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miércoles, 26 de julio de 2017

¡El rey Midas tiene orejas de asno!

Midas, hijo de la gran diosa de Ida y de un sátiro, era un rey amante del placer que gobernaba a los brigios en Brosmio, ciudad de Macedonia, donde plantó sus célebres jardines de rosas. En su infancia, se había visto cómo una procesión de hormigas que transportaba granos de trigo subía por el lado de su cuna, colocando los granos entre sus labios mientras dormía, prodigio que los adivinos interpretaron como augurio de la gran riqueza que llegaría a poseer. Un día, dio la casualidad de que el viejo y disoluto sátiro Sileno, famoso por haber ensartado a cientos de ninfas con su enorme verga, se separó del grueso del tumultuoso séquito dionisíaco mientras marchaba desde Tracia para adentrarse en Beocia, y fue hallado durmiendo la borrachera sobre sus propios vómitos en los jardines del rey. Los jardineros lo ataron con guirnaldas de flores y lo llevaron ante Midas, a quien contó maravillosas historias. Midas, encantado con las fábulas de Sileno, lo agasajó durante cinco días y cinco noches, y luego ordenó a un guía que lo escoltara hasta el palacio de Dionisos, de quien Sileno había sido pedagogo. Dionisos, que había estado muy preocupado por la suerte de Sileno, mandó preguntar a Midas cómo quería que le recompensara. Éste respondió sin vacilar:
—Te ruego que me otorgues el don de convertir en oro todo lo que toque.
Sin embargo, no sólo se convirtieron en oro las piedras, las flores y los muebles de su casa, sino también los alimentos que comía y el agua y el vino que bebía. Pronto Midas suplicó que le liberaran de su deseo, porque se estaba muriendo de hambre y de sed; en vista de lo cual Dionisos le dijo que visitara el nacimiento del río Páctalo, cerca del monte Tolmo, y se lavara allí. Midas obedeció, y quedo inmediatamente libre del tacto de oro, pero las arenas del río Páctalo siguen siendo doradas y brillantes aún en nuestros días.
Habiendo entrado de este modo en Asia, el buen Midas fue adoptado por el rey frigio Gordias, que no tenía hijos. Cuando todavía era un pobre campesino, Gordias se había sorprendido un día al ver un águila real posarse sobre el timón de su carro de bueyes. Condujo su tiro a Telmito, en Frigia, donde había un oráculo digno de confianza; pero en las puertas de la ciudad se encontró con una joven profetisa la cual, al ver el águila real todavía posada sobre el timón, insistió en que el rey debía ofrecer sacrificios a Zeus de inmediato.
—Déjame venir contigo, campesino –dijo–, para asegurarme de que elijas las víctimas propiciatorias idóneas.
—No faltaba más –respondió Gordias–. Pareces una joven sabia y considerada. ¿Estarías dispuesta a casarte conmigo?
—En efecto. Pero después de que hayas ofrecido los sacrificios –respondió ella.
Entretanto, había muerto súbitamente el rey de Frigia sin dejar descendencia, y un oráculo anunció: «¡Frigios, vuestro nuevo rey se está acercando con su prometida, sentado en un carro tirado por bueyes!»
Cuando el carro entró en la plaza del mercado del Telmito, el joven Gordias fue aclamado unánimemente como rey. En agradecimiento, dedicó el carro a Zeus, junto con su yunta, que había atado al timón de una forma peculiar. Entonces un oráculo declaró que quien descubriese la manera de deshacer el nudo se convertiría en rey y señor de toda Asia. Por consiguiente, la yunta y el timón fueron depositados en el templo de la Acrópolis, donde los sacerdotes de Zeus lo guardarían celosamente durante siglos hasta que Alejandro el Grande, rey de Macedonia, cortó el nudo con un tajo de su espada. Después de la muerte de Gordias, el avaricioso Midas heredó el trono, fomentó el culto de Dionisos y fundó la ciudad de Ancara.
Un aciago día, Midas asistió al célebre concurso musical entre Apolo y Marsas, arbitrado por Tolmo, quien otorgó el premio a Apolo y éste, al ver que Midas discrepaba del veredicto, le castigó con un par de orejas de asno. Durante mucho tiempo, Midas logró ocultarlas bajo el gorro frigio; pero su barbero, habiéndose percatado de la deformidad, vio que le resultaba imposible guardar para sí el vergonzante secreto, tal como se lo había ordenado Midas so pena de muerte. Por ello cavó un agujero a orillas del río, y, después de haberse asegurado de que no había nadie en las cercanías, metió la cabeza en el hoyo y susurró:
—¡El rey Midas tiene orejas de asno!
Acto seguido, rellenó el agujero y se marchó muy satisfecho consigo mismo, hasta que brotó un junco en la orilla del río que susurraba el secreto a todo aquel que pasaba por allí. Cuando Midas descubrió que su desgracia era ya del dominio público, condenó a muerte al barbero, bebió sangre de toro y murió miserablemente, rodeado por las riquezas que había acumulado.
Midas y su tesoro

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