En medio de la guerra anglo-española de 1585–1604 se dio
el poco conocido episodio de la «Invencible» inglesa o Contraarmada, una flota
de invasión enviada contra la península Ibérica por la reina Isabel I de
Inglaterra en la primavera de 1589. Los anglosajones se refieren a ella como
English Armada, Counter Armada o Drake–Norreys Expedition. Esta última
denominación se debe a que la expedición fue mandada por sir Francis Drake, que
ejercía de almirante de la flota, y por sir John Norreys en calidad de
comandante de las tropas de desembarco. La intención de esta fuerza de invasión era aprovechar la
ventaja estratégica obtenida sobre España tras el fracaso de la Armada enviada
por Felipe II contra Inglaterra el año anterior. Los objetivos ingleses eran
tres. El primero y fundamental era destruir el grueso de los restos de la
Armada española que se encontraban en reparación en los puertos de la costa
cantábrica, principalmente en Santander. El segundo objetivo era tomar Lisboa y
entronizar al prior de Crato, don Antonio de Crato pretendiente a la Corona
portuguesa, y primo de Felipe II, que viajaba con la expedición inglesa. Crato
había firmado con Isabel I unas cláusulas secretas por las que, a cambio de la
ayuda inglesa, le ofrecía cinco millones de ducados de oro y un tributo anual
de 300.000 ducados. También le ofrecía entregar a Inglaterra los principales
castillos portugueses, y mantener a la guarnición inglesa a costa de Portugal.
Unas condiciones draconianas que, de facto, sometían a Portugal a una situación
mucho peor que si continuaba bajo la soberanía de España. Asimismo, prometía el pretendiente
darle quince pagas a la infantería inglesa y permitir que Lisboa fuera saqueada
durante doce días, siempre que se respetasen las haciendas y vidas de los
portugueses, y se limitase el saqueo a la población y haciendas de los
españoles. Además de todo esto, se daba vía libre para la penetración inglesa
en Brasil y en el resto de las posesiones coloniales portuguesas. Estas cláusulas
convertían a Portugal en un vasallo de Inglaterra y le brindaban a Isabel I la
posibilidad de obtener su propio imperio colonial. Finalmente, como tercer
objetivo, se tomarían las islas Azores y capturaría a la Flota de Indias. Esto
último permitiría a Inglaterra tener una base permanente en el Atlántico desde
la que atacar los convoyes españoles procedentes de América, lo que supondría
un avance significativo hacia el objetivo más a largo plazo de arrebatar a
España el control de las rutas comerciales hacia el Nuevo Mundo.
La operación acabó en una derrota sin precedentes para
los ingleses, de proporciones aún mayores que el descalabro de la famosa Armada
española. A raíz de este desastre, el que había sido hasta entonces héroe
popular en Inglaterra, sir Francis Drake, cayó en desgracia.
Objetivos y organización de la expedición inglesa
El objetivo básico de Isabel I era aprovechar la supuesta
debilidad de la Armada española tras de el fracaso de 1588 y asestar un golpe
definitivo a Felipe II, obligándolo a aceptar los términos de paz que
Inglaterra impusiese. El primer punto del plan consistía en destruir los restos
de la Armada Invencible, mientras estaban sometidos a reparaciones en sus bases
de La Coruña, San Sebastián y sobre todo, Santander. Además, se aprovecharían
estos ataques para abastecerse de agua y víveres mediante el saqueo de dichas
localidades. Posteriormente, se desembarcaría en Lisboa para apoyar una
revuelta contra Felipe II en Portugal, país recientemente anexionado al Imperio
Español. De este modo, y una vez asegurado el control sobre Portugal,
Inglaterra se convertiría en principal aliado y socio comercial del país, y se
adueñaría de alguna de las islas Azores para disponer así de una base
permanente en el Atlántico desde la que atacar a las flotas comerciales
españolas.
La Invencible Inglesa acometió con evidente exceso de
optimismo una empresa que resultaba prácticamente imposible dada la tecnología
disponible en aquella época. Posiblemente influidos por el exitoso ataque de
Drake a Cádiz en 1587, los ingleses cometerían graves errores tácticos y
estratégicos, que desembocarían en un desastre. Todo el plan se construyó como
si de una operación comercial se tratase. La expedición fue financiada por una
compañía privada con acciones cuyo capital era de 80.000 libras. Del capital,
un cuarto lo pagó la reina, un octavo el gobierno holandés y el resto varios
nobles, mercaderes, navieros y gremios. Todos ellos esperaban no ya recuperar
lo invertido, sino obtener grandes beneficios. Este criterio organizativo,
basado en un conjunto de intereses económicos particulares, se había mostrado
efectivo hasta aquel momento para promocionar expediciones de barcos negreros y
corsarios, basadas fundamentalmente en ataques por sorpresa a poblaciones
costeras indefensas, o desprevenidas. Pero en esta ocasión, dada la enormidad
de los objetivos estratégicos y la duración de la campaña frente a un enemigo
alerta, se demostraría calamitoso.
