Este era el territorio situado entre el
este de Navarra y el mar Cantábrico, y se dividió en condados sometidos a los
francos. Los Condados Catalanes fueron divisiones de la zona occidental de la Marca
Hispánica, y los Condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, ocupaban la zona
intermedia. Fue una zona de contención militar que fijaron los francos para
frenar las incursiones sarracenas. Si bien la intención inicial de éstos era
llevar las fronteras hasta el Ebro, la Marca Hispánica quedó delimitada por los
Pirineos al norte, y por el río Llobregat al sur. Con el tiempo los Condados
Catalanes se medio independizaron del dominio franco con condes como Wilfredo
el Velloso y Aznar Galíndez. El Condado de Barcelona se convirtió muy pronto en
el condado dominante de la zona. Con el tiempo, tras la unión dinástica entre
el Reino de Aragón y el conjunto de condados menores vinculados al de
Barcelona, daría origen a la Corona de Aragón. Posteriormente, los dominios de
esta corona se extendieron hacia Levante y el Mediterráneo.
El Reino de Aragón
Tiene éste su origen en un condado
procedente de la Marca Hispánica. Se uniría al de Pamplona en el año 943 debido
al enlace dinástico de Andregoto Galíndez con García Sánchez I. Tras la muerte
de Sancho III de Navarra en 1035, su hijo Ramiro recibió el dominio del Condado
de Aragón, que se emanciparía y, tras anexionarse los condados de Sobrarbe y
Ribagorza, cuyo gobierno había correspondido a un adolescente Gonzalo hasta su
muerte en 1045, Ramiro I establecería un reino de facto que comprendía los tres
antiguos condados y ocupaba los Pirineos centrales. Poco después, en 1076 a la
muerte de Sancho el de Peñalén, llegó a anexionarse Navarra, aunque tras la
muerte de Alfonso I el Batallador la unión se deshizo. Por esa época, tras una
dura lucha con las Taifas de Zaragoza, el reino aragonés llegó al Ebro,
conquistando la capital en 1118. Más tarde se produciría la unión dinástica,
con el matrimonio de Petronila (hija única del rey de Aragón) y Ramón Berenguer
IV, conde de Barcelona, lo que conformó definitivamente la Corona de Aragón,
que agrupaba al Reino y a los Condados, si bien cada territorio mantuvo sus
usos y costumbres consuetudinarios. La Corona acabaría por unificar lo que hoy
es Cataluña, arrebatando a los árabes los territorios de Lérida y Tarragona.
El avance cristiano. Reconquista de las principales
ciudades
El avance de los reinos cristianos en la península
Ibérica fue un proceso lento, discontinuo y complejo en el que se alternaron
períodos de expansión con otros de estabilización de fronteras, y en el que
muchas veces diferentes reinos o núcleos cristianos siguieron también ritmos de
expansión distintos, a la vez que se remodelaban internamente a lo largo del
tiempo (con uniones, divisiones y reagrupaciones territoriales de signo
dinástico); y a la vez que, también, cambiaba internamente la forma y fuerza
del poder musulmán peninsular al que se enfrentaban (que experimentó diversas
fases de poder centralizado y períodos de disgregación). Asimismo la expansión
conquistadora estuvo salpicada de continuos conflictos y cambiantes pactos
entre reinos cristianos, negociaciones y acuerdos con poderes regionales
musulmanes y, puntualmente, alianzas cristianas más amplias contra aquéllos,
como la que se dio en la batalla de Simancas (939), que aseguró el control
cristiano del valle del Duero y del Tormes; o la más sonada —por su
excepcionalidad— y de más amplias consecuencias en la batalla de las Navas de
Tolosa en 1212, que supuso el principio del fin de la presencia almohade en la península
Ibérica. El estudio de tan dilatado y complejo proceso pasa por el
establecimiento de diferentes fases en las que los historiadores han
establecido perfiles diferenciados en los ritmos y características de
conquista, ocupación y repoblación.
Siglos VIII–X. Completada la conquista musulmana
en apenas un lustro (711–716), al margen solo queda una estrecha franja
montañosa en el Norte. El principal esfuerzo de los sarracenos hasta el siglo X
irá dirigido a consolidar nuevas estructuras político–institucionales sobre
unas realidades socioeconómicas en transformación (el asentamiento masivo de
población huida del avance musulmán), configurando las bases del feudalismo en
la Península. Al oeste se afianzó el reino asturiano, extendiéndose entre Galicia,
el Duero y el Nervión. Al este la Marca Hispánica, línea defensiva fronteriza
de los francos que germinará en diferentes núcleos cristianos pirenaicos. Su
precaria situación quedará demostrada durante el reinado de Abderramán III (912–961),
cuando reconozcan la soberanía del Califato, convirtiéndose en estados
tributarios.
