Artículos

sábado, 10 de junio de 2017

Hiram y el secreto de los Canteros

En las últimas décadas, algunos historiadores han considerado, no sin cierta cautela, que el faraón Amenofis IV, que cambió su nombre por el de Akenatón e intentó imponer en Egipto el culto monoteísta del dios solar Atón, pudo haber sido el enigmático «Moisés» bíblico. Entre los que huyeron de Egipto guiados por Moisés, estaban los jefes de las Doce Tribus de Israel y los descendientes del patriarca Jacob, quienes siguiendo las instrucciones de su caudillo, construyeron el Tabernáculo en las estribaciones del monte Sinaí. Tras la muerte de Moisés, su lugarteniente Josué y sus hombres iniciaron la reconquista de Canaán, el país que habían abandonado sus antepasados. Pero durante ese tiempo, oleadas de filisteos, fenicios y otros pueblos semitas habían repoblado el territorio de Palestina. Las crónicas hablan de grandes batallas entre formidables ejércitos para controlar el territorio cananeo.
Al final, los israelitas dirigidos por Josué vencieron y cruzaron el río Jordán, arrebatando la ciudad amurallada de Jericó a los cananeos, y se instalaron en la Tierra Prometida. Pero una larga serie de desastres acontecieron al pueblo hebreo a la muerte de Josué, durante la época conocida como la del gobierno de los «Jueces de Israel». Alrededor del año 1020 a.C., las diferentes tribus se confederaron bajo un único caudillo que se convertiría en su primer rey: Saúl. Tras la conquista parcial de Canaán, el joven pastor David de Belén, un descendiente de Abraham, tomó por esposa a la hija de Saúl y se convirtió en rey de Judá, reino que abarcaba la mitad sur de la región ganada a los filisteos. Hacia el año 1000 a.C., David declaró la guerra a Saúl y conquistó el reino del norte, Israel, con lo que se convirtió en soberano de todo el territorio.
A David le sucedió su hijo Salomón y, cuenta la leyenda, que grande fue la sabiduría de este rey, pero más grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de ellos fue Hiram Abiff, el arquitecto del templo sagrado que mandó construir el propio Salomón en Jerusalén. Comoquiera que la obra requería de un gran contingente de obreros, Hiram los organizó como un ejército, instituyendo una jerarquía de tres grados: aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos tenía sus propias funciones y su retribución económica, y disponía de una serie de palabras, signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única forma de subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.
Tres compañeros, irritados por no haber sido promocionados a maestros, decidieron confabularse para conseguir la palabra exacta que permitía acceder al salario de grado superior. Se escondieron dentro de las obras y esperaron a que terminara la jornada y todos los obreros se hubieran retirado. Cada noche, el capataz Hiram recorría la obra en construcción para comprobar si se cumplían sus previsiones. Cuando iba a salir por la puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados, que le amenazó con golpearlo si no le revelaba de inmediato la palabra secreta. El arquitecto se negó y le reprochó su actitud, por lo que el frustrado compañero le dio un golpe en la cabeza. Malherido, el buen Hiram corrió hacia la puerta de Septentrión, donde se encontró con el segundo conspirador, que repitió la exigencia. Obtuvo la misma respuesta y también atacó a Hiram que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de Oriente. Pero allí se agazapaba el tercero de los compañeros, que, al cosechar idéntico resultado que los anteriores, asestó el golpe mortal a Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos recogieron el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron clandestinamente. Para reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la plantaron sobre la tumba.
Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y que nadie sabía de él, mandó a nueve maestros en su busca. Tras diversas peripecias, tres de ellos llegaron junto a la rama de acacia, donde se detuvieron a descansar. Uno se apoyó en ella pensando que era lo bastante sólida para sostenerle, sin embargo, la rama cedió bajo su peso y al punto vieron que el terreno había sido removido recientemente. Los tres maestros escarbaron afanosamente y exhumaron el cuerpo del gran arquitecto Hiram. Después de llorar su pérdida, y arrepintiéndose por su crimen, decidieron llevar el cadáver ante Salomón, pero al intentar levantarlo comprobaron horrorizados cómo la carne se desprendía de los huesos. En el idioma que utilizaban, la expresión «la carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros decidieron que, a partir de entonces, ésa sería palabra de paso a su grado.
El faraón Ahmose castiga a unos cautivos semitas

No hay comentarios:

Publicar un comentario