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domingo, 1 de mayo de 2011

Constantino el Grande: creador de la Iglesia católica

Para muchos historiadores modernos, algunas de las decisiones que adoptó el emperador Constantino marcaron el tránsito del mundo antiguo al medieval. Constantino gobernó el Impero Romano durante treinta años, hasta su muerte en Nicomedia (actual Izmir, Turquía) el 22 de mayo de 337. Fundador de Constantinopla en lo que era la antigua ciudad griega de Bizancio, en la Iglesia ortodoxa se le venera como santo, y la Iglesia romana le considera un gran benefactor de los cristianos, religión que legalizó promulgando un edicto de tolerancia en el año 313 (Edicto de Milán).
No obstante, cuando la capital del Imperio se trasladó de Roma a Constantinopla, en Oriente, se inició una larguísima decadencia económica que marcaría buena parte de la Edad Media. A los europeos les llevaría casi un milenio recuperar su protagonismo político e influencia económica en el mundo. Ésta no se produciría hasta la era de los grandes descubrimientos geográficos y la posterior colonización de América y otros continentes.
Otra de las decisiones que determinaron la historia de Occidente en los siglos venideros, fue la refundación del cristianismo como una religión de Estado adaptada a las necesidades del Imperio, y bajo la apariencia de una nueva Iglesia institucionalizada, católica y romana. Los cristianos, en adelante, no sólo deberían obediencia a Dios, sino al emperador. Paradójicamente, con el devenir de los siglos, acabaron siendo los monarcas cristianos quienes tuvieron que rendir obediencia a los papas, herederos de los antiguos césares, y someterse a su voluntad.
Tras haberse desembarazado de todos sus rivales políticos, Constantino convocó el primer concilio ecuménico en la ciudad asiática de Nicea (Bitinia, hoy en Turquía) en 325, que legalizó la práctica del cristianismo en el Imperio Romano y puso fin a las persecuciones. Se considera que esto fue esencial para la expansión de esta religión por toda la cuenca mediterránea, y los historiadores, desde Lactancio y Eusebio de Cesarea, hasta nuestros días, presentan a Constantino como el primer emperador cristiano, aunque vivió como pagano y no se bautizó hasta encontrarse en su lecho de muerte. Se dice que sus colaboradores y allegados le temían tanto, que nadie se atrevió a tocar el cadáver hasta que hubieron transcurrido siete días desde el óbito.
A lo largo del siglo III el Imperio Romano había sufrido diversas crisis de variada índole –económicas, demográficas, pandémicas, políticas y militares– que a punto estuvieron de destruirlo. A principios del siglo IV, tras alcanzarse una solución de compromiso, el Imperio estaba dividido en dos mitades, una oriental y otra occidental, y gobernado por dos emperadores mayores o augustos, y dos emperadores menores o césares, que eran a su vez los sucesores reconocidos de los primeros.
Diocleciano y Maximiano eran los augustos, y Constancio Cloro (padre de Constantino) y Galerio, compartían el poder como césares. El joven Constantino sirvió en la corte de Diocleciano en Nicomedia tras el nombramiento de su padre como uno de los dos césares de la tetrarquía en 293. El año 305 marcó el final de la primera tetrarquía con la renuncia de los dos augustos, Diocleciano y Maximiano. De esta forma los dos césares accedieron a la categoría de augustos y dos oficiales ilirios fueron nombrados nuevos césares. La segunda tetrarquía quedaba así formada: Constancio Cloro y Severo II, como augusto y césar respectivamente, en Occidente, y Galerio y Maximino en la parte oriental del imperio, también como augusto y césar cada uno.
Sin embargo, Constancio Cloro cayó enfermo durante una expedición punitiva contra los pictos en Caledonia (actual Escocia), muriendo el 25 de julio de 306. Su hijo Constantino se encontraba junto a él en su lecho de muerte en Eburacum (actual ciudad de York, Inglaterra), en la Britania romana, donde su leal general Croco, de ascendencia germana, y las tropas leales a su padre le proclamaron augusto. Simultáneamente, el césar occidental, Severo II, era a su vez proclamado augusto por Galerio. Ese mismo año el Senado –según la vieja fórmula republicana– nombró césar a Majencio, hijo del anterior tetrarca Maximiano, y éste último regresó también a la escena política reclamando para sí el título de augusto.
Comenzó otro largo periodo de conflictos y guerras civiles que se prolongó por espacio de veinte años. Severo fue traicionado por sus tropas; entretanto Constantino y Maximiano concertaban una alianza. Al final del año 307 había 4 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio, y un solo césar: Maximino.
