Entre los grandes reyes del antiguo Egipto, hay un espacio reservado para un faraón que
no fue un guerrero, pero que sí fue el artífice de la primera gran revolución
religiosa de la Antigüedad y el precursor del monoteísmo. Su personalidad, y
buena parte de su biografía siguen siendo un auténtico enigma para los egiptólogos.
Se trata del faraón Amenofis IV, más conocido como Akenatón, y su nombre significa
«El que complace a Atón». Este dios, Atón, era la representación del espíritu
solar, un dios único y por encima de todas las divinidades que hasta entonces
habían sido adoradas por los egipcios, cuyo panteón estaba presidido por el poderoso
Amón-Ra.
Amón, es la helenización
del nombre egipcio Amen. Originariamente una deidad local cuyo culto se
popularizó cuando la ciudad de Tebas pasó a ser una de las más influyentes de
Egipto, tras la expulsión de los hicsos a manos de los príncipes tebanos que
darían origen a la dinastía XVII. En el Imperio Antiguo, Amón era un dios menor
del Alto Egipto, pero durante la XII dinastía (1980-1790 a.C.) fue considerado
un importante dios monárquico asimilándolo a Ra, el dios solar
por excelencia. Asimismo, Amón fue identificándose con los dioses Horus y Osiris,
que se consideraron manifestaciones de Amón. A este dios solar dedicó
Akenatón su famoso «Himno de Atón», una de las más hermosas alabanzas sagradas
jamás compuestas, que el propio faraón entonaba cada mañana cuando aparecía el
disco solar. El himno comienza con las siguientes palabras: «Bello es tu
amanecer en el horizonte del cielo, ¡oh, Atón vivo, principio de la vida!
Cuando tú te alzas por el oriente lejano, llenas todas las tierras con tu
belleza. Grande y brillante te ven todos en las alturas. Tus benefactores rayos
abarcan toda la creación».
Según la particular concepción de
Akenatón, todos
los hombres eran iguales en deberes y derechos y, en consecuencia, serían
recompensados por sus buenos actos y según se hubiesen comportado en la tierra.
Para dejar claro el cambio de orientación religiosa que deseaba imponer (pues
se trató de una imposición), Akenatón trasladó la capital del reino desde
Tebas, donde se levantaban los principales templos consagrados a Amón-Ra, a la
nueva ciudad que construyó y que llamó La Ciudad del Horizonte de Atón, hoy
Tell el Amarna, que el rey hizo construir en medio del desierto en un tiempo récord. A pesar de la
prohibición explícita del faraón, los poderosos sacerdotes de Amón siguieron
celebrando sus ritos en los sótanos y subterráneos de los viejos templos
tebanos, mientras que los templos de Atón estaban a cielo abierto para que el
Sol pudiera bañar y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias
sagradas dedicadas al dios único.
El reinado de Akenatón y
su esposa, la deslumbrante reina Nefertiti, se caracterizó por un pacifismo
insólito si lo comparamos con épocas pretéritas.
Entretanto, la guerra, el hambre, la peste y la miseria asolaron Egipto, pues
la administración pública, que durante siglos había estado a cargo de los sacerdotes
de Amón-Ra, se desmoronó al ser apartados éstos del gobierno. Por esto, el clero y la oligarquía
militar nunca le perdonaron a Akenatón su revolución religiosa y, cuando
falleció, trataron de hacerlo desaparecer también de la Historia por
considerarle un «falso faraón». A su muerte destruyeron los templos de Atón y
restauraron los antiguos cultos. Incluso borraron su nombre escrito con
jeroglíficos de las columnas de los templos y de los monumentos públicos. Por
eso conocemos tan poco acerca de la vida de este faraón, en comparación con
otros mucho más populares como la gran reina Hatshepsut, Tutmosis III, Seti I,
Ramsés II o el célebre Horemheb, que fue el último faraón de la XVIII dinastía
y gobernó entre los años 1323 y 1295 a.C. Horemheb era el
comandante de las tropas de Akenatón y, aunque se mostró siempre leal al faraón
apóstata, no dejó de reprocharle su herejía y su debilidad en cuestiones
militares. Horemheb salvó a Egipto de caer bajo el yugo de los temibles hititas
cuando el faraón ordenó disolver el ejército. Tras abolirse la reforma
religiosa de Akenatón, Amón se convirtió en el dios de todo Egipto como
Amón-Ra, «rey de todos los dioses» y dios supremo.
