El último gran maestre, Jacques de Molay,
se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único
rey soltero o viudo —proyecto Rex Bellator, impulsado
por el gran sabio mallorquín Raimundo Lulio—, a pesar de las presiones papales.
El 6 de junio de 1306 fue llamado a Poitiers por el papa Clemente V para un
último intento, tras cuyo fracaso, el destino de la Orden quedó sellado. Felipe
IV de Francia, ante las deudas que había adquirido, entre otras cosas, por el
préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su ominoso rescate tras ser
capturado durante la VII Cruzada, y su deseo de un Reino fuerte, con el rey
concentrando todo el poder —que, entre otros obstáculos, debía superar el poder
de la Iglesia y las diversas Órdenes religiosas y militares, como la de los Templarios),
convenció, o más bien intimidó, a Clemente V, fuertemente ligado a Francia,
para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a
la cruz, herejía, sodomía y adoración de ídolos paganos. Se les acusó, además,
de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos
heréticos, de adorar a Bafomet —variante tardía del dios cananeo Baal— y de mantener
relaciones homosexuales, entre otras cosas. En esta labor, el rey francés contó
con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del Reino, famoso
en la historia por haber sido el estratega del incidente de Anagni, en el que
Sciarra Colonna había abofeteado al papa Bonifacio VIII, con lo que el Sumo pontífice
había muerto de humillación al cabo de un mes; del inquisidor general de
Francia, Guillermo de París; y de Eguerrand de Marigny, quien al final se
apoderará del tesoro de la Orden y lo administró en nombre del rey hasta que fue
transferido a la Orden de los Hospitalarios. Para ello se sirvieron de las
acusaciones de un tal Esquieu de Floyran, espía a las órdenes de Francia y de
la Corona de Aragón, indistintamente.
Parece ser que Esquieu le fue a Jaime II de Aragón con la historia de que un prisionero templario, con quien había compartido celda, y éste le había confesado los pecados de la Orden. Jaime no le creyó y lo echó de su corte. Así que Esquieu se fue a Francia a probar suerte ante Guillermo de Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, y que no perdió la oportunidad de usarlo como pie para organizar el dispositivo inquisitorial que llevó a la disolución de la Orden. Felipe despachó correos a todos los rincones de su Reino con órdenes lacradas que nadie debía leer hasta un día concreto: el jueves 12 de octubre de 1307, en la que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la captura de todos los templarios y la confiscación de sus bienes. De esta manera, en Francia, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y seguidamente sometidos a tormento, método por el cual consiguieron que la mayoría de los acusados se declararan culpables de los cargos, inventados o no. Cierto es que algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para evitar el suplicio y salvar la vida. Por otra parte, la misiva papal de 1308 arribó a varios reinos europeos incluyendo el de Hungría, donde el recientemente coronado Carlos I, tenía otros problemas mayores, pues una serie de nobles boyardos no reconocían su legitimidad y estaba en constante guerra con ellos. En 1314, en el concilio de Zagreb, el rey húngaro y el alto clero decidieron la disolución de los estados y dominios templarios en Hungría y Eslovaquia. Posteriormente se procedió con la confiscación de sus propiedades. Carlos I las donó posteriormente a los boyardos y a la Orden Hospitalaria, asunto que se concretó en la década de 1340, pues el rey dejó estipulado en uno de sus documentos que entregaba momentáneamente las propiedades de los Templarios a un noble, mientras se dilucidaba la situación y el destino de la Orden. Llevada a cabo sin la autorización del papa, que tenía a las Órdenes religiosas y militares bajo su jurisdicción personal, esta investigación era irregular en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos, pues los templarios debían ser juzgados con arreglo al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria. Esta intervención del poder temporal en la esfera de individuos que estaban aforados y sometidos a la jurisdicción papal, provocó una enérgica protesta del papa Clemente V, y el pontífice anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la acusación había sido admitida a trámite y permanecería como la base irrevocable de todos los procesos posteriores.
