Los eruditos
han dividido la larga historia de la Roma antigua en tres grandes
épocas marcadas por el cambio de forma de gobierno: Monarquía, República e Imperio o Principado. Según la tradición la primera se extendió desde la legendaria fundación de la ciudad en 753
a.C. hasta el año 510 a.C. Probablemente ambas fechas sean inexactas, pero nos
ayudan a situarnos en el tiempo. La segunda, partiendo de este límite coincide
con la etapa republicana que concluye con la proclamación de César Augusto como
emperador o «primer ciudadano»; una suerte de monarquía respetando las formas
republicanas y manteniendo antiguas instituciones como el Senado.
Dentro de la era republicana las grandes guerras contra Cartago en el
siglo III a.C. separan una primera etapa republicana, en cuyo decurso Roma
unificó bajo su dominio toda la península Itálica, de una segunda en la cual se
sentaron las bases del Imperio.
Finalmente, la época imperial (27 a.C. a 476 d.C.) experimentó un
periodo convulso que coincidí casi totalmente con el siglo I; el Siglo de Oro
romano o «época áurea» fue el siglo II que se caracterizó por la ascensión al
principado de emperadores elegidos por adopción del más digno y no por vínculos
familiares o pronunciamientos militares, y, por último, un periodo dramático,
intenso, convulsionado por crisis económicas y políticas gravísimas. El Imperio
se hizo más rígido, estructurándose sobre nuevas bases, buscando otras formas
de Estado y luchando tenazmente por superar las divisiones internas y contener
la avalancha de enemigos que, provenientes del exterior, pugnaban por
destruirlo.
Según la leyenda transmitida por los poetas y analistas, el fundador de
Roma, sobre la colina del Palatino, fue Rómulo, hijo del dios Marte y de una
princesa de Alba Longa que se llamaba Rea Silvia. Siempre de acuerdo con la
narración, para poblar la ciudad, su fundador reclutó colonos venidos de la
región vecina del Lacio y para dotarla de mujeres de apoderó de las de una
tribu cercana, las Sabinas, dando así origen a una guerra de represalia que
terminó con la fusión de ambos pueblos en uno solo, el de los Quirites.
Esta nueva población parece haber estado constituida por tres tribus
—Titos (o Sabinos), Ramnes (o Romanos) y Luceres—, divididas después en treinta
curias o comunidades que habría formado la estructura política de base. Sobre
todos ellos habría reinado un rey, que, en memoria de la fusión, habría sido
sucesivamente latino y sabino. El relato de la leyenda prosigue afirmando que
este cambio de poder funcionó en lo que respecta a los tres primeros sucesores
de Rómulo: el sabino Numa Pompilio, el latino Tulio Hostilio y el sabino Anco
Marcio. En cambio, los tres reyes siguientes fueron etruscos, pertenecientes a
un pueblo cuyas ciudades principales se alzaban al norte de Roma, pero que se
expandía ahora hacia el sur, en Campania, y tenía, por consiguiente, mucha
influencia en la Urbe.
Sin embargo, la ciudad prosperó, tanto bajo los latinos y sabinos como
bajo los etruscos. Adquirió una hegemonía estable en el territorio circundante,
reforzó y articuló sus instituciones, acrecentó su población, se dotó de
prestigiosas realizaciones en el campo arquitectónico y urbanístico. Todos los
reyes contribuyeron a ello: Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, organizó la vida
religiosa, cuyas normas le fueron dictadas por la ninfa Egeria; Tulio Hostilio
sometió a la ciudad de Alba Longa, de donde según se decía era oriundo el
fundador de Roma y la rival más peligrosa de ésta; Anco Marcio llevó adelante
la expansión, fundó el puerto de Ostia en la desembocadura del Tíber, construyó
sobre este río el primer puente (Sublicio), el primer acueducto (Aqua Marcia o
acueducto Marcio) e incluso la primera prisión: la Cárcel Mamertina, también
llamada el Tullianum, que se hallaba en la ladera noreste del monte Capitolino,
frente a la Curia y los foros imperiales de Augusto, Vespasiano y Nerva. Entre
ella y el Tabularium (archivo) había un tramo de escaleras que llevaba al Arx
del Capitolio, conocido como las Scalae Gemoniae.
