El
Apocalipsis es el último libro de la Biblia y no ha dejado de suscitar
polémicas desde su aparición. El término Apocalipsis
deriva de una palabra griega que significa Revelación.
El Concilio de Trento celebrado en 1545 lo catalogó entre los
textos canónicos de la Iglesia católica. No obstante, otras Iglesias cristianas
no vinculadas a Roma continúan rechazándolo, siguiendo así una antiquísima
tradición. Orígenes (†254) lo ignora; Eusebio de Cesarea (†340), aunque sin atreverse
a tomar partido abiertamente, cita extensamente en su obra las objeciones de
Dionisio de Alejandría (†261) y proporciona todos sus argumentos contra el
carácter apostólico del Apocalipsis.
Más adelante, el Concilio de Laodicea (362), celebrado en tiempos de Juliano el
Apóstata, el último emperador pagano, se niega a inscribirlo en el Canon de la
Iglesia romana. Otros distinguidos padres conciliares como Juan Crisóstomo
(†407) y Teodoredo no mencionan el Apocalipsis y San Jerónimo (†420), autor de
la Vulgata, adopta una posición
semejante a la de Eusebio de Cesarea.
Según la tradición el Apocalipsis es el relato
de la visión extática que tuvo el apóstol Juan durante su exilio en la isla de
Patmos en tiempos del emperador Domiciano (81-96), de ahí el término Revelación. Resulta sorprendente que una
visión de semejante extensión fuese recordada con todo lujo de detalles por el
autor del Apocalipsis al despertar de su sueño. El texto relata de forma
bastante precisa en gran incendio de Roma registrado en el año 64, en tiempos
de Nerón, y la destrucción del Templo de Jerusalén seis años después (70). El
primero aparece en el capítulo 18, y la segunda en el capítulo 11. En cuanto a
las «Cartas a las Siete Iglesias» (capítulos 2 y 3), éstas habían existido
primitivamente, antes de la redacción del Apocalipsis,
pero de forma separada. La lectura del Apocalipsis conduce a ciertas reflexiones
a poco que nos fijemos en el texto que, según se supone generalmente, fue
redactado en torno al año 95 en Patmos por el apóstol Juan, el discípulo amado, que sería también autor
de uno de los evangelios canónicos y que, sin embargo, parece ignorarlo todo
acerca del movimiento cristiano original del que él mismo habría formado parte.
Tampoco menciona a los demás apóstoles designados por Jesús como guías de la
Iglesia naciente. No se refiere a Pedro, como jefe del movimiento mesiánico;
ignora la existencia de Pablo, su misión, su papel relevante y su muerte en
Roma en el año 67. Esto tampoco es tan extraño dado que Pablo no fue uno de los
setenta y dos apóstoles originales. Asimismo, Juan ignora las Epístolas de
Pablo, que a finales del siglo I ya circulaban por todas las Iglesias de Asia Menor y Siria.
Si todo esto lo ignora el Apocalipsis puede ser
porque fue redactado mucho antes de su publicación a finales del siglo I.
Indudablemente se habla de «la ciudad donde su Señor fue crucificado» (11, 8),
pero esto no es determinante ya muchos jefes mesiánicos fueron crucificados en
Jerusalén. Es posible que el texto original, sin los añadidos e interpolaciones
posteriores, fuese redactado en la lengua vulgar de la región, que era el
arameo, mucho más utilizado como lengua vehicular que el griego y, por
supuesto, que el latín. El objeto de este texto habría sido galvanizar la
resistencia judía contra los ocupantes romanos, y no fueron pocos los líderes
de la resistencia que acabaron sus días en la cruz de la infamia. Pero esto no
aclara en qué época fue redactado el manifiesto original, y por quién. Es muy
posible que el Apocalipsis fuese escrito antes del año 64, dado que fue el año
del incendio de Roma, y no podía presentarse su descripción como una profecía antes, incluso, de que Juan el Bautista adoptara
el papel de predicador en el vado de Betabara, en el Jordán, en el año XV del principado
de Tiberio, es decir, en el 29 de nuestra Era. Repasemos el siguiente texto: «Ésta
es la revelación que Dios confió a Jesucristo en relación con los inminentes
sucesos que era preciso poner en conocimiento de sus servidores. El ángel enviado
por el Señor se la comunicó por medio de señales a Juan, su servidor. Y Juan es
testigo de que todo lo que ha visto es palabra de Dios y testimonio de
Jesucristo. ¡Dichoso quien lee y dichosos los que prestan atención a este
mensaje profético y cumplen lo que en él está escrito! Porque la hora final
está al caer.» (Apocalipsis, Prólogo,
1, 1-3). Veamos ahora el siguiente texto: «Yo, Jesús, he enviado a mi ángel
para testimoniaros estas cosas relativas a las Iglesias. Yo soy la raíz y la
estirpe de David, la Estrella resplandeciente de la mañana. […] El que tenga
sed, que venga; el que quiera, saque agua de vida gratuitamente. […] Dice el
que testifica estas revelaciones: Sí, mi regreso está próximo…» (Apocalipsis, Epílogo, 22, 16-20).
