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jueves, 8 de junio de 2017

La ciudad del horizonte de Atón

Entre los grandes reyes del antiguo Egipto, hay un espacio reservado para un faraón que no fue un guerrero, pero que sí fue el artífice de la primera gran revolución religiosa de la Antigüedad y el precursor del monoteísmo. Su personalidad, y buena parte de su biografía siguen siendo un auténtico enigma para los egiptólogos. Se trata del faraón Amenofis IV, más conocido como Akenatón, y su nombre significa «El que complace a Atón». Este dios, Atón, era la representación del espíritu solar, un dios único y por encima de todas las divinidades que hasta entonces habían sido adoradas por los egipcios, cuyo panteón estaba presidido por el poderoso Amón-Ra.
Amón, es la helenización del nombre egipcio Amen. Originariamente una deidad local cuyo culto se popularizó cuando la ciudad de Tebas pasó a ser una de las más influyentes de Egipto, tras la expulsión de los hicsos a manos de los príncipes tebanos que darían origen a la dinastía XVII. En el Imperio Antiguo, Amón era un dios menor del Alto Egipto, pero durante la XII dinastía (1980-1790 a.C.) fue considerado un importante dios monárquico asimilándolo a Ra, el dios solar por excelencia. Asimismo, Amón fue identificándose con los dioses Horus y Osiris, que se consideraron manifestaciones de Amón. A este dios solar dedicó Akenatón su famoso «Himno de Atón», una de las más hermosas alabanzas sagradas jamás compuestas, que el propio faraón entonaba cada mañana cuando aparecía el disco solar. El himno comienza con las siguientes palabras: «Bello es tu amanecer en el horizonte del cielo, ¡oh, Atón vivo, principio de la vida! Cuando tú te alzas por el oriente lejano, llenas todas las tierras con tu belleza. Grande y brillante te ven todos en las alturas. Tus benefactores rayos abarcan toda la creación».
Según la particular concepción de Akenatón, todos los hombres eran iguales en deberes y derechos y, en consecuencia, serían recompensados por sus buenos actos y según se hubiesen comportado en la tierra. Para dejar claro el cambio de orientación religiosa que deseaba imponer (pues se trató de una imposición), Akenatón trasladó la capital del reino desde Tebas, donde se levantaban los principales templos consagrados a Amón-Ra, a la nueva ciudad que construyó y que llamó La Ciudad del Horizonte de Atón, hoy Tell el Amarna, que el rey hizo construir en medio del desierto en un tiempo récord. A pesar de la prohibición explícita del faraón, los poderosos sacerdotes de Amón siguieron celebrando sus ritos en los sótanos y subterráneos de los viejos templos tebanos, mientras que los templos de Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias sagradas dedicadas al dios único.
El reinado de Akenatón y su esposa, la deslumbrante reina Nefertiti, se caracterizó por un pacifismo insólito si lo comparamos con épocas pretéritas. Entretanto, la guerra, el hambre, la peste y la miseria asolaron Egipto, pues la administración pública, que durante siglos había estado a cargo de los sacerdotes de Amón-Ra, se desmoronó al ser apartados éstos del gobierno. Por esto, el clero y la oligarquía militar nunca le perdonaron a Akenatón su revolución religiosa y, cuando falleció, trataron de hacerlo desaparecer también de la Historia por considerarle un «falso faraón». A su muerte destruyeron los templos de Atón y restauraron los antiguos cultos. Incluso borraron su nombre escrito con jeroglíficos de las columnas de los templos y de los monumentos públicos. Por eso conocemos tan poco acerca de la vida de este faraón, en comparación con otros mucho más populares como la gran reina Hatshepsut, Tutmosis III, Seti I, Ramsés II o el célebre Horemheb, que fue el último faraón de la XVIII dinastía y gobernó entre los años 1323 y 1295 a.C. Horemheb era el comandante de las tropas de Akenatón y, aunque se mostró siempre leal al faraón apóstata, no dejó de reprocharle su herejía y su debilidad en cuestiones militares. Horemheb salvó a Egipto de caer bajo el yugo de los temibles hititas cuando el faraón ordenó disolver el ejército. Tras abolirse la reforma religiosa de Akenatón, Amón se convirtió en el dios de todo Egipto como Amón-Ra, «rey de todos los dioses» y dios supremo.