Con referencia al primer rey etrusco (quinto de Roma, que se llamó
Tarquinio Prisco), dice el historiador Tito Livio (†17 d.C.) que fue primero en
intrigar para que lo eligieran rey, apoyándose en la plebe. Es posible que así
fuera. En todo caso, fue el primero de quien emanaron disposiciones concretas
en auxilio de las clases más humildes y en emprender un programa urbanístico
formal en la ciudad: un circo, pórticos en la plaza del mercado (Foro),
templos… A él se debe también la introducción en Roma de los símbolos de poder
que llegaron a ser, posteriormente, tradicionales: el cetro, la capa púrpura,
los doce lictores que constituían la guardia de corps y la escolta de las
autoridades. Fue sin duda un rey populista y revolucionario.
Sus innovaciones parecen de poca relevancia frente a las del sexto
monarca, Servio Tulio: la ampliación de la ciudad, incluyendo las siete colinas
tradicionales, la circunvalación de las murallas con que protegió la ciudad —y
que desde entonces se llamaron «murallas servianas»— y sobre todo una importantísima
reforma constitucional, estructura destinada a perdurar y que sustituyó a las
tres tribus de Rómulo, fundamentadas en vínculos de consanguinidad, por una
base territorial mediante la cual dividió a estas tribus en centurias,
ordenadas siguiendo criterios de censo y riqueza y no exclusivamente de
parentesco.
Por lo que toca al reinado del último monarca, comenzó con un
asesinato, el de su predecesor, y terminó con un estupro, el de una dama de la
nobleza, llamada Lucrecia, que fue el pretexto de la consiguiente insurrección.
Este rey, llamado también Tarquinio y que se distinguió de su antecesor
apodándolo el «Soberbio», fue el último en ocupar el trono de Roma. En el año
510 a.C. fue derrocado por la fuerza y nacía así la República.
Aquí acaba el relato tradicional de los orígenes de Roma. Imposible
saber cuánto hay de cierto en lo que nos transmite. No obstante, pueden
extraerse algunos datos fidedignos. Es cierto que en los siglos IX y VIII a.C.
se formaron en el Palatino algunos centros urbanos pequeños, habitados por
gentes de lengua latina, y nada impide afirmar que procedían, total o
parcialmente, de Alba Longa. Su principal actividad era sin duda el pastoreo,
pues la región circundante se presta bien para desarrollarla. Muy pronto, la
favorable posición del asentamiento, fuera de la vista del mar pero al cual las
naves tenían fácil acceso, propició su evolución: los pequeños pueblos y aldeas
que formaban el Palatino se fusionaron en un único poblado englobando a todas
las colinas vecinas.
Los reyes que gobernaron esas comunidades fueron a la vez conductores,
administradores, jueces y sacerdotes. Elegidos por el pueblo, a partir del
momento de su elección estaban en posesión del Imperium, o sea el poder de
mando, y del auspicium, la posibilidad de interpretar a los dioses. En lo
referente a los asuntos del culto, podían apoyarse en una congregación de
sacerdotes; para resolver los administrativos y políticos contaban con un
senado de un centenar de miembros formado por los jefes de los diversos clanes
(o gens, como se les llamaba) que constituían el pueblo. Realmente no hacía
falta mucho más para gobernar la primitiva y pequeña ciudad-estado. Por lo
menos, hasta que llegaron los etruscos, atraídos por la importancia que cobraba
la ciudad.
