La
ruta griálica oscense es tremendamente significativa. Si seguimos paso a paso
la leyenda –una leyenda que tiene muchos visos de estar basada en hechos
históricos– nos encontramos con que la llegada del cáliz de José de Arimatea a
Huesca se sitúa a mediados del siglo III, y lo trae un enviado de san Lorenzo,
a quien se lo entregó con otras reliquias el papa Sixto II antes de
ser martirizado. El patrono de Huesca se habría encargado de depositar el Cáliz
en su pueblo natal, Loreto, que hoy es un arrabal de la capital aragonesa.
Según parece, el Grial se conservó en Loreto hasta la invasión musulmana, época
en la cual –en torno al año 715– el obispo Acisclo lo salvaría de las garras de los
moros llevándoselo a una recóndita cueva del monte Yebra, muy cerca del lugar
donde recibió el martirio santa Orosia. Los obispos de Aragón, entonces un pequeño
condado visigodo de los Pirineos, como representantes de la Iglesia en aquel
reducido núcleo de resistencia cristiana frente al islam, fueron los
responsables de custodiar la sagrada reliquia a partir de entonces, por lo que
es de suponer que será conservado en el monasterio de San Pedro de Siresa, en
el valle de Echo, desde el momento en que aquel lugar se convirtió en refugio
del obispo Ferriolo. Un nuevo traslado llevaría la reliquia a la que hoy es la
ermita de San Adrián, en las inmediaciones de Borau, entre Jaca y Somport.
Después de estar instalados allí siete obispos, trasladó el Grial a la catedral
de Jaca el obispo García, en 1044, en el momento en que la ciudad estaba siendo
reconstruida y repoblada por el rey Ramiro I. Por esto no es ajeno al Grial el
hecho de que la Catedral de Jaca se colocara bajo la advocación de san Pedro,
pues habría sido él quien llevara el santo Cáliz a Roma. El
sucesor del obispo García procedía de San Juan de la Peña, se llamaba don
Sancho y ostentó el título de primer obispo de Jaca y no de Aragón. Le protegió
el rey Sancho Ramírez. Renunció al obispado en 1076 y, de vuelta a su monasterio,
se llevó consigo el vaso sagrado, que se guardó en un arca de marfil y sólo se
sacaba los días señalados y de gran solemnidad, en los cuales, al parecer,
oficiaban utilizándolo como cáliz los abades del cenobio de San Juan de la
Peña. Allí permaneció el Grial durante más de trescientos años, exactamente
hasta 1399, año en que el rey aragonés Martín del Humano lo hizo trasladar a
Zaragoza, primero, y a la Capilla Real de Barcelona, después. Posteriormente el
Cáliz fue llevado a Valencia, donde continúa en la actualidad en una capilla a
la sombra de la torre octogonal del Miguelete.
Cuando
el papa Benedicto XVI visitó Valencia en 2004, vio el Cáliz en la Catedral y
quiso utilizarlo para oficiar la misa multitudinaria con la que clausuró el V
Encuentro Mundial de las Familias porque, según la tradición cristiana,
era el mismo que utilizó Jesús en la Última Cena. El santo padre Juan Pablo II
ya había tomado en sus manos la reliquia para la consagración de Valencia en 1982. El
santo Cáliz, que está en la Catedral de Valencia desde 1414, fue examinado en
1960 por el arqueólogo Antonio Beltrán y el experto concluyó que está formado
por tres piezas diferentes: la copa superior, de piedra de ágata cornalina,
está datada entre el siglo II a.C. y el I de nuestra Era, y fue labrada en
Egipto, Siria o Palestina; el pie es un vaso hispanoárabe del siglo X u XI, y que
contiene una inscripción en árabe; y las asas, la unión, las piedras
preciosas y las perlas se habrían añadido en el monasterio de San Juan de la
Peña, de donde salió la pieza en 1399 hacia Zaragoza. Beltrán
aseguró en su día que la ciencia no podía pronunciarse en contra de la
autenticidad de la reliquia; tampoco dijo que podía hacerlo a favor. Que la
copa superior se hiciera entre el siglo II a.C. y el I de nuestra Era no prueba
que esa pieza del santo Cáliz sea el Grial, al igual que el hallazgo de una
barca de hace dos milenios en el mar de Galilea no demuestra que Jesús navegara
en ella. El sagrado Cáliz apareció por primera vez en el siglo XII en el poema
de Perceval, de Chrétien de Troyes, donde no queda claro qué es el Grial, aunque
en la tradición cristiana es el recipiente con el que José de Arimatea habría
recogido la sangre de Jesús en la cruz, o bien la copa que utilizó en la Última
Cena.
Sea
como fuere, las primeras rutas que siguieron los portadores del sagrado Cáliz en
el siglo III pasan por Huesca, Jaca, Yebra, San Pedro de Siresa y San Juan de
la Peña. Sin embargo, es en esta última donde se conserva la documentación más
detallada. En un santuario visigótico se halla condensada toda la importancia
cultural de muchos siglos de arte y religión. Juan
García Atienza destaca que en la capilla del monasterio de San Juan de la Peña
uno de los elementos arquitectónicos más importantes son sus
enterramientos, lo que invita a pensar que si los personajes más poderosos de
su época desearon contar con una sepultura en tan santo lugar se debió a que
allí se custodiaba el santo Grial. Los
célebres Caballeros de San Juan fundaron su Orden en este monasterio aragonés.
