En 1911, el Gobierno estadounidense ordenó que la petrolera Standard Oil of Ohio, propiedad del legendario magnate John Davidson Rockefeller, fuese dividida en varias compañías más pequeñas, para poner fin de este modo a la situación de monopolio que ejercía entonces la Standard Oil of Ohio. Las denominaciones de las nuevas compañías surgidas tras la parcelación, incluían siempre las iniciales «S.O.», las siglas de la Standard Oil. Así surgieron la SOHIO en Ohio, SOCONY en Nueva York y, por supuesto, ESSO que se convirtió, casi un siglo después, en EXXON-MOBIL. En menos de dos años, desde su fundación en 1870, la Standard Oil había absorbido a 22 de sus 26 competidores en Cleveland, creando una situación de monopolio en el emergente mercado del petróleo. Los medios de los que se valió Rockefeller en sus negocios llevaron a que su compañía fuese rebautizada por sus competidores como la ‘Satandard Oil’ y podrían resumirse en la célebre frase de la película ‘El Padrino’: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”.
No obstante, sus negocios, aunque no fuesen ejemplares, le reportaron a Rockefeller una inmensa fortuna con la que creó 12 grandes bancos para canalizar las fabulosas ganancias devengadas de sus actividades industriales centradas en el petróleo y en los ferrocarriles, medio con el originariamente se transportaba el crudo desde los yacimientos hasta las refinerías, para su posterior distribución. Tal era la prosperidad y solvencia de los bancos de Rockefeller, que el Congreso decidió recurrir a ellos para que gestionasen en su nombre la recaudación de impuestos.
En poco tiempo, Rockefeller vio cómo sus ganancias se incrementaban espectacularmente gracias a los intereses que devengaban los impuestos que sus bancos recaudaban para el Gobierno de los EEUU, entonces el sagaz magnate concibió un plan magistral: el de controlar al Gobierno, para evitar que el Gobierno le controlase a él. Rockefeller comprendió inmediatamente que esto pasaba por intervenir más directamente en las finanzas públicas.
Así fue como en 1914, en vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial, John Davidson Rockefeller y sus socios fundaban la Reserva Federal de los Estados Unidos.
Siete años antes de fundarse la Reserva Federal, en 1907, se produjo un pánico bancario de gran relevancia fomentado por la Banca Morgan, una situación no muy distinta de la que tuvo lugar en septiembre de 2008 con la quiebra del banco Lehman Brothers, que finalmente fue comprado, precisamente, por la Banca Morgan (J.P. Morgan), algo que ya había intentado infructuosamente en 1929, después de célebre ‘crack’ bursátil. Tras el pánico financiero orquestado por John P. Morgan y sus bancos en 1907, Nelson Aldrich, testaferro de Rockefeller, consiguió el apoyo del Senado para presidir la Comisión Monetaria Nacional. Desde esa privilegiada posición, Aldrich organizó a finales de 1910 la reunión secreta más importante de la historia de los Estados Unidos.
En la isla de Jekyll se reunieron los banqueros Paul Warburg, Benjamín Strong, presidente del Bankers Trust (sindicato de banqueros), controlado por John P. Morgan; Henry R. Davison, miembro de la compañía J.P. Morgan; Frank A. Vanderlip, presidente del National City Bank, propiedad de Rockefeller, y R. Piatt Andrew, secretario del Tesoro. Allí decidieron estos poderosos banqueros, según confesaría Vanderlip en sus memorias, la creación de un banco central estadounidense. Pero los participantes acordaron no emplear este nombre para evitar suspicacias del público y decidieron llamarle Reserva Federal de Nueva York. El informe de la Comisión Monetaria y la Ley Reguladora del Sistema de la Reserva Federal también fueron elaborados en dicha reunión.
Sin embargo, la Ley Aldrich no fue inmediatamente aprobada por el Congreso y los especuladores tuvieron que esperar un par de años para llevar a cabo sus planes. El problema se resolvió en las elecciones presidenciales, a las que concurrieron Roosevelt, Wilson y Taft. Los dos primeros fueron apoyados en su campaña por los mismos que idearon la Ley de la Reserva Federal. Cuando Wilson ganó las elecciones, inmediatamente consiguió que el Congreso aprobase la ley. Los especuladores controlaban ya el Banco Central de los Estados Unidos, lo que hoy conocemos como la Reserva Federal, pero que sigue siendo un banco ‘privado’ y no estatal, como muchos creen, y sobre el que el Gobierno de los Estados Unidos no ejerce ningún control.
El selecto grupo de banqueros que se habían conjurado en la mansión de Nelson Aldrich en la isla de Jekyll, apoyaron la investidura del presidente Woodrow Wilson, a cambio de que éste se comprometiera a hacer realidad sus sueños de implantar la Reserva Federal. Cuando Wilson llegó a la Casa Blanca en marzo de 1913, lo hizo acompañado por un inquietante personaje que se hacía llamar coronel sin serlo, y actuaba como su secretario personal. El presidente lo llamada mi otro yo. Su nombre era Edward Mandel House y era hijo de un oscuro representante de diversos intereses británicos en EEUU. Otro de los consejeros personales del presidente Wilson fue un tal Bernard Mannes Baruch, relacionado con el grupo de banqueros de la isla de Jekyll y asesor de varios inquilinos de la Casa Blanca que sucedieron a Wilson: Hoover, Roosevelt, Truman y Eisenhower. Mandel House y Mannes Baruch fueron los encargados de recordarle a Wilson que cumpliera su parte del pacto y que “demostrara su progresismo modernizando el sistema bancario”.
