En
las Antigüedades de los Judíos de Flavio Josefo, en el Libro XVI, capítulo VII,
leemos lo siguiente: «Herodes, que hacía grandes dispendios, tanto para el exterior como para el interior de
su reino, se enteró muy pronto de que el rey Hircano, uno de sus predecesores,
había abierto la tumba de David y había tomado de allí tres mil talentos, pero
que quedaban aún muchos más, que serían sobradamente suficientes para sus
suntuosos gastos. Hacía mucho tiempo que proyectaba esta empresa. De modo que
una noche, habiendo hecho abrir la tumba, entró en ella, tomando todas las
precauciones para que la ciudad se enterase lo menos posible, pero
acompañándose de sus amigos más seguros.
»No
encontró, como Hircano, sumas de dinero puestas en reserva, sino muchos
ornamentos de oro y joyas, y se lo llevó todo. Se esforzó por profundizar más
en su búsqueda, y avanzó más en el interior de los sarcófagos que guardaban los
cuerpos de David y Salomón.
»Pero
dos de sus guardias perecieron por el efecto de una llama que, por lo que se
cuenta, brotó del interior a su entrada. Él mismo retrocedió, asustado. Como
monumento expiatorio a su terror, levantó a la puerta del sepulcro un monumento
de mármol blanco, de elevado precio. El historiador Nicolás, contemporáneo
suyo, menciona esta construcción, pero no el descenso del rey a la tumba,
porque se daba cuenta de que este acto le hacía muy poco honor…»
Resulta
evidente que mencionar la construcción de dicho monumento expiatorio es
confesar implícitamente la violación de la sepultura. Y Josefo reconoce, respecto
al historiador Nicolás, que: «En el transcurso de toda su obra, no cesó de
exaltar desmedidamente las acciones honestas de este rey, y de excusar del mismo
modo sus fechorías…» Por
otra parte, sabemos por los historiadores eclesiásticos que cuando el emperador
Juliano, llamado «Apóstata» por los cristianos, quiso proceder a la
reconstrucción del Templo de Jerusalén, cada mañana, al reanudar su trabajo,
los obreros vieron con terror brotar llamaradas en cuanto daban los primeros
golpes con el pico o el azadón. Y
el historiador Amiano Marcelino, un latino del siglo IV, muy bien documentado e
imparcial, nos dice que: «Unos peligrosos globos de fuego, que se elevaban del
seno de la tierra, con ataques redoblados, quemaron a los obreros y en varias
ocasiones hicieron inaccesible el lugar…» El
sentido está claro (él mismo precisa: «Ferere locum exustis…»). Se trata de
actos terroristas y de sabotaje urdidos por los cristianos mediante la
colocación de cargas de explosivos, que detonaban y explosionaban, dando la
impresión de globos de fuego. La percusión de los picos, palas y azadones sobre
el fulminante y el líquido inflamable mezclado con la arena era lo que causaba
dichas explosiones, y esas cargas eran preparadas la noche
anterior por obreros cristianos, discretamente introducidos en las cuadrillas
de trabajo con la complicidad de los capataces, también cristianos, que
conocían los emplazamientos del trabajo al día siguiente, que tenían acceso
ilimitado a las obras y de quienes no se podía sospechar.
En el Libro de Josué leemos lo siguiente, refiriéndose a la toma de Jericó: «El
pueblo clamó y los sacerdotes hicieron sonar sus trompetas. Cuando el pueblo
oyó el sonido de las trompetas, lanzó grandes gritos y la muralla se derrumbó.
Entonces el pueblo subió a la ciudad, cada uno ante sí…» (Josué, 6, 20). En las Guerras de los Judíos de Flavio Josefo leemos lo siguiente: «Los
romanos, que habían empezado a construir el terraplén el 12º día del mes de
Artemision, lo acabaron con grandes dificultades el 29º día (los días 30 de
mayo y 16 de junio del año 70). Como habían colocado aparatos de asedio, Juan,
excavando por debajo de la tierra, llegó hasta el terraplén, introdujo por debajo
madera seca y resinosa con azufre, le prendió fuego y se fue. Al incendiarse la
madera, la tierra se reblandeció, y, con un ruido de trueno, los terraplenes se
hundieron con las torres (torres de asalto, construidas de madera). Porque
primero se elevaba humo con el polvo, y la llama no podía quemar porque estaba
cubierta. Pero una vez el suelo estuvo reblandecido y desmoronado, la llama
ardía. Y a los romanos les invadió el pánico al ver repentinamente salir fuego
de bajo tierra, y un abatimiento profundo cayó sobre ellos…» (Op.
cit., Libro V, 7).
Está
muy claro. Nos encontramos apenas a cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro, de
Alejandría, capital indiscutible de la alquimia en aquella época. Y los
iniciados en esa ciencia que fue la precursora de la química moderna, conocían
el secreto de la pólvora, y la de los fulminantes, de mercurio o de plata. Y
eso tanto si eran egipcios, hebreos o griegos. El fuego griego en las batallas
navales de aquella época era el equivalente a la pólvora incorporada a la
artillería por los europeos en el siglo XV. Volvamos
a la visita que realizó Herodes a la tumba de David. Es obvio que la puerta de
bronce se abría hacia el interior, que suele ser el sentido habitual de todas las
puertas para abrirse. Y una llama brotó del interior a su entrada… (Op.
cit.). La explicación es muy sencilla. Si se espolvorea de antemano con pólvora
y fulminantes los primeros metros del pasillo cerrado por la puerta de bronce,
al abrir ésta o al poner el pie sobre el fulminante mezclado con arena, la
pólvora se iniciará dando lugar a su combustión y a la consiguiente explosión,
y el fuego saltará al rostro de los profanadores. Ése era principio de algunos
petardos infantiles de baja intensidad, en cuya composición se empleaban granos
de sílex mezclados con un poco de fulminantes que hacían detonar los petardos
cuando se estrellaban contra el suelo arrojados por los niños. En
el peor de los casos, las gotas de resina encendida que caerían de las
antorchas de los guardias al suelo bastarían para incendiar la pólvora. Todo es
muy sencillo y comprensible en nuestros días. Pero hace dos mil años, para el común de los mortales, aquello hubiese
sido cosa de magia o bien obra del diablo.
Josué al frente de sus tropas en la batalla de Jericó |
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