Situada frente a la tormentosa costa de Tracia, el imponente perfil
accidentado de la isla de Samotracia es visible a varios kilómetros de
distancia. En la Ilíada, Poseidón, dios del mar, se apostó «en la cumbre más
alta de la selvosa Samotracia» para contemplar la guerra de Troya. Poseidón
está vinculado a los cultos mistéricos que aquí se celebraban, ya que uno de
los favores que los iniciados recibían era la protección frente a los
naufragios. Cerca de la costa septentrional se extienden los restos del santuario
sobre la ladera rocosa del monte Fengari. Hoy la isla recibe pocas visitas, y
en este impresionante escenario, de espaldas al mar y mirando la montaña,
percibo una sensación misteriosa y primordial. La palabra misterio nos llega desde
el latín mysterium, y ésta del griego mysterion, que significa «ritual secreto»
y tiene que ver con el verbo myo, «cerrar» (la boca o los ojos, ante esos
ritos). En Samotracia, el recorrido que hacían los iniciados a los ritos
sagrados se puede seguir a través de las ruinas de monumentos erigidos a lo
largo de los siglos, por los caminos en donde se hacían libaciones (ofrendas
líquidas), por un impresionante afloramiento de roca verde (pórfido) que se
consideraba sagrada y por estrechos hoyos que servían para soportar antorchas. En
la actualidad los visitantes hacen su peregrinación durante el día, pero los
antiguos ritos del culto mistérico a los Grandes Dioses en Samotracia se
celebraban de noche, y el resplandor de las antorchas desempeñaba un papel
fundamental. Los aspirantes a la iniciación podían acudir en cualquier momento,
y si no era en la época de la gran fiesta anual, podían recorrer el solemne
camino en solitario, bajo el cielo tachonado de estrellas. El fuego de las
antorchas, que proyectaba luz y sombras entre las columnas acanaladas, señalaba
el camino. Los ritos iniciáticos eran auténticos misterios: secretos que debían
guardarse so pena de muerte. Las fuentes escritas de los primeros autores
cristianos, que no tenían reparo en romper los códigos de silencio, permiten
deducir algunos detalles, aunque tal vez nos den información errónea. A los
iniciados los sentaban con los ojos vendados, mientras otros danzaban
desenfrenadamente a su alrededor, tañendo címbalos y tambores, tácticas ideadas
para intimidar. Desorientados, los iniciados escenificaban entonces una
búsqueda, que tal vez representaba la búsqueda de una novia por parte del dios
de la fertilidad, y finalizaba (o eso sugieren los autores cristianos) en una
teatralización de la consumación del acto sexual. Para nuestra imaginación
moderna, saturada de imágenes artificiales, es difícil comprender la sensación
de temor y asombro que unos efectos especiales tan simples —antorchas, música y
teatro— podían crear en esa atmósfera sagrada. Sobre la experiencia de quien se
iniciaba en un culto mistérico, ya fuera en los Misterios eleusinos, órficos,
dionisíacos o de Samotracia, Plutarco nos ofrece una vívida descripción. El
historiador griego del siglo I a.C. compara el viaje del alma al abandonar el cuerpo
con la experiencia de un iniciado: «[...] primero, vagabundeos inciertos y
cansinos, caminatas sobresaltadas y sin rumbo fijo; después, antes de su final,
todo lo terrible, miedo, temblor, sudor y espanto. Pero, a partir de este
momento, irrumpe una luz maravillosa y la acogen lugares puros y praderas con
voces, danzas y los sonidos sagrados y las imágenes santas más venerables.
[...] Observa desde allí a la multitud de los seres vivientes no iniciada e
impura, que patea en medio del barro y se golpea a sí misma en las tinieblas, y
que con miedo a la muerte se aferra a sus desgracias por desconfianza en los
bienes de este otro lado». Los iniciados abandonaban Samotracia ataviados con
fajas de color púrpura y anillos de hierro imantados, pruebas de su iniciación,
que probablemente también servían de amuletos que los protegían tanto en la
vida como en la muerte. Pero sobre todo partían con la convicción de haber
experimentado algo sagrado, de que su relación con el mundo, el terrenal y el
de ultratumba, había cambiado.
