Desaparecido
Antemio, cuatro emperadores se sucedieron, en cuatro años, en Roma. El del año
472 fue propuesto, nada menos, que por los vándalos de África; el del 473 fue
un candidato sugerido por el rey de los burgundios; el del 474 vino otra vez de
Constantinopla, y el del 475 fue un tal Rómulo Augusto —apodado «Augústulo» por
ser casi un niño—, además, detrás de tan pomposos nombres, se escondía el hijo
de un antiguo servidor de Atila. El padre de Rómulo Augústulo era un patricio
romano de pura cepa llamado Orestes, pero empezó a labrarse un nombre en
política como secretario de Atila. A la muerte del rey de los hunos regresó a
Italia y se reincorporó a la vida pública al servicio del melifluo emperador
Valentiniano III. Los desÓrdenes del año 474 hallaron a Orestes ascendiendo al
título de «Magister Militum» y con una fácil insurrección palaciega consiguió
que el maleable Senado romano nombrase emperador de Occidente a su hijo Rómulo
Augústulo. Éste contaba solo catorce años de edad; el hecho de que Orestes
prefiriera hacer emperador a su hijo en vez de revestirse él mismo con la
púrpura es otro síntoma del concepto puramente honorífico que se concedía ya al
título de emperador en Occidente.
El
gobierno de Orestes y su hijo duró solo ocho meses. Lograron un tratado y la
protección de Genserico, quien desde el norte de África era el actor decisivo
en la política de Occidente; en cambio Orestes no pudo soslayar la presión de
su propio ejército y fue asesinado. Los soldados pedían a su comandante la
tercera parte de las tierras de Italia. Los visigodos ya se habían apoderado de
dos Tercios del territorio que ocupaban en la Galia; los burgundios, además de
los dos Tercios de los campos, se apoderaron de la mitad de los pastos y los bosques;
los vándalos no se habían contentado ni aun con eso… ¿Por qué no podían, pues,
los bárbaros de Italia, que componían la mayoría del ejército, obtener una
porción parecida, máxime cuando grandes extensiones de la Península estaban
abandonados por haber desaparecido sus legítimos propietarios? La resistencia
de Orestes a esta demanda resultó fatal para él y para Italia. Si los veteranos
de la Península se hubiesen instalado en los antiguos predios deshabitados,
algunos habrían conseguido arraigar y fundar así una nueva población agrícola,
que tan necesaria se había hecho en aquellos momentos.
El
motín que depuso a Orestes y a su hijo estaba encabezado por un jefe de los
hérulos llamado Odoacro, que iba a repetir la experiencia de Ricimero. Gobernó
Italia como un rey de facto desde 476 a 493, aunque no se proclamó emperador.
La diferencia entre Odoacro y Ricimero es que el segundo se sirvió de un
emperador fantoche con el que justificar su usurpación del poder, mientras que
Odoacro se hizo proclamar rey levantándole los soldados sobre el pavés —un
escudo oblongo y de suficiente tamaño para cubrir casi todo el cuerpo del
combatiente—, a la manera germánica. Pero hasta Odoacro mantuvo su respeto y
acatamiento, aunque solo fuese nominal, al Imperio. He aquí el párrafo
primordial del documento que el Senado romano aprobó por unanimidad a propuesta
de Odoacro: «El Senado y el Pueblo de Roma consienten en que la sede del
Imperio universal sea transferida de Roma a Constantinopla y renuncian al
derecho de proclamar emperador, pues reconocen la inutilidad de la división en
dos Imperios. La República confía en las virtudes y el valor de Odoacro, y
humildemente requiere al emperador que le confiera el título de patricio y
consienta que administre la diócesis de Italia». Esta es la parte sustancial
del documento que el Senado romano hizo llegar al emperador Zenón en
Constantinopla. ¡Qué duro y humillante —aun para los que parecían ser los
beneficiarios de esta abdicación de poderes— oír que el Senado y el Pueblo de
Roma renunciaban a sus derechos!
