La efímera
reconquista de parte de las provincias occidentales del Imperio por los
generales bizantinos Belisario y Narsés, en tiempos de Justiniano (527–565), no
alteró el curso de los acontecimientos. Solo África y las islas del
Mediterráneo siguieron en poder del Imperio de Oriente hasta la irrupción de
los árabes en el siglo VII.
Desde
mediados del siglo VI, los pueblos germánicos se agitaban de nuevo, sintiendo
la presión de otra oleada de pueblos procedentes del Asia Central, esta vez
eran los ávaros. Su nombre no nos
resulta tan familiar como el de los hunos de Atila porque los ávaros no pasaron
del Danubio. En cambio, en Oriente los ávaros causaron no menos quebrantos que
los hunos y con su empuje movieron a los pueblos germánicos a desplazarse,
ocasionando una nueva distribución de pueblos germánicos en la Galia, Hispania
e Italia. Por de pronto, los francos, que al atravesar el Rin se habían
conformado con las regiones del norte de Francia, a principios del siglo VI
desalojaron a los visigodos del sur del Loira y les obligaron a establecerse al
otro lado de los Pirineos. Así, pues, los visigodos, que parecían predestinados
a formar el núcleo germánico de la nación francesa, con su corte en Tolosa y en
posesión efectiva de los puertos del Mediterráneo, Narbona y Arlés, acabaron
por tener que hacer de Hispania su patrimonio definitivo.
Era
tradicional en los visigodos su asociación con el Imperio: hacía más de un
siglo que estaban instalados en sus tierras a la sombra de las otrora poderosas
águilas romanas. Parecía, pues, que nadie podría desalojarlos de la Galia y que
ésta sería gótica para siempre. Pero eran arrianos, lo cual hacía que el papa
los mirase con recelo; y el papa, elegido con beneplácito del emperador de
Oriente, correspondía aconsejando desde Roma a los que dirigían la política del
Imperio. En cambio, los francos, al bautizarse, pasaron directamente del
paganismo germánico al catolicismo, sin pasos intermedios —caso de los
cristianos arrianos, vistos como herejes por Roma—, y esto hizo que en seguida
fuesen vistos con simpatía por el papa y el emperador de Oriente. Anastasio
concedió a Clovis, o Clodoveo, primer rey de
los francos en la Galia, el título de cónsul. Con este nombramiento esperaba atraerlo a la
órbita de influencia romana. Se cuenta que al recibirlo, Clodoveo se paseó a
caballo ante los pórticos de la basílica de San Martín de Tours, vestido con la
túnica púrpura, la clámide y demás insignias del consulado. Pero no pasó de
ahí. Bárbaro se conservó toda la vida; el arma de que se valía en el combate
era la francisca, un hacha de dos filos. Se cuenta que en cierta ocasión
consiguió que el hermano de un enemigo se lo trajera prisionero; en cuanto los
tuvo delante, Clodoveo mató a los dos con el hacha, al uno por enemigo, al otro
por traidor. A otros que vendieron a su príncipe les pagó con monedas de cobre
en lugar de oro: falso con los falsos. Con estos procedimientos expeditivos
conquistó toda la Galia.
Su
mayor fuerza, empero, emanaba de la Iglesia; desde que había sido bautizado,
los obispos le miraban como el defensor de la fe. Clodoveo, antes de
convertirse, había perseguido a la Iglesia. Por esto al bautizarle, san Remigio
hubo de decirle: «Adora lo quemabas, y quema lo que antes adorabas». Con
frecuencia, Clodoveo tenía visiones e, impulsado por una de ellas, decidió
avanzar contra los visigodos. Es posible que Clodoveo codiciara los territorios
de los visigodos en la Galia, pero además, instigado por la Iglesia, los odiaba
por ser herejes arrianos. El Gran Rey de los ostrogodos, Teodorico, desde
Rávena, comprendió que a él, como jefe de la Liga arriana, le tocaba defender a
sus hermanos visigodos en la Galia, con cuyo rey, además, le unían relaciones
de parentesco. Pero Clodoveo se le anticipó y el año 507, en la decisiva
batalla de Vouillé, el rey franco dio muerte por su propia mano al rey de los
visigodos, Alarico II. La derrota de los visigodos en esta batalla marcó la desaparición
del Reino de Tolosa, pues las posesiones galas, excepto la Narbonense y
Septimania, se perdieron. Le sucedió su hijo Gesaleico, que emprendió el
repliegue de los visigodos a Hispania.
