El Sacro Imperio fundado por Carlomagno en el año 800 acusó muy pronto
graves signos de inestabilidad. Sus puntos débiles eran, en parte, de tipo
estructural: escasez de fuentes de riqueza, descompensación social, sistema
económico cerrado, recursos técnicos deficientes; y, en parte, de carácter
circunstancial, entre las cuales hay que destacar la ambigüedad del propio
sistema imperial, y la ausencia de un ideario de empresa colectiva, así como la
crisis humana de los gobernantes y la falta de un consenso decidido en los
gobernados, todo ello unido al fortalecimiento de la nobleza y la aristocracia
territorial; terratenientes y latifundistas. A este cúmulo de factores hay que
añadir la constante agresión de los pueblos de la periferia de Europa, que atacaron
las provincias del Imperio por la enorme brecha que eran sus costas —normandos
y árabes— o por las extensas y fácilmente expugnables marcas orientales —húngaros
y eslavos—. Aunque los contemporáneos hablen de una Renovatio Imperii, la
concepción y la época carolingia tenían muy poco que ver con el Imperio Romano.
Ante todo era un sucedáneo extemporáneo que no supo reproducir el concepto
monolítico del princeps romano precristiano, que era a la vez sumo pontífice y
llega a ser divinizado en dos nuevos poderes. El Papa, como vicarius
apostolicus, y el emperador como, como defensor o protector de la comunidad,
deben regir conjuntamente la Respublica christiana, originándose de esta
ambigua situación, unos planteamientos dialécticos que tienden a resolverse por
el predominio de una de las partes.
Si en vida de Carlomagno primaba la posición
del jefe secular, veremos cómo, a lo largo del siglo IX —y gracias a una mayor
conciencia de lo que representaba la idea imperial en función de unidad del
orbe cristiano—, los pontífices fueron interviniendo, con mayor decisión, en
los asuntos del Imperio. Al propio tiempo, se observa la ausencia de una
constitución política definida, tanto en lo que respecta al procedimiento
sucesorio como en la insuficiente distinción entre las dos potestades, real e
imperial, con la consiguiente confusión que se deriva frente a los súbditos. Si
añadimos a todos los fenómenos descritos reiteradas desmembraciones
territoriales y el proceso de formación de unos principados que usurpan, poco a
poco, la influencia y las rentas de la Corona, nos será fácil comprender que,
desde la muerte de Carlomagno (814) hasta el advenimiento de las nuevas Dinastías,
Capeta en Francia y Sajona en Alemania, que trajeron un programa de reformas
más coherente, el Imperio Carolingio quedase sumido en un estado de anomalía
permanente, que le privó de una actuación efectiva.
Entre los factores que se oponían a la conservación de la
integridad territorial del Imperio el más importante, sin duda, la extensión
desmedida de aquél, que abarcaba desde el mar del Norte al río Llobregat y
desde el Atlántico al Elba, no se daban las condiciones para organizar los territorios
de forma eficiente. Ya en el año 806, Carlomagno, comprendiendo la dificultad
de la empresa, dispuso una triple partición que, si bien no se haría efectiva,
resulta de no poco interés por su contenido geopolítico: al hijo mayor, Carlos,
le correspondía un territorio cohesionado entre los ríos Loira, Elba y Danubio;
a Pipino, Italia y Baviera; a Luis, Aquitania. El reparto oponía, en cierto
modo, los estados del Sur al macizo conjunto septentrional, que representaba el
núcleo histórico franco. La partición así concebida aglutinaba bajo una sola
soberanía la Austrasia y la Neustria, o sea, la Francia Oriental y la
occidental, que nunca más volverían a unificarse hasta el fallido intento
napoleónico.
La muerte prematura de sus dos hijos mayores, Carlos y
Pipino, motivó que Carlomagno, en el 813, adjudicara el Reino de Italia a
Bernardo, hijo del segundo, en tanto que Luis conservaba Aquitania. Al morir el
emperador, el 28 de enero de 814 en Aquisgrán, revertían a Luis conjuntamente
la dignidad imperial y el territorio indiviso, excepto Italia. Frente a la
ambigüedad que mostró su padre respecto a la sucesión y a los mismos títulos
imperiales. Luis I parece haber tenido una idea más certera y diferenciada. Así
nos lo indican las propias fórmulas de su cancillería, al sustituir la triple
intitulación carolingia de emperador, rey de los francos y de los lombardos,
por una sola: Hludovicus, divina ordinante providentia, imperator augustus
(Luis, por voluntad de la divina providencia, emperador y augusto).