Felipe el Hermoso sacó ventaja del desenmascaramiento, y se hizo otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», y, en los estados Generales convocados en Tours supo poner a la opinión pública en contra de los supuestos crímenes de los templarios. Más aún, logró que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, que habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión de investigación, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes. La comisión papal asignada al examen de la causa de la Orden había asumido sus deberes y reunió toda la documentación que habría de ser sometida al Papa y al concilio convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la ésta fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, en el Delfinado, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el papa, indeciso y hostigado por el rey de Francia, principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312). El Papa reservó a su propio arbitrio la causa del gran maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y solo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral Nôtre Dame de París fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, Molay recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto a sacrificar su vida y fue arrestado inmediatamente como hereje reincidente, junto a otro dignatario que eligió compartir su destino, y fue quemado vivo junto a Godofredo de Charnay atados a un poste frente a las puertas de Nôtre Dame en Île-de-France el 18 de marzo de 1314.
Templarios quemados vivos en Francia
En los otros países europeos, las acusaciones no fueron tan severas, y sus miembros fueron absueltos, pero, a raíz de la disolución de la Orden, los templarios fueron disgregados. Sus bienes fueron repartidos entre los diversos estados y la Orden de los Hospitalarios: en la península Ibérica pasaron a la Corona de Aragón en el este peninsular, a Castilla en el centro y norte, a Portugal en el oeste y a los Hospitalarios. Tanto en Aragón como en Castilla surgieron varias Órdenes militares que tomaron el relevo a la extinta Orden del Templo, como la Orden de los Frates de Cáceres, Santiago, Montesa, Calatrava o Alcántara, a las que se concedió la custodia de los bienes requisados al Temple. En Portugal, el rey Dionisio los rehabilitó en 1317 como Militia Christi o Caballeros de Cristo, asegurando así las pertenencias de la Orden en este país. En Polonia, los Hospitalarios —de origen alemán— recibieron la totalidad de los bienes de los Templarios. Actualmente se encuentra en los archivos vaticanos el Pergamino de Chinon, que contiene la absolución del papa Clemente V a los Templarios. Aun cuando este documento tiene una gran importancia histórica, pues demuestra las reticencias y vacilaciones del papa, nunca fue oficial y aparece fechado con anterioridad a las bulas Vox in Excelso, Ad Providam y Considerantes, donde se procedió a la disolución de la Orden y a la distribución de sus posesiones. Así, según el texto de Vox in Excelso: «Nos suprimimos (...) la Orden de los Templarios, y su regla, hábito y nombre, mediante un decreto inviolable y perpetuo, y prohibimos enteramente Nos que nadie, en lo sucesivo, entre en la Orden o reciba o use su hábito o presuma de comportarse como un templario. Si alguien actuare en este sentido, incurrirá en delito castigado con pena excomunión». En concreto, el Pergamino de Chinon está fechado en agosto de 1308. Por esas mismas fechas el papa formula la bula Facians Misericordiam, donde confirma la devolución de la jurisdicción a los inquisidores y emite el documento de acusación a los templarios, con 87 artículos de acusación. Asimismo, publica la bula Regnans in Coelis, por la que convoca el Concilio de Vienne. Por tanto, estas dos bulas, que sí fueron promulgadas oficialmente, tienen validez desde el punto de vista canónico, mientras que el manuscrito de Chinon es un mero «borrador», de gran importancia histórica, desde luego, pero escasa o nula validez jurídica.
Economía y finanzas de la Orden
Cien años después de su fundación oficial, hacia 1220, la Orden del Temple era la organización más grande de Occidente en todos los sentidos: desde el militar hasta el económico, con más de 9.000 encomiendas repartidas por toda Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos —más los siervos, escuderos, peones, artesanos, campesinos, etcétera—, además de 50 castillos y fortalezas en Europa y Oriente Próximo, una flota mercante y una armada propias, anclada en puertos propios en el Mediterráneo (Marsella) y en La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Todo este poderío económico se articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la encomienda y la banca.
