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viernes, 1 de enero de 2016

El trágico final de la Orden del Templo

El último gran maestre, Jacques de Molay, se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único rey soltero o viudo —proyecto Rex Bellator, impulsado por el gran sabio mallorquín Raimundo Lulio—, a pesar de las presiones papales. El 6 de junio de 1306 fue llamado a Poitiers por el papa Clemente V para un último intento, tras cuyo fracaso, el destino de la Orden quedó sellado. Felipe IV de Francia, ante las deudas que había adquirido, entre otras cosas, por el préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su ominoso rescate tras ser capturado durante la VII Cruzada, y su deseo de un Reino fuerte, con el rey concentrando todo el poder —que, entre otros obstáculos, debía superar el poder de la Iglesia y las diversas Órdenes religiosas y militares, como la de los Templarios), convenció, o más bien intimidó, a Clemente V, fuertemente ligado a Francia, para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía y adoración de ídolos paganos. Se les acusó, además, de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a Bafomet —variante tardía del dios cananeo Baal— y de mantener relaciones homosexuales, entre otras cosas. En esta labor, el rey francés contó con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del Reino, famoso en la historia por haber sido el estratega del incidente de Anagni, en el que Sciarra Colonna había abofeteado al papa Bonifacio VIII, con lo que el Sumo pontífice había muerto de humillación al cabo de un mes; del inquisidor general de Francia, Guillermo de París; y de Eguerrand de Marigny, quien al final se apoderará del tesoro de la Orden y lo administró en nombre del rey hasta que fue transferido a la Orden de los Hospitalarios. Para ello se sirvieron de las acusaciones de un tal Esquieu de Floyran, espía a las órdenes de Francia y de la Corona de Aragón, indistintamente.

Parece ser que Esquieu le fue a Jaime II de Aragón con la historia de que un prisionero templario, con quien había compartido celda, y éste le había confesado los pecados de la Orden. Jaime no le creyó y lo echó de su corte. Así que Esquieu se fue a Francia a probar suerte ante Guillermo de Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, y que no perdió la oportunidad de usarlo como pie para organizar el dispositivo inquisitorial que llevó a la disolución de la Orden. Felipe despachó correos a todos los rincones de su Reino con órdenes lacradas que nadie debía leer hasta un día concreto: el jueves 12 de octubre de 1307, en la que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la captura de todos los templarios y la confiscación de sus bienes. De esta manera, en Francia, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y seguidamente sometidos a tormento, método por el cual consiguieron que la mayoría de los acusados se declararan culpables de los cargos, inventados o no. Cierto es que algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para evitar el suplicio y salvar la vida. Por otra parte, la misiva papal de 1308 arribó a varios reinos europeos incluyendo el de Hungría, donde el recientemente coronado Carlos I, tenía otros problemas mayores, pues una serie de nobles boyardos no reconocían su legitimidad y estaba en constante guerra con ellos. En 1314, en el concilio de Zagreb, el rey húngaro y el alto clero decidieron la disolución de los estados y dominios templarios en Hungría y Eslovaquia. Posteriormente se procedió con la confiscación de sus propiedades. Carlos I las donó posteriormente a los boyardos y a la Orden Hospitalaria, asunto que se concretó en la década de 1340, pues el rey dejó estipulado en uno de sus documentos que entregaba momentáneamente las propiedades de los Templarios a un noble, mientras se dilucidaba la situación y el destino de la Orden. Llevada a cabo sin la autorización del papa, que tenía a las Órdenes religiosas y militares bajo su jurisdicción personal, esta investigación era irregular en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos, pues los templarios debían ser juzgados con arreglo al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria. Esta intervención del poder temporal en la esfera de individuos que estaban aforados y sometidos a la jurisdicción papal, provocó una enérgica protesta del papa Clemente V, y el pontífice anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la acusación había sido admitida a trámite y permanecería como la base irrevocable de todos los procesos posteriores.

Felipe el Hermoso sacó ventaja del desenmascaramiento, y se hizo otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», y, en los estados Generales convocados en Tours supo poner a la opinión pública en contra de los supuestos crímenes de los templarios. Más aún, logró que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, que habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión de investigación, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes. La comisión papal asignada al examen de la causa de la Orden había asumido sus deberes y reunió toda la documentación que habría de ser sometida al Papa y al concilio convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la ésta fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, en el Delfinado, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el papa, indeciso y hostigado por el rey de Francia, principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312). El Papa reservó a su propio arbitrio la causa del gran maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y solo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral Nôtre Dame de París fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, Molay recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto a sacrificar su vida y fue arrestado inmediatamente como hereje reincidente, junto a otro dignatario que eligió compartir su destino, y fue quemado vivo junto a Godofredo de Charnay atados a un poste frente a las puertas de Nôtre Dame en Île-de-France el 18 de marzo de 1314.