Luis I —llamado el Piadoso por la campaña moralizadora
que desplegó en la corte, ciertamente relajado—, después de consultar con sus
consejeros, promulgó la Ordinatio imperii (817), que viene a ser una carta
constitucional del Estado. Por este documento designa sucesor en el gobierno
del Imperio a su hijo mayor Lotario, al cual proclama emperador asociado
mientras él viva; al segundogénito, Pipino, le asigna el Reino de Aquitania,
que ya administra desde 814, y al menor, Luis, el Reino de Baviera. En esta
ordenación territorial se refleja una voluntad muy clara de conservar el
Imperio, al cual se adscriben ahora los territorios históricos que constituían
el Regnum Franciae, con la capital en Aquisgrán, y el Reino de Italia, con su
capital en Roma. Reveladoras son también las cláusulas que definen los límites
de la soberanía de los reyes menores, a quienes adjudica los honores, rentas y
derechos públicos, al tiempo que, en los asuntos que afecten a la política
internacional, los somete a la jurisdicción del hermano mayor. Se desconocen
los personajes que pudieran influir en la nueva ordenación del Imperio, pero,
dada su estrecha relación en la corte, no debe olvidarse el nombre de Agobardo,
obispo de Lyon.
La Ordinatio de 817 dejaba marginados los derechos de
Bernardo, rey de Italia desde 813, puesto que preveía la anexión de aquel
territorio a los de Lotario, a la muerte del emperador. La reacción no tardó en
producirse. Con todo el ímpetu de su juventud —tendría entonces unos veinte
años— y contando con el apoyo de algunos magnates italianos, como los obispos
de Milán y de Cremona, y con la simpatía de algunos personajes francos, como el
poeta Teodulfo, Bernardo se levantó en armas. Pero la rebelión fue muy pronto
sofocada por la rápida acción de Luis I y, después de un juicio sumarísimo, fue
condenado a ser cegado, suplicio al que no sobrevivió.
Una segunda contestación, esta vez filial, se produjo con
motivo del cambio introducido por el emperador en el estatuto de sucesión, a
raíz del nacimiento de su hijo Carlos (823), después de la boda de aquél con
Judit de Baviera. En efecto, en la asamblea de Worms (celebrada en agosto de
829) se dispuso que Carlos heredara la futura Suabia, la Retia, Alsacia y parte
de Borgoña. Un año después, estallaba la rebelión encabezada por Lotario y sus
partidarios, entre los que había algunos cortesanos, como el abad Wala de
Corbie, caído en desgracia de la reina Judit y enemigos de la preponderancia
adquirida por el conde Bernardo de Septimania, a quien algunos acusaban de
ilícitas relaciones con la emperatriz.
La ocasión propicia fue el malestar ocasionado por la
convocatoria de un ejército, decidida en la asamblea de Rennes, con el fin de
reprimir los disturbios de Bretaña. Luis, vencido, se entrega a sus enemigos a
Compiègne, en tanto que su mujer es internada en Santa Radegunda de Poitiers.
Un intento por parte del emperador de recobrar su libertad de acción y sus
poderes desencadenó en sus hijos una serie de intrigas, alianzas y deslealtades
que sumieron al Imperio en una situación caótica. Los jalones más aparentes
fueron: rebelión de Pipino, a fines del 831; intentos de Luis el Germánico
contra Suabia —patria de los belicosos alamanes—, en 832, deposición del
primero y anexión de sus estados a los de Carlos en septiembre de 832.
