del banco Lehman Brothers, que
finalmente fue comprado, precisamente, por la Banca Morgan (J.P. Morgan), algo
que ya había intentado infructuosamente en 1929, después de célebre crack
bursátil. Tras el pánico financiero orquestado
por John P. Morgan y sus bancos en 1907, Nelson Aldrich, testaferro de Rockefeller,
consiguió el apoyo del Senado para presidir la Comisión Monetaria Nacional.
Desde esa privilegiada posición, Aldrich organizó a finales de 1910 la reunión
secreta más importante de la historia de los Estados Unidos. En la isla de Jekyll se reunieron
los prominentes banqueros Paul Warburg, Benjamín Strong, presidente del Bankers
Trust ó sindicato de banqueros, controlado por John P. Morgan; Henry R.
Davison, miembro de la compañía J.P. Morgan; Frank A. Vanderlip, presidente del
National City Bank, propiedad de Rockefeller y R. Piatt Andrew, secretario del
Tesoro estadounidense. Allí decidieron, según confesaría Vanderlip en sus
memorias, la creación de un banco central estadounidense.
Finalmente, los participantes en
aquel particular cónclave acordaron no emplear este nombre para evitar las
suspicacias del gran público y decidieron llamarle Reserva Federal de Nueva
York. La propia ley reguladora del sistema de la Reserva Federal también fue
elaborada en dicha reunión. Sin embargo, la Ley Aldrich no fue
inmediatamente aprobada por el Congreso y los especuladores tuvieron que
esperar un par de años para llevar a cabo sus planes. El problema se resolvió
en las elecciones presidenciales, a las que concurrieron Roosevelt, Wilson y
Taft. Los dos primeros fueron apoyados en su campaña por los mismos que idearon
la Ley de la Reserva Federal. Cuando Wilson ganó las elecciones, inmediatamente
consiguió que el Congreso aprobase la ley. Los especuladores controlaban ya el
banco central de los Estados Unidos, lo que hoy conocemos como la Reserva
Federal, pero que sigue siendo un banco privado y no estatal, como muchos
creen. El selecto grupo de banqueros que se
habían conjurado en la mansión de Nelson Aldrich en la isla de Jekyll, apoyaron
la investidura del presidente Woodrow Wilson a cambio de que éste se
comprometiera a hacer realidad sus sueños de implantar la Reserva Federal.
Cuando Wilson llegó a la Casa Blanca en enero de 1913, lo hizo acompañado por
un inquietante personaje que se hacía llamar coronel sin serlo y actuaba como
su secretario personal. El presidente lo llamada mi otro yo. Su nombre era
Edward Mandel House y era hijo de un oscuro representante de diversos intereses
británicos en EEUU. Otro de los consejeros personales
del presidente Wilson fue un tal Bernard Mannes Baruch, relacionado con el
grupo de banqueros de la isla de Jekyll y asesor de varios inquilinos de la
Casa Blanca que sucedieron a Wilson: Hoover, Roosevelt, Truman y Eisenhower.
Mandel House y Mannes Baruch fueron los encargados de recordarle a Wilson que
cumpliera su parte del pacto y que demostrara su progresismo (agradecimiento)
modernizando el sistema bancario.
En 1914 la mayoría de congresistas
seguían estando en contra de cambiar el modelo financiero y, cuando Wilson
anunció que presentaría de todas formas su propuesta, se prepararon para
rechazarla, pero no pudieron hacerlo gracias a una treta urdida por el
presidente de la Cámara, Carter Glass, que convocó un pleno exclusivamente
dedicado a la aprobación del nuevo sistema de la Reserva Federal el 22 de
diciembre de 1913, cuando la mayoría de los parlamentarios habían tomado ya las
vacaciones de Navidad, porque el mismo Glass les había prometido, sólo tres
días antes, que no convocaría ese pleno hasta enero, después de las fiestas navideñas
y de las de Año Nuevo. Pese a que no existía el
indispensable quórum parlamentario, y por tanto no podía aprobarse la ley,
Glass echó mano de la legislación según la cual “en caso de urgente necesidad
nacional” el presidente de la Cámara de Representantes podía obviar ese
obstáculo y dar vía libre a una ley concreta. La artimaña fue posteriormente
denunciada por el congresista Charles A. Lindbergh (padre del célebre aviador
que cruzó en solitario el Atlántico por primera vez), el cual denunció que
“este acto establece el más gigantesco trust sobre la tierra. […] Cuando el
presidente lo firme, el gobierno invisible del poder monetario, cuya existencia
ha sido probada en la investigación del trust del dinero, será legalizado”.
