Habían transcurrido apenas trescientos años desde la Crucifixión, cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio Romano. La Iglesia católica inició entonces una andadura que habría de llevarla a convertirse en una gran potencia medieval y en árbitro de la política europea hasta bien entrado el siglo XVII. Con escasos cambios desde su fundación, la Iglesia católica ha sobrevivido hasta nuestros días y es la institución más antigua de Occidente. La conversión al cristianismo del emperador Constantino no significó la proscripción de la antigua religión grecorromana. Otros emperadores habían demostrado sus preferencias por los cultos orientales; Marco Aurelio, pese a su monoteísmo estoico, continuó practicando sacrificios rituales a los antiguos dioses; eran ceremonias cívicas que los emperadores tenían que presidir como jefes del Estado. Lo exigían no solo la tradición establecida por siglos de prácticas litúrgicas, sino también los intereses y bienes muebles vinculados a los colegios sacerdotales. En ninguno de sus edictos prohibió Constantino las prácticas religiosas de los paganos. Se burló de ellos, los compadeció por su ceguera, los despreció con sus sarcasmos, pero no se atrevió a considerarlos criminales, como antes se había hecho con los cristianos. Constante, hijo de Constantino, fue mucho más allá: en 342 declaró que la superstición pagana debía desaparecer por completo, pero hizo una concesión, y fue la de ordenar que los templos paganos situados lejos de las ciudades fuesen respetados «porque son lugares donde se han originado los juegos circenses y otros espectáculos». La razón no puede ser más especiosa, pero revela que los santuarios en despoblado eran más venerados que los templos urbanos; además, indica que ni el emperador ni sus súbditos estaban dispuestos a renunciar a los espectáculos del circo. Ya en tiempos de Marco Aurelio (†180) había en Roma, cada año, ciento treinta y cinco días de fiesta en el circo, y este número había ido en aumento a lo largo del siglo IV. En el año 395 el sucesor de Teodosio el Grande, Arcadio, decía que no quería sumir al Imperio en un duelo interminable privándolo de los espectáculos circenses. Los combates de gladiadores, condenados por la Iglesia, lograron sobrevivir hasta el año 405, pero acabaron siendo prohibidos. Sin embargo, las carreras de carros en el hipódromo de Constantinopla sobrevivieron hasta los últimos días del Imperio de Oriente, como una de las últimas diversiones al alcance del pueblo llano. El segundo hijo de Constantino, llamado Constancio, supuso que el golpe de gracia contra la antigua religión sería prohibir los sacrificios, pues los paganos, aun sin creer en los antiguos dioses, no querían renunciar a la esperanza de obtener resultados inmolando víctimas propiciatorias; pero, pese a que Constancio amenazó con la pena capital a los que honrasen a los antiguos dioses con sacrificios, éstos debieron de practicarse en secreto por mucho tiempo. Muy interesante a este respecto es un «milagro» ocurrido en 354: habiéndose retrasado en convoy de trigo que debía llegar desde África, el prefecto de Roma decidió que se hicieran sacrificios a Cástor y Pólux, protectores de la ciudad, y al punto cambió el viento y llegaron al puerto de Ostia las naves esperadas. Esto sucedía después de la prohibición de Constancio, y quien la desobedecía era nada menos que el prefecto del Pretorio de la capital del Imperio.
Los orígenes de la Iglesia primitiva se pierden en la nebulosa noche de los tiempos. Obligada a ocultarse en las catacumbas durante los tres primeros siglos de su existencia, la comunidad cristiana de Roma sobrevivió a las persecuciones y se las arregló para ayudar a los menesterosos, difundir la palabra de Cristo y prepararles para una vida mejor en el reino de los Cielos tras recibir el martirio. Según la tradición, el cristianismo fue fundado por un modesto carpintero de Galilea llamado Jesús y sus discípulos. Estos seguidores, también llamados apóstoles, serían los encargados de divulgar las enseñanzas de Jesús de Nazaret tras su ejecución en tiempos del emperador Tiberio. En apenas cuarenta años, entre el 30 y el 70 de nuestra Era, el cristianismo ya se había difundido por buena parte de la cuenca mediterránea gracias a la labor misionera de un formidable orador llamado Pablo de Tarso que, paradójicamente, no conoció a Jesús y que en su juventud fue un encarnizado perseguidor de los cristianos.
El primer sínodo de la Iglesia se celebró en Jerusalén en el año 47 y en él triunfaron los postulados de Pablo de Tarso sobre los de Pedro y Santiago el Mayor, testigos directos de la prédica de Jesús. Pablo propugnaba un cristianismo abierto a los gentiles —conversos que no habían nacido en el seno del judaísmo—, mientras que Pedro, sobre todo, era partidario de mantener el evangelio o «buena nueva» dentro de los límites de la ortodoxia judaica. Pablo había obtenido muchas conversiones entre los griegos de Asia Menor, pero éstos eran reacios a determinadas exigencias judaicas como la circuncisión, por ser ésta muy dolorosa al practicarse en hombres adultos, y tampoco querían someterse a las estrictas exigencias alimentarias kosher.
Estos dos aspectos principalmente, unidos al divorcio que se produjo entre judeocristianos y ortodoxos tras el fracaso de la II Revuelta judía que culminó con la diáspora decretada por el emperador Adriano en el 135, determinaron la separación definitiva entre las dos religiones. Los judíos ortodoxos jamás reconocieron a Jesús de Nazaret como mesías de Israel, y lo tildaron de falso profeta. Un siglo después, los cristianos hicieron lo propio con el líder de los insurrectos Simón bar Kojba, el «Hijo de la Estrella», que fue ungido por el rabino Akiva y murió durante la guerra santa para liberar a Israel del yugo romano. Los papas acabaron sucediendo a los césares, y el poder espiritual se impuso al temporal. Separados por mil años, la Iglesia vivió dos momentos estelares que marcaron la formación de la moderna Europa. El primero fue en el siglo V, tras la desaparición del Imperio de Occidente, cuando los pueblos germánicos se asentaron en las antiguas provincias romanas y fundaron en ellas sus nuevos reinos. Los invasores fueron adoptando el catolicismo como religión oficial y aceptaron la autoridad del papa para que ungiese a sus soberanos y mediase en sus cuitas. El segundo momento dramático se produjo tras la caída de Constantinopla en 1453. La antigua capital del Imperio de Oriente fue tomada por los otomanos y la Cristiandad se estremeció ante la amenaza de sus poderosos ejércitos. En ese momento decisivo de su historia, Europa continuaba fragmentada en varios reinos a menudo enfrentados entre sí. Francia e Inglaterra habían mantenido un largo conflicto conocido como la Guerra de los Cien Años, y en la península Ibérica aún no se había culminado la Reconquista cuando los turcos ya extendían su poderío por el norte de África amenazando las islas y las costas del Levante español y las del sur de Italia y Sicilia.
El paganismo ha llegado hasta nosotros a través del arte neoclásico |
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