Después de una primera fase desordenada y particularista,
los tres hermanos, Lotario, Pipino y Luis, se ajustaron en Alsacia en la
primavera del año 833 y, apoyados por una parte del clero, lanzaron una
ofensiva contra el emperador, presentándose hábilmente a sí mismos como
salvadores del Imperio. Dispuesto ya los ejércitos para la batalla, cerca de
Colmar, la presencia del pontífice Gregorio IV (827–844) hizo varias la postura
de Luis el Piadoso, quien, viéndose únicamente asistido por su hijo Carlos y
por Judit, optó por renegar de su conducta anterior y deponer las armas: el
lugar donde se hallaba acampado, en Rothfeld, se llamó desde entonces el «campo
de la Mentira». Una secuencia complementaria, y no menos lastimosa, fue la
denominada «Penitencia de Soissons», donde el emperador hizo pública confesión
de sus pasados errores. Bien es verdad, y en descargo del hijo y sucesor de
Carlomagno puede aducirse, que los Anales Bertinianos afirman que tal
retracción le fue arrancada con métodos coercitivos. De hecho, la nueva
situación favorecía, sobre todo, a Lotario, quien quedaba dueño de la
situación, y perjudicaba altamente a Carlos, hasta el punto de ser encerrado en
el monasterio de Prüm. Pero no tardaron Pipino y Luis en confabularse contra
aquél, celosos de su acrecentado poder, y, habiendo liberado a su padre y
restableciéndole en su dignidad, se coaligaron contra Lotario y lograron que
renunciara a la Corona imperial y permaneciese en adelante confinado en Italia.
El juego de tronos había cambiado de signo.
Con el boato propio de unas solemnes ceremonias
religiosas celebradas en Thionville y en Metz, a principios del 835, a las que
asistieron cuarenta y cuatro obispos y una multitud de abades, fue anulado el
proceso de Soissons y firmada la retractación de los que en él intervinieron.
En octubre de 837, en el transcurso de una asamblea reunida en Aquisgrán, Luis
I vuelve a replantear el espinoso asunto de los derechos sucesorios del futuro
Carlos el Calvo, hecho que provoca, un mes más tarde, el ataque de Luis el
Germánico a la ciudad de Fráncfort. Rechazado por las huestes de su padre, se
retira a sus estados, asistiendo impasible a la nueva partición que, a la
muerte de Pipino, sobrevenida en diciembre del 838, maquinaron Luis I y
Lotario, ya congraciados. Reunidos en Worms, el 30 de mayo del año 839,
acordaron dividir el territorio en dos regiones equivalentes, de las cuales
Lotario eligió las que comprendían Italia y los países al este del Ródano, del
Saona y el Mosa, y Carlos, las tierras situadas al oeste, aunque aumentados sus
estados con los condados de Provenza, Ginebra, Lyon, Châlons–sur–Saône y Toul.
Luis, el hijo «rebelde», tuvo que conformarse con Baviera. Del Imperio no se
hizo mención alguna.
Cuando prepara una expedición punitiva para someter Aquitania,
que se mantenía fiel a los hijos de Pipino y contra Luis el Germánico, Luis el
Piadoso murió el 20 de junio del 840. Vacante el Imperio, Lotario se instaló en
Ingelheim y empezó a actuar como emperador. Las múltiples cuestiones pendientes
entre los hermanos, por causa de la empecinada política sucesoria, dieron como
resultado una nueva coalición entre los hermanos Carlos y Luis el Germánico,
que tuvo su formalización en los juramentos de Estrasburgo —14 de febrero del
842—, prestados solemnemente por ambos monarcas y sus capitanes ante sus
propias huestes, y por las cuales se comprometían a ayudarse mutuamente y a no
pactar con Lotario por separado. Viéndose abandonado a su suerte, el rey de
Italia accedió a tomar parte en una serie de entrevistas, que terminarían con
la firma, en agosto de 843, del famoso y decisivo Tratado de Verdún.
La nueva división tripartita de Europa, siguiendo esta
vez la línea de los meridianos, había sido calculada minuciosamente, de acuerdo
con el espíritu de las leyes sálicas. Cada reino resultante tenía una extensión
territorial aproximada y contenía un número equivalente de ciudades
importantes; el reino más occidental, destinado a Carlos, comprendía las
tierras atlánticas y meridionales, desde el Mosa hasta el Ródano, con las
ciudades de París, Bourges, Burdeos, Tolosa y Barcelona; el reino oriental,
adjudicado a Luis, era un rectángulo inscrito entre el Rin y el Elba, el istmo
de Jutlandia y los Alpes, y contenía las ciudades de Colonia, Ratisbona,
Salzburgo y Magdeburgo; entre ambos reinos se constituyó una franja central,
formada por Frisia, las Ardenas, la futura Lorena, Borgoña, Provenza e Italia,
incluyendo Córcega y el ducado de Espoleto, que fue asignado a Lotario, junto
con el título imperial.
