Es
posible que de entre los monstruos de cuya memoria la Historia relata los
hechos, no haya habido ninguno tan ignominioso, malvado y perverso, como el
tristemente famoso Gilles de Rais mariscal de Francia y asesino de más de
setecientos jóvenes. Se
llamaba Gilles de Laval, y era barón de Rais. Fue éste el peor de todos los
vampiros conocidos, y seguramente, y con razón, el más execrado por la
Humanidad en su tiempo. A
los veinte años de edad, y considerándose, por su familia, como una de las
mayores fortunas de Francia, entró en el ejército como primer teniente, al lado
de Juana de Arco, plaza cedida a Gilles de Rais por el rey, entonces delfín,
Carlos VII, gran amigo suyo. Antes
de alcanzar el grado de teniente y convertirse en caballero protector de Juana
de Arco, Gilles jamás había presentado ningún indicio alarmante en su carácter,
ni se le conocían inclinaciones sexuales aberrantes. Nació en 1404 y a los
dieciséis años contrajo matrimonio con Catalina de Thouars, también de familia
noble y acaudalada. Por
otra parte, según quienes le conocieron bien, jamás mostró hacia Juana de Arco
ninguna inclinación sexual, aunque tal vez ello sea comprensible si tenemos en
cuenta que en el proceso seguido contra él, varios compañeros de armas de Juana
declararon que la andrógina Doncella carecía de cualquier atractivo físico. No
obstante, cuando los borgoñones, aliados de los ingleses, prendieron a Juana,
Gilles cambió de carácter, se enfureció como un demente y peor fue aún, cuando
tras un intento infructuoso de salvar a Juana, ésta pereció en la hoguera. Más
adelante, Gilles se separó de Catalina y nunca más tuvo contactos sexuales con
otras mujeres. Al menos, conocidos. Fue entonces cuando Gilles emprendió su
carrera de crímenes e infamias, cuando se convirtió en un depredador sediento
de sangre… en vampiro. Al
regresar a su castillo, Gilles organizó fiestas y torneos, y éstos tuvieron
cada vez un carácter más sangriento, en tanto que las primeras se transformaron
en verdaderas orgías y bacanales, y los segundos en luchas a muerte. La prodigalidad del barón le puso al borde de
la quiebra y se vio obligado a vender sus bienes. Fue
en estas circunstancias cuando tuvieron lugar dos sucesos trascendentales en la
vida del mariscal. El primero fue que Carlos VII, para salvarle de la ruina,
prohibió a todos sus súbditos que adquiriesen las propiedades de Gilles. El
segundo fue la llegada a La Vendée de un joven italiano llamado Francesco
Prelatti, que había adquirido fama de ser ducho en las artes taumatúrgicas y demoníacas. Ambos
hombres, Gilles y Prelatti, se entrevistaron:
—Excelencia,
me he enterado de que estáis falto de dinero.
—En
efecto, Francesco. Mi bolsa está agotada por completo. ¿Sabes de alguien que
pueda prestarme algún dinero?
—No,
pero vengo a ofreceros algo asombroso. ¡Oro! ¡Oro en abundancia! ¡Todo el que podáis
desear! ¡Más del que podréis dilapidar jamás!
La
propuesta caía en terreno abonado. Los acreedores estaban acosando al mariscal,
a pesar de las órdenes del monarca, y Gilles de Rais necesitaba dinero para
continuar con su vida de orgías y justas. Por eso le preguntó a Prelatti:
—Dime
qué debo hacer y te juro que no retrocederé ante nada.
—Os
advierto que existe un grave peligro.
—No
será mayor que los que ya he corrido.
—Me
refiero a un peligro de naturaleza muy distinta, señor.
—¡Explícate
de una vez!
Francesco
Prelatti expuso el asunto. Se trataba de metamorfosear los metales,
convirtiendo el hierro y el plomo en oro y plata. Aunque para ello era
necesario algo esencial… ¡algo muy especial!
—¿Qué
es? ¡Pide lo que necesites y será tuyo!
—Hay
que inmolar a niños y doncellas —susurró Prelatti, casi asustado de su propia voz—, y
mezclar su sangre con los metales fundidos. Y ahora, señor barón, ¿qué decís?
¿Podría obtener esa sangre?
El
mariscal, justo es reconocerlo, meditó en silencio unos instantes, pero al fin,
con ademán resuelto exclamó:
—¡Tendrás
todos los niños que necesites para llevar a cabo tu experimento!
