César aportó al Triunvirato su
influencia como campeón de la plebe; Pompeyo, el ejército; Craso, su dinero y
el apoyo de las clases pudientes. Era una combinación de fuerzas a la que la
aristocracia no supo ni pudo oponerse. Al año siguiente César accedió al
consulado gracias al apoyo de sus socios e hizo aprobar de inmediato la
concesión de tierras a los veteranos de su colega, el régimen que éste había
establecido en Oriente y una reducción de los impuestos adjudicados a las
provincias que benefició a los amigos de Craso. Bíbulo, que compartía el
consulado con César, se oponía constantemente, con el único resultado de que
los veteranos de Pompeyo reunidos en el Foro, la primera vez le arrojaron un
cesto de fruta podrida a la cabeza y le rompieron las fasces, símbolo de su
cargo, y las siguientes le obligaron a refugiarse en su casa. El año –59 habría de pasar a
la Historia como el del consulado de Julio y César. Éste, cumplido un año en el
cargo, se hizo asignar durante un año la provincia de la Galia Cisalpina
(Italia septentrional), la Galia Narbonense e Iliria, lo que supuso que durante
este período estuviese al mando de un ejército, el más cercano a Roma. El uso
que Julio César dio a ese ejército y a esos cinco años —prorrogados en el 55
a.C. por un período igual— constituye una auténtica epopeya romana. Desbarató
una invasión de los helvecios; aniquiló otra de los suevos; estableció la
supremacía romana en la Galia, la defendió de los ataques de los belgas, los
armóricos y los aquitanos; repelió más allá del Rin a los germanos que
traspusieron los limes del Norte y cruzó ese río para perseguirlos en su
terreno. Atravesó el canal de la Mancha para intimidar a los britanos; logró
sofocar la gran insurrección de los galos encabezada por el caudillo
Vercingétorix y obtuvo en Alesia su rendición sin condiciones. Tras una
sangrienta guerra que se prolongó por espacio de ocho años, culminó la
conquista de la Galia y la convirtió en una provincia romana, riquísima en
hombres y recursos, la más próspera de Occidente, y equilibraba las conquistas
que Pompeyo había logrado en Oriente. Finalmente, la conquista de la Galia puso
de manifiesto la categoría excepcional de este hombre, inicialmente considerado
el menos relevante de los tres triunviros, en un momento en el que Roma
necesitaba un gobierno estable y fuerte, pues la vida política había degenerado
al nivel de enfrentamientos callejeros entre bandos rivales. El Senado empezó a inquietarse
por los éxitos militares de César y por el inmenso ascendente que éstos —y su
generosidad— le habían proporcionado entre la plebe. Ahora César era un hombre
muy rico, además de poderoso. Por este motivo, a la conclusión de su campaña
militar en la Galia, el Senado le exigió el desarme total y que licenciase a
todas sus tropas, antes de permitirle regresar a Roma para optar a un cargo
público.
El Senado había nombrado a
Cneo Pompeyo cónsul sin colega —ingeniosa fórmula institucional ideada para no
decir dictador—, con la única misión de que se opusiese a César, su antiguo
socio en el Triunvirato. Por aquellos días Craso, el tercer triunviro, había
pagado con una cruel muerte su tentativa de emular la gloria bélica de sus dos
socios. El Triunvirato ya no existía y el equilibrio de poder lo establecían
Pompeyo y César; quedaba por saber durante cuánto tiempo se mantendría ese
equilibrio de fuerzas. Roma gobernaba muchos pueblos pero era incapaz de
gobernarse a sí misma. César intentó llegar a un
arreglo con Pompeyo y el Senado que fuese satisfactorio para ambas partes, pero
las negociaciones fracasaron. Consciente de las aviesas intenciones de sus
enemigos, César cruzó el Rubicón, angosto río del norte de Italia que marcaba
el límite entre el territorio provincial, donde se podían estacionar fuerzas
armadas, y el itálico, en el cual estaba prohibido penetrar al frente de
tropas. Ninguno de los dos bandos contaba con efectivos numerosos, pero César y
los suyos se ganaron pronto las simpatías del campesinado. Pompeyo se
encontraba en Roma a la espera de acontecimientos, sus tropas tampoco eran
numerosas en Italia, aunque contaba con varias legiones leales en Oriente. El
líder republicano dudó y se retiró abandonando Roma a su suerte. Como tampoco
estaban dispuestos a presentar batalla en Italia, Pompeyo y los senadores
cruzaron el Adriático para dirigirse a Grecia y ganar tiempo mientras llegaban
las legiones de Asia. César también embarcó para perseguirle, a pesar de que
sus fuerzas seguían siendo escasas, de las tempestades que hundieron varias de
sus naves, y de la flota pompeyana que lo vigilaba. Los cesarianos fueron
derrotados en una primera escaramuza en Durazzo. Lejos de replegarse o
amilanarse, César pasó a la ofensiva derrotando completamente a los
republicanos. La batalla de Farsalia, librada el 9 de agosto del año 48 a.C. en
Grecia central, fue el enfrentamiento decisivo de la segunda guerra civil
romana y marcó el principio del fin de la República. Pompeyo huyó a Egipto y
allí fue asesinado por los egipcios, ansiosos de congraciarse con el vencedor y
nuevo dueño de Roma y de Oriente. César desembarcó algún tiempo después en
Alejandría y restituyó en el trono a Cleopatra VII, que había sido derrocada
por su hermano Ptolomeo XIII y los eunucos de palacio. El dictador y la reina
de Egipto mantuvieron un sonado romance del que nació un hijo, Cesarión.
