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miércoles, 17 de mayo de 2017

María Tudor y Felipe II: la unión que no pudo ser

En 1533 Enrique VIII de Inglaterra se casó en secreto con Ana Bolena y más tarde el matrimonio con Catalina de Aragón fue declarado inválido. Enrique entonces rompió relaciones con la Iglesia católica y se proclamó cabeza de la Iglesia anglicana. Como consecuencia de ello, Catalina de Aragón perdió su título de reina pero mantuvo el de Princesa Viuda de Gales, título que llevaría como viuda del príncipe Arturo. María fue declarada ilegítima, pasó a recibir el trato de lady María y se la apartó de la línea de sucesión al trono, ocupando su puesto su medio hermana, hija de Ana Bolena: la futura reina Isabel I.
María fue expulsada de la Corte y obligada a servir como dama de compañía de Isabel. No se le permitió ver a su madre ni asistir a su funeral en 1536. Se dice que la razón del frío comportamiento hacia su hermanastra Isabel se debió al cruel trato que recibió durante estos años. Cuando Ana Bolena fue decapitada, Isabel perdió su tratamiento de princesa, pasó a ser tratada como «lady» Isabel y fue eliminada de la línea de sucesión. Pocos días después de la muerte de Ana, Enrique VIII se casó con Juana Seymour, que murió tras dar a luz a un varón, el futuro rey Eduardo VI. María fue la madrina y presidió el duelo en su funeral. En respuesta a este gesto, Enrique VIII le concedió una casa y le permitió residir en los palacios reales.
Cuando muere el rey inglés Enrique VIII, España acaricia la idea de sujetar al díscolo reino. No sólo es hermoso pensar en la pérfida Albión como adorno de los reyes de Castilla, sino verla otra vez católica, apostólica y romana. La corona pasa a María Tudor, a la que su madre, Catalina de Aragón, educó a la española. María es católica hasta la médula de los huesos y se convertirá en esposa del rey Felipe II de España. En la isla vuelven a cantarse misas. Los filósofos nórdicos ven con horror esta relación y que el Reino esté en manos de esa mujer. Los ricos, que ha tiempo que se repartieron las tierras de la Iglesia en Inglaterra tiemblan al ver amenazado lo que para ellos es más sagrado: sus intereses. En Londres, el pueblo no puede con los españoles, que ahora abundan por las calles: por un inglés –escribe un cronista de la época– se ven cuatro españoles, «sólo para hacer más incómoda la vida a la nación inglesa».
La reina María sólo tiene una obligación serie, aparte de restablecer la verdadera fe: tener un heredero. De tal suerte la obsesiona esta idea, que a veces cree que lo va a tener, se prepara para el acontecimiento, se tocan las campanas, y nada: vana ilusión. Si no llega el hijo, pasará la corona a la hija de Ana Bolena, que para María sólo es una protestante bastarda. Y si no llega el hijo, muere María y sube Isabel al tono. Inglaterra, contra lo que esperan los filósofos, se convierte en la isla de las reinas. Ellas llenarán los siglos venideros de reinas. María I decretó en su testamento que su marido Felipe II de España debería adquirir la regencia en caso de que su descendencia no hubiera cumplido la mayoría de edad.
A partir de mayo de 1558, María permaneció sumida en un estado de enfermedad y debilidad, sufriendo dolores agudos, probablemente a causa de quistes ováricos o un cáncer de útero. Su muerte se produjo el 17 de noviembre de 1558, a los 42 años, en el palacio de St. James, durante una epidemia de gripe que también se llevó la vida del cardenal Reginald Pole. A pesar de que su testamento recogía su voluntad de ser enterrada junto a su madre, finalmente fue sepultada en la capilla de Enrique VII de la abadía de Westminster, en una tumba que más tarde compartiría con Isabel I.
María I disfrutó de una tremenda popularidad, especialmente entre la población católica, debida al duro trato que recibió en su juventud. Sin embargo su matrimonio con Felipe II no fue bien aceptado entre sus súbditos; en el contrato de matrimonio se especificaba claramente que Inglaterra no se vería envuelta en las guerras de España, pero se demostró que esta condición no tenía ningún sentido. Felipe II pasó la mayor parte del tiempo gobernando sus territorios desde España mientras su esposa permanecía en Inglaterra, y tras la muerte de María, Felipe II pretendió a Isabel I, siendo rechazado por ella y dando comienzo a un larguísimo periodo de enfrentamientos que desembocarían en la guerra de los Ochenta Años.
El reinado de María no fue fácil. Las insurrecciones no tardaron en manifestarse al reafirmarse en su decisión de casarse con Felipe II de España, de quien estaba enamorada. Henry Grey volvió a proclamar que su hija lady Jane Grey era la reina. En apoyo a la princesa Isabel, Thomas Wyatt lideró una fuerza que, procedente de Kent, consiguió alcanzar Londres. Empero, aplastada esta rebelión, Henry Grey, su hija lady Jane Grey y su marido fueron encarcelados por alta traición y ejecutados. Isabel, a pesar de declarar su inocencia en el caso Wyatt, fue encarcelada durante dos meses en la Torre de Londres y más tarde quedaría bajo arresto domiciliario en el palacio de Woodstock.
Según las condiciones del contrato de matrimonio, a Felipe se le llamaría «Rey de Inglaterra», todos los documentos oficiales, incluidos las actas del Parlamento, se firmarían con ambos nombres y el Parlamento debía ser llamado bajo la autoridad conjunta. Se acuñaron también monedas con la efigie de ambos. En el contrato de matrimonio se dispuso que Inglaterra no estaría obligada a ofrecer apoyo militar a Carlos V, padre de Felipe II, en cualquier posible guerra en el que el emperador se viese envuelto. Con ésta y otras disposiciones, los poderes de Felipe II quedaban extremadamente limitados; ciertamente, la unión de ambos monarcas no constituiría una unión tan poderosa como la futura de Guillermo III de Orange-Nassau y María II Estuardo.
María I se preocupó de asuntos relacionados con la religión católica, siempre rechazó la ruptura con Roma emprendida por su padre y el establecimiento del protestantismo que hizo su hermano Eduardo. Restauró las relaciones con el Papado y con el hijo de su institutriz la condesa de Salisbury, el cardenal Reginald Pole, quien tras la ejecución de Thomas Cranmer fue nombrado arzobispo de Canterbury.
María I Tudor, reina de Inglaterra



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