A pesar de la mediación de Diocleciano, que se mantuvo neutral intentando actuar como árbitro en la disputa, al final del año 310 la situación era aún más confusa con 7 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio, Maximino, Licinio –al que había introducido en la pugna el propio Diocleciano rompiendo su neutralidad– y Domicio Alejandro, vicario de África que se había proclamado augusto. Los vicarios eran lugartenientes designados por el emperador, que les enviaba en su representación a las provincias que no estaban regidas por un gobernador. Después de las reformas administrativas de Constantino, se dio el nombre de vicario a los gobernadores de la mayoría de las diócesis, y ejercían su autoridad en ausencia de sus titulares, los prefectos del Pretorio.
En medio de este entorno convulso comenzaron a desaparecer candidatos: Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano se suicidó asediado por Constantino, y Galerio falleció por causas naturales.
Majencio fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido por Constantino en la decisiva batalla del Puente Milvio, en las afueras de Roma, el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y Licinio selló el destino de Maximino que se suicidó tras ser vencido por éste en 313.
A partir de este punto el Imperio quedaba dividido entre Licinio, en Oriente, y Constantino en Occidente. Tras los enfrentamientos iniciales, ambos firmaron la paz en Sárdica en 317. Durante este periodo ambos nombraron césares según su conveniencia entre los miembros de su familia y círculo de confianza. En el 324, nuevos enfrentamientos terminaron con la victoria de Constantino sobre Licinio en Adrianópolis y Crisópolis.
Constantino representa el nacimiento de la monarquía absoluta, hereditaria y por derecho divino, algo hasta entonces inusual en el Imperio Romano que siempre conservó sus estructuras republicanas. Es más, el título de “Imperator” equivalía al de Generalísimo o Comandante en Jefe de los Ejércitos, no era un título monárquico. Los primeros emperadores, desde César, fueron dictadores vitalicios por acumulación de cargos. César y Augusto se convirtieron en dictadores tras ser reconocidos por el Senado como únicos cónsules. El consulado estaba compartido por dos cónsules elegidos por el Senado.
En cualquier caso, la formula monárquica absolutista, sancionada por la Iglesia, e inaugurada por Constantino el Grande, tendría su continuidad tras la desaparición del Imperio, a lo largo de toda la Edad Media y, en muchos casos, hasta el siglo XX. Así, los monarcas medievales lo eran “Por la Gracia de Dios” y los títulos “káiser” y “zar” eran transcripciones derivadas de la palabra “césar”. Asimismo, durante el Medievo hubo varios intentos de restaurar el viejo imperio bajo la apariencia de un Sacro Imperio Romano.
Durante el reinado de Constantino se introdujeron importantes cambios que afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del Bajo Imperio. Reformó la corte, las leyes y la estructura del Ejército. Las legendarias legiones romanas desaparecieron y fueron substituidas por cuerpos de infantería pesada muchos más reducidos, y unidades de caballería principalmente.
Pero, seguramente, Constantino sea más conocido por ser el primer emperador romano que permitió el libre culto a los cristianos. Su conversión al cristianismo, de acuerdo con las fuentes oficiales cristianas, fue el resultado inmediato de un presagio antes de su victoria en la batalla del Puente Milvio (312). Tras esta visión extática, Constantino adoptó un nuevo estandarte para marchar a la batalla al que llamaría Lábaro. La visión de Constantino se produjo en dos partes: en primer lugar, mientras marchaba con sus soldados vio la forma de una cruz frente al Sol (Apolo). Tras esto, tuvo un sueño en el que se le ordenaba poner un nuevo símbolo en su estandarte, ya que vio una cruz con la inscripción «In hoc signo vinces» («Con este signo vencerás»). Mandándolo pintar de inmediato en los escudos de sus soldados, venció a Majencio. En los siglos venideros las cruces figuraron en los escudos de casi todos los ejércitos cristianos. Se dice que tras estas visiones, y por el resultado de la batalla del Puente Milvio, Constantino se convirtió de inmediato al cristianismo. Pero, tal vez fue así por razones políticas.
Una buena parte del ejército romano seguía el culto mitraico, de origen oriental, aunque es cierto que el cristianismo también había ganado muchos conversos entre los soldados y oficiales. Había una buena razón para ello: ambas religiones prometían una vida después de la muerte. Aspecto éste que siempre despertaba el interés de los militares, que arriesgaban la vida constantemente en el combate.
Se cree que la influencia de Elena, su madre, que era una devota cristiana, fue decisiva. No obstante, Constantino, siguiendo una extendida costumbre de la época, no fue bautizado hasta estar cerca de la muerte (337), y fue un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia, que no católico, quien le bautizó. Posiblemente, la elección del obispo de Nicomedia fuese un guiño político hacia los arrianos. El arrianismo había sido condenado por la nueva Iglesia católica surgida tras el Concilio de Nicea (325), pero eran muchos los soldados y oficiales, de origen germánico sobre todo, que profesaban esta doctrina cristiana. Eusebio, además, era amigo de la hermana de Constantino, lo que probablemente facilitó el indulto y su vuelta desde el exilio para bautizar al agonizante emperador.
