Mi
amigo Adi y yo crecimos juntos en Braunau am Inn, un pueblecito fronterizo que
entonces pertenecía al Imperio austrohúngaro. Desde niño, Adi podía enfadarse
por cualquier cosa. Pero lo que más le sacaba de sus casillas era perder al
ajedrez. Le encantaba ese juego y lo practicaba con cierta maestría. Un día,
poco tiempo después de haber abandonado la escuela, Adi estuvo a punto de matar
a un hombre a golpes porque le había ganado con muy pocos movimientos. Todo el
mundo sabía que Adi, en realidad, era un tipo amable, pero aquel insensato
arrebato y sus furibundos aspavientos cuando le ganaban no eran
buenos para su reputación. Finalmente le prohibieron la entrada a la cervecería
donde solía jugar y a partir de ese momento se convirtió en un hombre taciturno
y huraño. La familia de Adi, como la mía, era pobre. Además, Adi perdió a su
padre siendo un niño, y unos años más tarde falleció su madre, a la que quería mucho.
Como no tenía trabajo ni dinero, se fue a Alemania para ganarse la vida vendiendo
sus pinturas, pues era muy aficionado a la pintura, aunque no tenía demasiada
suerte. Cuando estalló la guerra en agosto de 1914, Adi fue de los primeros en
alistarse.
Adi
sirvió en el frente occidental como enlace; ascendió a cabo y ganó la Cruz de
Hierro por su valentía. Pasó la última parte de la guerra en un hospital de campaña porque
se quedó ciego a causa del gas mostaza. Esta desafortunada circunstancia le proporcionó
mucho tiempo para pensar. Antes de la guerra había recorrido todos los estudios
de arquitectura de Viena con su carpeta de dibujos sin conseguir una sola
oferta de trabajo, y sus acuarelas tampoco habían despertado el interés de
ninguna galería. Adi era consciente de que tenía que encontrar un modo de
ganarse la vida.
Cuando
le licenciaron del Ejército en abril de 1919, y dado que su anterior
experiencia artística no le auguraba un futuro prometedor, probó suerte con la
política pasando a liderar un pequeño partido nacionalista bávaro. Yo solía acudir a escucharle a la cervecería donde daba sus apasionados discursos y me pareció que
infundía esperanza a los desmoralizados alemanes, humillados, como los
austriacos, tras la derrota. Con silbantes consonantes y atronadoras vocales, Adi
vomitaba parrafadas sobre la moral, la pureza de la raza aria, la
responsabilidad de los judíos en la derrota y la traición de los políticos
alemanes al aceptar las cláusulas del Tratado de Versalles.
Adi
acusaba a los judíos de ser burgueses y bolcheviques al mismo tiempo, y les
atribuía todas las desgracias y calamidades que estaban atormentando al pueblo alemán. Mi viejo amigo demostraba en política el mismo talante y el mal genio que ya tenía de
niño cuando perdía jugando al ajedrez. Aquello no era nuevo para mí. Cuando su
discurso antisemita empezó a radicalizarse, dejé de asistir a sus mítines. Un
día vino a verme para preguntarme por qué no iba ya a la cervecería con los
demás; le dije que yo no estaba hecho para la política. Lo cual es del todo
cierto. La última vez que nos vimos me dijo que su sueño era convertirse en
canciller del Reich. Pensé que había perdido el juicio y se lo dije. Se enfadó
mucho y llegamos a las manos. Después de aquella pelea perdimos el contacto durante mucho tiempo.
Hubo
otra guerra, todos acusan a mi amigo Adi de haberla provocado, pero hubo más
actores en aquella tragicomedia, aunque no aparecieron en escena para dar la cara y
permanecieron ocultos entre bambalinas. Yo lo sé porque les
conocía desde la época en que mi amigo Adi empezó a frecuentar su compañía en
la trastienda de la cervecería. Pero todo eso forma parte del pasado, y es
mejor no hurgar en las viejas heridas.
La
última vez que vi a Adi fue en Denia, un pueblo de la costa mediterránea
española, en octubre de 1973, si no me falla la memoria. Vivía allí desde que
acabó la guerra. No quiso decirme cómo logró escapar de Alemania, ni qué fue de
su joven esposa, Eva. Tampoco insistí para que me lo contase. Fue
la última vez que nos vimos. Adi falleció a finales de ese mismo año en su casa
de la playa. Su cuidador me dijo que sufrió un infarto a causa de un berrinche por
una partida ajedrez en la que perdió un caballo y un alfil en dos jugadas
consecutivas. Lo
que no había conseguido el gas mostaza en Francia, ni los incesantes bombardeos
aliados sobre Berlín en 1945, lo logró una fatídica partida de ajedrez. Por cierto, nunca supe quién era su contrincante aquel día. Adi fue
enterrado con honores militares en una tumba anónima del Valle de los Caídos,
en la sierra de Guadarrama, al norte de Madrid. Aunque me invitaron, no asistí al
funeral.
El cabo Adi en 1915 |
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