A diferencia de los españoles, los ingleses no tenían en
aquel momento ninguna experiencia en la organización de grandes campañas militares,
ya fuesen éstas navales o terrestres, por lo que la logística fue muy
deficiente. Diversas preocupaciones unidas al mal tiempo retrasaron la salida
de la flota. Además, los holandeses no proporcionaron todos los barcos de
guerra que habían prometido, pues, hay que decirlo, recelaban de los ingleses.
El retraso en la partida provocó que se consumiera un tercio de las provisiones
antes de salir del puerto, quedándoles solo para dos semanas de campaña. Solo
había 1.800 soldados veteranos frente a 19.000 voluntarios novatos e
indisciplinados, que no se contaba con la artillería y las máquinas de asedio necesarias
para tomar fortalezas tan sólidas como las españolas, construidas con gruesos
muros de piedra. Tampoco se disponía de fuerzas de caballería para cargar
contra la bien entrenada infantería española en las operaciones terrestres. Es
más, en tierra, los ingleses no eran rival para los Tercios españoles. Es
posible que los que diseñaron y organizaron la expedición inglesa subestimasen
a los españoles y el problema logístico debido a que cuando combatieron contra
la Grande y Felicísima Armada el año anterior, lo hicieron frente a sus propias
costas, siendo constantemente aprovisionados por pequeñas embarcaciones que
iban y venían llevándoles todo lo que necesitaban. Atacar la Península era otra
cosa.
Quizá un punto controvertido fue la decisión de otorgar
el mando de la escuadra a sir Francis Drake. Si bien Drake había obtenido
notables éxitos actuando como corsario y contrabandista de esclavos negros, pero
numerosos compañeros del «gremio» de los filibusteros habían criticado
furiosamente su actitud durante la campaña contra la Armada, aunque Drake
finalmente consiguió atribuirse todo el mérito de la derrota española. Una
derrota de dimensiones aumentadas hasta la exageración, y de cuya trascendencia
dudan diversos historiadores. Según su historial anterior, la expedición de la
Invencible Inglesa requería de un jefe con sus supuestas cualidades: o lo que
es lo mismo, de un comandante familiarizado con las acciones de corso. Pero
dirigir las operaciones en alta mar contra una flota armada, no es lo mismo que
atacar por sorpresa poblaciones desprevenidas, o a barcos mercantes indefensos.
Por lo que los hechos posteriores demostrarían que el filibustero Drake no era
el hombre adecuado para mandar una gran expedición naval.
Ejecución del plan
Sir Francis Drake siempre fue considerado como un filibustero
por las autoridades españolas, mientras que en Inglaterra se le valoró como
corsario y se le honró como héroe. Lo cierto es que unas veces actuó como filibustero,
y otras como corsario. Los filibusteros eran piratas, que por los siglos XVI y
XVII formaron parte de los grupos que infestaron el mar de las Antillas.
Filibusteros eran también aquellos que conspiraban en secreto por la
emancipación de las provincias americanas de España. Los corsarios, por su
parte, eran buques que mandados por un capitán, con patente del gobierno de su
nación, se dedicaban a la piratería, repartiendo el producto de sus rapiñas
entre la tripulación, y reservando una parte del botín para el monarca que les
concedía dicha licencia de corso, a condición de que solo asaltasen y robasen
las naves de otros países.
La flota inglesa partió de Plymouth el 13 de abril de
1589. Al salir, la flota consistía en 6 galeones reales, 60 buques mercantes
ingleses, 60 urcas holandesas y unas 20 pinazas, además de docenas de barcazas
y lanchas. En total, entre 170 y 200 naves, mucho más numerosa que la Armada española,
compuesta por entre 121 y 137 barcos. Además de las tropas de tierra,
embarcaron 4.000 marineros y 1.500 oficiales. El número total de combatientes,
entre marinos y soldados, fue contabilizado antes de zarpar en 27.667 hombres.
