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domingo, 15 de abril de 2018

Intervención francesa contra España en la guerra de los Treinta Años


Francia, aunque era un país católico, rivalizaba con el Sacro Imperio y España por la hegemonía continental, y entró en la guerra del bando protestante. El cardenal Richelieu, primer ministro de Luis XIII, pensó que los Habsburgo todavía eran demasiado poderosos, ya que mantenían en su poder varios territorios en la frontera este de Francia y tenían influencia en las Provincias Unidas. Por lo tanto, Francia se alió con los holandeses y con Suecia y entró en la guerra.
España se vio amenazada desde varios frentes y reaccionó invadiendo y devastando las provincias francesas de Champaña y Borgoña, e incluso amenazó París durante la campaña de 1636. El general imperial Johan von Werth y el comandante español, el cardenal-infante Fernando, llevaron a cabo varias campañas exitosas. Finalmente Bernardo de Sajonia-Weimar derrotó a los imperiales y llegó a amenazar su permanencia en suelo francés en la batalla de Compiègne. Siguieron muchas batallas y escaramuzas, pero ningún bando obtuvo en ellas ventajas claras. En 1642, muere el cardenal Richelieu y un año después lo sigue el rey francés Luis XIII. Entonces sube al trono Luis XIV, con tan solo 5 años, mientras que su regente, el cardenal Mazarino comienza a trabajar para restaurar la paz.
En 1643 las tropas españolas de Felipe IV, que se enfrentaba en la Península a la sublevación de Cataluña, eran derrotadas en la fortaleza de Rocroi y dos años después, en 1645, el mariscal sueco Lennart Torstensson vencía a un ejército imperial en la batalla de Járkov, cerca de Praga, mientras que Luis II de Borbón, príncipe de Condé, derrotaba al ejército bávaro en Nördlingen. El último gran militar de los católicos, el conde Franc von Mercy, perdió la vida en esta batalla. En 1647 Francia y Suecia invadieron Baviera y forzaron a Maximiliano I a firmar el 14 de marzo la Tregua de Ulm y renunciar a su alianza con el Sacro Imperio Romano. Sin embargo, en otoño de ese mismo año rompió la tregua y volvió con los imperiales. En 1648, suecos y franceses derrotaron al ejército imperial en las batallas de Zusmarhausen y Lens. Únicamente los territorios de la propia Austria permanecieron seguros en manos de los Habsburgo.
Como consecuencia de estos tratados, Francia logró importantes ventajas territoriales en Alsacia y la frontera renana, Suecia se quedó con Pomerania occidental y diversos enclaves alemanes del mar del Norte y el Báltico. Brandeburgo se expandió en Pomerania oriental y obtuvo algunos territorios en Alemania occidental, mientras el duque de Baviera retenía el alto Palatinado y la condición de elector, que se restituiría a los herederos de Federico V, junto al bajo Palatinado, hecho que se tradujo en el aumento del colegio electoral imperial a ocho miembros. Por su parte, la independencia formal de Suiza fue acatada por el Imperio. Esta institución fue la más perjudicada, pues el reconocimiento de la soberanía de los príncipes y las ciudades vaciaba de contenido el título imperial. La consagración de la libertad religiosa de los príncipes, que impondrían su fe en sus estados, se extendió al calvinismo y puso fin al ciclo de guerras religiosas que habían ensangrentado Europa desde el siglo anterior. Los Habsburgo, a pesar de algunas concesiones, fortalecieron el control sobre sus posesiones patrimoniales, gobernadas desde Austria. La gran perdedora de este prolongado conflicto fue Alemania en su conjunto, sometida a terribles devastaciones durante tres décadas —especialmente en regiones como Renania, que perdió dos tercios de su población—, y afectada por pérdidas materiales que tardaron decenios en ser reparadas. Por su parte, Inglaterra y Holanda se afianzaron como potencias marítimas, condición que posibilitaría su gran desarrollo comercial y colonial a expensas de España en el futuro. Francia se confirmó como la nueva potencia europea, aunque todavía tenía que dirimir su conflicto particular con España. Finalmente, el ejército francés del príncipe de Condé derrotó a los españoles en la batalla de Lens en 1648, y se iniciaron las conversaciones de paz en las que tomaron parte el Sacro Imperio Romano Germánico, Francia, España, las Provincias Unidas, Suiza, Suecia, Portugal y el Papado. La Paz de Westfalia sellada en 1648 fue el resultado de estas negociaciones.
Posteriormente, la Paz de Praga fue incorporada a la Paz de Westfalia, que reunía también la Paz de Augsburgo, aunque las fechas de las posesiones de tierra que habían sido establecidas por medio de la Paz de Praga fueron ya establecidas en 1624 a 1627, lo que favoreció a los protestantes. Los calvinistas fueron así reconocidos en toda Europa, y el Edicto de Restitución fue de nuevo rescindido. La primera Dieta de Speyer fue aceptada internacionalmente.
