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domingo, 14 de mayo de 2017

Julio César y el fin de la República romana

César aportó al Triunvirato su influencia como campeón de la plebe; Pompeyo, el ejército; Craso, su dinero y el apoyo de las clases pudientes. Era una combinación de fuerzas a la que la aristocracia no supo ni pudo oponerse. Al año siguiente César accedió al consulado gracias al apoyo de sus socios e hizo aprobar de inmediato la concesión de tierras a los veteranos de su colega, el régimen que éste había establecido en Oriente y una reducción de los impuestos adjudicados a las provincias que benefició a los amigos de Craso. Bíbulo, que compartía el consulado con César, se oponía constantemente, con el único resultado de que los veteranos de Pompeyo reunidos en el Foro, la primera vez le arrojaron un cesto de fruta podrida a la cabeza y le rompieron las fasces, símbolo de su cargo, y las siguientes le obligaron a refugiarse en su casa. El año –59 habría de pasar a la Historia como el del consulado de Julio y César. Éste, cumplido un año en el cargo, se hizo asignar durante un año la provincia de la Galia Cisalpina (Italia septentrional), la Galia Narbonense e Iliria, lo que supuso que durante este período estuviese al mando de un ejército, el más cercano a Roma. El uso que Julio César dio a ese ejército y a esos cinco años —prorrogados en el 55 a.C. por un período igual— constituye una auténtica epopeya romana. Desbarató una invasión de los helvecios; aniquiló otra de los suevos; estableció la supremacía romana en la Galia, la defendió de los ataques de los belgas, los armóricos y los aquitanos; repelió más allá del Rin a los germanos que traspusieron los limes del Norte y cruzó ese río para perseguirlos en su terreno. Atravesó el canal de la Mancha para intimidar a los britanos; logró sofocar la gran insurrección de los galos encabezada por el caudillo Vercingétorix y obtuvo en Alesia su rendición sin condiciones. Tras una sangrienta guerra que se prolongó por espacio de ocho años, culminó la conquista de la Galia y la convirtió en una provincia romana, riquísima en hombres y recursos, la más próspera de Occidente, y equilibraba las conquistas que Pompeyo había logrado en Oriente. Finalmente, la conquista de la Galia puso de manifiesto la categoría excepcional de este hombre, inicialmente considerado el menos relevante de los tres triunviros, en un momento en el que Roma necesitaba un gobierno estable y fuerte, pues la vida política había degenerado al nivel de enfrentamientos callejeros entre bandos rivales. El Senado empezó a inquietarse por los éxitos militares de César y por el inmenso ascendente que éstos —y su generosidad— le habían proporcionado entre la plebe. Ahora César era un hombre muy rico, además de poderoso. Por este motivo, a la conclusión de su campaña militar en la Galia, el Senado le exigió el desarme total y que licenciase a todas sus tropas, antes de permitirle regresar a Roma para optar a un cargo público.
El Senado había nombrado a Cneo Pompeyo cónsul sin colega —ingeniosa fórmula institucional ideada para no decir dictador—, con la única misión de que se opusiese a César, su antiguo socio en el Triunvirato. Por aquellos días Craso, el tercer triunviro, había pagado con una cruel muerte su tentativa de emular la gloria bélica de sus dos socios. El Triunvirato ya no existía y el equilibrio de poder lo establecían Pompeyo y César; quedaba por saber durante cuánto tiempo se mantendría ese equilibrio de fuerzas. Roma gobernaba muchos pueblos pero era incapaz de gobernarse a sí misma. César intentó llegar a un arreglo con Pompeyo y el Senado que fuese satisfactorio para ambas partes, pero las negociaciones fracasaron. Consciente de las aviesas intenciones de sus enemigos, César cruzó el Rubicón, angosto río del norte de Italia que marcaba el límite entre el territorio provincial, donde se podían estacionar fuerzas armadas, y el itálico, en el cual estaba prohibido penetrar al frente de tropas. Ninguno de los dos bandos contaba con efectivos numerosos, pero César y los suyos se ganaron pronto las simpatías del campesinado. Pompeyo se encontraba en Roma a la espera de acontecimientos, sus tropas tampoco eran numerosas en Italia, aunque contaba con varias legiones leales en Oriente. El líder republicano dudó y se retiró abandonando Roma a su suerte. Como tampoco estaban dispuestos a presentar batalla en Italia, Pompeyo y los senadores cruzaron