Emulando la táctica utilizada el año anterior frente a los españoles, Drake
dividió su flota en 5 escuadrones, mandados respectivamente por él (Revenge), Norreys
(Nonpareil), el hermano de Norreys, Edward (Foresight), Thomas Fenner
(Dreadnought) y Roger Williams (Swiftsure). Junto a ellos, y en contra de las
órdenes de la reina —que había prohibido expresamente su participación en la
campaña—, navegaba el amante de Isabel I, la Reina Virgen: sir Robert Devereux,
II conde de Essex.
Desde el primer momento, la indisciplina de la chusma que
componía las tripulaciones inglesas, se hizo notar. Antes incluso de llegar a
divisar la costa española, ya habían desertado una veintena de pequeñas
embarcaciones, con un total de unos 2.000 hombres a bordo. A ello se sumó la
desobediencia del propio Drake, quien se negó a atacar Santander como se le
había ordenado, alegando vientos desfavorables y el temor a verse cercado por
la flota española en el golfo de Vizcaya, o a embarrancar en el Cantábrico. En
su lugar, Drake decidió poner rumbo a la ciudad gallega de La Coruña. No están
claros los motivos que le llevaron a tomar esta decisión, pero pudo haber dos
razones fundamentales: en primer lugar el deseo de Drake de repetir su éxito de
1587 cuando atacó Cádiz, pues corría el rumor de que en La Coruña se custodiaba
un fabuloso tesoro valorado en millones de ducados, lo cual era falso, y por
otra parte La Coruña era base de partida de numerosas flotas españolas, por lo
que poseía grandes reservas de víveres.
Ataque a La Coruña (4–19 de mayo de 1589)
Las defensas de La Coruña eran bastante deficientes. Tras
divisarse las primeras velas inglesas en el horizonte, se ordenó encender fuego
en la Torre de Hércules para avisar del peligro a toda la comarca. El
gobernador de la ciudad, el marqués de Cerralbo reuniendo a los pocos soldados
de los que disponía, además de las milicias locales y los hidalgos tan solo
podía contar con unos 1.500 hombres. A pesar de todo, la población civil de la
ciudad se dispuso a ayudar a la defensa en todo lo que fuese necesario, lo cual
resultaría decisivo. En cuanto a la flota disponible, tan solo se contaba con
el galeón San Juan, la nao San Bartolomé, la urca Sansón y el pequeños galeón
San Bernardo, así como con dos galeras, la Princesa, mandada por el capitán
Pantoja, y la Diana bajo mando del capitán Palomino.
El 4 de mayo la flota inglesa se asomaba a la bocana del
puerto de la ciudad gallega. El San Juan, la Princesa y la Diana se apostaron
junto al fuerte de San Antón y cañonearon, apoyadas por las baterías del
fuerte, a la flota inglesa a medida que ésta se iba introduciendo en la bahía,
forzando así a los atacantes a mantenerse alejados. Unos 8.000 ingleses
desembarcaron al día siguiente en la playa de Santa María de Oza, en la orilla
opuesta al fuerte, llevando a tierra varias piezas de artillería y batiendo
desde allí a los barcos españoles que no podían cubrirse ni responder al fuego
enemigo. Finalmente, los marinos españoles tomaron la decisión de incendiar el
galeón San Juan y resguardar a las galeras en el puerto de Betanzos, dejando a
la mayor parte de las tripulaciones en la ciudad para unirse a la defensa.
Durante los siguientes días, las tropas inglesas bajo
mando de John Norreys atacaron la ciudad, tomando sin demasiada dificultad la
parte baja de La Coruña, saqueando el barrio de La Pescadería, y matando a unos
500 españoles, entre los cuales se contaron numerosos civiles: ancianos,
mujeres y niños. Tras esto, los hombres de Norreys se lanzaron a por la parte
alta de la ciudad, pero esta vez se estrellaron contra las murallas. Apostados
tras ellas, la guarnición española y la población de la villa, incluyendo a mujeres
y niños, se defendió con total determinación del ataque inglés, matando a cerca
de 1.000 asaltantes. Fue durante esta acción donde se distinguió la que hoy en
día sigue siendo considerada heroína popular en la ciudad de La Coruña: doña
María Mayor Fernández de la Cámara y Pita, más conocida como «María Pita». La
leyenda cuenta que muerto su marido en los combates, cuando un alférez inglés
arengaba a sus tropas al pie de las murallas, doña María se fue sobre él con
una pica y lo atravesó, arrebatándole además el estandarte, lo que provocó el
derrumbe definitivo de la moral de los filibusteros ingleses. Otra mujer que
aparece en las crónicas de la época por su distinción en los combates fue doña
Inés de Ben. María Pita fue nombrada por Felipe II alférez perpetuo, y el
capitán don Juan Varela fue premiado por su heroica actuación al mando de las
tropas y milicias coruñesas.