Resulta
también interesante la respuesta del emperador Zenón. Sin apresurarse a recoger
esta sucesión al Imperio de Occidente, el augusto de Constantinopla no envió
más colegas a Roma y, en cambio, escribió una carta a Odoacro en la ya le
otorgaba el título de patricio. Pero Italia está más cerca de Constantinopla
que la Galia o Hispania, y Odoacro fue solicitado para participar en una
conspiración contra el emperador Zenón. La sospecha de que Odoacro había
prestado su apoyo a los conjurados irritó sobremanera al viejo emperador, que
además quería deshacerse de una nueva avalancha de ostrogodos que habían
rebasado las fronteras orientales. Entre ellos había algunos veteranos que
habían seguido a Atila hasta Orleans y que ahora se dejaban seducir por la
posibilidad de obtener tierras en Italia. Iban guiados por un joven caudillo
que había pasado muchos años en Constantinopla como rehén y allí se había
familiarizado con los intríngulis de la política romana. El nombre de este muchacho
era Teodorico, futuro rey de los ostrogodos. En Constantinopla, a pesar de los
amaneramientos de la corte, no se habían debilitado sus instintos viriles ni su
espíritu aventurero. Teodorico, modelo hasta hoy del héroe germánico, peleaba
en primera línea de combate; y en muchas ocasiones sus acciones, espada en
mano, decidieron batallas en las que participaron naciones enteras.
Considerándole peligrosísimo como enemigo, y muy útil como aliado, el emperador
Zenón confió a Teodorico la empresa de liberar a Italia de Odoacro y sus
huestes de hérulos, antiguos aliados de los godos a los que habían acompañado
en sus primeras expediciones a las costas del mar Negro doscientos años antes.
Los
ostrogodos al mando de Teodorico entraron en Italia por el norte. Pero la
campaña contra los hérulos no fue tarea fácil. El primer enfrentamiento tuvo
lugar junto al Isonzo, en los llanos delante de Aquilea. De allí Odoacro
retrocedió a la línea del Adigio y una segunda batalla se desató bajo los muros
de Verona, donde Teodorico hizo verdaderos prodigios de valor, cantados durante
siglos por las sagas y epopeyas germánicas. Finalmente Odoacro se refugió en
Rávena y allí corrió a acorralarle el ostrogodo. Después de haber concertado un
Tratado de paz por el que se comprometían a gobernar juntos, Teodorico dio
muerte a Odoacro con un tajo de su enorme espada; según la leyenda, lo partió
en dos desde el cuelo a la cintura. Asombrado de la eficacia de su propio
golpe, dicen que Teodorico exclamó al ver a su enemigo partido en dos mitades:
«¡Pero este infeliz no tenía huesos en su cuerpo!».
En
ese momento empieza la etapa del gobierno de Teodorico en Italia, que duraría
treinta años. «Gobernó las dos naciones, ostrogodos y romanos —cuenta un
biógrafo de la época—, como si fueran un solo pueblo. Aunque era arriano de
religión, encargó la administración civil a los romanos y no persiguió a los
católicos. Celebró festejos en el circo y en el gran anfiteatro, y repartió
generosas raciones de grano entre el pueblo…». Teodorico el ostrogodo trató,
pues, de realizar en Italia el propósito del visigodo Ataúlfo en España; ambos
visionarios trataron de romanizar a los germanos y de germanizar a los romanos.
Teodorico construyó edificios: un palacio en Pavía, el palacio y el acueducto
de Rávena, termas y otro palacio en Verona, que parecen iniciativas impropias
de un rey ostrogodo, y que en nada se ajustan a la pésima reputación que las
fuentes eclesiásticas atribuyeron a los bárbaros. Aunque, como ya se ha visto,
esa inquina venía motivada por el hecho de que los germanos eran arrianos y se
resistieron durante mucho tiempo a aceptar el catolicismo por considerarlo una
abominación.