El presidente Wilson por su parte,
se apresuró a aprobar la ley presentándola como “una victoria de la democracia
sobre el trust del dinero” cuando la realidad era justamente todo lo contrario:
los principales beneficiarios y defensores del sistema eran aquellos a los que
se suponía que había que desplazar, los devotos defensores de la banca privada
y el libre mercado. Pero si aún quedaba algún iluso que pudiese creer al
presidente Wilson, éste tuvo la oportunidad de desengañarse tras conocer los
nombramientos del primer consejo de la Reserva Federal, que dictó Mandel House:
Benjamín Strong fue el encargado de presidir el selecto grupo en el que también
estaba Paul Warburg. Pese al enfado de los congresistas,
la decisión tomada era legal. Se pensó en revocarla, pero el trámite parlamentario
era complejo y había asuntos más importantes sobre la mesa, como el riesgo
inminente de guerra en Europa, que acabaría materializándose en el verano de
aquel mismo año 1914, así que el debate sobre el nuevo sistema monetario fue
posponiéndose sine die hasta que sus defensores lograron consolidar
definitivamente sus posiciones. El consejo ejecutivo de la Reserva
Federal ni siquiera se molestó en guardar las formas de cara a la galería.
Habían tomado el control asegurando que con su sistema se pondría fin a la
inestabilidad financiera, las recesiones y las depresiones económicas, sin
embargo, lo primero que hicieron fue saturar el mercado de dinero barato. Entre
1923 y 1929 la oferta subió más de un 60%, y la mayor parte fue a parar a la
Bolsa. Ya sabemos cómo acabó la fiesta en 1929. Está por ver cómo acabará la
crisis desatada en 2008 por los mismos motivos. El 2 de octubre de 1919 Woodrow
Wilson sufrió un infarto cerebrovascular que le provocó una hemiplejia. Este
ataque le incapacitó para desarrollar su cargo presidencial, pero su
vicepresidente, Thomas R. Marshall, asombrosamente, no utilizó el derecho
constitucional vigente para asumir el poder, por lo cual, y pese a su
manifiesta incapacidad, Wilson siguió como presidente de los Estados Unidos hasta
las elecciones de 1921. Aquel mismo año fue galardonado con el Premio Nobel de
la Paz por su impulso a la Sociedad de Naciones –precursora de las actuales
Naciones Unidas– y por la promoción de la paz después de la Primera Guerra
Mundial mediante el Tratado de Versalles el cual, paradójicamente, algunos
historiadores consideran como la principal causa que desencadenó la Segunda
Guerra Mundial, apenas dos décadas después.
Wilson murió en Washington el 3 de
febrero de 1924, pero lo más importante estaba hecho: la Reserva Federal era ya
una realidad. Los acuerdos de paz firmados tras la finalización de la Primera
Guerra Mundial (1919), y el consiguiente desmembramiento del Imperio Otomano en
Oriente Medio, brindaron a Rockefeller y a la Standard Oil la oportunidad de
restablecer su monopolio del petróleo, pero esta vez a escala internacional y
en unos momentos en los que otras dos compañías empezaban a destacar a nivel
mundial: la British-Persian Petroleum
Company, que explotaba principalmente los yacimientos del actual Irán, y la
Royal-Dutch Shell, basada en las todavía colonias holandesas de Indonesia y el
sudeste asiático. Los convenios resultantes entre las
tres compañías petroleras quedaron formalmente establecidos en los acuerdos
secretos de Achnacarry (Escocia) firmados el 11 de septiembre de 1928. En lugar
de competir entre ellas, lo que en una situación de libre mercado hubiese
significado una bajada del precio del crudo, con una merma sustancial de sus
beneficios, las tres grandes compañías acordaron un precio mundial del crudo y
el reparto estratégico de las zonas donde se encontraban los principales
yacimientos petrolíferos para su explotación Menos de un año después de firmarse
los acuerdos Achnacarry, en febrero de 1929, Montagu Norman, gobernador del
Banco de Inglaterra viajó a Washington para entrevistarse con Andrew Mellon,
secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Inmediatamente después de esta
visita empezó a subir la tasa de descuento y en octubre de ese mismo año se
produjo el mayor crack financiero de la historia hasta entonces. Pero el contubernio de banqueros que
habían impulsado la Reserva Federal, y que sabían perfectamente lo que iba a
suceder, vendieron sus acciones a tiempo y a buen precio, y ganaron fortunas mientras otros lo perdían todo.