Finalmente, y ante la noticia de la llegada de refuerzos
terrestres, las tropas inglesas abandonaron la pretensión de tomar la ciudad y
se retiraron para reembarcar el 18 de mayo habiendo dejado tras de sí unos
1.000 muertos españoles, y habiendo perdido por su parte unos 1.300 hombres,
además de entre 2 y 3 buques y 4 barcazas de desembarco, todos ellos hundidos
por los cañones del fuerte y los barcos españoles. Además, en aquel momento las
epidemias empezaron a hacer mella entre las tropas inglesas, lo cual unido al
duro e inesperado rechazo en La Coruña contribuyó al decaimiento de la moral y
al aumento de la indisciplina entre los ingleses. Tras hacerse a la mar, otros
diez buques de pequeño tamaño con unos 1.000 hombres a bordo decidieron
desertar y tomaron rumbo a Inglaterra. El resto de la flota, a pesar de no
haber conseguido aprovisionarse en La Coruña, prosiguió con el plan establecido
y puso rumbo a Lisboa.
Ataque a Lisboa (26 de mayo–16 de junio de 1589)
Tras el fracaso en La Coruña, el siguiente paso era
provocar el levantamiento portugués contra los españoles. La aristocracia
portuguesa había aceptado a Felipe II como rey de Portugal en 1580 quedando el
país anexionado a España. El pretendiente, el prior de Crato, no habiendo sido
capaz de establecer un gobierno en el exilio, había pedido ayuda a Inglaterra
para tratar de hacerse con la Corona portuguesa. Isabel I aceptó ayudarle con
el objetivo de disminuir el poder de España en Europa, obtener una base permanente
en las islas Azores, desde la que atacar a los mercantes españoles y,
finalmente, arrebatar a España el control de las rutas comerciales a las Indias
Occidentales. El prior de Crato, heredero de la Casa de Avís, no era un
candidato demasiado bueno: carecía de carisma, su causa estaba comprometida por
falta de legitimidad, y tenía un oponente mejor visto por las Cortes
portuguesas, doña Catalina, duquesa de Braganza. Este hecho ponía en duda la
estrategia inglesa para Portugal, pues se suponía que don Antonio de Crato
debería captar seguidores y liderarlos en la guerra contra España.
Con unos precedentes poco halagüeños, finalmente la flota
inglesa fondeó en la ciudad portuguesa de Peniche el 26 de mayo de 1589 e
inmediatamente comenzó el desembarco de las tropas expedicionarias comandadas
por Norreys. Pese a no contar con resistencia de consideración, los ingleses
perdieron 80 hombres y unas 14 barcazas debido a la mala mar. Inmediatamente la
fortaleza de la ciudad, bajo mando de un seguidor de Crato, se rindió a los
invasores. Acto seguido, el ejército comandado por Norreys, compuesto a
aquellas alturas de la misión por unos 10.000 hombres, partió rumbo a Lisboa,
defendida mayormente por una guardia teóricamente poco afecta a Felipe II.
Paralelamente, la flota comandada por Drake también puso rumbo a la capital
portuguesa. El plan consistía en que Drake forzaría la boca del Tajo y atacaría
Lisboa por mar, mientras Norreys, que iría reuniendo adeptos y pertrechos por
el camino, atacaría la capital por tierra para finalmente tomarla.
Pero lo cierto es que el ejército inglés tuvo que
soportar una durísima marcha hasta llegar a Lisboa, siendo diezmados por los
constantes ataques de las partidas hispano–lusas, que les causaron cientos de
bajas, y por las epidemias que ya traían de los barcos. Además, las autoridades
españolas habían vaciado de materiales y pertrechos utilizables por los
ingleses todos los pueblos entre Peniche y Lisboa. Por otro lado, la esperada
adhesión de la población portuguesa no se produjo nunca. Más bien al contrario,
la población civil lusa hizo el completo vacío a las tropas inglesas, y en todo
el camino hacia Lisboa los ingleses no consiguieron sumar más que unos 300
hombres. En realidad, parece que para los portugueses de a pie, los supuestos
libertadores no eran más que unos herejes que llevaban años saqueando sus
costas y atacando sus barcos pesqueros y mercantes. Por otro lado, los ingleses
no contaban más que con 44 caballos, por lo que tenían que transportar la mayor
parte del material haciendo uso de los soldados. Al llegar los ingleses a
Lisboa, tras haber recorrido 75 kilómetros infernales, su situación era
dramática porque carecían de medios para forzar su entrada en la capital. Les
faltaban pólvora y municiones, no tenían caballos ni cañones suficientes y se
les habían agotado los alimentos.