No obstante, varios
especialistas señalan que la herencia de Akenatón es mucho más profunda de lo
que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica proyección de
la privada, ya que Akenatón fue, según ellos, uno de los más importantes
dirigentes del más arcano rito mistérico de la Tradición. Una sociedad secreta
que habría sido instaurada y regulada por el gran faraón Tutmosis III (sexto
faraón de la XVIII dinastía que gobernó de 1479 a 1425 a.C.), cuyo nombre
iniciático habría sido Menes, en honor del primer rey que unificó Egipto y
gobernó hacia el año 3000 a.C. Esta sociedad hermética recreada por Tutmosis
III se reunía en secreto en una sala subterránea del templo de Karnak, y sus
miembros nunca aclararon cuáles eran sus propósitos ni los objetivos que
perseguían, y sólo tenían acceso a ella «los aspirantes cuyos valores humanos y
espirituales atraían el interés de los miembros de la fraternidad». Cuando Akenatón
fue nombrado maestro del grupo secreto, éste ya contaba con algo más de
trescientos miembros.
¿Quiénes fueron los hicsos?
Con el término hicsos se
designa a un grupo humano, posiblemente semita, procedente del Próximo Oriente
que se hizo con el control del Bajo Egipto a mediados de siglo XVII a.C. y que
pudo coincidir en el tiempo con el asentamiento del patriarca Jacob y sus hijos
en las tierras del norte de Egipto, especialmente en On-Heliópolis, mencionada
en la Biblia. El nombre de Heliópolis es de origen griego y significa «Ciudad
del Sol», ya que la ciudad era la sede principal del culto al dios solar Ra.
Fue una de las tres ciudades más importantes del antiguo Egipto junto con Tebas
y Menfis. Los coptos (cristianos) la conocieron como On. Flavio Josefo, el gran
historiador judío del siglo I nos describe a los hicsos como sigue: «Durante el
reinado de Tutimeos, por una causa que ignoro, la ira de Dios se abatió sobre
nosotros; y de repente, de las regiones del Oriente una oscura raza de invasores
se puso en marcha contra nuestro país, seguro de la victoria. Habiendo derrotado
a los regidores del país, quemaron despiadadamente nuestras ciudades. Finalmente
eligieron como rey a uno de ellos, de nombre Salitas, el cual situó su capital
en Menfis, exigiendo tributos al Alto y Bajo Egipto».
Hicsos es el término
helenizado de la denominación egipcia: «heqa-jasut» que significa
«extranjeros». El equivalente romano sería «bárbaro». El origen de los hicsos
constituye un misterio, pero parece ser que su invasión de Egipto coincidió con
una época de grandes migraciones de pueblos semíticos procedentes de Canaán
(Palestina) y Siria, y en la que, además, Egipto se hallaba sumido en graves
crisis internas. Los hicsos conquistaron
la ciudad de Avaris y posteriormente tomaron Menfis y fundaron las dinastías XV
y XVI. Introdujeron en Egipto el caballo y el carro de guerra, por lo que
algunos especialistas les han asociado con los belicosos hititas, cuyo poderío
se desarrolló algunos siglos después. Desde mucho antes de
esta época (siglo XVII a.C.) ya había una considerable presencia semita en el
delta del Nilo, originada por graduales oleadas migratorias. Los egiptólogos calculan
que la duración del dominio hitita sobre Egipto fue de unos cien años. La capital del
reino estuvo situada en la ciudad de Avaris en el delta del Nilo, y jamás
controlaron todo el territorio egipcio, pues varios nomos (provincias) del sur
no llegaron a estar totalmente bajo su control, entre ellas la de Tebas. El más conocido de sus
soberanos, y con el que el reino de los hicsos llegó a su apogeo, fue Apofis I, que
gobernó en el siglo XVI a.C., y del que se ha encontrado una hermosa jarra de
alabastro con su nombre en Almuñécar (Granada), al sur de España. Este Apofis I
podría haber sido el faraón bíblico cuyo famoso sueño de «Las siete vacas
gordas y las siete vacas flacas» es interpretado por José, hijo de Jacob, y a
quien el faraón nombra virrey por su preclara inteligencia y honradez.