Poco después de la batalla del Puente Milvio (312), Constantino entregó al papa Silvestre I un suntuoso palacio que había pertenecido a Diocleciano, perseguidor de los cristianos, con el encargo de construir una gran basílica dedicada al culto cristiano.
El nuevo edificio se construyó sobre los antiguos cuarteles de la Guardia Pretoriana, y actualmente se la conoce como Basílica de San Juan de Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra magnífica basílica en la colina Vaticana, en el mismo lugar donde, según la tradición cristiana, martirizaron a san Pedro: ésta fue la Basílica de San Pedro.
El Edicto de Milán despenalizó la práctica del cristianismo y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Tras el edicto de tolerancia se abrieron nuevas vías de expansión para los cristianos, incluyendo el derecho a competir con los paganos en el tradicional “cursus honorum” para acceder a las altas magistraturas del Estado, y también ganaron una mayor aceptación e influencia dentro de la sociedad civil en general. Se permitió la construcción de nuevas iglesias y los líderes cristianos alcanzaron una importancia decisiva.
Envalentonados por las nuevas prerrogativas concedidas por el emperador, los obispos nicenos (católicos) adoptaron unas posturas agresivas hacia otros grupos cristianos a los que consideraban heréticos –especialmente los arrianos– y empezaron a mostrar un carácter abiertamente revanchista hacia los paganos que prefirieron seguir fieles a los antiguos dioses y no aceptaron bautizarse.
Aunque el cristianismo no se convertiría en “única” religión del Imperio hasta que Teodosio así lo dispuso con la promulgación del Edicto de Tesalónica en el año 380, Constantino dio un gran poder económico a los cristianos: les concedió numerosos privilegios y exenciones fiscales, e hizo importantes donaciones a la Iglesia procedentes de las propiedades confiscadas a sus enemigos políticos, algunos de ellos paganos. Asimismo, apoyó la reconversión de muchos templos paganos en iglesias, y dio preferencia a los cristianos en los puestos preeminentes de la administración del Estado.
Como resultado de todo esto, las controversias que habían existido entre los cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora aventadas en público, y frecuentemente de una manera violenta. Constantino consideraba que su deber como emperador designado por Dios, era acabar con los desórdenes religiosos, y convocó el Concilio de Nicea (325) para, según él, terminar con los cismas doctrinales que dividían a la Iglesia, especialmente el arrianismo.
Los historiadores señalan, no obstante, que su principal preocupación era la unidad del Imperio, recientemente restituida, y que se podía ver nuevamente resquebrajada debido a estas divergencias religiosas. Muchos consideran que Constantino «creó» la Iglesia católica confiriéndole su impronta personal, y que ésta perduraría mucho tiempo después de su muerte. Los papas lucharon por la unidad de la Iglesia con tanto ahínco y determinación, como Constantino lo hizo por mantener la integridad territorial del Imperio Romano, en el que ya habían empezado a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad que habría de ponerle fin un siglo y medio después.
En Nicea, el emperador impuso el dogma de la Santísima Trinidad presionado por los obispos reunidos en el concilio partidarios del mismo. Uno de los principales motivos de discordia entre los cristianos, aunque no el único. Por otra parte, los defensores de la Iglesia católica sostienen que las bases del dogma ya se daban en la iglesia primitiva, unos 200 años antes de celebrarse el concilio. Así como la definición de «católico», término que proviene del griego καθολικός (katholikós) y que significa “universal”.
Varias creencias que serían luego consideradas dogmas de fe en la Iglesia romana, se forjaron durante las discusiones teológicas habidas en el Concilio de Nicea. Y, aunque la intervención del emperador haciendo valer su posición fue determinante, el análisis de las cartas escritas por Constantino, evidencia en ellas una acusada carencia de formación teológica, por lo que algunos estudiosos descartan la posibilidad de que el emperador pudiese haber influido en la posterior doctrina de la Iglesia debido, justamente, a su profundo desconocimiento en la materia.
Asimismo, muchos se preguntan por qué el papa Silvestre I no asistió a dicho concilio ecuménico, siendo él el más adecuado para presidirlo. Por esto algunos especialistas sostienen que el motivo de su ausencia fue que Constantino estableció en Nicea una nueva religión sincretizada, mezclando elementos paganos y cristianos, y rompiendo definitivamente con las fuentes judías de las cuales procedía el cristianismo original. El resultado final de esta fusión de elementos paganos y judeocristianos habría sido, según esta teoría, la Iglesia católica romana que ha perdurado, con escasísimos cambios, hasta nuestros días.
