Las ninfas eran las fabulosas
deidades de las aguas, los bosques y los lagos. Se las conocía por diversos
nombres, según su naturaleza. Existía cierto solapamiento en el culto a estas divinidades
dado a que los griegos pensaban en las aguas del mundo como en un sistema
único, que se filtraba desde el mar a profundos espacios telúricos, de donde
subía a la superficie ya filtrada y dulce.
Las náyades eran las
ninfas de las fuentes, lagos, manantiales y arroyos. Encarnaban la divinidad de
las aguas que habitaban, de la misma forma que las oceánides eran las deidades
de los ríos. Las náyades estaban asociadas con las corrientes de aguas subterráneas,
las oceánides con los ríos y las nereidas con los mares de agua salada.
En su calidad de ninfas,
las náyades eran criaturas femeninas; hermosísimas doncellas que disfrutaban de una gran
longevidad. La esencia de una náyade estaba vinculada a la masa de agua que le servía
de morada, de forma que si ésta se secaba, ella moría irremisiblemente, pues no
eran inmortales como las deidades olímpicas. Las náyades también podían ser peligrosas. En ocasiones,
bañarse en sus aguas se consideraba un sacrilegio y las náyades tomaban
represalias contra el transgresor. Verlas desnudas también podía ser considerada
una falta punible, lo que normalmente acarreaba como castigo la locura del
infortunado mirón. Hilas, uno de los tripulantes del Argos, fue raptado por un grupo de náyades que, fascinadas por su belleza, quisieron tener relaciones sexuales con
él. Pero las náyades eran
también conocidas por sus terribles celos. Teócrito contaba la historia sobre
los celos de una náyade en la que un pastor, Dafnis, era el amante de Nomia, a la
que fue infiel en varias ocasiones, y ésta se vengó cruelmente de él cegándolo.
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