La fórmula ideada en Verdún no prosperó con la debida
estabilidad. Si, por un lado, se habían cumplido los requisitos de la justicia
distributiva en la cuantificación de los reinos, por el otro lado se creaba un
estado intermedio —Francia— que presentaba el aliciente de contener las dos
ciudades de rango imperial: Roma y Aquisgrán, junto con ciudades tan ilustres
como Lyon, Ratisbona, Marsella, Milán y Rávena, pero que ofrecía también serios
riesgos geopolíticas de no salir indemne del previsible acoso de sus vecinos:
era un territorio muy rico en recursos naturales, y un magnífico corredor que
unía el mar Mediterráneo con el mar del Norte.
El primer descontento por la partición territorial del
Tratado de Verdún (843) fue el propio Lotario, quien, recordando el acceso que
le había trazado su padre hacia un Imperio único e indiviso, no podía
conformarse con el Reino de Italia y perder la preeminencia sobre los otros
reinos. Sin pérdida de tiempo, al día siguiente de la firma del tratado, se
instaló en palacio de Aquisgrán y, aprovechando la ocasión del acceso al solio
pontificio, en difíciles circunstancias, del papa Sergio II en enero de 844,
envió a Roma a su hijo Luis, acompañado por el obispo de Metz, Drogón —hijo
natural de Carlomagno—, con el objetivo de recibir la investidura de Rey de los
Lombardos, título que acababa de concederle. Gracias a los oficios del pontífice
y del clero galo pudo celebrarse una entrevista de alto nivel en Yutz en
octubre del año 844, en el transcurso de la cual se dio lectura a una cálida
exhortación de los prelados en favor de la concordia: «El hermano, ayudado por
el hermano, es como una ciudad fortificada».
Las circunstancias, en efecto, requerían una más estrecha
unión de voluntades. El reino occidental era minado por la secesión de Pipino
II, que pretendía la Corona de Aquitania, y por las rebeldías de Nominoë, duque
de Bretaña, y de Lamberto, conde de Nantes. Y, en cuanto a la presión que
ejercieron los pueblos de la periferia, bien podría afirmarse que desde el 844
hasta el 846 los tres reinos se vieron atenazados por una amenaza de invasión
latente. En el mes de marzo del 845, ciento veinte navíos daneses bajo el mando
de Ragnar Lodbrok remontaron el curso del Sena y recalaron cerca de París, en
donde los vikingos se entregaron sin freno al saqueo y a las matanzas
indiscriminadas. Vikingo (del inglés viking, y éste del nórdico antiguo
víkingr) es el nombre dado a los pueblos nórdicos originarios de Escandinavia,
famosos por sus incursiones y pillajes en Europa. El propio rey Carlos el
Calvo, refugiado en Saint–Denis, tuvo que pagar siete mil libras de plata como
precio de su rescate. El mismo año, la ciudad de Hamburgo —perteneciente a Luis
el Germánico— era pasto de las llamas. El reino de Lotario sufrió a la vez el
embate de los vikingos en el litoral frisón y de los bereberes en el curso del
Tíber, no pudiendo salvarse de las rapiñas de los moros ni la mismísima iglesia
de San Pedro.