La banca
Uno de los aspectos en los que la Orden del Temple destacó de una manera extremadamente rápida y sobresaliente, fue a la hora de afianzar todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia. La dura tarea de llevar un frente de guerra en ultramar les hizo proveerse de una gran escuadra, una red de comercio fija y establecida, así como de un buen número de posesiones en Europa para mantener en pie un flujo de dinero constante que permitiera subsistir al ejército del Temple en Tierra Santa. A la hora de hacer donaciones, la gente lo hacía de buena gana; unos, interesados en ganarse el cielo; otros, por el hecho de quedar bien con la Orden. De este modo la misma recibía posesiones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, derechos, porcentajes en bienes, e incluso pueblos y villas enteras con los derechos y aranceles que sobre ellas recaían. Muchos nobles europeos confiaron en ellos como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como tesoreros reales, como en el caso del Reino francés, que dispuso de tesoreros templarios que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio en las que se debatiera el uso del tesoro. Para mantener un flujo constante de dinero, la Orden tenía que tener garantías de que el capital no fuera usurpado o robado en los largos viajes. Con este fin se estableció en Francia una serie de encomiendas que se esparcían por prácticamente toda su geografía y que no distaban unas de otras más que un día de viaje. Con esta idea se aseguraban de que los comerciantes durmieran siempre a resguardo bajo techo, y poder así garantizar la seguridad de sus caminos. No solo supieron crear todo un sistema de mercado, sino que se convirtieron en los primeros banqueros modernos. Y lo hicieron a sabiendas de la escasez de oro y plata en Europa desde la época del Bajo Imperio, y ofreciendo en sus tratos intereses más razonables que los ofrecidos por los usureros judíos e italianos. Así pues, crearon libros de cuentas, base de la contabilidad moderna, los pagarés e incluso la primera letra de cambio. En esta época era costumbre viajar con dinero en metálico por los caminos, y la Orden dispuso de documentos acreditativos para poder recoger una cantidad anteriormente entregada en cualquier otra encomienda de la Orden. Solamente hacía falta la firma, o en su caso, el sello.
La encomienda
La encomienda era un bien inmueble, territorial, localizado en un determinado lugar, que se formaba gracias a donaciones y compras posteriores y a cuya cabeza se encontraba un Preceptor. Así, a partir de un molino —por ejemplo— los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas tierras de labor, después adquirían los derechos sobre un pueblo, etcétera, y con todo ello formaban una encomienda, a manera de un feudo clásico. También podían formarse encomiendas reuniendo bajo un único preceptor varias donaciones más o menos dispersas. Tenemos noticia de encomiendas rurales (Mason Dieu, en Inglaterra, por ejemplo) y urbanas (el Vieux Temple, recinto amurallado en plena capital francesa. Al poco tiempo, su red de encomiendas derivó en toda una serie de redes de comercio a gran escala desde Inglaterra hasta Jerusalén, que ayudadas por una potente flota en el Mediterráneo consiguió hacerle la competencia a los mercaderes italianos (sobre todo de Génova y Venecia). La gente confiaba en la Orden, sabía que sus donaciones y sus negocios estaban asegurados y por ello no dejaron nunca de tener clientela. Llegaron hasta el punto de hacerles préstamos a los mismísimos reyes de Francia e Inglaterra.
Tráfico de reliquias
Los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios en la comercialización de reliquias. Así pues, distribuían el óleo del milagro de Saidnaya, un santuario a 30 kilómetros de Damasco a cuya Virgen se atribuía el milagro de exudar un líquido oleoso. Los templarios lo embotellaban en pequeños frascos y lo distribuían en Occidente. Al parecer, también comercializaron numerosos fragmentos del Lignum Crucis, la Santa Cruz en la que había sido crucificado Cristo y que los templarios aseguraban haber encontrado. Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a la Orden de los fondos suficientes para mantener en Tierra Santa un ejército en pie de guerra constante. El 27 de abril de 1147, el papa Eugenio III convoca en Francia la II Cruzada, y, de paso, asiste al capítulo de la Orden celebrado en París. El Papa concedió a los templarios el derecho a llevar permanentemente una cruz sencilla, pero ancorada o paté, que simbolizaba el martirio de Cristo. El color autorizado para tal cruz fue el rojo porque «que era el símbolo de la sangre vertida por Cristo, así como también de la vida. Puesto que el voto de cruzada se acompañaba de la toma de la cruz, y llevarla permanentemente simbolizaba la persistencia del voto de cruzada de los templarios». La cruz estaba colocada sobre el hombro izquierdo, encima del corazón. En el caso de los caballeros, sobre el manto blanco, símbolo de pureza y castidad. En el caso de los sargentos, sobre el manto negro o pardo, símbolo de fuerza y valor. Asimismo, el pendón del Temple, que recibe el nombre de baussant, también incluía estos dos colores, el blanco y el negro.
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