A continuación de una conquista o como resultado de una penetración
pacífica, el elemento etrusco se fue imponiendo y llegó a instalar en el trono
a un rey de su etnia. Es posible que durante la monarquía etrusca se humillase
a los latinos y sabinos, al tiempo que se imponían en Roma las costumbres, las
mercancías, las técnicas y los capitales etruscos, pero, en cambio, la ciudad
adquirió la estructura y la infraestructura, materiales y políticas, que habían
de permitirle desempeñar un papel de primer plano en la política italiana.
Las reformas, atribuidas a Servio Tulio, son elocuentes: los vínculos
de sangre cedieron paso a una estructura basada en el poder adquisitivo, e
igualmente elocuente es el programa de obras públicas que se atribuye a los
reyes etruscos. El sentido general de los acontecimientos es claro: impulsada
por una clase dirigente etrusca, Roma adquiría un desarrollo urbano muy
superior al de las ciudades latinas y sabinas vecinas, del mismo orden. Esto
incluso llevaba a exigir la primacía política y militar sobre ellas.
La República primitiva
Por otra parte, una serie de guerras contra los pueblos y ciudades que
la rodeaban habían convertido a Roma, a fines del periodo monárquico, en la
capital de un pequeño reino que, a pesar de su reducido tamaño, no resultaba
nada desdeñable: un área de hegemonía cuya gravitación, que iba en aumento, era
apreciable en el ámbito local de la península Itálica.
Así estaban las cosas cuando los romanos depusieron a un rey que les
resultaba excesivamente soberbio —y sobre todo extranjero—, y lo sustituyeron
por una república autárquica que parecía un riesgo y cuya proclamación ponía en
juego los óptimos resultados alcanzados hasta aquel momento. La república que
nació con el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio estaba destinada a tener
una larga vida, casi medio milenio. El primer periodo de esta larga era
transcurrió desde el nacimiento del nuevo régimen hasta que estalló el
conflicto armado con Cartago a mediados del siglo III a.C., suceso que
introdujo en el juego de la política mediterránea a una potencia que hasta
aquel momento se había movido exclusivamente en el ámbito de la península
Itálica.
Sus características son, en orden sucesivo: repliegue, consolidación,
expansión. En realidad, el cambio que sufrió en las instituciones costó la
pérdida de la hegemonía en el exterior y una áspera y violenta lucha social en
el interior. Una vez contenidos los efectos de la primera y reabsorbida la
segunda con una gradual reestructuración constitucional, la República pudo rivalizar
nuevamente para conseguir la supremacía en Italia. Al fin, toda la Península,
sólidamente unida bajo el dominio romano, se lanzó con todas sus fuerzas a la
conquista de la primacía en Occidente.
El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que
nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las
posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el
desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en
esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto,
el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre
sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos
anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo,
que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la
misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante
actividad de representación. Por consiguiente, en las contingencias que siguieron
a su proclamación, el alma de la República estuvo constituida por el Senado.
Estas contingencias fueron muy graves. Mientras el rey depuesto movilizaba a
sus leales entre los etruscos para recuperar el trono, las ciudades y los
pueblos sometidos a Roma aprovecharon el desconcierto causado por el cambio de
régimen y trataron de desembarazarse de la tutela romana. Cartago, la mayor
potencia marítima del momento en el Mediterráneo, exigía que la República
respetase los pactos ya contraídos con la Monarquía. Pero en el interior
aumentaba la agitación. No todo el pueblo estaba contento con el cambio de
régimen: más aún, los más podres y desfavorecidos, la plebe, perdía en lugar de
ganar porque había una constitución que reservaba a los patricios y a los plutócratas
todas las magistraturas, el acceso al Senado y la interpretación y aplicación
de la ley. La República era de facto una plutocracia, en tanto que exigía
grandes sacrificios, incluidas las obligaciones militares, a todos los
ciudadanos por igual.
Se hizo frente a la situación por partes. Un tratado mediante el cual
Roma renunciaba a lo que aún no poseía (comercio y expansión marítima) a cambio
de lo que necesitaba —manos libres para actuar en el Lacio—, sosegó a Cartago.