Templarios quemados vivos en Francia

En los otros países europeos, las acusaciones no fueron tan severas, y sus miembros fueron absueltos, pero, a raíz de la disolución de la Orden, los templarios fueron disgregados. Sus bienes fueron repartidos entre los diversos estados y la Orden de los Hospitalarios: en la península Ibérica pasaron a la Corona de Aragón en el este peninsular, a Castilla en el centro y norte, a Portugal en el oeste y a los Hospitalarios. Tanto en Aragón como en Castilla surgieron varias Órdenes militares que tomaron el relevo a la extinta Orden del Templo, como la Orden de los Frates de Cáceres, Santiago, Montesa, Calatrava o Alcántara, a las que se concedió la custodia de los bienes requisados al Temple. En Portugal, el rey Dionisio los rehabilitó en 1317 como Militia Christi o Caballeros de Cristo, asegurando así las pertenencias de la Orden en este país. En Polonia, los Hospitalarios —de origen alemán— recibieron la totalidad de los bienes de los Templarios. Actualmente se encuentra en los archivos vaticanos el Pergamino de Chinon, que contiene la absolución del papa Clemente V a los Templarios. Aun cuando este documento tiene una gran importancia histórica, pues demuestra las reticencias y vacilaciones del papa, nunca fue oficial y aparece fechado con anterioridad a las bulas Vox in Excelso, Ad Providam y Considerantes, donde se procedió a la disolución de la Orden y a la distribución de sus posesiones. Así, según el texto de Vox in Excelso: «Nos suprimimos (...) la Orden de los Templarios, y su regla, hábito y nombre, mediante un decreto inviolable y perpetuo, y prohibimos enteramente Nos que nadie, en lo sucesivo, entre en la Orden o reciba o use su hábito o presuma de comportarse como un templario. Si alguien actuare en este sentido, incurrirá en delito castigado con pena excomunión». En concreto, el Pergamino de Chinon está fechado en agosto de 1308. Por esas mismas fechas el papa formula la bula Facians Misericordiam, donde confirma la devolución de la jurisdicción a los inquisidores y emite el documento de acusación a los templarios, con 87 artículos de acusación. Asimismo, publica la bula Regnans in Coelis, por la que convoca el Concilio de Vienne. Por tanto, estas dos bulas, que sí fueron promulgadas oficialmente, tienen validez desde el punto de vista canónico, mientras que el manuscrito de Chinon es un mero «borrador», de gran importancia histórica, desde luego, pero escasa o nula validez jurídica.

Economía y finanzas de la Orden

Cien años después de su fundación oficial, hacia 1220, la Orden del Temple era la organización más grande de Occidente en todos los sentidos: desde el militar hasta el económico, con más de 9.000 encomiendas repartidas por toda Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos —más los siervos, escuderos, peones, artesanos, campesinos, etcétera—, además de 50 castillos y fortalezas en Europa y Oriente Próximo, una flota mercante y una armada propias, anclada en puertos propios en el Mediterráneo (Marsella) y en La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Todo este poderío económico se articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la encomienda y la banca.

La banca

Uno de los aspectos en los que la Orden del Temple destacó de una manera extremadamente rápida y sobresaliente, fue a la hora de afianzar todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia. La dura tarea de llevar un frente de guerra en ultramar les hizo proveerse de una gran escuadra, una red de comercio fija y establecida, así como de un buen número de posesiones en Europa para mantener en pie un flujo de dinero constante que permitiera subsistir al ejército del Temple en Tierra Santa. A la hora de hacer donaciones, la gente lo hacía de buena gana; unos, interesados en ganarse el cielo; otros, por el hecho de quedar bien con la Orden. De este modo la misma recibía posesiones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, derechos, porcentajes en bienes, e incluso pueblos y villas enteras con los derechos y aranceles que sobre ellas recaían. Muchos nobles europeos confiaron en ellos como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como tesoreros reales, como en el caso del Reino francés, que dispuso de tesoreros templarios que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio en las que se debatiera el uso del tesoro. Para mantener un flujo constante de dinero, la Orden tenía que tener garantías de que el capital no fuera usurpado o robado en los largos viajes. Con este fin se estableció en Francia una serie de encomiendas que se esparcían por prácticamente toda su geografía y que no distaban unas de otras más que un día de viaje. Con esta idea se aseguraban de que los comerciantes durmieran siempre a resguardo bajo techo, y poder así garantizar la seguridad de sus caminos. No solo supieron crear todo un sistema de mercado, sino que se convirtieron en los primeros banqueros modernos. Y lo hicieron a sabiendas de la escasez de oro y plata en Europa desde la época del Bajo Imperio, y ofreciendo en sus tratos intereses más razonables que los ofrecidos por los usureros judíos e italianos. Así pues, crearon libros de cuentas, base de la contabilidad moderna, los pagarés e incluso la primera letra de cambio. En esta época era costumbre viajar con dinero en metálico por los caminos, y la Orden dispuso de documentos acreditativos para poder recoger una cantidad anteriormente entregada en cualquier otra encomienda de la Orden. Solamente hacía falta la firma, o en su caso, el sello.

La encomienda

La encomienda era un bien inmueble, territorial, localizado en un determinado lugar, que se formaba gracias a donaciones y compras posteriores y a cuya cabeza se encontraba un Preceptor. Así, a partir de un molino —por ejemplo— los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas tierras de labor, después adquirían los derechos sobre un pueblo, etcétera, y con todo ello formaban una encomienda, a manera de un feudo clásico. También podían formarse encomiendas reuniendo bajo un único preceptor varias donaciones más o menos dispersas. Tenemos noticia de encomiendas rurales (Mason Dieu, en Inglaterra, por ejemplo) y urbanas (el Vieux Temple, recinto amurallado en plena capital francesa. Al poco tiempo, su red de encomiendas derivó en toda una serie de redes de comercio a gran escala desde Inglaterra hasta Jerusalén, que ayudadas por una potente flota en el Mediterráneo consiguió hacerle la competencia a los mercaderes italianos (sobre todo de Génova y Venecia). La gente confiaba en la Orden, sabía que sus donaciones y sus negocios estaban asegurados y por ello no dejaron nunca de tener clientela. Llegaron hasta el punto de hacerles préstamos a los mismísimos reyes de Francia e Inglaterra.