Si admitimos que el Apocalipsis fue redactado
por el apóstol Juan, también llamado Juan de Éfeso —suponiendo que ambos sean
la misma persona—, en torno a los años 94-96, debemos admitir la falsedad de su
visión profética, ¡ya que el regreso de
Jesús no tuvo lugar jamás! Y en cuanto al anuncio del incendio de Roma (citada
bajo el nombre simbólico de Babilonia) y la destrucción de Jerusalén, ya se
habían producido muchos años antes. A partir de estas conclusiones, podemos
especular que el Juan que recibe el mensaje de Jesús, después de una visión de
éste en forma de una terrorífica revelación
o apocalipsis, es Juan el Bautista. Y
es muy posible que este mensaje le llegase desde Egipto, donde Jesús se
encontraba refugiado desde el fracaso de la rebelión del Censo del año 6 d.C., a causa de las terribles represalias de los romanos, la aniquilación de los zelotes
rebeldes y la crucifixión de su líder, Judas de Gamala. Efectivamente, el
regreso de Jesús está próximo, pero en el sentido absolutamente material del
término, ya que pronto aparecerá en la orilla occidental del Jordán, en el año
29, para reemplazar a Juan el Bautista, que había cumplido ya su cometido.
En ángel
que lleva el mensaje lo es sólo en la versión latina —redactada a principios
del siglo V—, porque en el texto griego se habla de un aggelos, término que significa enviado
o mensajero, pero despojado de todo
carácter sobrenatural. Para designar a las entidades espirituales se utilizaban
los términos daimon, diabolos, kakodaimon… La razón es muy sencilla: los griegos de la época helenística
tardía ignoraban en su mitología ese tipo de espíritus que el cristianismo
latino medieval acabó convirtiendo en ángeles
y demonios.
En cuanto al término ekklesia (en griego: asamblea),
puede traducirse perfectamente en hebreo por kahal, que tiene el mismo significado. Designa el agrupamiento, en
un lugar dado, de todos los fieles de una congregación. Hay, sin embargo, otro
punto inquietante en el discurso de Jesús recogido más arriba en el texto del Epílogo: se define a sí mismo como Estrella. Es el título que se daban los mesías
o libertadores de Israel. El último de ellos fue Simón bar Kochba, que se hacía
llamar el Hijo de la Estrella y fue ungido por el rabino Akiva en tiempos del
emperador Adriano, un siglo después de la muerte de Jesús en la cruz. Este
sujeto protagonizó una sangrienta revuelta entre los años 133-135 que tuvo
consecuencias catastróficas para los judíos, pues el emperador ordenó su diáspora o dispersión, y la provincia de
Judea pasó a llamarse Palestina para borrar su recuerdo.
Así pues, es muy probable que la Revelación o Apocalipsis original, sin los añadidos e interpolaciones
posteriores, fuese obra del propio Jesús, como él mismo lo dice en el Prólogo y
en el Epílogo. Pudo haber redactado el texto en torno a los años 27-28, antes
de iniciar sus prédicas, y su destinatario era Juan el Bautista. Incluso es
posible que la hubiese dictado personalmente y que Juan actuase como amanuense,
como Lucas lo hizo con Pablo. En cualquier caso, el objetivo del texto apocalíptico
era estimular, una vez más, y mediante falaces esperanzas, el deseo de
independencia de los judíos sometidos a Roma desde hacía casi un siglo. Por otra
parte, la suerte que estos fanáticos reservaban a las demás naciones, a las que
esperaban someter con la ayuda del dios de Israel, no era nada halagüeña, ni
siquiera en boca de Jesús: «Y al que venza y observe hasta el fin mis obras, le
daré poder sobre las demás naciones, y las gobernará con vara de hierro, y
serán quebrantadas como vasijas de barro». (Apocalipsis,
Prólogo, 2, 26-27).
Cabe suponer que si algunos ejemplares del
manifiesto original llamando a la guerra santa contra los romanos cayeron en
manos de éstos, debidamente traducidos del arameo al griego, lengua común en la
región, los gobernantes romanos tomasen medidas no sólo en Judea, sino en otras
partes del Imperio como Siria y Egipto que albergaban importantes colonias
judías. Pero también en Roma, porque ya en tiempos de Tiberio (14-37) y de
Claudio (41-54) los judíos fueron deportados de la península Itálica y
confinados en Cerdeña y otras partes, como recoge Suetonio en su Vida de los Doce Césares: «Como los
judíos se sublevaban continuamente, instigados por un tal Chrestos, los expulsó de Roma…» (Op. Cit., Claudio, 25). Esto sucede en el año 52, hace unos veinte años que Jesús ha sido crucificado,
pero como sus seguidores sostienen que ha resucitado, Suetonio, basándose en
las habladurías de los prosélitos, imagina que sigue vivo y conspirando contra
Roma. ¿Fue así?
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