Una serie de legendarios actos de heroísmo (desde Horacio Cocles hasta Mucio
Scévola) mantuvo a raya a los etruscos aliados de Tarquinio. Quizá Roma,
obligada a sustituir la propaganda heroica por los partes de guerra, sufrió una
derrota pero logró impedir la restauración monárquica.
En cuanto a los latinos, aliados rebeldes, el duro revés que se les
infligió en las inmediaciones del lago Regilo, situado pocos kilómetros al este
de Roma, permitió que la diplomacia romana estipulara con ellos un tratado que
decretaba la pérdida de la supremacía absoluta de Roma, pero les reconocía el
mando supremo de la Liga Latina en caso de guerra. Era el año 493 a.C. Después
de otros tres lustros de luchas y sacrificios, se restableció la situación en
el exterior, pero la del interior se hallaba al borde de la disgregación. Los
romanos consideraban que el que más tenía más debía dar al Estado, pero más
debía, también, recibir a cambio —controversia que se mantiene dos mil
quinientos años después en muchos Estados modernos—. Al crearse la República, este
concepto había favorecido extraordinariamente a los más ricos y poderosos. En
la asamblea más importante, la convocada por censo, las primeras dos clases
—patricios y terratenientes— tenían más votos que todas las demás juntas y
votaban primero: es fácil comprender cuánto valía el sufragio de los demás. Los
cargos públicos solo podían ser desempeñados por los patricios; por tanto, solo
ellos integraban los tribunales, interpretando una ley que nadie había
consignado jamás por escrito.
En suma, la República, nominalmente democrática, era de hecho una
oligarquía. Y precisamente en el año 494 a.C., mientras la crisis militar
parecía resolverse, la plebe —los más desfavorecidos— decidió que la situación
era insostenible y se separó del Estado, retirándose al Aventino. Manenio
Agripa, encargado de los intentos de reconciliación, trató de convencer a los
plebeyos para que abandonasen su exilio voluntario. Pero más que las palabras
triunfaron las concesiones concretas: se crearon asambleas especiales de la plebe
y se les confirió la facultad de elegir caudillos populares —tribunos de la
plebe—, encargados de defender sus derechos y dotados, para cumplir esta
función, de inviolabilidad física frente a todo poder estatal y del derecho al
veto respecto de la actividad de cualquier magistratura.
No era todo lo que exigían los plebeyos, pero fue mucho y facilitó los
instrumentos para conquistas sociales posteriores: la promulgación de una
legislación escrita (en –450), el acceso de los plebeyos a cargos cada vez más
altos —hasta el supremo, el consulado—, la admisión en los colegios
sacerdotales, y, finalmente, la validez, a título de leyes del Estado, de las
deliberaciones de las asambleas de la plebe (los plebiscitos): decisiva
victoria que se logró en –287 y que apaciguó las luchas sociales en el interior
de la Urbe. Surgía de esta manera, por primera vez, el peculiar carácter de la
estructura política romana: cada grupo defendía tenazmente sus concesiones y
privilegios, sin falsos pudores, pero estaba dispuesto a ceder, llegando a un
compromiso, cuando esta defensa amenazaba o mellaba la supervivencia del
Estado.
Momentáneamente, aunque al precio de dolorosas renuncias en el exterior
y de ásperos choque en el interior, la República había superado la crisis
provocada por el cambio de régimen. Buena parte de la hegemonía se perdió y los
que antes estaban sometidos trataban ahora con los romanos en pie de igualdad.
Sin embargo, se contaba con todas las bases para la reconstrucción: obra a la
que se dedicaron en los siglos siguientes.
