La Edad Media se halla
inextricablemente unida a los caballeros andantes, pero éstos no hubiesen sido
nada sin los mitos, en especial uno que les asociara con la religión. Debía ser
algo inalcanzable, que se pudiera presentar bajo un aspecto sublime y, al mismo
tiempo, reuniese todos los visos de lo real. Como tampoco se deseaba perder el
favor de la todopoderosa Iglesia católica, se rebuscó en los orígenes de varios
mitos paganos y cristianos, hasta dar con la leyenda y el objeto ideales: el
Sagrado Cáliz que utilizó Jesucristo en la Última Cena, y que se había venerado
en España desde mediados del siglo III hasta que se le perdió el rastro tras la
invasión musulmana del año 711.
No obstante, el medio
utilizado para conseguir este propósito fue un romance francés escrito por uno
de los más famosos autores de la época: Chrétien de Troyes. De su pluma habían
salido varias obras de gran éxito y aceptación popular, hasta que en su madurez
se dedicó en cuerpo y alma a crear la que realmente le proporcionaría mayor
prestigio: Le roman de Perceval o Le conte del Graal. Se cree que la terminó en
1188, precisamente el mismo año de la caída de Jerusalén en manos de los
sarracenos, por lo que toda la Cristiandad se vio obligada a volver sus
aterrorizados ojos hacia Tierra Santa.
Mientras la voz de la
Cruzada se extendía por cada rincón de Europa, tronando desde los púlpitos, un
libro era puesto en circulación. Pocos lo pudieron leer, a pesar de que los
copistas comenzaron a recibir encargos e incentivos para que multiplicasen sus
esfuerzos para cubrir lo antes posible la numerosa demanda de ejemplares. Pero
conviene recordar que faltaban tres siglos para que se inventara la imprenta,
luego la labor se realizaba manualmente. Cierto que existía otro vehículo mucho
más rápido: la palabra. Un medio del que se habían servido esencialmente los
bardos celtas, ya que les estaba prohibida la escritura. Aquellos eran tiempos de
trovadores y juglares, los cuales podían trasladar las historias a la velocidad
de los caballos. Todos ellos eran muy solicitados en los castillos y palacios,
incluso en las abadías, donde empezó a conocerse el fascinante argumento de El
cuento del Grial. Puede decirse que llegó a los oídos de la gente más
importante e influyente de su tiempo, especialmente, a los de la nobleza y los príncipes de la Iglesia.
Entre tanto, Chrétien
de Troyes seguía en la esplendorosa corte del conde de Champagne, que sin duda
debió inspirarle en su descripción de la de Camelot. Curiosamente, Chrétien no
dedicó al conde de Champagne su más famosa creación, sino a Felipe de Alsacia,
conde de Flandes, de cuyos labios, cuenta en la primera página, escuchó la
historia. Se cree que esto no fue cierto, y que sólo ha de verse como un
recurso literario para halagar al conde. Algo bastante normal en la época,
debido a que se acostumbraba a buscar el apoyo financiero o, al menos, el
respaldo político y las influencias necesarias para publicar las obras
literarias, con el fin de que fuese mejor recibida y no terminase su autor en
la cárcel, o en la hoguera, en el peor de los casos. Nadie hasta entonces
había escrito sobre el Grial, al menos en la forma que lo hizo Chrétien de
Troyes. Sin embargo, la leyenda del Santo Cáliz ya se conocía, aunque bajo
diversas formas y estructuras literarias. Latía como una difusa potencia, casi
inaprensible. También se había utilizado la palabra Grial en algunos escritos,
lo mismo que la conocían y mencionaban diversos religiosos; sin embargo, nadie
había pensado en este mito, hasta que se conoció la obra de Chrétien de Troyes. Fue un auténtico best-seller de la época, y aunque muchos conocían la historia,
sólo uno triunfó al saber plasmarla en la forma y el momento adecuados. De
hecho, parte de la mística del Grial consiste en eso precisamente: la búsqueda
de un objeto anhelado por muchos, pero al que sólo accederán unos pocos.