Tráfico de reliquias

Los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios en la comercialización de reliquias. Así pues, distribuían el óleo del milagro de Saidnaya, un santuario a 30 kilómetros de Damasco a cuya Virgen se atribuía el milagro de exudar un líquido oleoso. Los templarios lo embotellaban en pequeños frascos y lo distribuían en Occidente. Al parecer, también comercializaron numerosos fragmentos del Lignum Crucis, la Santa Cruz en la que había sido crucificado Cristo y que los templarios aseguraban haber encontrado. Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a la Orden de los fondos suficientes para mantener en Tierra Santa un ejército en pie de guerra constante. El 27 de abril de 1147, el papa Eugenio III convoca en Francia la II Cruzada, y, de paso, asiste al capítulo de la Orden celebrado en París. El Papa concedió a los templarios el derecho a llevar permanentemente una cruz sencilla, pero ancorada o paté, que simbolizaba el martirio de Cristo. El color autorizado para tal cruz fue el rojo porque «que era el símbolo de la sangre vertida por Cristo, así como también de la vida. Puesto que el voto de cruzada se acompañaba de la toma de la cruz, y llevarla permanentemente simbolizaba la persistencia del voto de cruzada de los templarios». La cruz estaba colocada sobre el hombro izquierdo, encima del corazón. En el caso de los caballeros, sobre el manto blanco, símbolo de pureza y castidad. En el caso de los sargentos, sobre el manto negro o pardo, símbolo de fuerza y valor. Asimismo, el pendón del Temple, que recibe el nombre de baussant, también incluía estos dos colores, el blanco y el negro.


Caballeros templarios en Tierra Santa (siglo XII)

Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón

...en latín Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici, también llamada la Orden del Templo (Ordre du Temple en francés) y cuyos miembros son más comúnmente conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante poco menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payen tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista por los cristianos. La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén, Garamond de Picquigny, quien les impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro. Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, durante el Concilio de Troyes —celebrado en la catedral de la misma ciudad—, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes de la Orden gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que constituyen una forma primitiva de la banca moderna. La orden, además, edificó una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. El éxito de los templarios se encuentra estrechamente vinculado al de las Cruzadas, sobre todo al de la Primera. Por esa misma razón, la pérdida de Jerusalén en 1187 derivó en la desaparición de los apoyos de la Orden. Además, los rumores generados en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios crearon una gran desconfianza. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con la Orden y atemorizado por su creciente poder, comenzó a presionar al papa Clemente V con el objeto de que tomara medidas contra sus integrantes. En 1307, un gran número de templarios fueron apresados, inducidos a confesar bajo tortura y posteriormente quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las presiones de Felipe IV y disolvió la Orden. Su abrupta erradicación dio lugar a especulaciones y leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días. 