Paul Warburg fue el único banquero
sensato que no quiso sacar partido de aquellas maniobras truculentas y advirtió
a los demás del peligro que suponía sobrecalentar artificialmente la Bolsa de
Valores. Nadie le escuchó. En 1929, tras el crack de Wall
Street, los testaferros de Rockefeller, Rothschild, Morgan, Vanderlip y el
resto de especuladores recompraron los mismos valores bursátiles que habían
malvendido unos días antes para provocar el pánico, pagando hasta un 90% menos
del precio al que habían comprado sus acciones los inversores que ahora
deseaban deshacerse de sus acciones a cualquier precio. Casi todos los incautos
que habían puesto su dinero en la Bolsa pensando que iban a hacerse ricos, lo
perdieron todo. Desde entonces, las imprevisibles
crisis financieras se han venido sucediendo a un ritmo regular, incluyendo los
extraños movimientos registrados en la Bolsa de Wall Street en los días previos
a los atentados del 11 de septiembre de 2001. O las extrañas caídas de las
Bolsas en todo el mundo en enero de 2008, y que sirvieron de prólogo al crack
financiero desatado en septiembre de ese mismo año con la quiebra del banco
Lehman Brothers y después de la aseguradora AIG, la mayor del mundo hasta
entonces. Fue lord Montagu Norman quien,
durante los dramáticos días de la Segunda Guerra Mundial, declaró lo siguiente,
auténtico evangelio de los especuladores internacionales: «La hegemonía del
mundo financiero debería reinar sobre todos, en todas partes, como un solo
mecanismo de control de carácter supranacional». El Consejo de la Reserva Federal
jamás ha permitido una auditoría de sus cuentas. En 1967, el congresista y
presidente del Comité de la Comisión Bancaria, Wright Patman, declaró lo
siguiente tras un infructuoso intento de revisarlas: “En Estados Unidos tenemos
hoy dos gobiernos […] uno legal, debidamente constituido, y otro independiente,
sin control ni coordinación”.
La creciente deuda generada por este
sistema bancario, implantado en varios países occidentales, además de Estados
Unidos, fuerza a constantes subidas de impuestos, para amortizar dicha deuda y
sus intereses. En 2001 se publicó en la prensa internacional un estudio
realizado en diversos países para calcular el tiempo que los trabajadores dedicaban
al Estado para pagar los impuestos directos e indirectos, en el caso de España,
el dinero que un ciudadano medio abona cada año equivale al trabajo que realiza
entre el 1 de enero y el 20 de junio, aproximadamente medio año, es decir, casi
el 50% de su tiempo y sus ingresos acaban siendo devorados por el Estado o, lo
que es más exacto, por los bancos que prestan dinero al Estado. Desde mucho antes de la creación de
la Reserva Federal en Estados Unidos en 1914, todos los países arrastran una
inmensa Deuda Nacional de la que son acreedores un selecto grupo de banqueros
internacionales, encabezados por los Rothschild, que empezaron a actuar de
forma colegiada ya durante la época de las guerras napoleónicas (1800-1815).
Pero fue desde la finalización de la Primera Guerra Mundial en 1918, cuando esa
élite de banqueros, todos ellos, además, con lucrativas actividades
industriales, se conjuraron para lanzar un definitivo zarpazo a la democracia y
dirigir el mundo desde las sombras del poder enmascarados detrás de las siglas
de numerosos organismos, supuestamente filantrópicos, pero que mantienen sus
reuniones en secreto, sin informar del contenido de esas conferencias, y
moviendo los hilos de la política y la economía internacional. ¿Se trata de
filántropos, como a ellos les gusta definirse, o son auténticos conciliábulos
de conspiradores? Los que mandan en la Reserva Federal
de EEUU o en el Banco Central Europeo, son siniestros personajes relacionados
con los cárteles de banqueros internacionales, además de otros lobbies
industriales, que mantienen sus reuniones y actividades dentro del más estricto
hermetismo. Jamás aparecen en televisión. ¿Por qué? Pues porque en caso de
poderse demostrar claramente su existencia y la naturaleza de sus perniciosas
actividades, eso generaría un enorme impacto social y político, por no decir
que podría desencadenar una revolución. Pero, dado que sus actividades son
secretas, y cuentan con la complicidad de los medios de comunicación y de las
fuerzas de seguridad de los propios gobiernos a los que intentan subvertir,
resulta difícil demostrar su existencia. Porque quienes las planean, son a su
vez, quienes disponen del suficiente poder para encubrirlas. Pero el mejor
indicio de su existencia suele ser el propio hecho desencadenante y el
resultado final de la conspiración que debe ajustarse al propio objetivo para
el que fue tramada.
John D. Rockefeller |
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