No fue una empresa fácil ni planificada previamente. Aunque entre
desastres, derrotas y victorias militares, al iniciarse el decisivo siglo III
a.C., toda Italia, desde el Arno hasta Reggio Calabria, se hallaba unificada
bajo el poder de Roma. Los momentos más difíciles fueron tres: una guerra que
se prolongó por espacio de sesenta años con los ecuos y los vosgos, que eran
fieros pueblos montañeses; una devastadora invasión de los galos transalpinos
que cayeron sobre las llanuras del Po, las ocuparon en gran parte, después atravesaron
los Apeninos, batieron inicialmente a los romanos en las inmediaciones de
Chiusi, las aplastaron tres años más tarde sobre el Allia y se plantaron
súbitamente a las puertas de una Roma desguarnecida y expuesta al saqueo (387
a.C.), del que se salvó únicamente el Capitolio, acrópolis defendida
heroicamente por un puñado de desesperados; finalmente, una rebelión de los
aliados latinos, que sería la última de la historia, por cuanto, después de la
victoria romana, la Liga Latina fue disuelta, mandando que los espolones de las
naves latinas adornaran la tribuna de los oradores en Roma y que toda ciudad
latina estuviese ligada a la Urbe por un tratado especial, distinto del de sus
vecinos, con los cuales no hubo ya, por consiguiente, interés en coaligarse.
Fueron los comienzos de la política de «divide et impera», divide para mandar,
que duraría siglos y que habría de convertirse en uno de los rasgos distintivos
de la política exterior romana. En cuanto a las victorias militares fueron cada
vez más frecuentes.
Transcurrieron diez años de encarnizadas luchas para borrar del mapa a
la ciudad de Veyes, cuya existencia constituía un obstáculo en la desembocadura
del Tíber en el mar, años que dejaron a Roma tan debilitada que debió ceder
ante la invasión gala, pero en suma se trataba de una conquista fundamental y
dejaba a Roma el camino libre hacia el norte de la Península. Más tarde
tuvieron lugar tres guerras muy sangrientas para doblegar a los samnitas ,
pueblo que bloqueaba la expansión de Roma hacia el sur y el este; estas guerras
exasperaron a los aliados impulsándolos a una rebelión general contra la ciudad
hegemónica.
Una vez derrotados los samnitas, Roma se adueñó de la Italia meridional
y amenazó directamente a las ciudades de la Magna Grecia. En la lucha, incluso,
se saldaron viejas cuentas pendientes con los antiguos dominadores etruscos,
reducidos a la dominación romana, lo mismo que los samnitas: entonces tuvieron
libre el camino hacia el norte. Se fundaron los puestos avanzados necesarios
para emprender nuevas conquistas: las colonias romanas en el territorio
arrebatado a los galos. Se tomó una rápida venganza por el saqueo de Roma.
Quedaban las ciudades griegas de la costa meridional. Tarento, la más
importante y floreciente, fue vencida al cabo de diez años de guerra, que
fueron tantos solo porque acudió en su defensa un aliado extranjero —por
primera vez en la política italiana—, Pirro, rey de Epiro, con tropas
adiestradas a la manera macedónica y poseedor de una arma que jamás habían
visto los romanos: los elefantes. La aparición de estos animales dejó pasmados
a los legionarios y causó a los romanos dos descalabros que, en términos de
deterioro del adversario, fueron otras tantas victorias. Como ambos bandos
estaban extenuados, no fue difícil que llegaran a un acuerdo para finalizar la
guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de los médicos de
Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a los cónsules
envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al desertor de
vuelta ante su rey, afirmando que aborrecían la idea de conseguir una victoria
mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a Cineas a Roma con
todos los prisioneros romanos, entregándolos sin rescate. Parece ser que Roma otorgó
entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que el rey no consintió
en abandonar Italia.
A la postre, los resultados obtenidos estaban a la altura de las
fatigas que habían costado: prosiguiendo la guerra, a pesar de los reveses
militares iniciales, Roma salió airosa. Demostró así otras de sus grandes
cualidades: la voluntad, la capacidad de perseverar, a cualquier precio. En el
año 272 a.C. la península Itálica tenía una única dueña, estaba unida y
formando una comunidad cohesionada y sometida a la guía marcada por Roma. Había
irrumpido una nueva potencia en el Mediterráneo. Muy pronto haría oír su voz.
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