Controladas las invasiones musulmanas y normandas, bien por la vía militar, bien por asentamiento, comenzó en la Europa occidental una etapa expansiva. Se produjo un aumento de la producción agraria íntimamente relacionado con el crecimiento de la población. Asimismo, el comercio experimentó un nuevo auge, al igual que las ciudades. La autoridad religiosa, matriz común en Europa, y única visible en los siglos anteriores, había logrado introducir en el belicoso mundo medieval ideas como la «paz de Dios» o las «treguas de Dios», que dirigían el ideal de la caballería hacia la defensa de los débiles. No obstante, no se rechazaba el uso de la fuerza para proteger a la Iglesia. Ya el pontífice Juan VIII, a finales del siglo IX, había declarado que «aquellos que murieran en el campo de batalla luchando contra el infiel, verían sus pecados perdonados. Es más, se equipararían a los mártires por la fe». Existía, pues, un arraigado y exacerbado sentimiento religioso que se manifestaba en las peregrinaciones a lugares santos, habituales en la época. Roma, como lugar tradicional de peregrinación, fue paulatinamente sustituido, a principios del siglo XI, por Santiago de Compostela y Jerusalén. Estos nuevos destinos no estaban exentos de peligros y obstáculos, como salteadores de caminos o los fuertes tributos exigidos los señores feudales regionales, pero el sentimiento religioso, unido a la espera de encontrar aventuras y fabulosas riquezas en Oriente, sedujo a muchos peregrinos, que al volver a sus hogares relataban sus penalidades como si se hubiese Tratado de experiencias místicas. El pontífice Urbano II, tras asegurar su posición al frente de la Iglesia, continuó con las reformas de su predecesor, Gregorio VII. La petición de ayuda realizada por los bizantinos, junto con la caída de Jerusalén en manos turcas, propició que en el Concilio de Clermont–Ferrand (1095) Urbano II expusiera, ante una gran audiencia, los peligros que amenazaban a los cristianos y las vejaciones a las que se veían sometidos los peregrinos que viajaban a Jerusalén. La expedición militar propuesta por Urbano II pretendía también rescatar a esta ciudad santa de los musulmanes. Las recompensas espirituales prometidas, aunadas al ansia de riquezas, hicieron que príncipes y nobles señores respondiesen prestamente al llamamiento del pontífice. La Cristiandad se movió con un ideario común al grito de Dios lo quiere («Deus vult»), frase que encabeza el discurso del Concilio de Clermont–Ferrand, en el que Urbano II convocó la Primera Cruzada. Dicha expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, y con la constitución de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el Reino de Jerusalén, donde Balduino I no tuvo inconveniente en asumir, en 1100, el título de rey. Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillón, algunos de los caballeros que participaron en la I Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos. Balduino I necesitaba organizar el Reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto, y el hecho de que Hugo de Payen fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente pariente lejano del mismo Balduino), llevó al rey a conceder a aquellos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, así como a otorgarles derechos y privilegios, entre los que figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al–Aqsa, ubicada a la sazón en el interior de lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y, cuando Balduino abandonó la mezquita y sus alrededores como palacio para fijar el trono en la Torre de David, todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los templarios, que de esta manera adquirieron no solo su cuartel general, sino su nombre. Además, el rey Balduino se ocupó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que prestaran ayuda a la recién nacida orden, que había sido bien recibida no solo por el poder político, sino también por el eclesiástico, ya que fue el patriarca de Jerusalén la primera autoridad de la Iglesia que la aprobó canónicamente. Nueve años después de la creación de la Orden en Jerusalén, en 1129 se reunió el llamado Concilio de Troyes, que se encargaría de redactar la regla para la recién nacida Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El concilio fue encabezado por el legado pontificio D'Albano, y a este concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans, Auxerre y demás casas eclesiásticas de Francia. Hubo también varios abades, como san Esteban Harding, mentor de san Bernardo, el mismo san Bernardo de Claraval y laicos como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payen expuso ante la asamblea las necesidades de la Orden, por lo que se decidieron, artículo por artículo, hasta los más mínimos detalles de ésta, desde la forma de ayunar hasta la de cortarse el cabello, pasando por rezos, oraciones e incluso tipo de armamento. Por lo tanto, la regla más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en ese Concilio. Escrita casi seguramente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al Concilio. Las modificaciones principales vinieron del hecho de que hasta ese momento los templarios estaban viviendo bajo la Regla de San Agustín, que en el concilio se sustituyó por la Regla Cisterciense (que era la de san Benito, pero modificada) y que profesaba san Bernardo. La regla primitiva constaba de un acta oficial del concilio y de un reglamento de 75 artículos, entre los que figura éste: «Artículo X: Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la Santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios». Una vez redactada, fue entregada al patriarca latino de Jerusalén Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garamond de Picquigny, quien la modificó eliminando 12 artículos e introduciendo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros solo vistieran el manto blanco y los sargentos un manto negro. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron, encabezados por Hugo de Payen, por Francia primero y por el resto de Europa después, con el objeto de recoger donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la certeza de que serían aceptados y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, peones, hombres de armas y pajes. Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad san Bernardo de Claraval, quien, por sus parentescos y su cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en darla a conocer por medio de sus altas influencias en Europa, sobre todo en la corte papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto gran maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payen. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, de una sapiencia y una independencia admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Roma. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que san Bernardo les aconsejara a los miembros de la Orden una regla rígida y que los hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1129, en el Concilio de Troyes, durante el cual introdujo numerosas enmiendas al texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté. Posteriormente ayudó de nuevo a Hugo de Payen en la redacción de una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Temple como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los caballeros templarios una autonomía formal y real respecto de los obispos y se los dejaba sujetos tan solo a la autoridad papal. Asimismo, se los excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de varias formas (por ejemplo, tenían derecho de óbolo —esto es, las limosnas que se entregaban en todas las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Palestina y les concedían atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. Hacia 1187 se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento que desarrollaba artículos de la regla y establecía normas sobre aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa o deberes y privilegios de los hermanos templarios, por ejemplo). El reglamento consta de más de 600 artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros, pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de unas treinta a cincuenta personas entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etcétera. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du Temple. Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, como no había otra en los reinos de Europa. Los templarios tuvieron una destacada participación en la II Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia después de las flagrantes derrotas que sufrió el rey francés a manos de los turcos selyúcidas. Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint–Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante las huestes de Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder. Así, en la batalla de Hattin (1187), al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun–hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes Templarios y Hospitalarios a las Órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Éste les infligió una derrota completa, en la cual cayó prisionero el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort, y perecieron muchos caballeros templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un papirotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la III Cruzada y las gestiones de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad abierta para el peregrinaje, aunque bajo soberanía sarracena.

La batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, fue un momento decisivo en las Cruzadas. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor para los cruzados, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada 16 años antes por el emperador alemán Federico II por medio de pactos con el sultán Al–Kamil. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes Órdenes monástico–militares: los hospitalarios y los teutónicos. Las posteriores cruzadas (esto es, la IV, V y VI), a las que evidentemente se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios tan vergonzosos como la toma de Bizancio a traición por los italianos durante la IV Cruzada. En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar la VII Cruzada, la cual lidera, pero el objetivo de esta no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las epidemias que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la humillante derrota de Mansurá y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca francés la fabulosa suma que componía su rescate. En 1291 se produjo la caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes, súbditos del Imperio de Oriente hasta que el rey inglés se apoderó de la isla. Esta convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda a tal punto que la Orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió la supervivencia de la Orden en la isla hasta varios años después de su disolución en Europa la continental (1310). Tras su expulsión de Tierra Santa, los templarios intentaron establecer cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes Órdenes de caballería que lo intentó, pues tanto los hospitalarios como los caballeros teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición, Bartolomeo de Quincy y Hugo de Ampurias, murieron, y fray Dalmau de Rocabertí fue hecho prisionero. Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado, y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron, era la intención de convencer al rey de emprender una nueva cruzada.

