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miércoles, 26 de julio de 2017

El cristianismo entre los invasores germánicos de la península Ibérica

La adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio con Teodosio, emperador romano de origen español, hizo que se extendiera en perjuicio de los cultos «paganos» como pasaron a denominarse a partir de entonces. La cristianización de los templos, lugares sagrados, santuarios y festividades de los cultos anteriores produjo un sincretismo en el que pervivieron ritos y divinidades precristianas, sobre todo en la religiosidad popular, que a veces han podido rastrearse. La crisis económica del siglo III produjo la vuelta al antiguo ruralismo de la sociedad romana tardía y una retracción de las instituciones urbanas, cuyo espacio fue ocupado, en buena parte, por la institución episcopal. La atracción por la vida monástica en el campo tampoco es ajena de los intereses económicos de los latifundios y del emergente modo de producción feudal que sustituye al esclavista, sobre todo en el periodo siguiente a las invasiones del siglo V. A partir de esos momentos, en medio de la descomposición del Imperio, se produjo la llegada a España de distintas versiones del cristianismo: el arrianismo de suevos y visigodos, y la aportación de una influencia migratoria de acceso más pacífico que llegó por una ruta tan insospechada como la atlántica (diócesis de Bretoña, creada entre Asturias y Galicia por cristianos de Britania).
Entre la élite intelectual del Bajo Imperio, algunos hispanorromanos se cuentan entre los clásicos cristianos, como Osio (polemista contra Arrio y autor del Credo del Concilio de Nicea, que presidió en 325) o Paulo Orosio (historiador y polemista contra Prisciliano). El mismo Prisciliano, opuesto al papa Dámaso I (también de origen español), abre la larga lista de heterodoxos hispanos que estudió Marcelino Menéndez y Pelayo, como heresiarca del priscilianismo, condenado por los Concilios de Zaragoza (380) y de Burdeos, y posteriormente ejecutado (385), tras soportar uno de los primeros procesos con tortura, que puede considerarse precedente de la inquisición medieval.
Las invasiones germánicas del siglo V causaron el fin de la dominación romana en España y la destrucción de propiedades, tanto civiles como eclesiásticas, además de contribuir en el plano teórico a la reflexión providencialista. Pero sobre todo influyeron en el terreno religioso por la llegada de dos pueblos que se habían cristianizado en el arrianismo: los suevos, asentados en el noroeste, y los visigodos, principalmente en el centro de la Península (con capital en Toledo). Ambos pueblos comenzaron con una estrategia religiosa de exclusión, aprovechando la circunstancia de las sutiles diferencias teológicas y rituales (unión hipostática, trinidad, bautismo por inmersión...) para proscribir incluso los matrimonios mixtos (lo que garantizaba la segregación de los invasores, minorías dominantes, de los hispanorromanos, mayoría dominada). En ambos casos se producen tensiones internas que conducen a la adopción del catolicismo por los reyes visigodos, a los que siguen sus súbditos y vasallos. En el caso de los visigodos, la muerte de san Hermenegildo a instancia de su padre, Leovigildo, es seguida por la conversión de Recaredo (586). La Iglesia estará a partir de entonces protegida por la Monarquía, lo que está en el origen de la recurrente imbricación de la Iglesia y el Estado en la Historia de España —pero también de otros países, como Francia, por ejemplo—, aunque tenía su origen en la etapa constantiniana y fue recogida por otros pueblos germánicos, como los francos. Son buen ejemplo de ello los Concilios de Toledo: convocados siempre por el rey, que abría las sesiones con su discurso y se ausentaba tras dejar el tomo regio que indicaba los temas a tratar, tanto de carácter religioso como civil, y confirmaba los cánones con la promulgación de una ley (lex in confirmatione concilio) para darles valor civil. Acudían los obispos o sus representantes, pero también abades de monasterios y nobles del Aula Regia y Officium palatinum. Sin firmar las actas, asistían sacerdotes, diáconos y seglares. También hubo concilios provinciales.
Destacaron a nivel europeo las figuras de san Ildefonso (obispo de Toledo, teórico de la mariología) san Isidoro —obispo de Sevilla, autor de las Etimologías, una obra de pretensiones enciclopédicas—, y san Braulio —obispo de Zaragoza, que tuvo con el anterior una fecunda relación epistolar—. La extensión del cristianismo se produce incluso en territorios donde su presencia no estaba aún muy desarrollada, como en las zonas apartadas de la cornisa cantábrica, a través de los eremitas. Una amplia nómina de eclesiásticos de alta formación intelectual, como Leandro, Isidoro (hermano del anterior, y de los demás cuatro santos de Cartagena), Fructuoso de Braga o Juan de Bíclara, compusieron reglas monásticas, para organizar unas instituciones cada vez más numerosas en las zonas rurales que se adaptaban perfectamente a las condiciones económicas y a las demandas sociales. El clero secular se institucionalizó jerárquicamente, con diócesis bien repartidas por los núcleos urbanos que salpicaban el territorio peninsular con capital en Toledo. Los templos eran dotados con un terreno patrimonial que permitía la supervivencia del fraile: en la ley canónica para alimento (ad cibarium) se indicaba un recinto de setenta y dos pasos alrededor del atrio, que irá modificando su extensión y situación. En el II Concilio de Toledo ya se reflejaban algunos conflictos. En el XII Concilio de Toledo, la prevención iba en el sentido de otorgar protección jurídica: «que ninguno se atreva a sacar de allí a los que se refugiaron en la iglesia o están en ella, ni a causar ningún daño, mal o despojo, a los que se encuentran en lugar sagrado, sino que se permitirá a aquellos que se refugian moverse libremente dentro de una distancia de treinta pasos, desde las puertas de la iglesia, dentro de los cuales treinta pasos, alrededor de cualquier iglesia, se guardará la debida reverencia». La liturgia, que puede denominarse visigótica, pervivirá en la mozárabe. Todo en conjunto hizo que la cultura hispanorromana perviviese.
En algunas cuestiones la Iglesia hispánica tenía marcadas diferencias: por ejemplo, era muy rigurosa con la expiación de las culpas de los penitentes, que debía ser pública. Para ello participaban en una ceremonia especial de imposición de manos y se les impedía la asistencia a la misa —al igual que a las mujeres «impuras» cuarenta días después del parto—, debiendo utilizar un espacio arquitectónicamente destacado en el exterior del templo y que también tenía uso funerario: el pórtico (que seguirá siendo una característica en el románico) hasta una nueva ceremonia pública de «reconciliación», que exigía la máxima humillación y contrición. Dentro de la iglesia, tres espacios aparecían separados con barreras o cancelas, la primera similar al iconostasio de la Iglesia oriental (aunque probablemente no se usaba como soporte de iconos) y que convertía la consagración en un ritual secreto (misterio o arcano). Las naves laterales permitían una circulación fluida de una gran parte de los asistentes (penitentes y catecúmenos) que escuchaban la lectura de los evangelios y, después de la lectura de la epístola, debían abandonar el recinto, donde sólo quedaban los fieles católicos con pleno derecho de participar en los oficios religiosos.


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