Todavía
francos y visigodos se acometieron varias veces. La frontera de Septimania era
fácil de cruzar y los visigodos la atravesaron siempre que les convino; los
francos, por su parte, atravesaron el Pirineo a menudo. En cambio, princesas
visigodas se casaron con príncipes francos y nobles galorromanos. Esto contribuyó,
con el tiempo, a mejorar las relaciones entre ambos pueblos. Los visigodos
dieron a los francos la famosa Brunilda, una indómita e inteligente princesa
hispanovisigoda que durante medio siglo fue la figura más relevante de la
Galia. A su vez, los francos enviaron a la Península a la princesa Ingunda, que
casó con san Hermenegildo, y fue la instigadora de la conversión de su esposo
al catolicismo. La dote de estas princesas consistió tan solo en joyas, pues el
dominio político sobre tierras y ciudades era tan vago, que los monarcas
germánicos preferían contar con sus tesoros más que con sus estados.
Difícil
sería precisar hasta qué punto los monarcas francos y visigodos se sentían
independientes del Imperio, pero es evidente que los emperadores y la administración
romana, centralizada en Constantinopla, nunca renunciaron a su soberanía sobre
Occidente. Aunque el dominio efectivo del Imperio en la Galia e Hispania, en
los primeros tiempos de las monarquías franca y visigoda, fuese nulo, los reyes
germánicos no mostraron gran empeño en que se les reconociera su independencia.
Eran reyes de la nación visigoda o franca, pero consentían en recibir del
emperador un trato que implicaba el reconocimiento de su superioridad
jerárquica. En prueba de esto, mientras los emperadores de Oriente se llamaban
a sí mismos Augustos, los monarcas germánicos en las provincias de Occidente se
honraban con el calificativo de Flavios, convertido casi en un título
honorífico.
Hoy
parece imposible que nadie, en el siglo VI, creyese que el Imperio, con su
capital en el Bósforo, podía pensar en restablecer la soberanía y la
administración romanas desde el Atlántico hasta el Éufrates. Pero el éxito de
las expediciones militares de Belisario daba cabida a la esperanza. El
emperador y el papa confiaban en que los bárbaros se destruyesen entre ellos y
estuvieron siempre al acecho, esperando la ocasión de encontrar un pueblo
maleable y católico que se prestara a derrotar a los arrianos. Los francos
cumplían los dos requisitos; por esto fueron elegidos para esta misión
evangélica. En un principio, el emperador les facilitó recursos económicos, más
adelante los pontífices obraron por su cuenta, y con su ayuda reconquistaron
gran parte de Italia. Porque los germanos que a finales del siglo VI preocupaban
al papa y al emperador ya no eran los visigodos de Hispania que habían abjurado
del arrianismo en el 589, sino los longobardos, recién llegados de Germania.
Éstos invadieron la península Itálica el 27 de abril del año 568.
Los
longobardos, o lombardos, son ya mencionados por los autores clásicos.
Estrabón, Tácito y Tolomeo nos cuentan que al empezar la era cristiana, los
longobardos se hallaban ocupando la desembocadura del Elba. En tiempo del
emperador Marco Aurelio (161–180) los encontramos en el valle del Danubio;
después, durante tres siglos, apenas hablan de ellos sus contemporáneos, hasta
que, empujados por los ávaros, se decidieron a invadir Italia. Por este tiempo
eran ya cristianos arrianos; llevaban el correo cortado hasta la coronilla y lo
dejaban caer en grandes mechones sobre las orejas. Mientras que los francos no
tenían más que unos cuantos pelos en la cara, parece que los longobardos eran
barbudos, y hay quien ha querido ver en esta característica, la explicación de
su nombre, corrupción de longas–barbas, excepcionales entre las gentes
nórdicas.