No obstante, varios especialistas señalan que la herencia de Akenatón es mucho más profunda de lo que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica proyección de la privada, ya que Akenatón fue, según ellos, uno de los más importantes dirigentes del más arcano rito mistérico de la Tradición. Una sociedad secreta que habría sido instaurada y regulada por el gran faraón Tutmosis III (sexto faraón de la XVIII dinastía que gobernó de 1479 a 1425 a.C.), cuyo nombre iniciático habría sido Menes, en honor del primer rey que unificó Egipto y gobernó hacia el año 3000 a.C. Esta sociedad hermética recreada por Tutmosis III se reunía en secreto en una sala subterránea del templo de Karnak, y sus miembros nunca aclararon cuáles eran sus propósitos ni los objetivos que perseguían, y sólo tenían acceso a ella «los aspirantes cuyos valores humanos y espirituales atraían el interés de los miembros de la fraternidad». Cuando Akenatón fue nombrado maestro del grupo secreto, éste ya contaba con algo más de trescientos miembros.
¿Quiénes fueron los hicsos?
Con el término hicsos se designa a un grupo humano, posiblemente semita, procedente del Próximo Oriente que se hizo con el control del Bajo Egipto a mediados de siglo XVII a.C. y que pudo coincidir en el tiempo con el asentamiento del patriarca Jacob y sus hijos en las tierras del norte de Egipto, especialmente en On-Heliópolis, mencionada en la Biblia. El nombre de Heliópolis es de origen griego y significa «Ciudad del Sol», ya que la ciudad era la sede principal del culto al dios solar Ra. Fue una de las tres ciudades más importantes del antiguo Egipto junto con Tebas y Menfis. Los coptos (cristianos) la conocieron como On. Flavio Josefo, el gran historiador judío del siglo I nos describe a los hicsos como sigue: «Durante el reinado de Tutimeos, por una causa que ignoro, la ira de Dios se abatió sobre nosotros; y de repente, de las regiones del Oriente una oscura raza de invasores se puso en marcha contra nuestro país, seguro de la victoria. Habiendo derrotado a los regidores del país, quemaron despiadadamente nuestras ciudades. Finalmente eligieron como rey a uno de ellos, de nombre Salitas, el cual situó su capital en Menfis, exigiendo tributos al Alto y Bajo Egipto».
Hicsos es el término helenizado de la denominación egipcia: «heqa-jasut» que significa «extranjeros». El equivalente romano sería «bárbaro». El origen de los hicsos constituye un misterio, pero parece ser que su invasión de Egipto coincidió con una época de grandes migraciones de pueblos semíticos procedentes de Canaán (Palestina) y Siria, y en la que, además, Egipto se hallaba sumido en graves crisis internas. Los hicsos conquistaron la ciudad de Avaris y posteriormente tomaron Menfis y fundaron las dinastías XV y XVI. Introdujeron en Egipto el caballo y el carro de guerra, por lo que algunos especialistas les han asociado con los belicosos hititas, cuyo poderío se desarrolló algunos siglos después. Desde mucho antes de esta época (siglo XVII a.C.) ya había una considerable presencia semita en el delta del Nilo, originada por graduales oleadas migratorias. Los egiptólogos calculan que la duración del dominio hitita sobre Egipto fue de unos cien años. La capital del reino estuvo situada en la ciudad de Avaris en el delta del Nilo, y jamás controlaron todo el territorio egipcio, pues varios nomos (provincias) del sur no llegaron a estar totalmente bajo su control, entre ellas la de Tebas. El más conocido de sus soberanos, y con el que el reino de los hicsos llegó a su apogeo, fue Apofis I, que gobernó en el siglo XVI a.C., y del que se ha encontrado una hermosa jarra de alabastro con su nombre en Almuñécar (Granada), al sur de España. Este Apofis I podría haber sido el faraón bíblico cuyo famoso sueño de «Las siete vacas gordas y las siete vacas flacas» es interpretado por José, hijo de Jacob, y a quien el faraón nombra virrey por su preclara inteligencia y honradez.