Siglos XI–XII. La disgregación del Califato
(Taifas) facilitará un lento avance cristiano por la Meseta norte y el valle
del Ebro, consolidándose institucionalmente los reinos cristianos. Ello será
financiado con las imposiciones tributarias a las que sometieron a los reinos
musulmanes, convirtiéndolos virtualmente en protectorados. Es un periodo de
europeización, con la apertura a las corrientes culturales continentales
(Cluny, Cister) y la aceptación de la supremacía religiosa de Roma. El avance
castellano–leonés (Toledo, 1085) provocó nuevas invasiones norteafricanas
—almorávides y almohades— que evitaron el colapso de la Andalucía musulmana. La
repoblación entre el Duero y el Tajo se sustenta en colonos libres y concejos
con amplia autonomía (fueros), mientras que en el Ebro los señoríos cristianos
explotarán a la población agrícola musulmana.
Siglos XIII–XIV. La decisiva victoria de
los reinos cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, supone el
definitivo derrumbe de la Andalucía musulmana, y facilita un rápido avance
protagonizado por las Coronas de Castilla y de Aragón. Pero este rápido avance
generará algunos problemas: la absorción de un enorme volumen territorial y
poblacional. En Andalucía y Murcia, la imposición de grandes señoríos —nobles
guerreros y órdenes militares— y la expulsión de las poblaciones moriscas
—campesinos y artesanos— derivará en la decadencia económica momentánea del
territorio. En Valencia y Alicante, los señoríos cristianos de menor extensión,
se superpondrán a una población musulmana que mantendrá la prosperidad
económica. Problemas solapados con la crisis económica del siglo XIV y las
guerras civiles que desangraron a los reinos cristianos de la España
bajomedieval. A pesar de ello, se consolida España como la nación que por
excelencia resistió y contuvo a los musulmanes en Occidente —mientras
fracasaban las Cruzadas en Tierra Santa—, siendo, a partir de 1453 tras la
caída de Constantinopla, la capital del Imperio de Oriente, en poder de los
turcos, el Reino de Hungría el nuevo paladín de Europa en el Este.
Siglo XV. La supervivencia del Emirato de
Granada responde a varias razones: su condición de vasallo del rey castellano,
su conveniencia para éste como refugio de población musulmana, el carácter
montañoso del reino (complementado con una consistente red de fortalezas
fronterizas), el apoyo norteafricano, la crisis castellana bajomedieval y la
indiferencia aragonesa (ocupada en su expansión mediterránea). Además, la
homogeneidad cultural y religiosa (sin población mozárabe) proporcionó al
Estado granadino una fuerte cohesión. Su desaparición en 1492 —debido también a
sus interminables luchas dinásticas— se inserta en el contexto de la
construcción de un Estado moderno llevado a cabo por los Reyes Católicos a
través de la unificación territorial y el reforzamiento de la soberanía de la
Corona.
La repoblación de los territorios
reconquistados
En paralelo al avance militar cristiano se
produjo un proceso de repoblación, hoy llamado colonización, con el
asentamiento de población cristiana, que podía provenir de los núcleos septentrionales
(de tierras montañosas y superpobladas), de las comunidades mozárabes del Sur
que emigraban al Norte en las épocas de escasa o nula tolerancia religiosa en
los territorios musulmanes, e incluso de otros países de Europa situados al
otro lado de los Pirineos, y a los que genéricamente los hispanoárabes llamaron
«francos». Las modalidades de asentamiento de esta población varió en sus
características según la forma en que se hubiera producido la conquista, el
ritmo de la ocupación y el volumen de la población musulmana existente en el
territorio a repoblar. En las zonas que sucesivamente fueron frontera entre
cristianos y musulmanes, nunca hubo un vacío demográfico o zonas despobladas, a
pesar de que algunos documentos —que así lo pretendían, justificando de ese
modo la legitimidad de las apropiaciones— dieron origen al concepto de «desierto
del Duero», acuñado por la historiografía de comienzos del siglo XX (Claudio
Sánchez–Albornoz). La llegada de los repobladores o colonos cristianos, se
testimonia arqueológicamente no solo en lo más evidente (edificaciones
religiosas o enterramientos), sino con cambios en la cultura material, como la
denominada cerámica de repoblación. Sirviendo como hitos divisores los valles
de los grandes ríos que cruzan la Península de este a oeste, se han definido
ciertas modalidades de repoblación, protagonizadas cada una por distintas
instituciones y agentes sociales en épocas sucesivas: entre la cordillera
Cantábrica y el río Duero. En una verdadera «cultura de frontera», el rey
atribuye durante los siglos VIII y XI tierras deshabitadas a hombres libres que
debían defenderse a sí mismos en un entorno inseguro, y ocupar la tierra que
ellos mismos iban a cultivar (presuras). Un proceso en cierta forma similar se
denomina aprisio en los núcleos pirenaicos. A medida que la
frontera se alejaba hacia el Sur, la independencia inicial que caracterizó el
espíritu del condado de Castilla (caballeros–villanos, behetrías) se fue
sustituyendo por formas más equiparables al feudalismo europeo, con el
establecimiento de señoríos monásticos y nobiliarios.
Entre el Duero y el Sistema Central en los
siglos XI y XII se establecieron concejos municipales a los que se atraía a la
población mediante el establecimiento de sustanciales privilegios colectivos
fijados por escrito en cartas aforadas (cartas pueblas o fueros). Estas
ciudades ejercían el papel de verdaderos señoríos colectivos sobre el campo
circundante (alfoz) con el que formaban comunidades de villa y tierra:
Salamanca, Ávila, Arévalo, Segovia, Cuéllar, Sepúlveda, Soria, etcétera.