Constantino inauguró el Concilio de Nicea vestido pomposamente, como un auténtico rey-sacerdote, algo totalmente ajeno a los sobrios usos y costumbres romanos, y más propio de los reyes orientales. El emperador abrió el concilio con un solemne discurso pronunciado en griego, y ataviado con unos pesados y vistosos ropones talares adornados con lujosos brocados hechos en oro y plata. Una imagen que se corresponde más con la de un papa medieval, que con la de un clásico emperador romano.
Entre los títulos que solían ostentar los emperadores –aunque no todos– estaba el de “pontifex maximus” o sumo pontífice, un vestigio honorífico de la época republicana a la que los césares jamás concedieron demasiada importancia. Pero en Nicea, durante el concilio, Constantino ejerció de sumo pontífice a todos los efectos, tal vez, por primera y única vez en la dilatada historia del Imperio Romano.
Varios años después, el emperador Graciano el Joven (muerto en 383) influenciado por Ambrosio, obispo de Milán, prohibió definitivamente los antiguos cultos paganos en todo el Imperio. Acto seguido, renunció al título de “pontifex maximus” por considerarlo incompatible con la fe cristiana, apagó el fuego sagrado del templo de Vesta, y retiró el altar de la Victoria del Senado, a pesar de las protestas de los últimos miembros paganos del Senado. Como represalia, Graciano confiscó sus propiedades; prohibió las donaciones materiales a las Vestales; y abolió otros privilegios que poseían los sacerdotes y sacerdotisas paganos. En apenas dos generaciones, los cristianos pasaron de ser perseguidos, a convertirse en implacables perseguidores de los paganos. El edicto de tolerancia, convirtió a los cristianos en intolerantes que persiguieron a los paganos con la misma saña con la que éstos les habían perseguido a ellos.
Habían existido otros concilios antes que el de Nicea, pero éste fue el primero con carácter ecuménico universal y contó con la participación de alrededor de 300 obispos, lo que supuso una minoritaria participación si tenemos en cuenta que a lo largo del Imperio había alrededor de 1000 obispos.
La importancia de aquel histórico concilio residió en la confección del llamado credo niceno (redactado en griego, no en latín) que, esencialmente, permanece inmutable en su contenido casi 1700 años después de su celebración. Por otra parte, la comunión entre el Estado y la Iglesia remozada surgida del concilio, favoreció enormemente la expansión del nuevo cristianismo católico a través del Imperio con una fuerza inusitada.
En parte, esta espectacular expansión del catolicismo se debió a razones políticas, pues, al trasladar la capital del Imperio a Oriente, muchas familias senatoriales romanas vieron en el nuevo clero católico que se estaba pergeñando, la posibilidad de recuperar en Roma una influencia política que habían perdido, a veces, varias décadas o siglos antes. Fue el nacimiento de una nueva casta política: el alto clero romano que después desempeñaría un destacado papel en la política europea medieval.
En sus últimos años de vida, Constantino también ejerció como predicador, dando sus propios sermones en el palacio imperial ante la corte y los invitados extranjeros. Sus reconvenciones pregonaban el principio de armonía y coexistencia entre paganos y católicos, aunque gradualmente se volvieron más intransigentes hacia los primeros y, también, hacia los cristianos que no aceptaron la ortodoxia católica o nicena. Paralelamente, Constantino fue eliminando a los funcionarios paganos de los principales puestos de la administración, sobre todo en Oriente, lo que favoreció un considerable incremento del poder y la influencia del clero católico, en detrimento de los paganos y las restantes confesiones cristianas.
En el año 314, inmediatamente después de su legalización, la Iglesia atacó sin cuartel a los paganos. Envalentonados por la actitud del emperador, muchos templos paganos fueron destruidos por las turbas cristianas y sus sacerdotes brutalmente asesinados. Entre los años 314 y 326 miles de paganos fueron asesinados y se promulgaron una serie de disposiciones que favorecieron al cristianismo católico-niceno (exclusivamente) frente a las demás confesiones cristianas. Asimismo, los cultos paganos tales como la aruspicina, el arte de adivinar por medio de las entrañas de las víctimas, y los sacrificios privados de animales, fueron rigurosamente prohibidos.
La magia también fue perseguida por los cristianos. Los romanos toleraban ciertas artes consideradas “mágicas” por los cristianos, como las prácticas abortivas, por ejemplo. Sin embargo, la magia con carácter pernicioso –magia negra– también estaba proscrita por los romanos. De facto, una de las primeras acusaciones a las que tuvieron que hacer frente los primitivos cristianos fue la de practicar la magia negra.
En la antigüedad resultaba difícil establecer la frontera entre “magia” y “ciencia” de la época. Entre los célebres magos egipcios había desde astrónomos a físicos, al igual que entre los magos persas, babilónicos o caldeos, que solían dominar varias disciplinas “científicas” según los conocimientos de la época. Las propias Escrituras nos hablan de unos “magos” de Oriente que acudieron a Belén para adorar al Salvador.