La aparición de los hicsos en Egipto plantea uno de los mayores interrogantes de la Historia. Su origen étnico, cultura y duración de su permanencia en Egipto todavía son objeto de estudio e investigación. Si todo comenzó como una migración espontánea, que se transformó con el tiempo en una conquista militar y en la consiguiente ocupación del territorio egipcio, sigue siendo una incógnita. Según parece, los hicsos contaron con algunas ventajas tácticas que resultaron decisivas: la introducción del arco compuesto, la armadura de escamas metálicas, las dagas y espadas de bronce, la utilización del caballo y los carros de guerra, desconocidos por los egipcios hasta entonces, y el uso intensivo del bronce para fabricar puntas de lanza y de flecha capaces de perforar los rudimentarios escudos de las huestes egipcias, compuestas esencialmente por lanceros y tropas de infantería ligera; los soldados iban casi desnudos al combate, armados con hachas, mazas, lanzas de madera y escudos de cuero. No utilizaban yelmo ni coraza. El pueblo egipcio se dedicaba esencialmente a la agricultura; los ejércitos se convocaban durante lapsos de tiempo muy cortos. Si los hombres se alistaban en el ejército, nadie cuidaba los campos, se perdían las cosechas y el hambre atenazaba a la población. Lo que a menudo planteaba un serio problema a los faraones del Imperio Medio. No existía hasta ese momento un cuerpo armado regular y permanente, y el ejército egipcio se nutría básicamente de mercenarios, nubios del sur y sardos de Libia. Sólo los oficiales de mayor rango eran egipcios.
No hay un origen étnico único en los hicsos: la población se formó con inmigrantes de las regiones de Canaán y Siria. Durante este período los nuevos monarcas no interrumpieron las costumbres egipcias, y en muchos casos las tomaron como propias, copiándose en papiros textos que recogían sus antiguas tradiciones. Para algunos historiadores modernos, los hicsos fueron un conglomerado de pueblos semitas, pastores y nómadas en su mayor parte, que en algún momento iniciaron su migración al oeste debido a una hambruna o al desplome de los mercados de grano y ganado de Biblos y Megido. Para estos expertos, la gran expansión territorial de los hicsos, en los que algunos ven a los inmediatos antepasados de los hebreos, no se debió a una conquista militar, sino a razones comerciales y demográficas, y su presencia en puntos tan alejados como Cnosos, Bogazkoi, Bagdad, Canaán, Kush y el sur de la península Ibérica, tuvo su origen en motivos socioeconómicos, y no en su poderío militar. En cualquier caso, invadieron Egipto y se establecieron en el norte del país, ya fuese pacíficamente o por la fuerza de las armas.
Al comienzo del siglo XVI a.C., la XVII dinastía gobernaba en Tebas. Los príncipes tebanos llevaron a cabo una guerra de reconquista que acabó con la expulsión de los hicsos de todo el territorio egipcio que habían ocupado. La guerra fue larga y muy difícil, y varios de estos reyes tebanos murieron a consecuencia de las heridas sufridas en combate. Finalmente, el príncipe Ahmosé consiguió tomar la capital de los hicsos, Avaris, y expulsarlos definitivamente de Egipto hacia el año 1550 a.C. (la cronología es dudosa). Ahmosé prosiguió la lucha entrando en Siria y se convirtió en el fundador del Imperio Nuevo y en el iniciador de la XVIII dinastía, la más brillante de la historia egipcia, aunque no hubo una ruptura sucesoria con el linaje tebano de la XVII dinastía. Es posible que tras la desintegración de aquella vasta confederación de pueblos semitas, las diferentes tribus emigrasen hacia los puntos de partida que habían abandonado sus antepasados, por lo que es factible que unos se instalasen en Canaán y otros se dirigiesen hacia el norte, más allá de Kadesh, hacia las montañas de Anatolia, para refundar allí el país de los hititas y el poderoso imperio que en tiempos del faraón Akenatón llegó a amenazar la supremacía de Egipto y Babilonia, las dos grandes potencias de la época en la región.

Busto del faraón Tutankamón

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