En aquella época, 1913, la mayoría de congresistas seguían estando en contra de cambiar el modelo financiero y, cuando Wilson anunció que presentaría de todas formas su propuesta, se prepararon para rechazarla, pero no pudieron hacerlo gracias a una treta urdida por el presidente de la Cámara, Carter Glass, que convocó un pleno exclusivamente dedicado a la aprobación del nuevo sistema de la Reserva Federal el 22 de diciembre, cuando la mayoría de los parlamentarios habían tomado ya las vacaciones de Navidad, porque el mismo Glass les había prometido, sólo tres días antes, que no convocaría ese pleno hasta enero de 1914, después de las fiestas navideñas y de las de Año Nuevo.
Pese a que no existía el indispensable quórum parlamentario y, por tanto, no podía aprobarse la ley, Glass echó mano de la legislación según la cual “en caso de urgente necesidad nacional” el presidente de la Cámara de Representantes podía obviar ese obstáculo y dar vía libre a una ley concreta. La artimaña fue posteriormente denunciada por el congresista Charles A. Lindbergh (padre del célebre aviador que cruzó en solitario el Atlántico por primera vez), el cual declaró que “este acto establece el más gigantesco ‘trust’ sobre la tierra. […] Cuando el presidente lo firme, el Gobierno invisible del Poder Monetario, cuya existencia ha sido probada en la investigación del ‘trust’ del dinero, será legalizado”.
El presidente Wilson por su parte, se apresuró a aprobar la ley presentándola como “una victoria de la democracia sobre el trust del dinero” cuando la realidad era justamente todo lo contrario: los principales beneficiarios y defensores del sistema eran aquellos a los que se suponía que había que desplazar de los oscuros pasillos del poder en la sombra; los devotos defensores de la banca privada y el ‘libre’ mercado controlado por ellos a través de sus oligopolios industriales, también privados.
Pese al enfado de los congresistas, la decisión tomada era legal. Se pensó en revocarla, pero el trámite parlamentario era complejo y había asuntos más importantes sobre la mesa, como el riesgo inminente de guerra en Europa, que acabaría materializándose en el verano de aquel mismo año 1914, así que el debate sobre el nuevo sistema monetario fue posponiéndose ‘sine die’ hasta que sus defensores lograron consolidar definitivamente sus posiciones.
El consejo ejecutivo de la Reserva Federal ni siquiera se molestó en guardar las formas de cara a la galería. Habían tomado el control asegurando que con su sistema se pondría fin a la inestabilidad financiera, las recesiones y las depresiones económicas. Fenómenos inéditos hasta entonces, y que no se produjeron hasta que, en 1907, a través de la denominada “circular del Pánico”, los socios de Morgan y Rockefeller saturaron súbitamente el mercado de dinero barato, para después retirarlo bruscamente.
Entre 1923 y 1929 la oferta de dinero subió más de un 60%, y la mayor parte fue a parar a la Bolsa. Ya sabemos cómo acabó la fiesta en 1929. Exactamente lo mismo que han venido haciendo la Reserva Federal y el BCE (Banco Central Europeo) en los años previos a la crisis que ahora estamos padeciendo, iniciada en 2008, y cuyo alcance final, todavía desconocemos.
El 2 de octubre de 1919 Woodrow Wilson sufrió un infarto cerebrovascular que le provocó una hemiplejia. Este ataque le incapacitó para desarrollar su cargo presidencial, pero su vicepresidente, Thomas R. Marshall, asombrosamente, no utilizó el derecho constitucional vigente para asumir el poder, por lo cual, y pese a su manifiesta incapacidad, Wilson siguió como presidente de los Estados Unidos hasta la finalización de su mandato en marzo de 1921.
Aquel mismo año, Wilson fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su impulso a la Sociedad de Naciones –precursora de las actuales Naciones Unidas- y por la promoción de la paz después de la Primera Guerra Mundial mediante el Tratado de Versalles. Woodrow Wilson murió en Washington el 3 de febrero de 1924, pero lo más importante estaba hecho: la Reserva Federal era ya una realidad. Pero ¿era realmente necesaria?
Los primeros colonos no estaban sujetos a un sistema fiscal concreto. Después de obtener su independencia de Gran Bretaña en 1783, los norteamericanos establecieron un Gobierno que rechazaba los impuestos directos y se limitaba a imprimir papel moneda para pagar las obras civiles y el mantenimiento de las infraestructuras y servicios públicos. A fin de mantener la estabilidad de los precios y el pleno empleo, el Gobierno se limitaba a controlar que el papel moneda en circulación no excediera en valor los bienes y servicios ofrecidos por el mercado, y con este sencillo sistema, los Estados Unidos alcanzaron una envidiable prosperidad en apenas ciento treinta años (1783-1914), beneficiándose de una política de precios estable en productos y servicios, y con una bajísima tasa de desempleo. Todo esto cambió a partir del momento en que quedó instituida la Reserva Federal. Luego, la pregunta que nos hacíamos en el párrafo anterior, queda así contestada.
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