Otra de las razones que favorecieron la espectacular ascensión de la nueva Iglesia católica surgida al amparo del emperador, fueron las generosas donaciones y exenciones fiscales concedidas al clero niceno, varios años antes de que el cristianismo católico se convirtiera en la “única” religión oficial del Imperio. Lo que se consumó con la promulgación del Edicto de Tesalónica por orden del emperador Teodosio en el 380. Acto seguido, en Dídima, Asia Menor, fue saqueado e incendiado el oráculo del dios Apolo y torturados hasta la muerte los sacerdotes paganos. También fueron desahuciados todos los sacerdotes paganos del monte Athos, y destruidos sus templos y santuarios. En vísperas de la inauguración oficial de Constantinopla (330), el propio Constantino mandó saquear todos los templos paganos de Grecia y trasladar sus más preciados tesoros a la nueva capital imperial. Muchos de los bellísimos templos de la época clásica fueron destruidos por la férula de los cristianos, no por la ira de los bárbaros, como a menudo se ha hecho creer.
Aquella actitud partidista hacia los cristianos por parte de Constantino, tuvo efectos negativos para los que vivían más allá de las fronteras orientales de Imperio. Los reyes sasánidas que gobernaban el Imperio Parto, enemigo secular de Roma, y que hasta entonces habían dispensado refugio a los cristianos cuando eran perseguidos, empezaron a verlos como quintacolumnistas cuando la actitud del emperador romano comenzó a favorecerles. Por este motivo, los cristianos fueron perseguidos también en Partia. Sin embargo, estos cristianos orientales eran considerados herejes por los nicenos, y su recibimiento en tierras del Imperio no fue precisamente caluroso.
Entretanto, Constantino retiró su estatua de los templos paganos, la reparación de éstos edificios fue prohibida y los fondos procedentes de donativos desviados a las arcas de la Iglesia. Se suprimieron todas las formas de culto y adoración paganos que los cristianos consideraron “ofensivos” por considerarlos obscenos e idolátricos. No obstante, en la espectacular reinauguración de Constantinopla celebrada en la primavera del 330, se efectuó una ceremonia híbrida, mitad pagana y mitad cristiana, en la plaza del mercado y se impuso la cruz de Cristo sobre el carro del dios solar Apolo.
Constantino fue también conocido por su falta de piedad para con sus enemigos políticos. Ejecutó a Licinio, su cuñado, por estrangulamiento en 325, a pesar de que había prometido públicamente no hacerlo si accedía a rendirse. Un año después, Constantino ejecutó también a su hijo mayor, Crispo, y unos meses después a su segunda esposa, Fausta. Crispo era el único hijo que tuvo con su primera esposa, Minervina, pero circularon rumores sobre una presunta relación incestuosa entre Crispo y su madrastra, lo que pudo ser la causa de la ira de Constantino, que vivió el resto de sus días atormentado por haber ordenado matar a su hijo.
Algunas leyes de Constantino, por recomendación de los obispos católicos, mejoraron considerablemente muchos aspectos de aquella época violenta. Por ejemplo: se estableció la pena de muerte para todos aquellos recaudadores de impuestos que abusaran recaudando más de lo autorizado; no se permitía mantener a los prisioneros en completa oscuridad, sino que era obligatorio que pudieran ver la luz del día; a un hombre condenado se le podía llevar a morir a la arena, pero no podía ser marcado en la cara, sino en los pies; los padres que prostituían a sus hijas, o hijos, eran quemados vivos introduciéndoles plomo fundido por la boca.
Además, los combates de gladiadores fueron eliminados en el 325, aunque esta prohibición tuvo poco efecto. Se limitaron los derechos de los propietarios de los esclavos: podían azotar a un esclavo de su propiedad, pero no podían mutilarle o matarle. La terrible pena de muerte por crucifixión fue abolida por razones de piedad cristiana, aunque el castigo fue sustituido por la horca “para demostrar que todavía existía la implacable justicia romana”.
El domingo fue declarado día de reposo sustituyendo al sábado y los mercados permanecían cerrados, así como las oficinas públicas (excepto para la manumisión de esclavos). Debido a la escasez de alimentos, no hubo restricciones para el trabajo en el campo y en las granjas. Todas estas innovaciones también tuvieron una inspiración política y económica que pretendía deliberadamente perjudicar a los comerciantes judíos ortodoxos, y a los judíos cristianos, que seguían celebrando su día preceptivo de fiesta el sábado. Así, al trasladar el día de descanso semanal al domingo, se les obligaba a cerrar dos días en lugar de uno. Cosa que benefició a los comerciantes romanos, tanto a los paganos como a los católicos.