Se
cuenta que, más tarde, los longobardos, ya romanizados, sonreían al ver en el
palacio real de Monza los retratos de sus abuelos del tiempo de la invasión,
con su aspecto «terrible» por sus guedejas, barbas, y borceguíes, porque si
bien los primitivos longobardos se cubrían con anchas túnicas de lino con
cenefas tejidas de colores, lo que más les diferenciaba de los otros bárbaros
eran sus borceguíes altos, atados con cintas blancas, que se arrollaban desde
la punta del pie hasta la rodilla. Al entrar en Italia, los longobardos eran de
costumbres sumamente rudas, más salvajes aún que los mismos francos. Su
caudillo Alboíno bebía en una copa hecha con el cráneo del rey de los gépidos.
Con esta copa macabra, instalado ya en Pavía, se hacía servir el vino por
Rosamunda, que era hija del muerto y que acabaría por envenenar a Alboíno.
Se
cuenta también que al divisar Alboíno las tierras italianas de la frontera del
Friul, propuso a su sobrino que se encargara de defenderlas, y éste aceptó a
condición de que se le agregaran varios nobles de su etnia. De este modo se
creó el primer ducado longobardo. Otros grupos destacados con un jefe formaron
ducados casi independientes, pero reconociendo la autoridad del monarca
establecido en Pavía. Muchos ducados debieron tener una existencia efímera y
fueron absorbidos luego por los más poderosos de Friul, Espoleto y Benevento.
Los bizantinos conservaron grandes extensiones de la Península; por ejemplo, la
Liguria o la costa del Adriático desde Venecia a Ancona, con la capital en
Rávena, donde recibía el exarca o gobernador enviado por Constantinopla. El
papa se mantuvo largo tiempo fiel al Imperio de Oriente, en Roma, y lo mismo
Nápoles y gran parte del sur de Italia. El papa y el emperador eran los
enemigos naturales de los longobardos, y el secreto de su fuerza consistía en
obrar de acuerdo y mantener asegurada la comunicación a lo largo de la vía
Flaminia, que partiendo de Roma pasaba cerca de Rávena.
La
balanza del poder en Italia osciló durante más de un siglo. Unas veces el papa
y el exarca se defendieron con dificultad de los longobardos; otras veces
presionaron tanto a éstos, que parecía que su destino iba a ser el mismo que el
de los ostrogodos: acabar aplastados por los ejércitos bizantinos. Pero ya en
el siglo VII la capital del Imperio en el Bósforo no tenía generales de la
valía de Belisario o Narsés para enviarlos a Italia. No quiere esto decir que
no se realizaran grandes esfuerzos para reconquistar territorios en la
Península que estaban en poder de los longobardos; hasta un emperador de
Oriente, Constancio II, quiso dirigir por sí mismo una campaña punitiva, pero
fracasó estrepitosamente. Constancio II pasó primero de Constantinopla a Atenas
y allí se embarcó hasta Tarento. El objetivo inicial era apoderarse del ducado
de Benevento. Mas, poco afortunado en su primer ataque, decidió consolarse del
fracaso sufrido visitando al papa y los Santos Lugares. El 5 de julio de 663
entró Constancio II en Roma. Permaneció solo doce días en la ciudad, pues tuvo
que pasar a Sicilia para dirigir la campaña contra los sarracenos, que
empezaban a extenderse rápidamente por el norte de África. Era éste el nuevo
enemigo, mucho más peligroso que los longobardos, y fue precisamente el temor a
los árabes lo que acabó de decidir al papa a coronar al monarca de los francos
como emperador de Occidente.