Francia obtuvo el arzobispado de Metz, Toul, Verdún y toda la Alsacia excepto Estrasburgo y Mulhouse. También adquirió voto en la Dieta Imperial Germánica. Suecia obtuvo la Pomerania occidental y los arzobispados de Bremen y Stettin. También ganó el control sobre la desembocadura de los ríos Oder, Elba y Weser. Al igual que Francia, obtuvo voto en la Dieta Imperial Germánica.
Baviera adquirió voto en el Consejo Imperial de Electores. Brandemburgo obtuvo la Pomerania oriental y el arzobispado de Magdeburgo. Suiza fue reconocida como nación completamente independiente. Las Provincias Unidas fueron reconocidas como nación independiente, cien años antes habían formado parte de la monarquía Habsburgo. A los estados alemanes (alrededor de 360), se les dio el derecho de ejercer su propia política exterior, pero no podían emprender guerras contra el Sacro Imperio que, como totalidad, todavía podía emprender guerras y firmar tratados. También se abolió la posibilidad de elección del sacro emperador romano en vida del reinante.
Los Palatinados fueron divididos entre el restablecido elector palatino Carlos Luis (hijo y heredero de Federico V) y el elector-duque Maximiliano de Baviera, lo que significaba la división entre protestantes y católicos. Carlos Luis obtuvo el Bajo Palatinado —Palatinado renano— y Maximiliano retuvo el Alto Palatinado.
La historiografía ha señalado la Paz de Westfalia como la paz en la que se creó el primer sistema político internacional, se abogó por la secularización de la política, acabando así con las guerras de religión, y dio el primer paso hacia la destrucción de la sociedad corporativa en beneficio del ideario individualista donde las personas ceden libremente su capacidad de actuar violentamente, así como su voluntad en beneficio del príncipe, quien pasa a detentar el poder centralizado propio del absolutismo. La devastación causada por esta larguísima guerra ha sido durante mucho tiempo objeto de controversia entre los historiadores. Las estimaciones de pérdidas civiles entre la población de Alemania de hasta el treinta por ciento son tratadas ahora con cautela, los más alcistas hablan de cinco millones de alemanes muertos, casi los mismos que en la Primera Guerra Mundial. Es casi completamente cierto que la guerra causó un trastorno serio a la economía de Europa, pero es posible que no haya hecho más que exacerbar los cambios en términos de comercio, causados por otros factores. El resultado inmediato de la guerra, y que sin embargo iba a perdurar hasta 1871, fue la consagración de una Alemania dividida entre muchos territorios que, a pesar de su continuidad en la pertenencia al Sacro Imperio hasta su disolución en 1806, tenían soberanía de facto. Se ha especulado que esta debilidad política fue una de las causas subyacentes que provocaron el posterior militarismo alemán.
La guerra de los Treinta Años reestructuró la distribución de poderes en Europa. La decadencia de España se hizo patente ya que, mientras estuvo ocupada combatiendo con Francia, Portugal declaró su independencia en 1640 y Cataluña se sublevó. Portugal había permanecido bajo dominio español desde que Felipe II se anexionó el país vecino en 1580 cuando el rey portugués murió sin dejar herederos. La familia Braganza se convirtió en la casa reinante en Portugal.
Durante los últimos años de la guerra de los Treinta Años, Suecia se vio envuelta en un conflicto con Dinamarca, entre 1643 y 1645, denominado la guerra de Torstenson. El resultado favorable a Suecia de este conflicto, y la conclusión de la guerra en Europa por medio de la Paz de Westfalia, ayudaron a Suecia a consolidarse como potencia europea. También Francia salió fortalecida del conflicto con España, tomando el relevo de ésta como gran potencia continental.
Felipe IV fue rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, Duque de Milán, Soberano de los Países Bajos y conde de Borgoña, llamado «el Grande» o «el Rey Planeta» (†1665), reinó en España desde el 31 de marzo de 1621 hasta su muerte, y en Portugal desde la misma fecha hasta diciembre de 1640. Su reinado de más de 44 años fue el más largo de la Casa de Austria y el tercero de la historia española, siendo superado solo por Felipe V y Alfonso XIII, aunque los primeros dieciséis años del reinado de este último fueron bajo regencia. Durante la primera etapa de su reinado, Felipe IV compartió la responsabilidad de los asuntos de Estado con don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien realizó una enérgica política exterior que buscaba mantener la hegemonía española en Europa. Tras la caída de Olivares, el monarca se encargó personalmente de los asuntos de gobierno, ayudado por cortesanos tan influyentes como don Luis Méndez de Haro, sobrino de Olivares, y el duque de Medina de las Torres. Los exitosos primeros años de su reinado auguraron la restauración de la preeminencia universal de los Habsburgo, pero la devastadora guerra entre católicos y protestantes en Alemania, y la intervención de Francia en favor de los primeros, condujeron al declive militar y político de la Monarquía española, que hubo de ceder la hegemonía en Europa a la pujante Francia de Luis XIV, así como reconocer la independencia de Portugal y las Provincias Unidas, y ceder a Francia el Rosellón.