Mitigadas las antiguas tensiones, los tres soberanos se
reconciliaron por dos veces en Meersen (847 y 851) para hallar una solución de
compromiso a sus desavenencias. Con la amenaza de los vikingos llamando a sus
puertas, los tres reyes decidieron abstenerse de minar la moral de los reinos
vecinos con sus rencillas y mantener un sincero clima de concordia y colaborar
en la defensa común frente a los bárbaros. Si la idea del Imperio no prevalece
ya en sus acuerdos, sí por lo menos la idea de un Regnum Francorum tripartito,
que tienen el deber de conservar íntegro y en paz. Así estaban las cosas
cuando, a punto de surgir una nueva querella, murió Lotario en Prüm, el 29 de
septiembre del 855. En virtud de su testamento, dejó su reino privativo
fragmentado en tres partes: Italia para el hijo mayor, Luis II; la Frisia y la
Lotaringia para Lotario II, y la Provenza para Carlos. El solar del antiguo
Imperio Carolingio quedaba, pues, dividido en cinco reinos. Los recién creados
debían coexistir pacíficamente con los reinos anteriores. Mas el buen
funcionamiento de semejante puzle político se reveló en seguida repleto de dificultades,
en parte por la antigua tensión existente entre Luis el Germánico y Carlos el
Calvo y, en gran parte también, por la debilidad congénita del infante don
Carlos de Provenza. Se configuraron al poco tiempo dos bloques posibles: el de
Carlos el Calvo–Lotario II y el de Luis el Germánico–Luis II. Ambos se
entrevistaron en Trento en 857).
Los graves momentos que atravesaban sus estados, debido a
las nuevas incursiones vikingas y al levantamiento de Aquitania en favor de
Pipino II —liberado ya de su confinamiento en el monasterio donde había sido
recluido en 852—, no permitieron a Carlos el Calvo rechazar la invasión de sus
tierras por Luis el Germánico, en una rápida marcha desde Worms hasta Orleans.
Instalado en el palacio de Attigny, parecía ya haber desposeído a su medio
hermano cuando, gracias a un afortunado contraataque en San Quintín (15 de
enero de 859) y a la intervención del obispo Hincmaro de Reims, secundado por
el alto clero francés, se consiguió ajustar un acuerdo de paz y concordia en Coblenza
el 1 de junio de 860.
En medio de estas luchas fratricidas, que supusieron la
quiebra de la familia carolingia, cabe destacar algunas figuras importantes,
como la de Luis II. Hijo mayor de Lotario I y nieto, por tanto, de Luis el
Piadoso, había nacido en el 822, siendo coronado rey de Lombardía en 844 y
ungido emperador en 850. Al morir su hermano Carlos en 864, aumentó sus estados
con el Reino de Provenza. Luis II fue, a todas luces, un emperador italiano.
Sin conservar prácticamente ningún lazo con el antiguo solar de la familia, sus
problemas son los de Italia: las relaciones con la sede pontificia y con los
grandes duques, aún poderosos, y, sobre todo, la defensa del reino ante la
amenaza de invasión por parte de los árabes.
Después de la caída del Califato omeya de Damasco —hacia
750—, se habían formado tres importantes reinos o emiratos casi independientes
en el norte de África, uno de los cuales el tunecino, logró someter la isla de
Sicilia y penetrar en la parte meridional de la península Itálica,
estableciendo plazas fuertes en Bari y en Tarento. Desde allí iniciaron una
marcha hacia el Norte, que Luis II logró detener cerca de Benevento, en 847 y
852. Después de renovar sus pertrechos, reanudaron su intento años después,
orientando su expedición hacia el Lacio, hecho que obligó a Luis II a ordenar
una movilización general para evitar que la misma Roma pudiese caer en manos de
los moros. Mediante una capitular de 866, la movilización general se extendió
por un año. El propio papa Nicolás I, que no estaba en buenas relaciones con el
emperador, le transfirió gran parte del tesoro que acababa de entregarle el kan
de los búlgaros, Boris, recientemente convertido al cristianismo. Desde
entonces, las huestes de Luis II no cejaron en su empresa de reconquista. En el
año 871 —con escasa ayuda de la escuadra bizantina— consiguieron desalojar a
los sarracenos de la plaza de Bari, con lo que perderían su preponderancia en
el sur de Italia.