Durante su estadía en el País del Nilo, César organizó una expedición militar para
batir al viejo enemigo de Roma en Oriente: el rey Mitrídates del Ponto que
prosiguió la política antirromana de su padre. Después, César tuvo que
enfrentarse a Marco Porcio Catón y Quinto Cecilio Metelo Escipión, que habían
rehecho sus ejércitos. Los republicanos fueron nuevamente derrotados en Tapso (Túnez)
en –46, y en Munda (España) en –45. Tras quince años de guerra, que demostraron
su temple y su inmenso talento como estratega, César era dueño absoluto de Roma
y de su Imperio. Había demostrar su valor como militar y ahora quería hacerlo
como hombre de Estado, pues poseía también ideas lúcidas y excelentes dotes
para ejercer el gobierno de la República. Era ya pontífice máximo, es decir, de
la jerarquía religiosa. Se otorgó el cargo de dictador, primero durante un
decenio y luego en forma vitalicia; la prefectura de las costumbres; la
potestad tribunicia; el título, también a perpetuidad, de imperator, o sea de
defensor del poder del Imperium. El Senado, menoscabado por un
siglo de guerras civiles y luchas intestinas, amplió su número y pasó a tener
900 miembros en lugar de los 600 de antes y se eligieron entre ellos los
agentes del gobierno, los funcionarios e incluso los provinciales: el criterio
fue amplio, se escogió a quien reuniera competencia y experiencia, fuesen
cuales fuesen sus bienes territoriales o su origen. Se concedió la ciudadanía
romana a Galia Cisalpina, además de a Italia, que ya la poseía, o sea que se
extendió a la llanura del Po, en premio a la fidelidad a César de esos pueblos,
facilitando a Roma un inmenso contingente de reclutas para sus legiones.
Se apoyó a la agricultura; se
encargaron importantes obras públicas (un nuevo Foro de considerables
dimensiones, una imponente basílica, un programa de saneamiento de los Pantanos
Pontinos); se impulsó la cultura (honrada ya personalmente con la espléndida
prosa de que hizo gala el general victorioso en De Bello Gallico, la narración
de sus campañas militares); se hizo justicia en las provincias y hasta fue
reformado el calendario. Le bastaron al Imperio pocos meses para comprender que
tenía un gobernante genial. Igualmente los patricios romanos se dieron cuenta
de que se estaba fundando un régimen nuevo en el que ellos ya no tenían la
preponderancia de antaño. En los Idus de marzo del año
44 a.C., César cayó apuñalado a los pies de la estatua de Pompeyo, que él mismo
hizo colocar en el Senado como homenaje a su antiguo amigo y socio en el
Triunvirato. Entre los asesinos estaba Marco Junio Bruto, aquel a quien el
dictador llamaba hijo y que probablemente lo fuera. A pesar del magnicidio, la
República no resurgió como esperaban los conjurados. El poder pasó a Marco
Antonio, el lugarteniente de César, y a Cayo Octaviano, el sobrino del
dictador: un muchacho enfermizo y casi desconocido pero al que César, en su
testamento, había proclamado heredero suyo e hijo adoptivo, y que en virtud de
esa adopción asumió el nombre de Cayo Julio César Octavio. Fue su primer cambio
de nombre, importantísimo. Pero no sería el último. El pálido y febril muchacho
tenía una habilidad política innata, una tenacidad sin igual, una voluntad
inquebrantable y el don de la oportunidad, indispensables para sobrevivir en
aquella época.
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