El
mariscal De Rais no tardó en dar las órdenes a sus criados, los cuales se
dedicaron a dar caza a los niños de seis a doce años. Pero las pobres criaturas,
antes de ser inmoladas para obtener su sangre, fueron siempre objeto de abusos
sexuales por parte de Gilles de Rais, así como de Prelatti, que era homosexual. Luego,
Gilles de Rais apartaba parte de la sangre obtenida con el degollamiento de las
infelices víctimas, y la bebía con fruición. ¡En el proceso que se siguió
contra él se denunció que había llegado al extremo de beber la sangre
directamente de las gargantas seccionadas de las doncellas!
Fueron
degollados de esta manera un número incontable de niños y niñas, aunque en el
proceso se habló de unos setecientos. Sin embargo, Prelatti, jamás consiguió el
oro ni la plata prometidos. Gilles
de Rais era un personaje encumbrado, ocupaba una posición importante en la
corte, por lo que, como tantos otros nobles de toda Europa, creía que podía
actuar impunemente y dar rienda suelta sus abominables crímenes. Sin
embargo, el clamor de los padres y demás familiares de las víctimas fue tan
grande, y tantas las indiscreciones y abusos de algunos de los servidores del
barón, así como las columnas de humo negro que surgían de las chimeneas del
castillo después de desaparecer los niños, que permitieron que los rumores
llegasen a oídos del obispo de Nantes, quien emplazó a Gilles de Rais ante un
tribunal eclesiástico, donde fue procesado, excomulgado y ahorcado, para ser
luego su cuerpo reducido a cenizas. Gilles
de Rais confesó todas sus culpas, con gran alarde de horrorosos detalles, de
tal modo que al oírle se desmayaron algunas damas, en tanto los jueces
ordenaban que se tapara el crucifijo que presidía el tribunal. Tras la
ejecución el cuerpo no pudo ser quemado, puesto que unas distinguidas damas de
la aristocracia se apresuraron a recoger el cadáver para darle sepultura en el
cementerio de Nantes. Gilles
de Rais murió, pero no su recuerdo y, durante varios siglos después de su
ejecución, los temerosos habitantes de La Vendée susurraron en las frías noches
de invierno que Gilles de Rais, convertido en vampiro, solía abandonar su tumba
para alimentarse con la sangre de las doncellas. Una leyenda que podría tener visos de realidad si admitimos que la ejecución de Gilles pudo ser un montaje, pues, como noble que era, contaba con la protección del rey, y que bien podría haber seguido actuando impunemente después de haber fingido su muerte. De ahí las oportunas damas que se llevaron el cadáver antes de enterrarlo. ¿Era realmente aquel cuerpo calcinado el de Gilles de Rais?
Invitación
al aquelarre
Se
sabe que una de las premisas básicas que debían observar las brujas medievales
era la de no pronunciar el nombre de Jesús «de ninguna forma ni manera». Las
más experimentadas cumplían con facilidad ese requisito, pero sucedía a veces
que las neófitas pronunciaban los nombres sagrados quebrantando la norma. ¿Qué
pasaba entonces? He
aquí una conocida tradición que nos habla de ello: la esposa, bruja, atiende
las súplicas de su marido y accede a llevarle por los aires a un aquelarre o reunión de
brujas. Existe el propósito de obsequiar a todos con una espléndida cena, pero
no pueden preparar la comida porque la bruja que ha de llevar la sal todavía no
ha llegado. Se impone una espera insoportable y cuando el novicio está a punto
de desfallecer, llega por fin la bruja.
—¡Gracias
a Dios! —exclama el hombre, palmoteando jubilosamente.
Las
brujas no pudieron impedirlo. Ni siquiera la que se encontraba más cerca pudo
taparle la boca a tiempo. Inmediatamente después de ser pronunciadas estas
palabras, y luego de un breve temblor de tierra, las brujas se desvanecen. El
novato, amedrentado, se oculta entonces detrás de una cuba y espera a que
alguien venga a rescatarle.
Asimismo,
las brujas no pueden oír pronunciar la palabra «domingo» sin montar en cólera.