René de Anjou
Aunque hoy en día es
poco conocido, René de Anjou, también llamado el «buen rey René», fue una de
las figuras más importantes de la cultura europea en los años inmediatamente
anteriores al Renacimiento. Nacido en 1408, durante su vida ostentó un número
asombroso de títulos nobiliarios. Entre ellos destacaban el de conde de Bar,
conde de Provenza, conde del Piamonte, conde de Guisa, duque de Calabria, duque
de Lorena, rey de Hungría, rey de Nápoles y Sicilia, rey de Aragón, Valencia,
Mallorca y Cerdeña, duque de Anjou —por
supuesto— y, quizás, el más resonante de todos: rey de Jerusalén. Este último,
huelga decirlo, era puramente nominal, pues la Ciudad Santa estaba en poder de los sarracenos desde 1188. Sin embargo, invocaba una continuidad
dinástica que se remontaba a Godofredo de Bouillón y era reconocido sin ningún
género de discusión por otros monarcas y nobles de Europa. Una de las hijas de
René, Margarita se Anjou, se casó en 1445 con Enrique VI de Inglaterra y tuvo
una actuación destacada en la guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a los York
y a los Lancaster. En Inglaterra los Anjou gobernaron bajo el nombre de Plantagenet, y su último rey fue Ricardo III, que murió en el campo de batalla.
En sus primeros tiempos
la carrera de René de Anjou estuvo, al parecer, relacionada de un modo poco
claro con Juana de Arco, la «Doncella de Lorena». Que se sepa, Juana nació en
la población de Domrémy, en el ducado de Bar, por lo que era súbdita de René.
Juana de Arco irrumpió en la Historia en 1429, cuando se presentó ante los
muros de la fortaleza de Vaucouleurs, a pocos kilómetros de Domrémy, subiendo
por la margen del Meuse. Presentándose al comandante de la fortaleza, Juana
anunció su «misión divina»: liberar a Francia de los invasores ingleses y
asegurarse de que el delfín —que más tarde sería Carlos VII— fuese coronado
como rey. Con el fin de llevar a cabo esta misión, debería haberse reunido con
el delfín en la corte que éste tenía en Chinon, a orillas del Loira, muy hacia
el sudeste. Pero en vez de solicitar un salvoconducto para Chinon al comandante
de Vaucouleurs, pidió una audiencia especial con el duque de Lorena, suegro y
tío-abuelo de René de Anjou. Atendiendo a su
solicitud, se concedió a Juana una audiencia con el duque en la capital del
feudo de éste, Nancy. Se sabe que René de Anjou estaba en la ciudad cuando
Juana de Arco llegó a ella. Y, al preguntarle el duque de Lorena qué era lo que
deseaba, ella respondió explícitamente, utilizando unas extrañas palabras que
desde entonces han desconcertado a los historiadores: «Tu hijo,
un caballo y algunos hombres buenos que me lleven al interior de
Francia». Tanto entonces como
después proliferaron las especulaciones sobre la naturaleza de la relación de
René con Juana. Según algunas fuentes, probablemente inexactas, fueron amantes.
Pero lo que es indudable es que se conocieron y que René estaba presente cuando
Juana emprendió su misteriosa «misión divina». El comportamiento de Juana se
correspondía con el de un auténtico «mesías» bíblico al uso. Sobre todo en un
aspecto esencial: el líder mesiánico jamás reclama el «Reino» para sí, sino
para el rey legítimo, por lo tanto: Ungido.