Historia de un rapto
En el origen de cada uno de los cultos mistéricos hay un relato
sagrado, o mito fundacional, que servía de «guion» para las actividades
religiosas. En el caso del culto mistérico más antiguo y famoso de Grecia, el
que se celebraba en Eleusis, al este de Atenas, esa narración mítica se
encuentra en el himno homérico a Deméter. Este poema anónimo del siglo VI a.C.
cuenta cómo Hades secuestró a la hermosa Perséfone, hija de Deméter, diosa del
cereal y de las cosechas. Deméter perdió la alegría cuando su joven hija le fue
arrebatada y, disfrazada de anciana, vagó por la Tierra en su busca hasta que
llegó a Eleusis. El rey del lugar y su esposa la invitaron a quedarse como
nodriza de su hijo Demofonte, el príncipe recién nacido, a quien quiso otorgar
el don de la inmortalidad. Por desgracia, el medio para conseguirlo fue sujetar
al niño sobre el fuego, un hecho que horrorizó a la madre cuando lo descubrió
por casualidad. Expulsada del palacio, Deméter descubrió su identidad divina
ante la aterrorizada familia real. En un arrebato de ira, les exigió que en su
honor erigieran un templo en Eleusis, lugar al que la diosa se retiró. La
Tierra, abandonada por la diosa del cereal, se resintió y las cosechas se
malograron, hasta que su hija le fue devuelta. La Tierra volvió entonces a
florecer, para júbilo de todos, hasta que seis meses después Perséfone regresó
al inframundo, junto a Hades, que por entonces era ya su marido.
Los Misterios de Eleusis, basados en este mito, eran el regalo de
Deméter a la humanidad como prueba de su satisfacción. Y refiriéndose a ellos,
así concluye el Himno: «¡Dichoso, entre los hombres que están sobre la tierra,
el que ha contemplado los ritos!, pues el no iniciado en estos Misterios, el
que no participa en ellos, nunca tendrá un destino semejante, ni siquiera
después de muerto, bajo la sombría tiniebla». Este relato literario se centra
en Eleusis y en el origen de los famosos Misterios eleusinos, pero la leyenda
de Deméter y Perséfone está presente en la mayoría de los cultos mistéricos.
Las divinas madre e hija eran las destinatarias obvias de los ritos orientados
a la obtención de la inmortalidad. El grano, atributo de Deméter, se planta en
la tierra, en donde las raíces penetran hasta la oscuridad subterránea, para
renacer sobre la tierra al llegar la cosecha. Perséfone, más conocida como Kore
(«la doncella»), vivía seis meses del año sobre la tierra, y otros seis debajo
de ella. A caballo entre los dos mundos, era idónea para interceder en favor de
las almas difuntas. La decisión de formar parte de un culto mistérico era
personal, un camino que uno escogía para su perfeccionamiento. No obstante,
aquellos ritos secretos e individuales no eran incompatibles con la religión
pública. Mucha gente se iniciaba para complementar otras devociones, no para
sustituirlas, y participaba con plena fe en las fiestas y ceremonias religiosas
con sus vecinos. Pese a su secretismo, los cultos mistéricos gozaban de respeto
en la sociedad y compartían aspectos básicos con los demás cultos comunes. Sus
sacerdotes oficiaban los ritos en santuarios financiados con dinero público, y
los dioses que se presentaban eran tan antiguos como los poemas de Homero. Llegados al siglo IV a.C., los Misterios ya no ofrecían tanto consuelo.
El Museo Arqueológico de Salónica, en el norte de Grecia, custodia los restos
de un antiguo rollo de papiro considerado uno de los hallazgos más interesantes
del siglo pasado. Apareció entre los restos incinerados de un noble acaudalado.
Datado hacia el año 340 a.C., el papiro de Derveni es el manuscrito más antiguo
de cuantos se han encontrado en Europa. De aquellos restos carbonizados los
científicos han recuperado 26 columnas de lo que resultó ser un extenso
comentario místico sobre un poema atribuido a un poeta semidivino llamado
Orfeo. En la mitología griega, Orfeo, hijo de un rey tracio y de una musa, es
el cantor cuyas tonadas apaciguan a las fieras, y de tal modo tocaba la lira
que hasta los árboles y las rocas se movían para seguir el sonido de su música.