La aparición de los
hicsos en Egipto plantea uno de los mayores interrogantes de la Historia. Su
origen étnico, cultura y duración de su permanencia en Egipto todavía son
objeto de estudio e investigación. Si todo comenzó como una migración
espontánea, que se transformó con el tiempo en una conquista militar y en la
consiguiente ocupación del territorio egipcio, sigue siendo una incógnita. Según parece, los hicsos
contaron con algunas ventajas tácticas que resultaron decisivas: la
introducción del arco compuesto, la armadura de escamas metálicas, las dagas y
espadas de bronce, la utilización del caballo y los carros de guerra, desconocidos por los egipcios hasta entonces, y el uso
intensivo del bronce para fabricar puntas de lanza y de flecha
capaces de perforar los rudimentarios escudos de las huestes egipcias, compuestas esencialmente por lanceros y tropas de infantería ligera; los soldados iban casi desnudos al combate, armados con hachas, mazas, lanzas de madera y
escudos de cuero. No utilizaban yelmo ni coraza. El pueblo egipcio se dedicaba
esencialmente a la agricultura; los ejércitos se convocaban durante lapsos de tiempo muy cortos. Si los hombres se alistaban
en el ejército, nadie cuidaba los campos, se perdían las cosechas y el hambre
atenazaba a la población. Lo que a menudo planteaba un serio problema a los
faraones del Imperio Medio. No existía hasta ese
momento un cuerpo armado regular y permanente, y el ejército egipcio se nutría
básicamente de mercenarios, nubios del sur y sardos de Libia. Sólo los
oficiales de mayor rango eran egipcios.
No hay un origen étnico
único en los hicsos: la población se formó con inmigrantes de las regiones de
Canaán y Siria. Durante este período los nuevos monarcas no interrumpieron las
costumbres egipcias, y en muchos casos las tomaron como propias, copiándose en
papiros textos que recogían sus antiguas tradiciones. Para algunos
historiadores modernos, los hicsos fueron un conglomerado de pueblos semitas, pastores y nómadas en su mayor parte, que en algún momento iniciaron su migración al oeste debido
a una hambruna o al desplome de los mercados de grano y ganado de Biblos y
Megido. Para estos expertos, la gran expansión territorial de los hicsos, en
los que algunos ven a los inmediatos antepasados de los hebreos, no se debió a
una conquista militar, sino a razones comerciales y demográficas, y su
presencia en puntos tan alejados como Cnosos, Bogazkoi, Bagdad, Canaán, Kush y
el sur de la península Ibérica, tuvo su origen en motivos socioeconómicos, y no en su poderío militar. En cualquier caso,
invadieron Egipto y se establecieron en el norte del país, ya fuese
pacíficamente o por la fuerza de las armas.
Al comienzo del siglo
XVI a.C., la XVII dinastía gobernaba en Tebas. Los príncipes tebanos llevaron a
cabo una guerra de reconquista que acabó con la expulsión de los hicsos de todo
el territorio egipcio que habían ocupado. La guerra fue larga y
muy difícil, y varios de estos reyes tebanos murieron a consecuencia de las
heridas sufridas en combate. Finalmente, el príncipe Ahmosé consiguió tomar la
capital de los hicsos, Avaris, y expulsarlos definitivamente de Egipto hacia el
año 1550 a.C. (la cronología es dudosa). Ahmosé prosiguió la lucha entrando en
Siria y se convirtió en el fundador del Imperio Nuevo y en el iniciador de la
XVIII dinastía, la más brillante de la historia egipcia, aunque no hubo una
ruptura sucesoria con el linaje tebano de la XVII dinastía. Es posible que tras la
desintegración de aquella vasta confederación de pueblos semitas, las
diferentes tribus emigrasen hacia los puntos de partida que habían abandonado
sus antepasados, por lo que es factible que unos se instalasen en Canaán y
otros se dirigiesen hacia el norte, más allá de Kadesh, hacia las montañas de
Anatolia, para refundar allí el país de los hititas y el poderoso imperio que
en tiempos del faraón Akenatón llegó a amenazar la supremacía de Egipto y
Babilonia, las dos grandes potencias de la época en la región.
Busto del faraón Tutankamón |
No hay comentarios:
Publicar un comentario