Los templarios en la Corona de Aragón

La Orden comienza su implantación en la zona oriental de la península Ibérica en la década de 1130. En 1131, el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, pide su entrada en la Orden, y en 1134, el testamento de Alfonso I de Aragón les cede su Reino a los templarios, junto a otras órdenes, como los hospitalarios o la del Santo Sepulcro. Este testamento sería revocado, y los nobles aragoneses, disconformes, entregaron la Corona a Ramiro II, aunque hicieron numerosas concesiones, tanto de tierras como de derechos comerciales a las órdenes para que renunciaran. Este rey buscaba la unión de los Condados Catalanes al Reino de Aragón, de lo que nacería la Corona de Aragón. Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe de Aragón, pronto llegaría a un acuerdo con los templarios para que colaboraran en la Reconquista, la Concordia de Gerona, en 1143, por la que recibieron los castillos de Monzón, Mongay, Chalamera, Barberá, Remolins y Corbins, junto con la Orden militar de Belchite, favoreciéndoles con donaciones de tierras, así como con derechos sobre las conquistas —un quinto de las tierras conquistadas, el diezmo eclesiástico y parte de las parias cobradas a los moros de los reinos de Taifas—. También, según estas condiciones, cualquier paz o tregua tendría que ser sancionada por los templarios, y no solo por el rey. Como en toda Europa, numerosas donaciones de padres que no podían dar un título nobiliario más que al hijo mayor, y buscaban cargos eclesiásticos, militares, cortesanos o en órdenes religiosas, enriquecieron a la Orden. En 1148, por su colaboración en las conquistas del sur del Patrimonio del Casal de Aragón, los templarios recibieron tierras en Tortosa —de la que tras comprar las partes del príncipe de Aragón y conde de Barcelona y los genoveses, quedaron como señores— y de Lérida, donde se quedaron en Gardeny y Corbins. Tras una resistencia que se prolongaría hasta 1153, cayeron las últimas plazas de la región, recibiendo los templarios el castillo de Miravet, en un importante enclave en el Ebro. Tras la derrota en la batalla de de Muret en 1213, en el transcurso de la llamada Cruzada Albigense, y que supuso la pérdida de los dominios transpirenaicos aragoneses, los templarios se convirtieron en custodios del heredero a la Corona en el castillo de Monzón, dado que el rey Pedro II el Católico murió en combate. El heredero de la Corona aragonesa, Jaime I el Conquistador, contaría con apoyo de los templarios en sus campañas en Mallorca —donde recibirían un tercio de la ciudad, así como otras concesiones en ella—, y en Valencia, donde de nuevo recibieron los monjes con espuelas un tercio de la ciudad. Los templarios se mantuvieron fieles al rey Pedro III de Aragón, permaneciendo a su lado durante la excomunión que sufrió a raíz de su lucha contra los angevinos en Italia. Finalmente los templarios se asentarán en Aragón gracias a la absorción de la Orden del Santo Redentor, de Teruel, en 1196, que a su vez se había beneficiado de la disolución de la Orden de Monte Gaudio en 1188, fundada en Alfambra.

La Orden en los reinos de Castilla y León

Los templarios ayudaron en la repoblación de zonas conquistadas por los cristianos, creando asentamientos en los que edificaban ermitas bajo la advocación de mártires, como es el caso de Hervás, población del señorío de Béjar. Ante la invasión almohade, a mediados del siglo XII, los templarios lucharon en el ejército cristiano, venciendo junto a los ejércitos de Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII de Navarra y Pedro II de Aragón en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa en 1212. En 1265, colaboraron en la conquista de Murcia, que se había levantado en armas, recibiendo en recompensa Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra en lo que hoy es la provincia de Badajoz, además del castillo de Murcia y Caravaca.

Los templarios en Portugal

Los templarios entran en Portugal en tiempos de la condesa Teresa de León, de la que reciben el castillo de Soure en 1127 a cambio de su colaboración en la Reconquista. En 1145 reciben el castillo de Longroiva por su ayuda a Alfonso Henriques en la toma de Santarém. En 1147 reciben el castillo de Cera, cerca de Tomar, que se convertiría en su sede regional. Los templarios serían una orden bien asentada en Portugal. Tras la bula papal ordenando la disolución de la Orden, los reyes portugueses cambiaron el nombre de la Orden en Portugal por el de Orden de Cristo, aunque con sustanciales diferencias respecto a la Orden del Templo original, sobre todo en cuanto a la regla primigenia, votos y forma de elección de los cargos.

Los templarios en Inglaterra, Escocia e Irlanda

En Inglaterra, país muy unido a Francia desde la invasión normanda de 1066, y dado que el rey inglés era a la sazón duque de Normandía y señor de numerosos feudos franceses, la Orden, de inequívoco origen francés, estuvo presente desde sus inicios. Si bien su presencia no alcanzó la extensión que poseía en Francia, no es menos cierto que fue de vital importancia territorial y política. De hecho, Ricardo Corazón de León fue un benefactor de la Orden y uno de sus potentados, hasta el punto de que su escolta personal la componían templarios y de que, a su muerte, fue enterrado con el hábito de la Orden.

Los templarios en Europa oriental

La Orden del Templo no estuvo presente en Polonia hasta el siglo XIII, cuando el príncipe silesio Henryk Brodaty les cedió propiedades en las tierras de Oławy (Oleśnica Mała) y Lietzen (Leśnica). Más tarde Władysław Odonic les donaría Myślibórz, Wielka Wieś, Chwarszczany y Wałcz. El príncipe polaco Premislao II de Polonia les entregaría Czaplinek. La Orden llegaría a tener en Polonia al menos doce komandorie (comendadores), que según algunos historiadores pudieron ser hasta cincuenta. A pesar de su lejanía de Tierra Santa y del Mediterráneo, que era el centro vital de la Orden, llegaría a haber entre ciento cincuenta y doscientos caballeros en Polonia, de procedencia mayoritariamente germánica, no eslava. El número de caballeros polacos es difícil de estimar. A la disolución de la Orden, la mayoría de ellos se pasaron a la Orden de los Caballeros Hospitalarios o a la de los Caballeros Teutónicos. La presencia de los templarios en Hungría, así como en la mayor parte de Europa oriental, se debió al afán colonizador de los monarcas de aquella región. Los caballeros del Temple nunca tuvieron grandes propiedades en suelo húngaro, pues allí las órdenes Teutónica y del Hospital fueron las más favorecidas. Sin embargo, contaron con un mínimo de dos casas en Hungría, una en Esztergom y otra en Egyházasfalu, además de un castillo en Léka. En Croacia (entonces parte del Reino húngaro) tuvieron varias fortalezas, como las de Vrana y de Kliss, y fue ésta la región donde ejercieron más influencia. Los registros sobre la extinción de la Orden bajo el reinado de Carlos I de Hungría son muy escasos, por lo que resulta difícil reconstruir lo que sucedió. Tras la disolución de la Orden, las propiedades de ésta pasaron a manos de los caballeros hospitalarios, quienes también heredaron el título de ispán de Dubica, ostentado hasta entonces por el maestre templario. 