Constantino continuó con la reforma introducida por Diocleciano que separaba el poder civil del militar. Como resultado, generales y gobernadores poseían menos poder que durante la época de la anarquía militar. Criterios tanto económicos como de seguridad llevaron a la modificación de la política de defensa del Imperio durante la primera mitad del siglo IV. Constantino convirtió el viejo sistema de fronteras fortificadas en un sistema de defensa en profundidad con la formación de una gran red de acuartelamientos en el interior de la Galia principalmente. Los motines y levantamientos de tropas, provocados a menudo por el descontento derivado de las largas separaciones familiares, se redujeron considerablemente. Por otra parte, los soldados destacados en los puestos avanzados ponían mayor interés en la defensa de los territorios asignados al ser conscientes de que la seguridad de sus familias estaba en juego.
Constantino disolvió la vieja y temible Guardia Pretoriana, y en su lugar estableció los “Scholae Palatinae” (escolares); reclutó cuerpos de caballería de élite, principalmente de origen germánico, y redujo de 5000 a 1000 infantes el número de efectivos de la legión tradicional, la principal unidad de combate del Ejército romano.
Este cambio en la política militar, ahora predominantemente defensiva, perduró hasta la desaparición del Imperio de Occidente (476) y, quizá, fue otra de sus causas: el Ejército romano se fue reduciendo y debilitando paulatinamente. Ya en el siglo V, tanto los emperadores occidentales como los de Oriente, prefirieron subcontratar a mercenarios germanos, o sobornar a los pueblos invasores que amenazaban las fronteras, en lugar de financiar el reclutamiento y adiestramiento de tropas regulares. El servicio militar obligatorio para los ciudadanos romanos fue abolido. Pero, a la larga, los tributos exigidos por los caudillos bárbaros para no invadir los territorios del Imperio fueron más onerosos que lo hubiese sido el mantenimiento de las tropas imperiales.
La cada vez más poderosa jerarquía eclesiástica entendía que era más útil y perentorio emplear los recursos del Estado en la construcción de iglesias y monasterios, y en la celebración de interminables sínodos, que en mantener ejércitos para defender el Imperio. La Iglesia creía, o hizo creer a los débiles emperadores del siglo V, que a través de su conversión al catolicismo, los reyes germanos se convertirían en fieles súbditos del Imperio sin necesidad de someterles por la fuerza de las armas. Los cristianos siempre antepusieron los intereses de la Iglesia a los del Imperio. En consecuencia, éste estaba abocado a su extinción.
La falta de recursos en la que se vio sumida Roma al trasladarse la metrópoli a Constantinopla, en Oriente, donde estaban las provincias más ricas, influyó también en su decadencia política y en la posterior irrupción de los pueblos invasores.
Roma fue saqueada en el año 410 por el rey visigodo Alarico, que se llevó de las bodegas del templo de Júpiter Capitolino el tesoro que a su vez los romanos habían tomado en el templo de Jerusalén tras saquearlo y destruirlo en el año 70. En el 453, Atila, el legendario rey de los hunos, se presentó a las pertas de la indefensa Roma al frente de sus hordas. El emperador había huido y no había tropas para defender la ciudad. El papa León I se presentó ante el caudillo bárbaro y le disuadió para que levantase el asedio y retirase sus tropas. Dos años después (455) fue el vándalo Genserico el que saqueaba Roma, pero por intercesión del mismo papa, se contentó con el botín y no tomó esclavos entre la desamparada población romana.
Los papas se convirtieron, por derecho propio, en los auténticos soberanos de Roma puesto que los césares, de hecho, habían abdicado renunciando a sus obligaciones como gobernantes. El papa Simplicio, sucesor de León I, vivió el fin del Imperio de Occidente (476) cuando el rey de los hérulos, Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo y envió las insignias imperiales a Constantinopla. Sin embargo, el Imperio Romano no desapareció completamente. Continuó en Oriente, y en Occidente su legado perduró bajo otra apariencia: a partir de entonces Roma fue la ciudad de los papas, y el Imperio se transformó en la Cristiandad.
Puede decirse que Constantino logró reunificar el Imperio Romano bajo el signo de la Cruz para alargar su existencia. Su victoria sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio (312) le convirtió en dueño de todo el Imperio occidental. Gradualmente fue consolidando su superioridad militar sobre sus rivales de la desmenuzada tetrarquía.
En 320, Licinio, augusto de Oriente, renegó de la libertad de culto promulgada en el Edicto de Milán y reinició la persecución de los cristianos. Esto supuso una clara contradicción, ya que su esposa Constancia, hermanastra de Constantino, era una devotísima cristiana. El asunto derivó en una agria disputa con Constantino en el oeste, que desembocó en una nueva guerra civil en 324.
