Midas, hijo de la gran
diosa de Ida y de un sátiro, era un rey amante del placer que gobernaba a los
brigios en Brosmio, ciudad de Macedonia, donde plantó sus célebres jardines de
rosas. En su infancia, se había visto cómo una procesión de hormigas que
transportaba granos de trigo subía por el lado de su cuna, colocando los granos
entre sus labios mientras dormía, prodigio que los adivinos interpretaron como
augurio de la gran riqueza que llegaría a poseer. Un día, dio la
casualidad de que el viejo y disoluto sátiro Sileno, famoso por haber ensartado
a cientos de ninfas con su enorme verga, se separó del grueso del tumultuoso
séquito dionisíaco mientras marchaba desde Tracia para adentrarse en Beocia, y
fue hallado durmiendo la borrachera sobre sus propios vómitos en los jardines del rey.
Los jardineros lo ataron con guirnaldas de flores y lo llevaron ante Midas, a
quien contó maravillosas historias. Midas, encantado con las fábulas de Sileno,
lo agasajó durante cinco días y cinco noches, y luego ordenó a un guía que lo
escoltara hasta el palacio de Dionisos, de quien Sileno había sido pedagogo. Dionisos, que había
estado muy preocupado por la suerte de Sileno, mandó preguntar a Midas cómo
quería que le recompensara. Éste respondió sin vacilar:
—Te ruego que me otorgues
el don de convertir en oro todo lo que toque.
Sin embargo, no sólo
se convirtieron en oro las piedras, las flores y los muebles de su casa, sino
también los alimentos que comía y el agua y el vino que bebía. Pronto Midas
suplicó que le liberaran de su deseo, porque se estaba muriendo de hambre y
de sed; en vista de lo cual Dionisos le dijo que visitara el nacimiento del río
Páctalo, cerca del monte Tolmo, y se lavara allí. Midas obedeció, y
quedo inmediatamente libre del tacto de oro, pero las arenas del río Páctalo
siguen siendo doradas y brillantes aún en nuestros días.
Habiendo entrado de
este modo en Asia, el buen Midas fue adoptado por el rey frigio Gordias, que no
tenía hijos. Cuando todavía era un pobre campesino, Gordias se había sorprendido
un día al ver un águila real posarse sobre el timón de su carro de bueyes.
Condujo su tiro a Telmito, en Frigia, donde había un oráculo digno de
confianza; pero en las puertas de la ciudad se encontró con una joven profetisa
la cual, al ver el águila real todavía posada sobre el timón, insistió en que
el rey debía ofrecer sacrificios a Zeus de inmediato.
—Déjame venir contigo,
campesino –dijo–, para asegurarme de que elijas las víctimas propiciatorias
idóneas.
—No faltaba más
–respondió Gordias–. Pareces una joven sabia y considerada. ¿Estarías dispuesta
a casarte conmigo?
—En efecto. Pero
después de que hayas ofrecido los sacrificios –respondió ella.
Entretanto, había
muerto súbitamente el rey de Frigia sin dejar descendencia, y un oráculo anunció:
«¡Frigios, vuestro nuevo rey se está acercando con su prometida, sentado en un
carro tirado por bueyes!»
Cuando el carro entró en
la plaza del mercado del Telmito, el joven Gordias fue aclamado unánimemente como
rey. En agradecimiento, dedicó el carro a Zeus, junto con su yunta, que había atado
al timón de una forma peculiar. Entonces un oráculo declaró que quien descubriese
la manera de deshacer el nudo se convertiría en rey y señor de toda Asia. Por consiguiente,
la yunta y el timón fueron depositados en el templo de la Acrópolis, donde los sacerdotes
de Zeus lo guardarían celosamente durante siglos hasta que Alejandro el Grande,
rey de Macedonia, cortó el nudo con un tajo de su espada. Después de la muerte de
Gordias, el avaricioso Midas heredó el trono, fomentó el culto de Dionisos y fundó
la ciudad de Ancara.
Un aciago día, Midas asistió al célebre
concurso musical entre Apolo y Marsas, arbitrado por Tolmo, quien otorgó el premio
a Apolo y éste, al ver que Midas discrepaba del veredicto, le castigó con un par
de orejas de asno. Durante mucho tiempo, Midas logró ocultarlas bajo el gorro frigio;
pero su barbero, habiéndose percatado de la deformidad, vio que le resultaba imposible
guardar para sí el vergonzante secreto, tal como se lo había ordenado Midas so pena
de muerte. Por ello cavó un agujero a orillas del río, y, después de haberse asegurado
de que no había nadie en las cercanías, metió la cabeza en el hoyo y susurró:
—¡El rey Midas tiene orejas
de asno!
Acto seguido, rellenó el
agujero y se marchó muy satisfecho consigo mismo, hasta que brotó un junco
en la orilla del río que susurraba el secreto a todo aquel que pasaba por allí.
Cuando Midas descubrió que su desgracia era ya del dominio público, condenó a muerte
al barbero, bebió sangre de toro y murió miserablemente, rodeado por las riquezas que había acumulado.
Midas y su tesoro |
No hay comentarios:
Publicar un comentario