Caballero templario del siglo XII

El cristianismo en España

El arrianismo es el conjunto de doctrinas cristianas expuestas por Arrio (†336), un presbítero de Alejandría (Egipto), probablemente de origen libio. Algunos de sus discípulos y simpatizantes colaboraron en el desarrollo de esta doctrina teológica, que sostenía que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Uno de los primeros y acaso el más importante punto del debate entre los cristianos de esa época fue el tema de la divinidad de Cristo, que tuvo su origen cuando el emperador Constantino legalizó el cristianismo y concedió libertad de culto a la población romana. El arrianismo fue condenado como herejía, inicialmente, en el Concilio de Nicea (325) y, tras varias alternativas en las que era sucesivamente admitido y rechazado, fue definitivamente declarado herético en el Concilio de Constantinopla (381). No obstante, las luchas entre nicenos y arrianos, el cristianismo arriano se mantuvo como religión oficial de algunos de los reinos establecidos por los godos en Europa tras la caída del Imperio de Occidente. En el Reino visigodo de Toledo pervivió al menos hasta el III Concilio de Toledo (589) —durante el reinado de Recaredo I, que se convirtió al catolicismo—, extinguiéndose posteriormente. El arrianismo es también definido como aquellas enseñanzas defendidas por Arrio opuestas al dogma trinitario determinado en los dos primeros concilios ecuménicos y mantenido en la actualidad por la Iglesia católica, las Iglesia ortodoxa oriental y la mayoría de las iglesias protestantes. Este término también se utiliza en ocasiones de forma inexacta para aludir genéricamente a aquellas doctrinas que niegan la divinidad de Jesucristo.
Arrio sostenía que el Hijo fue la primera criatura creada por Dios antes del principio de los tiempos. Según el arrianismo, este Hijo, que luego se encarnó en Jesús, fue un ser creado con atributos di–vinos, pero no era Dios en y por sí mismo. Argüían como prueba de ello que Jesús no pudo salvarse en la cruz. La naturaleza del Hijo era el problema más complejo de los primeros siglos del cristianismo, como lo revelan las discusiones teológicas —conocidas como disputas cristológicas— en los primeros siglos del cristianismo, cuando se planteaba el problema de la relación entre el Hijo y Dios Padre. Esta controversia ha sido conocida como las disputas cristológicas. En algunos grupos de la Iglesia cristiana primitiva se enseñaba que Cristo había preexistido como Hijo de Dios ya antes de su encarnación en Jesús de Nazaret, y que había descendido a la Tierra para redimir a los seres humanos. Esta concepción de la naturaleza de Cristo, que fue ganando adeptos con el paso del tiempo hasta convertirse en la creencia mayoritaria, trajo aparejados varios debates teológicos, ya que se discutió si en Cristo existía una naturaleza divina o una humana, o bien ambas, y si esto era así, se discutió la relación entre ambas —fundidas en una sola naturaleza, completamente separadas: nestorianismo, o relacionadas de alguna manera—. La teoría de la encarnación prendió fuertemente en el mundo gentil, y especialmente en el occidente del Imperio Romano. Arrio había sido discípulo de Pablo de Samosata, predicador cristiano en Oriente del siglo III, y que enseñaba que Cristo era una criatura, la primera criatura que había sido formada por el Creador antes del inicio de los tiempos. Según Atanasio de Alejandría al que Arrio se oponía, éstas son algunas de las enseñanzas arrianas, citadas en su obra Discurso contra los arrianos: «Dios no siempre fue Padre, sino que "hubo un tiempo en que Dios estaba solo y aún no era Padre, pero después se convirtió en Padre. El Hijo no existió siempre; pues, así como todas las cosas se hicieron de la nada, y todas las criaturas y obras existentes fueron hechas, también la Palabra de Dios misma fue hecha de la nada y hubo un tiempo en que no existió y Él no existió antes de su origen, sino que Él y otros tuvieron un origen de creación. Pues Dios, dice, “estaba solo, y la Palabra aún no era, ni tampoco la Sabiduría”. Entonces, al desear darnos forma, Él hizo a cierto ser y lo llamó Palabra, Sabiduría e Hijo, para que pudiera darnos forma por medio de Él».
Finalmente, en el Concilio de Nicea del año 325 se aprobó el credo propuesto por Atanasio de Alejandría, y la cerrada defensa de la naturaleza divina del Hijo de Dios hecha por Atanasio consiguió incluso el destierro de Arrio y precipitó la lucha entre arrianos y católicos. Cuando Arrio fue perdonado el 336, murió en misteriosas circunstancias —probablemente envenenado—. La disputa entre partidarios de la Trinidad, arrianos y los llamados «semiarrianos» iba a durar durante todo el siglo IV, llegando incluso a haber emperadores arrianos —el propio Constantino fue bautizado en su lecho de muerte por el obispo arriano Eusebio de Nicomedia—. Ulfilas, obispo y misionero, propagó el arrianismo entre los pueblos germánicos, particularmente los visigodos, vándalos, burgundios y ostrogodos. Después del Concilio de Constantinopla del año 381, el arrianismo fue definitivamente condenado y considerado como herejía en el mundo católico romano. Sin embargo, el arrianismo se mantuvo como religión de algunos pueblos germánicos hasta el siglo VI, cuando Recaredo I, rey de los visigodos de España, se bautizó como católico en el año 587 e impuso el catolicismo como religión oficial de su Reino dos años después con la lucha y oposición de los visigodos arrianos, tras el III Concilio de Toledo (589). En Italia, las supervivencias arrianas en el reino longobardo persistieron hasta muy avanzado el siglo VII y el rey lombardo Grimoaldo (662–671) puede considerarse como el último monarca arriano de Europa. Tras la celebración en 325 del Concilio de Nicea, resurgió con fuerza en la propia Constantinopla la idea de arrianismo gracias al apoyo de su obispo, Eusebio de Nicomedia, quien logró convencer a los sucesores del emperador Constantino para que apoyaran el arrianismo y rechazaran la línea ortodoxa aprobada en Nicea, y sustituyeran a los obispos nicenos por obispos arrianos en las sedes episcopales de Oriente.