Valle del Tajo: sin mucha aportación nueva
de repobladores, se mantuvo gran parte de la población morisca de la Taifa de
Toledo (una zona densamente poblada). Se inició desde la conquista de Toledo
(1086) y de forma simultánea a la repoblación del espacio más al norte, con la
que comparte formas jurídicas equivalentes: Talavera, Madrid, Guadalajara,
Talamanca, Alcalá de Henares, etcétera. Cada comunidad definida por su origen
étnico y religioso (judíos, musulmanes, mozárabes y castellanos) contó con un
estatuto jurídico particular. Tras la invasión almorávide se expulsó a los
musulmanes por razones de seguridad, castellanizándose el reino. La sede arzobispal
toledana se enriqueció con las propiedades de las mezquitas y la adquisición de
otras, particularmente de familias mozárabes.
Valle del Ebro: durante la primera mitad
del siglo XII, los grandes núcleos urbanos como Tudela, Zaragoza y Tortosa
mantienen la población musulmana, al tiempo que entran en el territorio oleadas
de mozárabes, francos y catalanes que se establecen siguiendo el sistema del
repartimiento, ocupando las casas abandonadas.
Cuencas medias del Guadiana, del Júcar y
del Turia: entre los siglos XII y XIII, el rey concede a las órdenes militares
españolas grandes señoríos (encomiendas), principalmente en Extremadura, La
Mancha y El Maestrazgo. Alrededor de sus castillos se asientan poblaciones
campesinas con libertades muy recortadas, no configurándose concejos de
relevancia.
Valles del Guadalquivir y del Segura:
llanura litoral valenciana e islas Baleares. Durante el siglo XIII se realiza
mediante repartimientos de donadíos (grandes extensiones concedidas a los más
altos nobles, funcionarios, órdenes militares e instituciones eclesiásticas) y
heredamientos (medianas y pequeñas parcelas entregadas a nobles de linaje,
caballeros y peones). La población musulmana permaneció en las zonas
castellanas hasta la revuelta mudéjar de 1264 y su posterior expulsión, que
posibilitó el aumento de los grandes señoríos. En el Reino de Valencia la
población morisca se mantuvo en las zonas rurales hasta su expulsión en 1609.
Religión y cultura
En los territorios dominados por los
musulmanes continuaban existiendo, separadas, pero pacíficamente coexistiendo,
comunidades cristianas (con religión, idioma y leyes propias). Eran los
llamados mozárabes. Estos eran respetados al principio, pero poseían menos
derechos civiles que los musulmanes (no podían construir nuevas iglesias,
pagaban impuestos especiales, etcétera.). La tolerancia se perdió a medida que
avanzaba la conquista de la Península (de los territorios que antes pertenecían
al dominio de los visigodos ocupados por los estados cristianos del Norte, en
buena parte herederos de los visigodos) y con la llegada de los integristas almorávides
y los islamistas almohades procedentes del norte de África. También en los
territorios que habían vuelto a pasar a dominio de los reyes cristianos seguían
viviendo musulmanes. Así se producía un intercambio cultural importante entre
musulmanes y cristianos. Junto con estas dos culturas coexistía la judía.
Sabían, además del hebreo, el árabe y el castellano romance, por lo que tenían
un papel importante en la traducción de textos a diversos idiomas (junto con los
traductores cristianos en la Escuela de Traductores de Toledo). La figura
cultural judía más importante es el filósofo Maimónides. Gracias a su
traducción al latín, los textos hispanoárabes tendrían difusión en otros países
europeos, y no fue menos importante el hecho de que los moros españoles
conservaran y tradujeran una inmensa cantidad de textos griegos y latinos, que
por esta vía volvieron a formar parte del patrimonio cultural europeo.
Hay que aclarar que el término «moro» no
tiene ningún carácter peyorativo según las acepciones de la Real Academia
Española. Deriva del latín maurus, naturales de Mauritania, territorio que en
la época romana abarcaba buena parte del África noroccidental. También se
emplea como sinónimo de musulmán, y, especialmente referido, a los musulmanes
que habitaron en España entre los siglos VIII y XV. Todavía hoy en día quedan
en España influencias muy importantes de la época de la dominación musulmana:
unas 4.000 palabras de origen árabe (muchos nombres y sustantivos aunque muy
pocos verbos), empleadas lógicamente con mayor profusión cuanto más al Sur,
monumentos de la época (fortalezas como La Alhambra, mezquitas como la de
Córdoba), iglesias y palacios de estilo cristiano–musulmán (mudéjar),
gastronomía (el empleo generalizado de especias y verduras en los distintos
platos, infinidad de platos de nuestra comida actual, dulces de origen árabe,
el empleo de vajilla de cristal, diversas costumbres, como el hecho de llevar
ropas claras en verano, así como la gran influencia que tuvieron en la ciencia,
la tecnología, la literatura y la filosofía no solo en España, sino en Europa.
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