Un
acto de piedad fraternal del nuevo emperador puso otra vez sobre la mesa la decisión
suprema de Antonino Pío. Marco Aurelio, a su advenimiento, confirió a su
hermano adoptivo, Lucio Vero, el título de Augusto, y lo situó —con la única excepción
del sumo pontificado, considerado todavía como indivisible— en un plano de
igualdad completa con él y, para realzar aun más su rango en la jerarquía del
Estado, le dio a su hija en matrimonio. Vero no mejoró con estas distinciones;
siguió siendo lo que hasta entonces había sido: libertino, jugador, mujeriego,
pródigo e indiferente a los negocios públicos; vicios todos ellos que Marco
Aurelio fingió siempre no haber advertido. Afortunadamente para el Imperio, el
crápula Vero sólo fue igual a Marco Aurelio en el título y no intentó
disputarle el poder; éste tomó a su cargo todas las responsabilidades del
gobierno de Roma y su vasto Imperio, mientras su hermano se acomodaba sin dificultad a una solución de
compromiso que le dejaba las manos libres para todos sus vicios. Por otra
parte, este reparto de atribuciones no dejaba de presentar sus ventajas, pues
el Imperio iba a verse amenazado en todas sus fronteras y la presencia de un
colega junto a Marco Aurelio significaba la obligación ineluctable de prestarle
socorro contra las invasiones y una garantía contra usurpaciones domésticas
siempre posibles.
Marco Aurelio había nacido en Roma, en el seno
de una familia establecida en Italia, pero que era oriunda de la provincia
española de la Bética. A su advenimiento, Marco Aurelio contaba cuarenta años y
se hallaba en plenitud de facultades físicas y mentales. A pesar de su carácter
pacífico, Marco Aurelio tuvo que librar dos grandes guerras, una en Oriente y otra en el
Danubio. Tuvo que reprimir también una usurpación que puso en grave riesgo la
unidad del Imperio: la de Avidio Casio. Este general, que había permanecido al
frente de las tropas acantonadas en Siria y que era muy popular en Oriente,
sostenido por una poderosa facción del Ejército, se hizo proclamar emperador.
La mayor parte de las legiones de Oriente lo reconocieron, incluido Egipto, y
la guerra civil parecía inevitable. Pero la diosa Fortuna sonrió a Aurelio y la
tormenta pasó sin necesidad de desenvainar la espada; un grupo de suboficiales
dio muerte al usurpador (175) y en poco tiempo todo había vuelto a la
normalidad. No obstante, Marco Aurelio comprendió que su presencia en Oriente
era necesaria para apagar los últimos rescoldos de la rebelión. Fue a Siria y
Egipto y castigó severamente a las ciudades levantiscas de Antioquía y
Alejandría, que habían prestado su apoyo a Avidio Casio. Después regresó a Roma
para celebrar triunfalmente sus victorias en las campañas danubianas. La
rebelión de Casio fue un serio aviso de lo que iba a ser, antes de terminar el
siglo II, un dramático periodo de usurpaciones y pronunciamientos militares,
prefacios, a su vez, de la anarquía que iba a caracterizar el siglo III.
Las guerras danubianas y la sublevación de
Avidio Casio, impidieron a Marco Aurelio emprender las reformas en la administración
del Imperio que quería realizar, y conjurar de forma definitiva el peligro que
suponían los pueblos germánicos al otro lado del limes. En líneas generales, Marco Aurelio mantuvo buenas relaciones
con el Senado, siguiendo la línea política trazada por su predecesor, Antonino
Pío: bajo su gobierno las relaciones entre los dos poderes siguieron siendo
excelentes; guardaba la mayor consideración a las personas de los senadores conscriptos y asistía con frecuencia a las sesiones de la Cámara de representantes. Sin
embargo, Marco Aurelio, como antes Adriano, advirtió que existían lagunas de
poder y vacíos legales que entorpecían la administración senatorial, y este
hecho demuestra bien a las claras la evolución fatal del principado hacia una monarquía
de corte absolutista al estilo oriental; modelo que, tras las crisis del siglo
III, acabaría imponiéndose bajo Diocleciano y Constantino.
Por primera vez desde el advenimiento de la dinastía
de los Antoninos tenía el emperador un hijo propio al que podía nombrar su sucesor. Pero Cómodo se había revelado tempranamente como un personaje
indeseable que no merecía ser investido. A pesar de sus vicios, Marco Aurelio
no había considerado apartarlo de la sucesión. Por el contrario, se esforzó en
cuidar de su educación para prepararlo en el ejercicio del gobierno. Fue en
vano, Cómodo no mejoró, a pesar de lo cual su padre lo asoció al Imperio en
176, y cuatro años más tarde, mientras continuaba dirigiendo la campaña contra
los bárbaros en Vindobona, cayó enfermo a causa de una epidemia que diezmaba las tropas romanas y falleció pocos días después, a los cincuenta y ocho años.
Apenas muerto su padre (180), el joven Cómodo se
apresuró a pactar con los bárbaros una paz deshonrosa que anulaba el inmenso
esfuerzo llevado a cabo por su Marco Aurelio, e impaciente por disfrutar del poder,
regresó inmediatamente a Roma. Entregado por completo a sus depravaciones y
a sus vicios, no se ocupó de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos
de indignos favoritos, libertos a los que convirtió en prefectos del pretorio;
primero fue Perennis, tan ávido como cruel, a quien el emperador tuvo que
sacrificar en 185 a los soldados enfurecidos. Después fue un frigio de baja
estofa, un antiguo mozo de cuadra, Cleardea, aún más vil y nefasto que su
antecesor. El rasgo definitorio del gobierno de Cómodo fue la antítesis del que
habían observado los Antoninos, basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones
entre el emperador y el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico
apoyado en el Ejército y dirigido, sobre todo, contra la aristocracia
senatorial, como en tiempos de Calígula (37-41). Esta política dio como
resultado una creciente hostilidad entre el Senado y el emperador. Desde el
primer año de principado estallaron conspiraciones que se estuvieron repitiendo
hasta terminar aquél; en 183 fue la conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila,
la propia hermana de Cómodo; en 186-187 la de Materno, que reunió a una tropa
de bandidos, penetrando hasta los alrededores de Roma y pretendiendo matar al
emperador; después la de Antiscio Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas
y dieron lugar, sobre todo entre los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias.
Por último triunfó un complot. Su concubina Marcia, de acuerdo con otros
conjurados, lo envenenó y, como devolviese Cómodo el veneno, le hizo
estrangular por un atleta.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero.
Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio,
aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron
hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba
sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había
ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar
y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una
de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura
hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo
auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso
de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a
orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la
prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido
como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de
principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y
prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia
decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas.
Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de
los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y
se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho
famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos,
privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga,
amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos,
protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para
acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a
Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres
meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en
pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a
quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo
públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar
el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se
presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax,
parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio
Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los
miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición
favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta,
el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios
a repartir entra cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al
Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara
aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros
obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo
que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a
las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso
apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente
insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del
Rin y el Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo
emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos.
Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a
sus intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a
escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la
muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por
las tropas acantonadas en distintas provincias.
Legionario romano (ss. I-II) |
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