La
paz que Teodorico impuso en Italia atrajo a mercaderes y agricultores de otras
partes del Imperio dispuestos a trabajar las tierras. Esto hizo que la economía
se recuperase bajo el paternal gobierno del Gran Rey de los ostrogodos. Sin
embargo, Teodorico no sabía leer ni escribir; para firmar se mandó hacer una
pauta con agujeros, marcando sus letras en una tablilla de madera. Los
guerreros ostrogodos que le rodeaban, y a quienes había confiado la guarda de
los puntos estratégicos de Italia, eran todavía más rudos que él. Sobre todo
eran germanos y arrianos, y no entraba en sus planes atacar a sus hermanos
vándalos; luego no podía intentarse una restauración del Imperio y del espíritu
clásico, mientras los vándalos conservasen las provincias de África. Teodorico,
en realidad, no es más que un episodio curioso del periodo de las invasiones,
una experiencia interesante de adaptación y de fusión de civilizaciones; un
personaje heroico, romántico, pero no cambió el curso de la Historia. Es el
gran caudillo germánico que trata de poner orden en la administración de
Italia, pero sin decidirse a iniciar un nuevo régimen y romper con
Constantinopla. Envió una embajada al emperador Zenón para solicitarle permiso
para usar el manto real. Su título oficial era el de «Rey de los godos y los
romanos en Italia».
Ya
en su vejez, Teodorico empezó a preocuparse por la sucesión. Dejaba solo una
hija, Amalasunta, y un nieto, Atalarico, menor de edad. Parece ser que algunos
miembros del Senado iniciaron negociaciones con el emperador de Oriente para
que se preparara a ejercer su soberanía en Italia a la muerte de Teodorico, sin
contar con los ostrogodos. Esto tenía que irritar al gran caudillo que se había
mantenido fiel al Imperio y creía que Constantinopla debía aceptar a su nieto
como legítimo sucesor. Teodorico descubrió la conjura y ordenó ejecutar a los
senadores que habían tomado parte en ella. Entre ellos murió un tal Símaco,
acendrado católico, aunque descendiente de aquel Símaco neopagano que no quiso
admitir el fin del paganismo, y, sobre todo, pereció Boecio, a quien podría
llamarse el último escritor clásico. Saturado de la literatura antigua, Boecio
redactó en latín culto y elegante un tratado, «De Consolatione Philosophiae»,
que llegó a ser el libro más popular en la Edad Media. Escrito en la cárcel en
los meses previos a su ejecución, el libro de Boecio es, en sustancia, el diálogo
entre un condenado a muerte y la personificación de la Filosofía. Ésta, matrona
todavía fuerte y lozana, va vestida con una vieja túnica en la que hay bordadas
las letras T y P, iniciales de Teoría y Práctica. Ambos, el condenado y la
intelectual matrona, discuten sobre la inconstancia de la fortuna y la
estabilidad que, en cambio, existe en el Bien Supremo, todavía el «Summum
Bonum» de Aristóteles, sin añadidos ni interpolaciones de la Iglesia. En el
libro de Boecio no hay ninguna alusión al cristianismo —de ahí que se considere
la última obra clásica—, ni al misterio de la Redención ni a la predicación de
Jesús; pero el hecho de que un libro pagano, puramente filosófico, pudiese ser
aceptado en las escuelas cristianas como un modelo edificante demuestra el
cambio enorme del espíritu de las gentes de principios del siglo VI.
A
poco de la ejecución de Símaco y Boecio moría Teodorico víctima de disentería a
los setenta y dos años de edad. Era el 30 de agosto de 526 y fue enterrado por
su hija Amalasunta en una magnífica tumba construida en la pineta (pinar),
junto a Rávena. Todavía se conserva con escasos deterioros un mausoleo de
planta decagonal terminado con una gigantesca losa de granito que tiene la
forma de cúpula achatada, de diez metros de diámetro y formada por un solo
bloque, que tuvo que alzarse valiéndose de anillos tallados en la misma piedra.