Las campañas militares de Luis II en la Península le
dieron mucha fama y prestigio y tomaron un sentido de empresa cristiana. A su
muerte, acaecida en agosto del 875, la Corona imperial pasaría a Carlos el
Calvo —defensor, a su vez, de una Francia amenazada por moros y normandos—,
quien encontraría la muerte en el transcurso de una expedición a Italia para
proteger a Roma de un nuevo ataque de los berberiscos en 877. El año anterior
había muerto también Luis el Germánico, que en su testamento distribuyó sus
estados entre sus hijos Carlomán (Baviera, Moravia, Panonia y Carintia), Luis
el Joven (Franconia, Turingia, Sajonia y la baja Lorena) y Carlos el Gordo
(Suabia, Alsacia y la Retia). Surgió entonces un activo forcejeo por el Imperio
que pareció, por un momento, recaer en Carlomán, pero una devastadora enfermedad
le llevó al sepulcro (880) hizo prosperar la candidatura de Carlos III el Gordo
(881–887), quien a la muerte de su hermano Luis el Joven (882) —y por haber
sido llamado por los grandes de Francia para ocupar el trono, vacante desde el
fallecimiento de Carlomán (884), hijo de Luis el Tartamudo— ciñó la triple
corona hasta que fue depuesto por incapacidad. Con él, se disipaba la última
esperanza de restaurar la unidad del Imperio.
La Francia Occidental caería en manos de Eudes (888–898),
conde de París, fundador de una nueva Dinastía, en tanto que las tribus
germánicas elegirían como soberano a Arnulfo de Carintia (887–899). La corona
imperial, en ese momento puramente nominativa, es ceñida por el duque de
Espoleto, Guido, nieto del emperador Lotario, que asocia a su hijo Lamberto en
la dignidad imperial. Por poco tiempo (891–896), la ciudad de Espoleto y la
capilla de Santa Eufemia constituían la versión italiana de la corte imperial
de Aquisgrán. La plasmación de un redivivo Imperio de Occidente católico,
paralelo al de Bizancio, parecía haber zozobrado definitivamente. Sin embargo,
permanecía muy viva aún en distintos núcleos sociales la idea de una comunidad
cristiana supranacional, cuya causa debía ser defendida contra viento y marea.
Esta idea, como no podía ser de otra manera, venía alentada por la Iglesia, y
para conseguir sus fines, la Iglesia y sus hombres actuarán en tres planos o
niveles muy distintos que dentro de la mentalidad de la época debieron verse
como complementarios entre sí: Reforma moral, defensa del sentido de unidad,
dirección espiritual del orbe católico y, por consiguiente, del Imperio.
Aunque, desde los lejanos días de los emperadores cristianos Constantino y
Teodosio, la Iglesia siempre vio el Imperio como un medio, no como un fin en sí
mismo.
La capitular de Quierzy (877), promulgada por Carlos el
Calvo antes de su partida de Italia, viene a significar el reconocimiento, por
parte del soberano, de un nuevo status para los grandes funcionarios de origen Carolingio,
que ven reconocida la posibilidad de transmitir sus derechos territoriales a
sus hijos. Surgen entonces, como resultado de condicionantes político–sociales
diversos, unos grandes principados, que integran con el tiempo una vasta
demarcación territorial, a la vez que acumulan y administran en beneficio
propio no pocos derechos y regalías de la Corona.
En el suelo de la Francia Occidental, los ciento noventa y
un condados carolingios se ven integrados en unos pocos grandes principados,
ducados o condados, de más amplia base territorial y política. Destacan entre
ellos Flandes, creado por Balduino II, Toulouse, Aquitania, Borgoña, Anjou,
Poitiers, Vermandois y las marcas de Cataluña y Normandía. En la Francia
Oriental se integran los grandes ducados de Baviera, Sajonia, Suabia, Lorena y
Franconia. Por su parte, en Italia, además de los ducados de Espoleto y
Benevento, se forman los de Capua, Salerno y Nápoles en sur, en tanto que en el
norte empiezan a configurarse algunos señoríos en Lombardía, Liguria y la
Toscana, a la vez que van adquiriendo importancia las ciudades. No parece ajeno
al fenómeno de la aparición de esas unidades políticas menores la necesidad que
tuvieron las distintas comarcas de defenderse por sus propios medios ante el
peligro, siempre inminente, de un ataque por sorpresa de los normandos o de los
berberiscos.
A finales del siglo VIII los vikingos aparecieron en Europa asolando sus costas |
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