El
proceso inquisitorial más grave y de mayor trascendencia contra la brujería en
España fue el que instruyó el tribunal de la Inquisición de Logroño y que
culminó en un auto de fe celebrado el domingo 7 de noviembre de 1610 en el que
se aplicaron penas muy duras: de los 29 acusados de brujería seis fueron
quemados vivos y cinco en efigie porque habían muerto en prisión. Según Joseph
Pérez, «si lo comparamos con los centenares de ejecuciones que se producen al
mismo tiempo en territorio francés, al otro lado de los Pirineos, este
veredicto puede parecer clemente. En España resulta escandaloso». Según Henry
Kamen, esta excepción en la relativamente benigna trayectoria de la Inquisición
española en relación con el tema de la brujería, se explica por la influencia
que tuvo la caza de brujas llevada a cabo en 1609 al otro lado de la frontera
por el juez Pierre de Lancre que mandó quemar a 80 supuestas brujas del país de
Labourd (Laburdi, en vascuence) en Gascuña. De Lancre relató su experiencia en
dos libros famosos: Traité de l'inconstance des mauvais anges et demons (1612)
y L'incrédulité et mescréance du sortilege plainement convaincue (1622). El
pánico hacia las brujas se trasladó a los valles del norte de Navarra y a los
inquisidores del tribunal de Logroño. El caso que nos ocupa comenzó el 12 de
enero de 1609 cuando los inquisidores de Logroño reciben noticias de reuniones
de brujas y de brujos en la localidad de Zugarramurdi, situada en las montañas
de Navarra, que junto con Vasconia, desde tiempos medievales, tenía fama de ser
un territorio lleno de brujas. Concretamente el vicario de la localidad había
recibido la confesión de una mujer llamada Graciana de Iriarte y de sus dos
hijas y yernos reconociendo que eran brujos, y éstos habían acudido a Logroño donde
estaba la sede del tribunal que detentaba la jurisdicción sobre Navarra. Cuando
llegaron allí afirmaron que acudían a pedir justicia porque no eran brujos y si
lo habían confesado al vicario «era porque los apretaron y amenazaron mucho si
no lo decían». El problema fue que el hombre que los había acompañado a
Logroño testificó que sí eran brujos, y la Inquisición decidió encarcelarlos e
inmediatamente remitió un informe al Consejo de la Suprema Inquisición el 13 de
febrero de 1609. La Suprema contestó el 11 de marzo con un cuestionario
compuesto de catorce preguntas para que los inquisidores se aseguraran de la
veracidad de los hechos que se les imputaban. Pero los dos inquisidores creían
en la realidad de la brujería, sobre todo cuando se presentaron ante el
tribunal otras seis personas más quienes, según informaron los inquisidores a
Madrid el 22 de mayo, eran «las más principales cabeza y caudillo de todos
aquellos brujos según que suficientemente les está probado». Poco después, uno
de los inquisidores viajó a las montañas de Navarra y desde allí fue enviando
presos a Logroño a los supuestos cómplices de los brujos y las brujas.
Durante
el proceso se realizó un pormenorizado relato del aquelarre. Así lo resume
Joseph Pérez: «Se va a buscar al nuevo brujo, se le frotan las manos, el
rostro, el pecho, las partes pudendas y la planta de los pies con agua verdosa
y fétida, y luego se le hace volar por los aires hasta el lugar del aquelarre;
allí aparece el diablo sentado en una especie de trono; tiene el aspecto de un
hombre negro, con cuernos que iluminan la escena; el recién llegado reniega de
la fe de Cristo, reconoce al demonio como dios y señor y le adora besándole la
mano izquierda, la boca, el pecho y las partes pudendas; el demonio se da la
vuelta y muestra su trasero, que el brujo ha de besar también». La
Suprema le pidió al tercer inquisidor, que se había mostrado contrario a la
sentencia condenatoria de sus dos compañeros, que visitara las comarcas del
norte de Navarra, llevando un edicto de gracia en el que se invitaba a sus
habitantes a arrepentirse de sus errores sin que fueran castigados por ellos, y
que le enviara un informe completo. En el mismo, su autor, don Alonso de
Salazar y Frías, arremete contra los que, como sus dos colegas, creían en la
veracidad de las brujas, afirmando que los fenómenos de brujería son historias
inverosímiles y ridículas. Además, asegura que son los libros o los sermones
sobre la brujería los que hacen que ésta se extienda, por lo que recomienda que
no se le dé publicidad, convencido de que la brujería acabará por desaparecer
si se deja de hablar de ella. Salazar presentó a la Suprema el 24 de marzo de
1612 su informe en forma de un largo memorial. En el mismo afirmaba que había
reconciliado a más de mil ochocientas personas, la mayoría niños y
adolescentes, y del examen de todas las confesiones que hablaban de aquelarres
y asesinatos rituales, Salazar llegaba a la siguiente conclusión: «No he
hallado certidumbre ni aun indicios de que [se pueda] colegir algún acto de
brujería que real y corporalmente haya pasado. […] Y así también tengo por
cierto que en el estado presente, no sólo no les conviene nuevos edictos y
prorrogaciones de los concedidos, sino que cualquier modo de ventilar en
público estas cosas, con el estado achacoso que tiene, es nocivo y les podría
ser de tanto y de mayor daño como el que ya padecen. No hubo brujas ni
embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos».