La explicación que se ofrece es clara: el domingo es el día consagrado por los
cristianos a Dios. Nombrar ese día equivale a desafiar al poderoso príncipe de
las tinieblas, señor de las brujas y hechiceros. Puede
suceder que la bruja esté casada. El problema radica entonces en poder asistir
a los aquelarres sin que el marido empiece a sospechar. El poder del diablo
sobre la bruja, aun con ser grande, no basta para liberarlas de la sumisión y
obediencia debida a sus esposos. Cierto que ellas mantienen tratos carnales con
el mismísimo Lucifer, pero también lo es que, pese a ello, para abandonar el
hogar conyugal tienen que recurrir a los solapados procedimientos de cualquier
esposa infiel. No
obstante, el riesgo que asume la bruja es demasiado grande. De ahí que, casi
siempre, tenga la necesidad de asegurar la clandestinidad de sus salidas
nocturnas recurriendo a trucos que no están al alcance de cualquier esposa. Imaginemos,
pues, que ha llegado el sábado. La hora de acudir al aquelarre está próxima. La
bruja, que ha cenado con su marido a la vera del hogar, observa ahora
complacida cómo él, que se ha pasado el día en el campo destripando terrones a
golpes de azada, suelta el gran bostezo que precede al sueño. En
efecto, el hombre se dirige con paso torpe hacia la alcoba y diez minutos
después sus ronquidos llegan hasta la cocina. «¡Por
fin!», piensa entonces ella, frotándose las manos. Actúa
con diligencia. Lo primero que hace es colocar dos grandes calderos al fuego;
uno lleno de buen caldo, y el otro de agua, que pone a hervir para cocer al
niño que logre atrapar en su inminente correría y cuya carne, bien condimentada
y cocinada en la olla del puchero, después comerá. Posteriormente,
caminando de puntillas y conteniendo la respiración, la bruja entra en la
alcoba. Ahí está el ignorante marido, con la boca abierta, profundamente
dormido. Sus ronquidos rebotan en los cristales de la ventana. Lo más seguro es
que no se despierte hasta el primer canto del gallo, con la llegada del alba.
Pero, ¿y si por cualquier razón o circunstancia se despertase antes? ¿Hasta
dónde llegarían sus gritos de hombre celoso al descubrir que la mujer no duerme
a su lado?
Ha
habido incluso brujas que, en el colmo del cinismo, pidieron al diablo que se
acostase en el lecho en su lugar. Así, en una rondalla recogida en Villagrasa, el marido
perdona la brujería de su esposa, pero no el hecho de que le hubiese hecho
dormir con el diablo. Unida
a la leyenda negra de las brujas, ha estado siempre la creencia popular de que
éstas y los hechiceros se alimentaban con carne y sangre humana. Pero no sólo
se sospechaba de las brujas y nigromantes, en vísperas de la Revolución
francesa, estaba muy extendida en Europa la idea de que los ricos se
alimentaban con la sangre de los pobres. Así, en 1729, Jonathan Swift
publicaba una obra titulada Una modesta proposición para evitar que los hijos
de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país, y para
hacerlos útiles al público. Su
estilo literario era el de una propuesta elevada a los gobernantes ingleses de Irlanda,
con el fin de aliviar el problema que para los poderosos representaba la
realidad de la mendicidad infantil en la isla Esmeralda, siguiendo un estricto criterio
de utilidad económica según el cual, para acabar con el exceso de población
infantil, molesta e improductiva, beneficiando al mismo tiempo a la sociedad,
el autor proponía lo siguiente: «…vender
a los bebés de mendigos y otras gentes empobrecidas a las personas de calidad y
fortuna del Reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten
copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos
para una buena mesa.
»De
esta manera, y calculado el coste de cría del hijo de un mendigo en unos dos
chelines al año, harapos incluidos, creo que ningún caballero se quejará de
pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual sacará cuatro
fuentes de carne sabrosa y nutritiva cuando tenga a algún amigo o pariente
convidado a comer con él.
»De
este modo, el caballero aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular
entre sus arrendatarios, y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y
quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.
»Quienes
sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden
desollar el cuerpo, cuya piel, bien curtida y preparada, constituirá admirables
guantes para damas y botas de verano para caballeros de pies delicados…»
La
sátira de Swift se apoyaba en un sencillo recurso: el de llevar a sus últimas
consecuencias la misma lógica que pretendía criticar, esto es, la del poder
británico dominante en la empobrecida Irlanda del siglo XVIII, basada en los
principios del utilitarismo y del liberalismo económico, ajenos a toda
consideración ética o moral.
Brujas y vampiros han existido, aunque no siempre han sido como nos los han mostrado la literatura y el cine.
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