Esta «herejía» —desde el punto de vista católico—, sigue en la mente de la Iglesia. Por lo general, se cree que determinadas nuevas confesiones cristianas combinan la teología liberacionista con el nuevo arrianismo científico, surgido de determinadas corrientes historicistas en la investigación bíblica. Pero no hay una voz oficial ni única sobre este tema: el diálogo, pues, sigue abierto. Se ha usado el término «arriano» durante la historia para acusar dentro del ambiente católico a cualquier cismático con la autoridad de la Iglesia con cuestionamientos respecto a la unidad de Dios y la Trinidad. Por ejemplo, durante siglos, el mundo cristiano veía al islamismo como una forma de arrianismo. Se ha avanzado la hipótesis histórica de que la permanencia de arrianos tanto en Oriente Medio como en África del Norte y en España facilitaron la expansión musulmana en estas regiones durante los siglo VIII y IX por su cercanía teológica. En España, para dar un ejemplo, la iglesia principal de la ciudad de Córdoba fue convertida en mezquita por los visigodos arrianos que abrazaron el islamismo. Aunque no exista una iglesia arriana centralizada desde que Recaredo y la corte visigoda se convirtiesen a la fe católica en el III Concilio de Toledo, las luchas que hubo entre arrianos y católicos ha llegado hasta nuestros días en el saber popular. La expresión española «armarse la de Dios es Cristo», indicando que va a haber un problema muy grande, hace referencia a las disputas tanto en el plano teológico como en el político y militar que hubo entre arrianos y católicos entre los siglos V y VI.
El cristianismo en España tiene una larga historia: casi dos mil años, según la tradición que remonta sus orígenes a la evangelización de la península Ibérica, en el siglo I por el apóstol Santiago el Mayor —vinculado a las historias de la Virgen del Pilar de Zaragoza y del milagroso transporte de sus restos hasta Compostela—, y por san Pablo, cuyo viaje a España es improbable, pero de quien al menos consta su voluntad expresa de emprenderlo: «Saldré para España, pasando por vuestra ciudad, y sé que mi ida ahí cuenta con la plena bendición de Cristo». Epístola a los Romanos (15, 28). Tras haber sido impuesto como religión oficial del Imperio Romano a finales del siglo IV, el cristianismo sufrió las vicisitudes de una prolongada Edad Media, que comenzó experimentando la segregación entre el arrianismo que traían los invasores germánicos y el catolicismo de los hispanorromanos —hasta la conversión de Recaredo en 586—, para pasar a enfrentarse con el Islam en la Reconquista, periodo que presenció tanto la tolerancia como los intentos de erradicación alternativos entre las dos religiones dominantes.
La conformación de los reinos que terminaron reuniéndose en la Monarquía Católica o Corona de España se hizo en gran medida a través de la construcción de una personalidad fuertemente religiosa, representativa del dominio social del grupo que se identificaba a sí mismo con el concepto étnicamente excluyente de cristiano viejo, y que desembocó en lo que ha podido llamarse política de «máximo religioso» de los Reyes Católicos, incluyendo la creación de la Inquisición española, la expulsión de los judíos y el bautismo forzoso de los moriscos, así como una fuerte Reforma institucional del clero, a cargo del cardenal Cisneros. La Iglesia española de la Edad Moderna fue desde entonces un mecanismo disciplinado y al servicio de la monarquía y los estamentos privilegiados. España, garantizado el consenso interior en materia religiosa gracias al férreo control social, fue un firme bastión del catolicismo romano, que los reyes de la Casa de Austria reclamaban defender en sus guerras exteriores en Europa —frente a luteranos o anglicanos, aunque a veces llegaran a enfrentarse a la católica Francia o a los mismísimos estados Pontificios—, en el Mediterráneo frente a los turcos y en la colonización de América justificada como evangelización. En cambio sí se produjeron fortísimos debates, como el que se dio en torno al erasmismo, vinculado a la resistencia a la modernización en las órdenes religiosas. Durante el siglo XVI se suscitó un movimiento reformista de carácter místico en el que se implicaron con no pocos enfrentamientos los carmelitas Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; también en el contexto de la Contrarreforma fundó San Ignacio de Loyola la muy influyente Compañía de Jesús. La complaciente imagen de una España «más papista que el papa», o «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma», cuyas ciudades se disputaban la primacía en el fervor mariano (votos asuncionista y concepcionista), tuvo su caricatura en la Leyenda Negra que fijó el estereotipo del español como adusto, cruel, intolerante y supersticioso. La mayoritaria identificación de lo español con la versión más rancia del catolicismo, o la minoritaria resistencia a ello, empapó buena parte de la mentalidad y la literatura española: siglos más tarde, Valle Inclán plasmó en tres adjetivos el retrato de ese eterno y quijotesco hidalgo español, El marqués de Bradomín, como «feo, católico y sentimental». Con la caída del absolutismo y la abolición de la Inquisición en el siglo XIX se produce también la aparición de las primeras comunidades protestantes en España, que en principio son solo toleradas con severas restricciones para la práctica de su culto. Exactamente lo mismo que sucedía con los católicos en los países protestantes, y, especialmente, en el Reino Unido.