Este
memorial de Salazar confirmaba un informe anterior de abril de 1611, encargado
por el inquisidor general a don Pedro de Valencia, en el que éste afirmaba que
en los hechos de Navarra había un fuerte componente de enfermedad mental: «Se debe
examinar lo primero si los reos están en su juicio o si por demoníacos o
melancólicos o desesperados; su conducta parece más de locos que de herejes, y
que se debe curar con azotes y palos más que infamias ni sambenitos».
Finalmente Valencia aconsejaba: «Búsquese siempre en los hechos cuerpo
manifiesto de delito conforme a derecho, y no se vaya a probar caso de muerte
ni daño que no ha acontecido». El informe de don Alfonso de Salazar fue asumido
por la Suprema que dio nuevas instrucciones a los tribunales el 29 de agosto de
1614, en las que se recogían casi todas las ideas del inquisidor, quien, como
destacó don Julio Caro Baroja «se adelantó de modo considerable a los que
difundieron en Europa ideas concebidas en el mismo sentido», como el famoso
jesuita alemán Friedrich Spee. Un resultado concreto de las nuevas
instrucciones fue que se intentó reparar a las víctimas del auto de fe de
Logroño ordenando que sus sambenitos no quedaran expuestos en ninguna iglesia,
y de esta forma, como señala Henry Kamen «no cayó ningún estigma sobre ellas o
sus descendientes».
Las
instrucciones de la Suprema del 29 de agosto de 1614, debidas en gran parte a
Salazar, según el antropólogo español don Carmelo Lisión Tolosana, marcan el fin de
la brujería satánica en España. Pero no en Europa... Curiosa paradoja: la
flexibilidad y moderación que, en conjunto y comparativamente, caracterizó la
actuación de la Suprema frente a las brujas poco tuvo que ver con el trato
brutal al que las sometieron las autoridades —civiles, católicas y
protestantes— en Europa occidental y, sin embargo, la Inquisición española ha
pasado a ser en esa misma Europa el símbolo del terror, de la maldad sin
límites y de la perversidad suprema. Una prueba más de que la Leyenda
Negra lanzada contra España no fue sino una serie de calumnias e infundios
urdidos por razones políticas e intereses muy concretos, sobre todo de
Inglaterra y los Países Bajos. La estrategia es tan sencilla
y burda como eficaz: mientras se ponían los ojos en España, pasaban
desapercibidos los crímenes cometidos en los países protestantes contra las
supuestas brujas, y los católicos que no estaban dispuestos a renunciar a su fe. Un
ejemplo de la relativa benignidad de la Inquisición española, impensable en
otros países europeos, fueron dos casos sentenciados por el tribunal de
Barcelona. En el primero un grupo de personas que realizaban cultos satánicos
—celebraban misas negras y sacrificaban un macho cabrío en una de sus
ceremonias— fueron condenados a azotes y al destierro, y no a la pena de
muerte. En el segundo, una mujer acusada de haber echado mal de ojo a unos
pastores, ocasionado la muerte de parte de su ganado, fue puesta en libertad sin cargos.
Aquelarre |
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