Los ejércitos implicados en la contienda fueron tan grandes que no se tiene constancia documentada en Europa de una movilización similar hasta el siglo XIV, al inicio de la Guerra de los Cien Años. Licinio, ayudado por mercenarios godos, representaba el pasado y la antigua fe del paganismo. Constantino y sus francos marcharon bajo el estandarte cristiano del lábaro, y ambos bandos concibieron el enfrentamiento como una lucha entre religiones. Supuestamente rebasados en número, aunque enaltecidos por su celo religioso, los ejércitos de Constantino resultaron finalmente victoriosos, primero en la batalla de Adrianópolis (324), y más tarde en la batalla naval de Crisópolis.
Aquélla fue la primera guerra de religión europea, y supuso también el fin de la vieja Roma helenística y pagana. El Imperio Oriental se consolidó como centro del poder, del saber, de la prosperidad y de la preservación de la cultura clásica. Constantino reconstruyó la ciudad de Bizancio, cuyo nombre procedía de los colonos griegos que, bajo el mando de Bizas, la fundaron en el siglo VII a.C. procedentes de la polis de Megara. Constantino renombró la ciudad como su «Nueva Roma» (Nova Roma), otorgando a ésta un Senado propio a semejanza del romano. Luego puso la ciudad bajo la protección de la supuesta Vera Cruz, la Vara de Moisés, los Clavos de Cristo y otras reliquias sagradas que, “milagrosamente”, fueron descubiertas durante su reinado.
Las imágenes de los viejos dioses fueron reemplazadas o asimiladas con la nueva simbología cristiana. Sobre el lugar donde se levantaba el bello templo de Afrodita se construyó la nueva Basílica de los Apóstoles. Varias generaciones más tarde se difundió una historia sobre la visión divina que llevó a Constantino a reconstruir la ciudad, según la cual un ángel que nadie más que él podía ver, le condujo en un circuito a través de los nuevos muros. Tras su muerte, la ciudad volvió a cambiar su nombre por el de Constantinopla, «la Ciudad de Constantino», y lo mantuvo hasta que el 29 de mayo de 1453 la ciudad fue tomada por los turcos otomanos y pasó a llamarse Estambul.
La leyenda cuenta que el mismo ángel que varios siglos antes se le había aparecido a Constantino, reapareció en la basílica de Santa Sofía mientras los defensores, seguros de que iban a morir en el próximo asalto de los turcos, celebraban su última misa. El evanescente ángel, concluida la ceremonia, tomó el cáliz con el que se había oficiado el servicio religioso y desapareció entre los muros de la basílica, después de prometer que regresaría para devolver el santo cáliz cuando la basílica volviese a ser un templo cristiano y se celebrase la primera misa.
Constantino pasaría también a la historia por las leyes que convirtieron los oficios de carnicero y panadero en hereditarios, lo que en la Edad Media serían los gremios de artesanos, y más importante aún, por convertir a los colonos de las granjas en siervos, sentando las bases de la sociedad feudal. Estos colonos, a su vez, eran libertos o extranjeros (“bárbaros”) que habían sustituido gradualmente a los esclavos durante el siglo anterior. La escasa productividad de la mano de obra esclava (no remunerada) había terminado por imponer su lógica a los terratenientes romanos, que, influidos también por el cristianismo –religión muy extendida entre los libertos– no tuvo más remedio que variar su sistema de explotación agraria. Las terribles hambrunas y las consiguientes pestes del siglo III, que diezmaron la población, tuvieron un efecto demoledor sobre la sociedad romana de la época y debilitaron considerablemente el Imperio occidental. Muchos colonos abandonaron sus tierras de labranza para emigrar al este, y en las fronteras muchos se convirtieron en bandidos errantes que se aliaron con los pueblos bárbaros que esperaban su oportunidad para invadir el Imperio.
En épocas de abundancia, era fácil negociar con los puebles que habitaban al otro lado del limes (frontera) y favorecer los intercambios comerciales. Cuando el grano y los animales de granja escaseaban, los campesinos hambrientos a ambos lados del Rin no tardaban mucho en trocarse en hordas de salvajes dispuestos a tomar por la fuerza lo que antes podían comprar u obtener mediante trueques.
Por otra parte, los acuartelamientos y puestos avanzados en la frontera, cumplían un doble cometido: como elementos de defensa, desde luego, pero también como dinamizadores de la actividad económica. A medida que las tropas romanas se fueron replegando sobre sus propias fronteras, la economía de las zonas fronterizas entró en una profunda crisis económica. Otro problema añadido fue que, como ya no había tropas imperiales para protegerles del pillaje de los bandidos, los colonos abandonaron muchas de las tierras de cultivo en las zonas próximas a la frontera. A la postre, la falta de grano y otros productos precedentes del campo, se dejó sentir también en la metrópoli, y la carestía de los alimentos y las hambrunas fueron problemas comunes durante el Bajo Imperio (ss. III-V).