Descendió al Hades para rescatar a Eurídice, su difunta esposa. Así, al igual
que Perséfone, estaba a caballo entre los dos mundos. Sus devotos pertenecían
al más secreto y desconocido de todos los cultos mistéricos. En la literatura
antigua hay referencias dispersas a la poesía órfica, pero ni un solo poema ha
llegado hasta nosotros. Las citas de poemas conservadas en el papiro de Derveni
son lo mejor que tenemos.
Se creía que Orfeo predicaba las enseñanzas místicas de los cultos
báquicos dedicados a Dionisos, dios del vino y la fertilidad. Acompañados de
referencias sobre desenfrenadas fiestas en lugares apartados, de una
desinhibición total, los ritos báquicos siempre habían causado una mezcla de
fascinación y desconfianza. El brutal mito en que se basaban aquellos rituales
se alejaba bastante de la mitología tradicional. Según el relato báquico, Zeus
violó a su hija Perséfone, y fruto de ello nació Dionisos. Los Titanes, los
enemigos divinos de Zeus, se apoderaron entonces del niño-dios, lo
descuartizaron, hirvieron sus pedazos y se los comieron. En venganza, Zeus
atacó a los Titanes con su rayo. Dionisos fue reconstruido y volvió a la vida,
y del humo y las cenizas de los Titanes surgió la humanidad. Los ritos báquicos
habían introducido un nuevo elemento en la ya complicada navegación hacia el
otro mundo: el concepto de pecado original. El culto a Baco fue difundido por
sacerdotes itinerantes que no necesitaban santuarios convencionales como los de
Samotracia o Eleusis. Estos aspectos antisociales y contrarios a la tradición
suscitaron burlas y desconfianza. Así, Platón se mofa de los «charlatanes y
adivinos [que] van llamando a las puertas de los ricos y les convencen de que
han recibido de los dioses poder para borrar, por medio de sacrificios o
conjuros realizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya
cometido alguno de ellos o de sus antepasados [...], pues los llamados ritos
místicos nos libran de los males de allá abajo, mientras a quienes no los practican
les aguarda algo espantoso». Los iniciados en los ritos báquicos llevaban
consigo unas pequeñas tablillas de oro inscritas con un texto sagrado que les
serviría de guía en el Más Allá. Estas valiosísimas instrucciones se enterraban
con ellos, y han aparecido en tumbas desde el norte de Grecia hasta Creta y
desde Italia hasta Turquía: «Hay un manantial a la derecha, y al lado, un
ciprés blanco. Allí descienden las almas de los muertos para refrescarse. ¡No
te acerques siquiera a ese manantial! Más allá encontrarás agua fresca
procedente del Lago de la Memoria; unos guardias se interponen. Te preguntarán,
con astucia, qué es lo que buscas en las tinieblas del Hades. Diles: “Soy hijo
de la Tierra y del Cielo estrellado”».
Las ideas que los griegos tenían de la muerte habían evolucionado
sustancialmente desde la descripción homérica de los impotentes difuntos hasta
este tranquilizador mapa del inframundo. La época romana trajo consigo más
cambios, y los antiguos cultos y santuarios fueron cayendo en desuso. En su
diálogo «La desaparición de los oráculos», Plutarco, que había sido sacerdote
en Delfos, lugar del oráculo más famoso de la Antigüedad, al hablar sobre
aquellos otrora florecientes santuarios, comenta «la total desaparición de
todos excepto uno o dos». Sobrevivieron retazos de las antiguas creencias
absorbidas y alteradas por el cristianismo, que se estaba extendiendo por todo
el mundo antiguo. La creencia en la naturaleza esencialmente corrupta del
hombre, en su purificación mediante ritos místicos, en los diferentes destinos
que aguardaban a los iniciados y a los no iniciados, en la importancia de los
textos sagrados... los ecos adulterados de estas enseñanzas órficas resonaban
en el interior del cristianismo. Las creencias —acerca de la vida, la muerte y
el viaje al Más Allá— siempre han estado ahí, latentes o manifiestas,
evolucionando y cambiando. No así las verdades fundamentales que las inspiran.
Una inscripción funeraria del siglo V a.C. probablemente habría sido tan
conmovedora para los pobladores neolíticos de Alepotripa como hoy lo es para
nosotros. El epitafio reza: «En mi regazo tengo al hijo de mi hija. El niño que
tuve en mi regazo cuando vivíamos, cuando veíamos la luz del sol. El niño que
todavía tengo conmigo, aunque ya hemos desaparecido».
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