La tumba tiene en el interior dos pisos; el inferior, vacío actualmente, sirvió
de depósito de armas y recuerdos del Gran Rey ostrogodo; en el superior hay todavía
un sarcófago donde reposó el cuerpo embalsamado. Textos antiguos, poco dignos
de crédito, cuentan que el sarcófago estuvo sostenido por cuatro columnas de
pórfido. A su alrededor, según cuenta Agnellus, el cronista de Rávena, había
haciendo guardia estatuas metálicas de los doce apóstoles, hecho muy poco
creíble porque Teodorico siempre fue arriano y fiel al culto de Odín de sus
antepasados. En el mismo mausoleo hay una decoración tallada en un friso alto
con el relieve de los espectros que van al Walhalla, aunque ha sido manipulado
y dichas figuras aparecen como seguidores de la Cruz. La misma decoración se
encuentra trazada en filigrana en la armazón de oro que sostenía la coraza de
cuero del rey ostrogodo.
Ya
sin esta sombra del caudillo ostrogodo en Italia, los bizantinos decidieron
acabar de una vez por todas con los vándalos que ocupaban el norte de África.
Sería el principio de la reconquista de Occidente, porque después seguiría la
de Italia y, por fin, la de Hispania y la Galia. Los bárbaros solo habrían sido
un paréntesis en la milenaria historia de Roma. Así debían de pensar algunos
miembros del Senado de Constantinopla y varios altos consejeros. La cuestión se
debatió ampliamente en presencia del emperador Justiniano y de su esposa
Teodora. El recuerdo del fracaso estrepitoso de la expedición de Basilisco y la
pérdida enorme que ocasionó el desastre, hacían terriblemente impopular toda
iniciativa encaminada a expulsar a los vándalos de África. El prefecto del
Pretorio fue el portavoz de esta oposición nacida del descontento: «El África,
oh Augusto, dista ciento cuarenta días de Constantinopla. Para llegar a ella
hay que cruzar grandes extensiones de mar, y si la empresa fracasa, tardaremos
más de un año en saberlo. Además, aunque conquistemos el África, no podremos
mantenernos en ella sin la Sicilia y la Italia, que se hallan en poder de los
ostrogodos…». Pero los católicos no cesaron de insistir al emperador, incluso
asegurándole que Dios les animaba en sueños. El hecho es que una armada de quinientos
buques, algunos de setecientas toneladas, partió del Bósforo el 21 de junio del
año 533. Mandaba la expedición el afamado general Belisario, llevando éste como
secretario y notario al historiador Procopio. Hasta para dar carácter novelesco
a la expedición, acompañaba a Belisario su esposa Antonina, de más edad que él,
la cual pretendía ayudarle con sus consejos en materia de estrategia, y le
amargaba la existencia con sus continuas infidelidades. Por lo visto, en su
juventud Antonina había ejercido la prostitución.
La
expedición, detenida por vientos desfavorables, tardó dos meses en llegar a
Sicilia. Allí fue bien recibida por los ostrogodos; Amalasunta, hija del
difunto Teodorico, comprendió que, en este caso, su interés estribaba en
olvidarse de la peliaguda cuestión religiosa y ponerse del lado de los
bizantinos; éstos sorprendieron a los vándalos desprevenidos, desembarcaron sin
encontrar resistencia y la batalla se libró trece días después, delante de
Cartago. La refriega terminó con la desbandada de los vándalos. Aquella misma
noche Belisario tomó posesión del palacio de Gelimero y devolvía su basílica a
los católicos. Gelimero era nieto del abominado Genserico y había usurpado el
trono a su primo Hilderico. Los vándalos presentaron otra vez batalla, ahora en
Numidia, y fueron nuevamente derrotados. Gelimero se refugió en las montañas
del Atlas. Desde allí pidió a sus perseguidores tres cosas, que dan idea del
temple del jefe de los vándalos: pan blanco, una esponja para lavarse los ojos
enfermos y una lira para cantar las rapsodias que había compuesto de sus
desventuras. Por fin, Gelimero fue capturado. Los cautivos vándalos fueron
llevados a Constantinopla, el Senado bizantino concedió a Belisario el título
de «Vandálico».
Guerreros vándalos del siglo VI |
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