Sobre sus pechos llevaban una cruz muy parecida a la de los templarios. Una
prueba más –para muchos– de que en el edificio religioso se debió conservar el
Grial en algún momento, y por ese motivo fue el centro de una variada sucesión de
acontecimientos políticos, militares y religiosos. Uno
de los mayores defensores de San Juan de la Peña como sede del Grial, es José
Luis Solano. Algo que debemos considerar lógico, dado su trabajo como guía y
vigilante del monasterio. Gracias a él sabemos que han sido muchos los
especialistas que visitaron el lugar, como lo prueban algunos libros que allí
se guardan. En uno de éstos, titulado Le roman du Graal originaire, de André
de Mandach, se intenta demostrar que los personajes que aparecen en los poemas
del francés Chrétien de Troyes y del alemán Wólfram von Eschenbach se basaron,
precisamente, en las gestas de los reyes aragoneses, a pesar de que
posteriormente les confirieron entidades inglesas o bretonas. Eschenbach cuenta
en su obra que consiguió el manuscrito original de su Parsifal en la ciudad
española de Toledo. Especialmente
relevante fue la figura del rey aragonés Pedro II el Católico que moriría
defendiendo a los cátaros en la batalla de Muret en 1213, y que un año antes se
había distinguido en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa contra los
almohades que habían invadido España desde el norte de África.
El autor francés va todavía más lejos, pues cree que Anfortas, el «Rey
Pescador» herido en los genitales, el guardián del Grial, fue en realidad Alfonso I el Batallador. Este
bravo monarca aragonés destacó en la lucha contra los moros, llegando a
duplicar la extensión del reino de Aragón tras la conquista de Zaragoza.
Temporalmente, y gracias a su matrimonio con doña Urraca gobernó sobre Castilla,
haciéndose llamar entre 1109-1114 «Rey y Emperador de Castilla, Toledo, Aragón,
Pamplona y Ribagorza», lo que duró hasta que la oposición nobiliaria forzó la
anulación del matrimonio. Los ecos de sus victorias militares traspasaron
fronteras; en la Crónica de San Juan de la Peña, del siglo XIV, podemos leer:
«clamabanlo don Alfonso el Batallador porque en España non ovo tan buen
caballero que veinte nueve batallas venció». Sus campañas lo llevaron hasta las
mismísimas puertas de Córdoba, Granada y Valencia y a infligir a los agarenos
severas derrotas en Valtierra, Cutanda, Cullera y otros sitios. Tanto
Alfonso I, como Pedro II después, fueron considerados auténticos paladines de
la Cristiandad por sus decisivas victorias sobre los sarracenos que ocupaban
parte de España y amenazan Europa en los siglos XII y XIII, mientras se
desarrollaban las cruzadas en Tierra Santa para recuperar Jerusalén, que en 1187
había vuelto a caer en manos de los sarracenos, liderados esta vez por el gran Saladino.
Entre
los siglos XIII y XIX, autores alemanes y austríacos como Schiller, Humboldt y Goethe, fueron construyendo una leyenda tan impresionante sobre el Grial,
que pudo adquirir tintes de realidad. Y esta leyenda se refería a la montaña de
Montserrat, centro neurálgico de la religiosidad catalana desde tiempo
inmemorial. Richard Wagner introdujo esta idea en sus célebres óperas Parsifal
y Lohengrín. Hasta
tal punto llegó a calar la creencia en la veracidad de tales afirmaciones, que
a finales de 1940, Heinrich Himmler, uno de los hombres más influyentes de la Alemania
Nazi, se presentó en la abadía benedictina de Montserrat y exigió que le fuese
entregado el Santo Grial. Muchos
años más tarde se supo que los monjes guardaban en su biblioteca un libro muy
singular titulado Montserrat, ganga del Grial, escrito por Ramón Ramonet Riu,
en el que se afirmaba que la montaña de Montserrat proporcionó la ganga mineral
que acompaña a la incomparable gema espiritual del santo Grial. Puestos
a describir audacias, que no podemos considerar inexactas al carecer de la
prueba científica definitiva que dé autenticidad a las otras, Ramonet expone
que el mago Merlín fue el conde Arnau, que Lohengrín era el seudónimo de Ramón
Berenguer II y que en el mítico rey Arturo ha de verse a Wilfredo el Velloso,
el conde de Barcelona que se emancipó de los reyes francos a los que debía vasallaje. Los
historiadores calculan que desde que se escribió el primer poema sobre el Grial
hasta la última novela, transcurrieron unos ciento cincuenta años (ss. XIV-XV).
Un tiempo relativamente corto para aquella época turbulenta, en la que los
autores utilizaron infinidad de símbolos, todos ellos tomados de otras culturas
mucho más antiguas, anteriores incluso al cristianismo, pero a los que dieron
unas envolturas tan sugerentes, que nos siguen fascinando.
La senda del Grial según la tradición medieval |
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