En las últimas décadas,
algunos historiadores han considerado, no sin cierta cautela, que el faraón
Amenofis IV, que cambió su nombre por el de Akenatón e intentó imponer en
Egipto el culto monoteísta del dios solar Atón, pudo haber sido el enigmático
«Moisés» bíblico. Entre los que huyeron de
Egipto guiados por Moisés, estaban los jefes de las Doce Tribus de Israel y los
descendientes del patriarca Jacob, quienes siguiendo las instrucciones
de su caudillo, construyeron el Tabernáculo en las estribaciones del monte
Sinaí. Tras la muerte de Moisés, su lugarteniente Josué y sus hombres
iniciaron la reconquista de Canaán, el país que habían abandonado sus antepasados.
Pero durante ese tiempo, oleadas de filisteos, fenicios y otros pueblos semitas
habían repoblado el territorio de Palestina. Las crónicas hablan de grandes
batallas entre formidables ejércitos para controlar el territorio cananeo.
Al final, los israelitas
dirigidos por Josué vencieron y cruzaron el río Jordán, arrebatando la ciudad
amurallada de Jericó a los cananeos, y se instalaron en la Tierra Prometida. Pero
una larga serie de desastres acontecieron al pueblo hebreo a la muerte de
Josué, durante la época conocida como la del gobierno de los «Jueces de
Israel». Alrededor del año 1020 a.C., las diferentes tribus se confederaron
bajo un único caudillo que se convertiría en su primer rey: Saúl. Tras la conquista
parcial de Canaán, el joven pastor David de Belén, un descendiente de Abraham, tomó
por esposa a la hija de Saúl y se convirtió en rey de Judá, reino que abarcaba la mitad sur de la región ganada a los filisteos. Hacia
el año 1000 a.C., David declaró la guerra a Saúl y conquistó el reino del
norte, Israel, con lo que se convirtió en soberano de todo el territorio.
A David le sucedió su
hijo Salomón y, cuenta la leyenda, que grande fue la sabiduría de este rey,
pero más grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno
de ellos fue Hiram Abiff, el arquitecto del templo sagrado que mandó construir el
propio Salomón en Jerusalén. Comoquiera que la obra requería de un gran
contingente de obreros, Hiram los organizó como un ejército, instituyendo una
jerarquía de tres grados: aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos
tenía sus propias funciones y su retribución económica, y disponía de una serie
de palabras, signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única
forma de subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.
Tres compañeros,
irritados por no haber sido promocionados a maestros, decidieron
confabularse para conseguir la palabra exacta que permitía acceder al salario
de grado superior. Se escondieron dentro de las obras y esperaron a que
terminara la jornada y todos los obreros se hubieran retirado. Cada noche, el capataz Hiram recorría la obra en construcción para comprobar si
se cumplían sus previsiones. Cuando iba a salir por la puerta del Mediodía se
encontró con uno de los conjurados, que le amenazó con golpearlo si no le revelaba
de inmediato la palabra secreta. El arquitecto se negó y le reprochó su
actitud, por lo que el frustrado compañero le dio un golpe en la cabeza.
Malherido, el buen Hiram corrió hacia la puerta de Septentrión, donde se encontró con
el segundo conspirador, que repitió la exigencia. Obtuvo la misma respuesta y
también atacó a Hiram que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar
huir por la puerta de Oriente. Pero allí se agazapaba el tercero de los
compañeros, que, al cosechar idéntico resultado que los anteriores, asestó el
golpe mortal a Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos
recogieron el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron
clandestinamente. Para reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la
plantaron sobre la tumba.
Cuando Salomón descubrió
que Hiram había desaparecido y que nadie sabía de él, mandó a nueve maestros en
su busca. Tras diversas peripecias, tres de ellos llegaron junto a la rama de
acacia, donde se detuvieron a descansar. Uno se apoyó en ella pensando que era
lo bastante sólida para sostenerle, sin embargo, la rama cedió bajo su peso y al punto vieron que el terreno había sido removido recientemente. Los tres
maestros escarbaron afanosamente y exhumaron el cuerpo del gran arquitecto Hiram. Después de
llorar su pérdida, y arrepintiéndose por su crimen, decidieron llevar el cadáver ante Salomón, pero al intentar
levantarlo comprobaron horrorizados cómo la carne se desprendía de los huesos.
En el idioma que utilizaban, la expresión «la carne deja el hueso» se decía con
una sola palabra, así que los tres maestros decidieron que, a partir de
entonces, ésa sería palabra de paso a su grado.
El faraón Ahmose castiga a unos cautivos semitas |
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