La adopción
del cristianismo como religión oficial del Imperio con Teodosio, emperador romano de
origen español, hizo que se extendiera en perjuicio de los cultos «paganos»
como pasaron a denominarse a partir de entonces. La cristianización de los templos, lugares sagrados, santuarios y festividades de los cultos anteriores produjo un sincretismo en el que
pervivieron ritos y divinidades precristianas, sobre todo en la religiosidad
popular, que a veces han podido rastrearse. La crisis económica del siglo III
produjo la vuelta al antiguo ruralismo de la sociedad romana tardía y una retracción de las instituciones urbanas, cuyo espacio fue ocupado, en buena parte, por la institución
episcopal. La atracción por la vida monástica en el campo tampoco es ajena de
los intereses económicos de los latifundios y del emergente modo de producción
feudal que sustituye al esclavista, sobre todo en el periodo siguiente a las
invasiones del siglo V. A partir de esos momentos, en medio de la
descomposición del Imperio, se produjo la llegada a España de distintas
versiones del cristianismo: el arrianismo de suevos y visigodos, y la
aportación de una influencia migratoria de acceso más pacífico que llegó por
una ruta tan insospechada como la atlántica (diócesis de Bretoña, creada entre
Asturias y Galicia por cristianos de Britania).
Entre la
élite intelectual del Bajo Imperio, algunos hispanorromanos se
cuentan entre los clásicos cristianos, como Osio (polemista contra Arrio y
autor del Credo del Concilio de Nicea, que presidió en 325) o Paulo Orosio
(historiador y polemista contra Prisciliano). El mismo Prisciliano, opuesto al
papa Dámaso I (también de origen español), abre la larga lista de heterodoxos
hispanos que estudió Marcelino Menéndez y Pelayo, como heresiarca del
priscilianismo, condenado por los Concilios de Zaragoza (380) y de Burdeos, y
posteriormente ejecutado (385), tras soportar uno de los primeros procesos con
tortura, que puede considerarse precedente de la inquisición medieval.
Las invasiones germánicas del siglo V causaron el fin de la
dominación romana en España y la destrucción de propiedades, tanto civiles como
eclesiásticas, además de contribuir en el plano teórico a la reflexión
providencialista. Pero sobre todo influyeron en el terreno religioso por la
llegada de dos pueblos que se habían cristianizado en el arrianismo: los
suevos, asentados en el noroeste, y los visigodos, principalmente en el centro
de la Península (con capital en Toledo). Ambos pueblos comenzaron con una
estrategia religiosa de exclusión, aprovechando la circunstancia de las sutiles
diferencias teológicas y rituales (unión hipostática, trinidad, bautismo por
inmersión...) para proscribir incluso los matrimonios mixtos (lo que garantizaba
la segregación de los invasores, minorías dominantes, de los hispanorromanos,
mayoría dominada). En ambos casos se producen tensiones internas que conducen a
la adopción del catolicismo por los reyes visigodos, a los que siguen sus
súbditos y vasallos. En el caso de los visigodos, la muerte de san Hermenegildo a instancia de su
padre, Leovigildo, es seguida por la conversión de Recaredo (586). La Iglesia estará a partir de entonces protegida por la Monarquía, lo que está en el origen
de la recurrente imbricación de la Iglesia y el Estado en la Historia de España
—pero también de otros países, como Francia, por ejemplo—, aunque tenía su
origen en la etapa constantiniana y fue recogida por otros pueblos germánicos,
como los francos. Son buen ejemplo de ello los Concilios de Toledo: convocados
siempre por el rey, que abría las sesiones con su discurso y se ausentaba tras
dejar el tomo regio que indicaba los temas a tratar, tanto de carácter
religioso como civil, y confirmaba los cánones con la promulgación de una ley
(lex in confirmatione concilio) para darles valor civil. Acudían los obispos o
sus representantes, pero también abades de monasterios y nobles del Aula Regia
y Officium palatinum. Sin firmar las actas, asistían sacerdotes, diáconos y seglares. También hubo concilios provinciales.
Destacaron
a nivel europeo las figuras de san Ildefonso (obispo de Toledo, teórico de la
mariología) san Isidoro —obispo de Sevilla, autor de las Etimologías, una obra
de pretensiones enciclopédicas—, y san Braulio —obispo de Zaragoza, que tuvo
con el anterior una fecunda relación epistolar—. La extensión del cristianismo
se produce incluso en territorios donde su presencia no estaba aún muy
desarrollada, como en las zonas apartadas de la cornisa cantábrica, a través de
los eremitas. Una amplia nómina de eclesiásticos de alta formación intelectual,
como Leandro, Isidoro (hermano del anterior, y de los demás cuatro santos de
Cartagena), Fructuoso de Braga o Juan de Bíclara, compusieron reglas monásticas,
para organizar unas instituciones cada vez más numerosas en las zonas rurales
que se adaptaban perfectamente a las condiciones económicas y a las demandas
sociales. El clero secular se institucionalizó jerárquicamente, con diócesis
bien repartidas por los núcleos urbanos que salpicaban el territorio peninsular con
capital en Toledo. Los templos eran dotados con un terreno patrimonial que
permitía la supervivencia del fraile: en la ley canónica para alimento (ad
cibarium) se indicaba un recinto de setenta y dos pasos alrededor del atrio,
que irá modificando su extensión y situación. En el II Concilio de Toledo ya se
reflejaban algunos conflictos. En el XII Concilio de Toledo, la prevención iba
en el sentido de otorgar protección jurídica: «que ninguno se atreva a sacar de
allí a los que se refugiaron en la iglesia o están en ella, ni a causar ningún
daño, mal o despojo, a los que se encuentran en lugar sagrado, sino que se
permitirá a aquellos que se refugian moverse libremente dentro de una distancia
de treinta pasos, desde las puertas de la iglesia, dentro de los cuales treinta
pasos, alrededor de cualquier iglesia, se guardará la debida reverencia». La
liturgia, que puede denominarse visigótica, pervivirá en la
mozárabe. Todo en conjunto hizo que la cultura hispanorromana perviviese.
En algunas cuestiones la Iglesia hispánica tenía marcadas diferencias: por ejemplo, era muy
rigurosa con la expiación de las culpas de los penitentes, que debía ser
pública. Para ello participaban en una ceremonia especial de imposición de
manos y se les impedía la asistencia a la misa —al igual que a las mujeres
«impuras» cuarenta días después del parto—, debiendo utilizar un espacio
arquitectónicamente destacado en el exterior del templo y que también tenía uso
funerario: el pórtico (que seguirá siendo una característica en el románico) hasta una nueva ceremonia pública de «reconciliación»,
que exigía la máxima humillación y contrición. Dentro de la iglesia, tres
espacios aparecían separados con barreras o cancelas, la primera similar al iconostasio
de la Iglesia oriental (aunque probablemente no se usaba como soporte de
iconos) y que convertía la consagración en un ritual secreto (misterio o
arcano). Las naves laterales permitían una circulación fluida de una gran parte
de los asistentes (penitentes y catecúmenos) que escuchaban la lectura de los
evangelios y, después de la lectura de la epístola, debían abandonar el recinto, donde sólo quedaban los fieles católicos con pleno derecho de participar en los oficios
religiosos.
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