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martes, 10 de mayo de 2011

La Cruzada de los Niños

Pedro el Ermitaño fue un clérigo del siglo XI que recorrió las ciudades y los campos de Italia y Francia predicando la santa cruzada entre los desheredados. Las multitudes le veneraban como si fuera un santo, y sus arrobados seguidores se consideraban dichosos si podían tocar sus vestiduras. 
Según cuentan las crónicas de la época, este fanático monje francés era un hombrecillo enjuto, de rostro demacrado, larga barba y unos pequeños ojos negros en los que refulgía el brillo de una obsesión enfermiza, rayana a la demencia; su sencillo y áspero manto de lana, y las sandalias que calzaba, le conferían el aspecto de uno de aquellos venerables ascetas de los primeros tiempos del cristianismo. 
En respuesta al llamamiento que hizo el papa Urbano II para recuperar los Santos Lugares de manos del islam, Pedro el Ermitaño reunió una heterogénea muchedumbre de 100.000 desharrapados, entre los que había hombres, mujeres y niños, y la lideró en una peregrinación, a la postre de consecuencias devastadoras, a la que llamó la Cruzada de los Pobres. 
La mayoría de aquellos infelices carecía de todo, otros se habían llevado las herramientas que utilizaban para arar los campos para emplearlas como armas contra los infieles. Otros empaquetaron sus enseres domésticos, y llevaron consigo sus ganados como si fuesen a emprender un corto y placentero viaje. 
En su ignorancia, los enfervorizados peregrinos atravesaron Alemania, Hungría y los Balcanes, creyendo siempre que la próxima ciudad que divisasen sería Jerusalén. Pero a medida que el hambre fue haciendo mella en ellos, saqueaban las aldeas que encontraban por el camino y mataban su ganado para alimentarse. A menudo, los señores feudales titulares de las tierras por las que pasaban, tuvieron que usar la fuerza para librarse de ellos. En algunas ciudades, los peregrinos masacraron a sus habitantes, robaron sus propiedades e incendiaron sus casas. Su ira se cebó de forma especialmente cruel con los judíos. 
Cuando los peregrinos entraron en las provincias del Imperio de Oriente, les precedía la fama de su voracidad y los ecos del rastro de desolación que habían sembrado a su paso. Su vandalismo en tierras bizantinas vino a confirmar la leyenda negra que acompañaba a los peregrinos, y el emperador Alejo I ordenó que interviniesen las tropas para rechazarles. 
Para desembarazarse de los peregrinos, el emperador les facilitó buques para que cruzasen el estrecho del Bósforo. Cuando desembarcaron en Asia Menor los 20.000 supervivientes, marcharon descontroladamente hacia Nicea arrasándolo todo a su paso. Sorprendidos por los turcos selyúcidas cuando ya habían puesto sitio a la ciudad, los peregrinos fueron aniquilados a finales de 1096. 
Pedro el Ermitaño y un reducido número de supervivientes, lograron huir y regresaron a Constantinopla cuando ya se estaba gestando otra expedición, también en respuesta a la misma convocatoria del papa Urbano II, pero organizada esta vez por la nobleza europea, que no quiso mezclarse con las hordas de Pedro el Ermitaño. 
Todos deseaban recuperar el Santo Sepulcro, pero los nobles no estaban dispuestos a mezclarse con el populacho, ni siquiera para llevar a buen término tan encomiable empresa. Así que organizaron su propia cruzada que culminó exitosamente con la conquista de Jerusalén en 1099. 
Unos doscientos años después, alrededor de 1212, y tras el estrepitoso bochorno de la IV Cruzada, que culminó con el saqueo de la cristianísima Constantinopla por los propios cruzados, se convocó otra curiosa expedición conocida como la Cruzada de los Niños. 
Los orígenes de la misma no están claros y se funden con la leyenda, pero el caso fue que entre 20 y 30.000 niños se pusieron en marcha hacia Niza para reagruparse antes de partir a Jerusalén, que había caído de nuevo en manos de los sarracenos. 
En su camino hacia Niza, más de la mitad de los niños desertó, o pereció a causa del hambre y las enfermedades. No obstante, igual que hicieron sus predecesores adultos liderados por Pedro el Ermitaño, los niños “cruzados” que sobrevivieron –entre los que había muchos adultos– saquearon y arrasaron todo lo que encontraron a su paso. 
Finalmente, llegaron a Niza unos dos mil niños “cruzados” y allí permanecieron dos semanas, rezando desde que salía el sol hasta que se ocultaba para que se abriesen las aguas del mar, como le había dicho Jesucristo que lo hiciesen al niño visionario que lideraba la cruzada. Los niños así lo hicieron; sin embargo, no ocurrió nada. 
Entonces, unos ricos mercaderes cristianos, conmovidos por la piedad de los niños, les ofrecieron amablemente siete de sus bajeles para que pudiesen embarcar con rumbo a Tierra Santa, y dar cumplimiento a su promesa. 
Entre festejos y agasajos, la infantil flotilla se hizo a la mar. Frente a las costas de Cerdeña se hundieron dos galeras a poco de haber iniciado la dichosa travesía, pero las otras cinco consiguieron llegar a Alejandría, en Egipto. 
Apenas hubieron desembarcado, los niños fueron apresados y vendidos como esclavos a los moros por los mismos mercaderes cristianos que les habían ofrecido los barcos. 
La cruzada de Pedro el Ermitaño tenía como fin, no declarado, librar a los terratenientes europeos de los improductivos parias que pululaban por sus campos robando y saqueando para subsistir. Dos siglos después, la Cruzada de los Niños fue aprovechada por unos avezados mercaderes sin escrúpulos para enriquecerse a costa de la candidez de unas criaturas, y de la necesidad de unos padres menesterosos, que alentaron a sus hijos para que marchasen a ultramar en pos de la libertad que ellos no podían ofrecerles. Y en lugar de la libertad, encontraron la esclavitud.

Peregrinos y cruzados en Tierra Santa

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