Narciso era hijo de la
ninfa azul Liríope, a quien en una ocasión había seducido el dios fluvial
Cefiso. El adivino ciego Tiresias le auguró a Liríope: "Narciso llegará a ser
muy longevo, siempre y cuando no se conozca a sí mismo." Cualquiera podría
haberse enamorado del hermoso Narciso, incluso cuando sólo
era un mozalbete, y al alcanzar los dieciséis años de edad, su camino estaba
cubierto de amantes de ambos sexos que habían sido cruelmente rechazados, pues
el efebo se sentía obstinadamente orgulloso de su propia belleza. Entre sus despechadas
amantes se encontraba la ninfa Eco, que ya no podía utilizar su voz, excepto
para repetir neciamente la de otra persona: un castigo por haber entretenido a
Hera con largas historias mientras Zeus, su esposo, se divertía gozando de
otras mujeres. Un día en que Narciso salió a cazar ciervos con una red, la
bella Eco le siguió a hurtadillas, anhelando poder llamar su atención, pero fue incapaz
de ser la primera en hablar. Al fin, Narciso, al descubrir que se había alejado
de sus compañeros de batida, gritó:
—¿Hay alguien ahí?
—Aquí –respondió Eco,
lo que sorprendió a Narciso, pues no se veía a nadie en los alrededores.
—¡Ven!
—¡Ven!
—¿Por qué huyes de mí?
—¿Por qué huyes de mí?
—¡Reunámonos aquí!
—¡Reunámonos aquí!
–repitió Eco, y, saliendo de su escondite, corrió a abrazar a Narciso. Pero él
la apartó bruscamente y se fue corriendo.
—¡Moriré antes que
yacer contigo! –exclamó mientras se alejaba.
—¡Comparte mi lecho!
–suplicó Eco. Pero Narciso se había
ido, y ella, humillada, pasó el resto de su vida languideciendo de amor, hasta que sólo quedó su voz.
Un día Narciso envió
una espada a Aminas, su más porfiado pretendiente. Aminas la usó para quitarse la vida en
el umbral de la casa de Narciso, invocando a las terribles deidades del inframundo para que
vengaran su muerte y Narciso conociera un día el profundo dolor que causa el amor no correspondido. Némesis escuchó la lúgubre plegaria, y atrajo a
Narciso hasta cierta fuente encantada de la que salía una agua cristalina y
clara como la plata. Narciso se dejó caer, extenuado, sobre la hierba del borde
para saciar su sed sorbiendo el agua derramada; al ver su hermoso rostro
reflejado, se quedó embelesado mirando el agua y se enamoró de sí mismo.
Aunque Eco no había
perdonado a Narciso, sintió lástima por él y su corazón se enterneció por el desdichado
joven cuando hundió la daga en su pecho mientras contemplaba su reflejo en el agua
y exclamaba amargamente: «¡Ay de mí, ay de mí!», y sus últimas palabras dirigidas
al joven que se reflejaba en el agua: «¡Oh hermoso efebo, amado en vano, adiós para
siempre!», pronunciadas mientras Narciso, herido de muerte por su propia mano, exhalaba
su último aliento contemplando su bello rostro. La sangre del hermoso muchacho bañó
la tierra y de ella brotó la flor blanca del narciso con su corola roja.
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