el Adriático para dirigirse a Grecia y ganar tiempo mientras llegaban las legiones de Asia. César también embarcó para perseguirle, a pesar de que sus fuerzas seguían siendo escasas, de las tempestades que hundieron varias de sus naves, y de la flota pompeyana que lo vigilaba. Los cesarianos fueron derrotados en una primera escaramuza en Durazzo. Lejos de replegarse o amilanarse, César pasó a la ofensiva derrotando completamente a los republicanos. La batalla de Farsalia, librada el 9 de agosto del año 48 a.C. en Grecia central, fue el enfrentamiento decisivo de la segunda guerra civil romana y marcó el principio del fin de la República. Pompeyo huyó a Egipto y allí fue asesinado por los egipcios, ansiosos de congraciarse con el vencedor y nuevo dueño de Roma y de Oriente. César desembarcó algún tiempo después en Alejandría y restituyó en el trono a Cleopatra VII, que había sido derrocada por su hermano Ptolomeo XIII y los eunucos de palacio. El dictador y la reina de Egipto mantuvieron un sonado romance del que nació un hijo, Cesarión. Durante su estadía en el País del Nilo, César organizó una expedición militar para batir al viejo enemigo de Roma en Oriente: el rey Mitrídates del Ponto que prosiguió la política antirromana de su padre. Después, César tuvo que enfrentarse a Marco Porcio Catón y Quinto Cecilio Metelo Escipión, que habían rehecho sus ejércitos. Los republicanos fueron nuevamente derrotados en Tapso (Túnez) en –46, y en Munda (España) en –45. Tras quince años de guerra, que demostraron su temple y su inmenso talento como estratega, César era dueño absoluto de Roma y de su Imperio. Había demostrar su valor como militar y ahora quería hacerlo como hombre de Estado, pues poseía también ideas lúcidas y excelentes dotes para ejercer el gobierno de la República. Era ya pontífice máximo, es decir, de la jerarquía religiosa. Se otorgó el cargo de dictador, primero durante un decenio y luego en forma vitalicia; la prefectura de las costumbres; la potestad tribunicia; el título, también a perpetuidad, de imperator, o sea de defensor del poder del Imperium. El Senado, menoscabado por un siglo de guerras civiles y luchas intestinas, amplió su número y pasó a tener 900 miembros en lugar de los 600 de antes y se eligieron entre ellos los agentes del gobierno, los funcionarios e incluso los provinciales: el criterio fue amplio, se escogió a quien reuniera competencia y experiencia, fuesen cuales fuesen sus bienes territoriales o su origen. Se concedió la ciudadanía romana a Galia Cisalpina, además de a Italia, que ya la poseía, o sea que se extendió a la llanura del Po, en premio a la fidelidad a César de esos pueblos, facilitando a Roma un inmenso contingente de reclutas para sus legiones.
Se apoyó a la agricultura; se encargaron importantes obras públicas (un nuevo Foro de considerables dimensiones, una imponente basílica, un programa de saneamiento de los Pantanos Pontinos); se impulsó la cultura (honrada ya personalmente con la espléndida prosa de que hizo gala el general victorioso en De Bello Gallico, la narración de sus campañas militares); se hizo justicia en las provincias y hasta fue reformado el calendario. Le bastaron al Imperio pocos meses para comprender que tenía un gobernante genial. Igualmente los patricios romanos se dieron cuenta de que se estaba fundando un régimen nuevo en el que ellos ya no tenían la preponderancia de antaño. En los Idus de marzo del año 44 a.C., César cayó apuñalado a los pies de la estatua de Pompeyo, que él mismo hizo colocar en el Senado como homenaje a su antiguo amigo y socio en el Triunvirato. Entre los asesinos estaba Marco Junio Bruto, aquel a quien el dictador llamaba hijo y que probablemente lo fuera. A pesar del magnicidio, la República no resurgió como esperaban los conjurados. El poder pasó a Marco Antonio, el lugarteniente de César, y a Cayo Octaviano, el sobrino del dictador: un muchacho enfermizo y casi desconocido pero al que César, en su testamento, había proclamado heredero suyo e hijo adoptivo, y que en virtud de esa adopción asumió el nombre de Cayo Julio César Octavio. Fue su primer cambio de nombre, importantísimo. Pero no sería el último. El pálido y febril muchacho tenía una habilidad política innata, una tenacidad sin igual, una voluntad inquebrantable y el don de la oportunidad, indispensables para sobrevivir en aquella época. 

Cayo Julio César (102 a.C. - 44 a.C.)

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