Hablando
de los siglos VI y VII ya podemos referirnos a emigraciones de pueblos
germánicos. Tres de sus principales grupos étnicos en hacia el año 650,
francos, visigodos y longobardos, se han afincado definitivamente en la Galia,
Hispania e Italia respectivamente, y organizan sus reinos —pues de reinos
semiindependientes de la autoridad imperial se trata—, de forma ajustada a su
propia naturaleza y a su tradición, al tiempo que empiezan a codificar sus
leyes a la manera romana. No obstante, los germanos estaban orgullosos de sus
tradiciones ancestrales. Tenemos una prueba de ello en el caso de 20.000
sajones que llegaron a Italia acompañando a los longobardos. Al instalarse en
sus ducados, éstos pretendieron que los sajones abandonaron sus usos y
costumbres y aceptaran los de los longobardos; pero los sajones prefirieron
abandonar la tierra conquistada antes que renunciar a sus tradiciones y se
volvieron a Germania, donde les esperaban nuevas dificultades, porque otras
tribus germánicas habían ocupado ya sus antiguos territorios.
Todos
los códigos germánicos tienen algo en común, pero en detalle manifiestan
grandes diferencias, y no solo difieren en las peculiaridades propias de cada
nación, sino en el grado de influencia de la cultura grecorromana o
helenística. Cuando se llevó a cabo la redacción definitiva del Fuero Juzgo,
nombre castellano con el que se conoce el código legislativo del rey visigodo
Recesvinto, el Liber Iudiciorum, hacía ya más de tres siglos que los visigodos
habitaban en tierras del Imperio, mientras que al redactarse, en tiempo de
Clodoveo, la Ley Sálica, código legal del pueblo franco, no hacía doscientos años
que éstos habían cruzado el Rin, y al codificar sus costumbres los longobardos,
en 643, hacía menos de un siglo que habían entrado en Italia. El código de los
longobardos empieza con varios artículos acerca de la persona del rey y la Paz
del Reino. El que conspira contra el rey, el que incita a la rebelión y el
traidor en el campo de batalla son castigados con la pena de muerte. En cambio,
el que asesina en nombre del rey es inocente «porque el corazón del rey está en
la mano de Dios y nadie puede escapar de su sentencia». Siglos antes, Tácito
describía las costumbres de los germanos: los reyes tenían carácter sagrado,
pero con poder menos efectivo que el de los duques, elegidos en las asambleas
para llevar a término las campañas. La autoridad real debió de consolidarse
durante el largo periodo de las emigraciones. Entre los francos, el rey era
también juez soberano, declaraba la guerra e imponía las contribuciones; sus
órdenes eran llamadas bandos o banni. El único recurso contra un rey tiránico
era asesinarle. Algo parecido ocurría con los visigodos, pero el poder absoluto
no estaba legalizado entre ellos como en el código de los longobardos, ni la
necesidad del regicidio parece hacer sido tan frecuente como entre los francos.
En
principio, los reyes eran elegidos por los nobles y así hicieron casi siempre
los longobardos. Un canon del IV Concilio de Toledo (633) insiste aún en que la
monarquía visigótica debe ser electiva. Los reyes no eran ungidos con el óleo,
como se hizo más tarde, sino que se les proclamaba alzándoles sobre el pavés,
según la antigua costumbre germánica. Poco a poco, la monarquía se fue
convirtiendo en hereditaria; en especial los reyes francos disponían de sus
estados a modo de propiedad personal, dividiéndolos entre sus hijos, lo que ocasionaba
guerras y trastornos. Las asambleas, que eran el rasgo esencialmente germánico
que conservaron estos pueblos tras romanizarse, también perdieron su poder y
eficacia y casi desaparecieron.