Cuando se aproximaba el fin del reinado de Felipe III, las intrigas palaciegas se disputaban la confianza del futuro rey, el príncipe de Asturias que llegaría a ser Felipe IV. El valido del rey, el duque de Lerma, luchaba por obtener el favor del futuro monarca con el apoyo de su yerno, el conde de Lemos y de su primo, don Fernando de Borja, gentilhombre de la cámara del príncipe, frente a sus dos hijos, el duque de Uceda y el conde de Saldaña. Olivares, que durante tanto tiempo había sido un personaje aislado en aquella casa, se había convertido en un estrecho aliado de los príncipes contra su padre, el Rey. También aprovechó el conde-duque la posición de su tío don Baltasar de Zúñiga en el Consejo de Estado —que él mismo había propiciado— para mover los hilos de Palacio. Tras la muerte del rey en 1621 debido a unas fiebres que contrajo dos años antes al regreso de un viaje a Portugal, donde su hijo había sido jurado como heredero de la Corona portuguesa, el nuevo rey Felipe IV escogió al conde-duque de Olivares como valido.
Durante su etapa como valido, el Conde-duque realizó una serie de reformas para poder mantener la hegemonía española en Europa. Estos cambios se concretaron en cuatro aspectos: reformar la vida pública, fomentar la economía, mejorar la Hacienda e impulsar la formación de un ejército común en todos los territorios peninsulares. El valido intentó imponer las leyes y costumbres castellanas en su propósito de unir la Monarquía Hispánica en una comunidad nacional, con una fiscalidad, administración y derecho comunes. Pero no alcanzó su propósito debido a la oposición de la nobleza a las nuevas propuestas del valido. Para conseguirlo luchó contra la corrupción del reinado anterior. Ordenó encerrar al duque de Uceda y al duque de Osuna, confiscó los bienes del duque de Lerma y sometió a don Rodrigo Calderón a un juicio en el cual se decretó su ejecución. Mediante un decreto obligó a hacer un inventario de la fortuna de aquellas personas que desempeñasen cargos públicos y de relevancia. Para controlar este decreto formó la Junta de Reformación, que más tarde se encargaría de velar por la vida pública de los ciudadanos.
Uno de los aspectos que se aplicó con mayor trascendencia fue el aumento de la demografía española; para ello el conde-duque prohibió la emigración y benefició la inmigración y las familias numerosas. Para favorecer la educación de los españoles, mandó construir el Colegio Real de Madrid en 1629 y otras instituciones, dirigidas principalmente por jesuitas. Dentro de esta dinámica de reforma de la moral, dos pragmáticas firmadas por Felipe IV pretendieron abolir la prostitución en todos los territorios de la Monarquía.
Se recurrió a la introducción de nuevos impuestos a la Corona, repartidos de manera más equitativa. Los antiguos reinos periféricos opusieron resistencia a estos nuevos impuestos, muchas veces con motines. La nobleza no aceptó un impuesto sobre las elevadas rentas del Reino ni la tasa sobre productos de lujo, y bloqueó continuamente estas medidas. Esta reforma fracasó en un momento en que los gastos aumentaron. Por todo ello, el conde-duque tuvo que buscar dinero en la emisión de juros, préstamos de banqueros judíos portugueses, nuevas contribuciones votadas en Cortes y la declaración de bancarrota —en realidad, suspensión de pagos— en momentos de extrema necesidad. El conde-duque también intentó crear un banco nacional con el fin de facilitar el comercio y contribuir a los gastos de la Monarquía. Para formar un capital solicitó una contribución especial sobre los patrimonios superiores a 2.000 ducados de renta, pero la nobleza volvió a oponerse, lo que causó su fracaso. La monarquía de Felipe IV se vio envuelta en una recesión económica que afectó a toda Europa, y que en España se notó más por la necesidad de mantener una costosa política exterior. Esto llevó a la subida de los impuestos, al secuestro de remesas de metales preciosos procedentes de las Indias, a la venta de juros y cargos públicos, a la devaluación de la moneda, etcétera. Todo con tal de generar nuevos recursos que pudiesen paliar la terrible crisis económica provocada por la participación española en la guerra de los Treinta Años. Para ello Olivares puso en marcha el proyecto de la Unión de Armas y a cada territorio de la Corona se le exigió que colaborase con una cantidad de soldados proporcional a su población. Los catalanes se negaron y Olivares suspendió las Cortes, comenzando así un conflicto con el Principado en el que la unidad de España, y hasta su propia supervivencia, se verá comprometida.

Escudo de Felipe II (anterior a la anexión de Portugal)


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