A lo largo de su reinado, Constantino introdujo un importante número de cambios en el sistema monetario. El tradicional áureo dio paso a una nueva moneda, el sólido de 4,50 gramos, como moneda del Imperio Romano. Esta moneda sobrevivió al propio Imperio de Occidente, y fue la divisa del Imperio Bizantino hasta que perdió influencia como divisa internacional frente al dinar árabe de los Omeyas allá por el siglo X.
Las monedas acuñadas por los emperadores revelan con frecuencia su iconografía personal. Durante la primera parte del gobierno de Constantino, las representaciones de Marte y posteriormente de Apolo como dios solar, aparecen de forma constante en el reverso de las monedas. Marte había sido asociado con la tetrarquía, y Constantino quiso con este simbolismo enfatizar la legitimidad de su gobierno.
Dos años antes de su victoria en el Puente Milvio (312), Constantino experimentó una visión extática en la que Apolo se le apareció con presagios de victoria. Tras este asombroso episodio, el reverso de sus monedas estuvieron dominados durante muchos años con la leyenda «al aliado Sol Invictus» (SOLI INVICTO COMITI). La descripción representa a Apolo con un halo solar al modo del dios griego Helios y con el mundo en sus manos. En 320, el mismo Constantino aparece con un halo solar. También existen monedas mostrando a Apolo conduciendo el Carro del Sol sobre un escudo que Constantino sostiene y en otras se muestra el símbolo cristiano del lábaro sobre la coraza de Constantino.
Los grandes ojos abiertos y fijos son una constante en la iconografía de Constantino, aunque no era un símbolo específicamente cristiano. Esta iconografía muestra cómo las imágenes oficiales cambiaban desde las convenciones imperiales de los retratos realistas hacia representaciones más esquemáticas: Constantino como rey–sacerdote y sumo pontífice, no sólo como emperador a la vieja usanza, con su amplia y característica barbilla. Esos grandes ojos abiertos y fijos se harían aún más grandes a medida que avanzara el siglo IV, como si los nuevos emperadores barruntasen el peligro que se cernía ya sobre el Imperio.
Además de haber sido llamado «El Grande» por los historiadores cristianos tras su muerte, Constantino podía presumir de dicho título por sus éxitos militares. No sólo reunificó el Imperio bajo su mando, sino que obtuvo importantes victorias sobre los francos y los alamanes (306–308), de nuevo sobre los francos (313–314), los visigodos en 332 y sobre los sármatas en 334. De hecho, sobre 336, Constantino había recuperado la mayor parte de la provincia de Dacia, que Aureliano se había visto forzado a abandonar en 271. Al morir Constantino, planeaba una gran expedición para poner fin a la rapiña de las provincias del este por parte del imperio sasánida.
Fue sucedido en el Imperio por los tres hijos habido de su matrimonio con Fausta: Constantino II, Constante y Constancio II, quienes aseguraron su posición mediante el asesinato de cierto número de partidarios de Constantino. También nombró césares a sus sobrinos Dalmacio y Anibaliano. El proyecto de Constantino de reparto del Imperio era exclusivamente administrativo. El mayor de sus hijos, Constantino II, sería el destinado a mantener a los otros tres supeditados a su voluntad. El último miembro de la dinastía fue su yerno Juliano, quien trató de restaurar el paganismo a mediados del siglo IV y murió en extrañas circunstancias cuando se aprestaba a presentar batalla a los partos. Se cree que fue asesinado por los cristianos, a los que Juliano, apodado El Apóstata, llamaba despectivamente “galileos”.
En sus últimos años, los hechos históricos se mezclan con la leyenda. Se consideró inapropiado que Constantino hubiese sido bautizado en su lecho de muerte y por un obispo de dudosa ortodoxia (Eusebio de Nicomedia era arriano), y de este hecho parte una leyenda según la cual el papa Silvestre I habría curado al emperador pagano de la lepra. También según esta leyenda, Constantino habría sido bautizado tras haber donado unos palacios al papa. Entre ellos, uno que había pertenecido al emperador Nerón, considerado un anticristo por la Iglesia. En el siglo VIII aparece por primera vez un falso documento conocido como «Donación de Constantino», en el cual, un recientemente convertido Constantino entrega el gobierno temporal sobre el Imperio de Occidente, incluida la misma Roma, al papa.
En tiempos del imperio carolingio, este documento se usó para aceptar las bases del poder temporal del papa de Roma, aunque fue denunciado como apócrifo por el emperador Otón III, y mostrado como la raíz de la decadencia del Papado por el poeta Dante Alighieri. En el siglo XV nuevos expertos en filología demostraron la falsedad del documento.
De cualquier modo, el mayor legado del emperador pagano Constantino: la Iglesia católica romana, le ha sobrevivido hasta nuestros días con escasos cambios, y constituye el último vestigio del antiguo Imperio Romano de Occidente fenecido en el año 476, cuando todavía no existía ninguna de las actuales naciones europeas.


Batalla de Turín

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