La predicación de Santiago el Mayor en España
Esta es una tradición tardía recogida por San Isidoro de Sevilla y el Beato de Liébana, pero no por Gregorio de Tours o Venancio Fortunato, que la consideran carente de cualquier base. La tradición recoge que Pablo desembarcó en Tarragona, y algunas fuentes recogen el nombre de los primeros conversos, dos mujeres: Xantipa, mujer del prefecto Probo, y la de su hermana Polixena. Las fuentes que refieren estos hechos han sido criticadas por reputados historiadores como Marcelino Menéndez y Pelayo. La persistencia de las referencias, no obstante, parece estar sustentada por la Epístola a los Romanos (año 58), donde Pablo comenta su deseo de ir a España. Dado el prestigio del texto, muchos autores cristianos primitivos lo citan o glosan, añadiendo información de imposible comprobación —Cirilo de Jerusalén, san Epifanio, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo, Teodoreto y san Clemente de Roma en el Canon Muratorio y el Acta Pauli). Aun así, algunos autores indican que, en el caso de haberse producido la visita de Pablo, ésta se limitó a un contacto con las comunidades judías de España.
Los siete varones apostólicos, que habrían sido enviados por san Pedro: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio. Entre ellos san Cecilio, que alguna fuente considera anacrónicamente como obispo de Granada, fue martirizado. El destino de los demás pudo ser también el martirio, aunque en esto discrepan el Martirologio de Lyon y los Calendarios Mozárabes, para los que son simplemente doctores de la fe. Resultado de la llegada de los siete varones a Guadix (Granada), sería la primera conversión completa de una ciudad, tras el hundimiento milagroso de un puente que los salvó de una persecución. También aquí habría sido una mujer noble la primera conversa: Luparia. Después de esto, los siete varones se dispersaron, quedando Torcuato en Guadix, Segundo en Abula (Ávila, que tiene a san Segundo de patrón), Indalecio en Urci (Torre de Villaricos), Tesifonte en Vergi (Berja, Almería), Eufrasio en Iliturgis (Cuevas de Lituergo), Cecilio en Ilíberis (Elvira, Granada) y Hesiquio en Carcesi (Cieza, Murcia). La identificación de esas localidades es muy insegura: según otras fuentes, Carcesi o Carcere es Cazorla (Jaén), Urci es Pechina (Almería) y Iliturgi Andújar (Jaén).
Aun aceptando la venida de Pablo, la expansión del cristianismo primitivo en España tiene estrechas relaciones con los soldados de la Legión VII Gemina y las comunidades cristianas de África, además de la influencia decisiva de la patrística oriental. Su vehículo de expansión sería el elemento militar, a través de la Vía de la Plata y sus interconexiones con Gallaecia y Caesaraugusta. Se han encontrado varios rasgos de influencia africana en el cristianismo español: el análisis filológico de los primeros documentos de la Iglesia —como las actas del Concilio de Elvira—; la arquitectura de las primeras basílicas; el elemento militar y el origen africano de los primeros mártires hispanos; e incluso características de la propia liturgia.
Los testimonios más antiguos de la presencia del cristianismo en España son los de Ireneo de Lyon, Tertuliano y la Carta LXVII de san Cipriano, obispo de Cartago (254, en plena persecución de Decio), en la que condenaba a los obispos Basílides de Astorga y Marcial de Mérida. Sea como fuere, de lo temprano y extenso de la cristianización, sobre todo en zonas urbanas, fueron muestra los mártires de las persecuciones de finales del siglo III y comienzos del IV, como los Santos Niños Justo y Pastor, en Complutum (Alcalá de Henares) o Santa Justa y Santa Rufina en Sevilla; y concilios como el ya citado de Ilíberis (de fecha incierta, entre el 300 y el 324, en el primer caso sería anterior a la persecución de Diocleciano y en el segundo, posterior al Edicto de Milán de Constantino). En sus 81 cánones, todos disciplinares, se encuentra la ley eclesiástica más antigua concerniente al celibato del clero, la institución de las vírgenes consagradas (virgines Deo sacratae), referencias al uso de imágenes (de interpretación discutida), a las relaciones con paganos, judíos y herejes, etcétera. Posiblemente el primer martirio con constancia documental ocurrió el 21 de enero del año 259 en el anfiteatro de Tarraco (Tarragona), donde fueron quemados vivos el obispo Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio durante la persecución de Valeriano y Galieno). Los cristianos hispanos tuvieron oportunidad de llegar a puestos de responsabilidad en la Iglesia romana: la tradición reivindicada para su patronazgo sitúa en Huesca el lugar de nacimiento de san Lorenzo mártir (diácono romano muerto en 258); incluso un texto apócrifo atribuido a san Donato lo sitúa en Valencia, a donde habría hecho llegar el Santo Grial por orden del papa Sixto II.

En 2006 se descubrieron unos polémicos restos arqueológicos (que destacados expertos consideran falsos) hallados en el yacimiento de Iruña–Veleia (cercano a Iruña de Oca, Álava) que parecen representar una escena de calvario, la siglas RIP y otros signos y palabras propias del cristianismo (de un modo anacrónico e impropiamente utilizadas), de una cronología excepcionalmente temprana (siglo III), que de ser auténticos los convertirían en los más antiguos no solo de España, sino del mundo, como sigue sosteniendo el director del yacimiento, que insiste en la veracidad de los restos.