Los cronistas de la
época afirman que cuando Juana abandonó el castillo del delfín en Chinon, René
la acompañó transformado ya en uno de sus más fervientes caballeros. No sería
el único. Y no sólo esto, los mismos cronistas afirman que René acompañó a
Juana durante el decisivo asedio de Orleans. Asimismo, Gilles de
Montmorency-Laval, barón de Rais, conocido como Gilles de Rais, también luchó
valerosamente junto a Juana de Arco y fue su mariscal de campo. Creía
ciegamente en la «misión divina» de la doncella. Cuando ésta fue quemada en la
hoguera por los ingleses, el carácter de Gilles de Rais sufrió una dramática
mutación, convirtiéndose en el asesino más cruel y despiadado del siglo XV,
sólo superado por Vlad Tepes el Empalador, el Drácula de la novela homónima
de Bram Stoker. A lo que parece, en los
siglos posteriores se hicieron varios intentos para borrar sistemáticamente
toda traza del posible papel de René de Anjou en la vida de Juana. Sin embargo,
los biógrafos posteriores de René no aciertan a señalar sus actividades y su
paradero entre 1429 y 1431, es decir, durante el apogeo de la actividad «mesiánica» de Juana. Por lo general, y de una manera tácita, se supone que
René estuvo holgazaneando en su castillo de Nancy, pero no existen pruebas que
corroboren esta versión. Las circunstancias
apuntan a que René acompañó realmente a Juana hasta Chinon. Porque si hubo una
persona dominante en el Chinon de aquellos tiempos, esa fue Yolanda de
Anjou. Era Yolanda quien constantemente daba al febril e indeciso delfín
inyecciones de moral. Fue Yolanda quien inexplicablemente se nombró a sí misma
protectora y madrina de Juana. Fue Yolanda quien venció la resistencia que la
corte ofreció a la muchacha visionaria y obtuvo autorización para que fuera con
el ejército a Orleans. Fue Yolanda quien convenció al delfín de que Juana bien
podía ser la «salvadora» de Francia, tal como ella misma pretendía. Fue Yolanda
quien maquinó el matrimonio del pusilánime delfín. Y Yolanda era la madre de
René de Anjou.
Cuanto más se examina la
meteórica carrera de Juana de Arco, más evidente resulta que alguien estaba
moviendo los hilos de la Historia entre bastidores. Explotando leyendas populares y viejas profecías en torno a una «Virgen de Lorena» y jugando ingeniosamente con los
sentimientos del pueblo, ideando y orquestando la supuesta «misión divina» de
la Doncella de Lorena. Tal vez esto no fue así, pero si lo fue, sin duda, fue
René de Anjou quien movió los hilos. Si René estuvo asociado
con Juana de Arco, su carrera posterior, en su mayor parte, fue mucho menos
belicosa. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, René tenía menos de
guerrero que de cortesano. En este sentido era un inadaptado en su propia
época; era, en pocas palabras, un hombre que se adelantó a su tiempo, un
anticipo de los cultos y refinados príncipes del Renacimiento. Persona cultísima,
era un escritor prolífico que ilustraba sus propios libros. Escribía poesía y
alegorías, además de manuales con reglas precisas para los torneos. Procuraba
fomentar el conocimiento, y se dice que en cierto momento tuvo empleado a
Cristóbal Colón. Estaba empapado de la tradición esotérica y en su corte había
un astrólogo, cabalista y médico judío que respondía al nombre de Jean de Saint-Remy.
Según cuentan diversas crónicas, Jean de Saint-Remy era el abuelo de
Nostradamus, el famoso profeta del siglo XVI.
Pero además de sus
actividades políticas, entre las inquietudes de René de Anjou se contaban su
gusto por los romances sobre el rey Arturo y el Grial. De hecho, se dice que estaba
muy orgulloso de una magnífica copa de alabastro que, según él, había sido
utilizada en las Bodas de Canaán. Afirmaba haberla obtenido en Marsella, donde,
según la tradición, María Magdalena, la esposa de Jesús, había desembarcado con el Grial. Según algunos
cronistas en el borde de dicha copa podía leerse la siguiente inscripción:
«Aquel que beba bien, verá a Dios. Aquel que beba de un solo trago, verá a Dios
y a la Magdalena». Por todo esto, no sería excesivo afirmar que René de Anjou
fue uno de los grandes impulsores del mito del Grial y de las novelas de la caballería andante. ¿Andante en pos de qué, si no es del Grial?
Batalla de Agincourt (1415) librada entre franceses e ingleses |
Maravilloso... muchas gracias por este aporte.
ResponderEliminar