En
Hispania, desde finales del siglo VI, los reyes visigodos convocaron y
presidieron los concilios de Toledo. El rey proponía los debates leyendo el
tomo, o discurso, donde se anotaban los asuntos que deseaba que se tratasen en
el concilio. Aunque la mayoría de los participantes en la asamblea eran
obispos, asistían también algunos laicos y los llamados condes palatinos, y se
legislaba indistintamente sobre materias civiles y religiosas. La
administración del Reino, desorganizada e ineficaz, se había convertido en un
servicio personal del monarca. En la residencia real de los francos, que a
menudo tenía más de granja que de palacio, vivían los refrendarios o
secretarios y los condes palatinos o jueces. Un sinnúmero de nobles que
desempeñaban cargos secundarios formaban la corte: el spatario, o escudero, que
cuidaba de la armas; el tesorero; el senescal o camarero mayor; los mariscales,
que atendían a las caballerizas; el princeps pincernarum, que vigilaba el
servicio de la mesa; médicos, músicos, cantores, etcétera. Para regir toda esta
caterva de funcionarios y cortesanos hacía falta un jefe, y de aquí el famoso
mayordomo de palacio. Este cargo superior de la corte se encargaba de
distribuir no solo los empleos y ocupaciones de cada cual, sino también las
tierras de la Corona, que se daban a censo, casi a perpetuidad. Como es
natural, los nobles que habían recibido beneficios estaban interesados en que
el cargo de mayordomo de palacio fuese inamovible, y aun hereditario de padres
a hijos, para asegurarse de que otro mayordomo no les desposeyera de sus
tierras y prebendas. Esto trajo una comunidad de intereses entre los mayordomos
de palacio y la nobleza, que en los francos motivó un cambio de Dinastía; pero
en mayor o menor escala, la influencia excesiva del mayordomo de palacio se
hizo enojosa en todas las cortes germánicas.
Por
otra parte, el rey no podía atender a los detalles de la administración; solía
imponer su voluntad en los nombramientos de duques o gobernadores de comarcas
importantes, pero en la concesión de tierras de dominio público tenía que
valerse de los refrendarios y del mayordomo. En la ambigua división territorial
entre bárbaros y romanos, el rey no conocía exactamente lo que le había tocado
de las tierras del Imperio y lo heredado de los que murieron sin sucesión o
intestados. Además, era función real conceder audiencia a los peticionarios que
acudían a la corte. El código longobardo señala una pena especial para los que
ataquen a los nobles que vayan a visitar al rey.
Dada
su larga permanencia en tierras del Imperio, el más romanizado de todos los
códigos germánicos es el de los visigodos. Comenzando con Alarico II, que
resumió la ley romana en su famoso Breviario, o compendio, y con Eurico, que
empezó ya la codificación de las leyes germánicas de los visigodos cuando
estaban todavía instalados en la Galia, hasta los últimos reyes, todos o casi
todos los monarcas visigodos el mismo interés en legislar. En su forma
definitiva, las leyes visigodas formaron el código llamado Fuero Juzgo.
El
Fuero Juzgo es la traducción romance del Liber Iudiciorum o Lex Gothica, código
legal visigodo promulgado primero por Recesvinto en el año 654 y
posteriormente, en una versión completada, por Ervigio (681). El Fuero Juzgo
consta de unas 500 leyes, divididas en doce libros y cada uno de ellos
subdividido en varios títulos. Destacan, entre otras disposiciones, los
supuestos en que se autorizaba el divorcio, el deber cívico de «acudir a la
hueste», los diferentes tipos de contratos y el procedimiento en los juicios.
Las fuentes del Fuero Juzgo son códigos visigóticos anteriores, Derecho romano
e intervenciones de eclesiásticos importantes —la llamada influencia canónica—
que influyeron en el texto revisándolo o haciendo sugerencias. El Fuero Juzgo
fue el cuerpo de leyes que rigió en el Reino Visigodo de la península Ibérica
(415–711) y supuso el establecimiento de una norma de justicia común para
visigodos e hispanorromanos. La versión romance del Fuero Juzgo se ha atribuido
tradicionalmente a Fernando III el Santo, rey de Castilla y de León, que vivió
en la primera mitad del siglo XIII.
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