Sorprendentemente para los ingleses, la ciudad no solo no
daba muestras de pretender rendirse, sino que se aprestaba a la defensa. La
guarnición lisboeta estaba compuesta por unos 7.000 hombres entre españoles y
portugueses. Si bien las autoridades españolas no confiaban totalmente en las
tropas portuguesas, nunca llegaron a producirse levantamientos ni motines. Por
otra parte, en el puerto fondeaban unos 40 barcos de vela bajo mando de don
Matías de Alburquerque, y las 18 galeras de la Escuadra de Portugal, bajo mando
de don Alonso de Bazán —hermano del ilustre marino español—, se preparaban para
el combate. Inmediatamente las galeras de Bazán atacaron a las fuerzas
terrestres inglesas desde la ribera del Tajo causando numerosas bajas a los
invasores con su artillería y con el fuego de mosquetería de las tropas
embarcadas. Los ingleses buscaron refugio en el convento de Santa Catalina,
pero fueron acribillados por la artillería de la galera comandada por el
capitán Montfrui, y se vieron forzados a salir y continuar la marcha bajo un
fuego incesante. La noche siguiente, los soldados de Norreys montaron su campamento
en la oscuridad para evitar ser detectados por las temibles galeras. Al no
conseguir localizar la posición de las tropas invasoras, don Alonso de Bazán
ordenó simular un desembarco echando varios botes al agua, indicando a sus
hombres que hiciesen el mayor ruido posible, que disparasen al aire y gritasen,
lo cual provocó inmediatamente la alerta y la confusión en el campamento
inglés, que se preparó para la defensa. Las galeras españolas distinguieron en
la oscuridad los fuegos de las antorchas y las mechas encendidas de las baterías
inglesas, por lo que Bazán ordenó concentrar el fuego de sus barcos sobre las
luces, lo que provocó una nueva matanza entre los ingleses. En el castillo de
San Jorge, que protege Lisboa, se concentraron las tropas ibéricas en 1589.
Al día siguiente, Norreys intentó asaltar la ciudad por
el barrio de Alcántara, pero de nuevo las galeras acribillaron a las tropas
inglesas forzándolas a dispersarse y retirarse para ponerse a cubierto, tras
haberles causado un gran número de muertos. Tras conocerse que algunos habían
vuelto a buscar refugio en el convento de Santa Catalina, las galeras abrieron
de nuevo fuego contra el edificio forzando a los atrincherados a salir y
matando a muchos de ellos. Posteriormente, los prisioneros ingleses relatarían
el pavor que les producían las galeras de Bazán, responsables de un enorme
número de bajas entre sus filas. Finalmente Bazán desembarcó 300 soldados para
atacar desde tierra al maltrecho ejército inglés.
Durante los combates, la pasividad de Drake que no se
decidía a entrar en batalla provocó un aluvión de reproches por parte de
Norreys y Crato que lo acusaron de cobardía. Drake alegaba que no tenía
posibilidades de entrar en Lisboa debido a las fuertes defensas y al mal estado
de su tripulación. Lo cierto es que mientras las tropas terrestres llevaban
todo el peso de la batalla, el almirante inglés se mantenía a la expectativa,
bien porque realmente no pudiese hacer nada, bien porque estuviese esperando el
momento adecuado para entrar en batalla cuando la victoria fuese segura y
recoger los laureles. En cualquier caso, el 11 de junio entraban en Lisboa
otras 9 galeras de la Armada española, bajo el mando de don Martín de Padilla,
transportando a 1.000 soldados de refuerzo. Esto supuso el punto de inflexión
definitivo en la batalla, y el 16 de junio, siendo ya insostenible la situación
del ejército inglés, Norreys ordenó la retirada. Inmediatamente las tropas
hispano–lusas salieron en persecución de los ingleses. Si bien no se
registraron combates de entidad, las tropas ibéricas hicieron numerosos
prisioneros que iban quedando rezagados y se apropiaron de gran cantidad de
pertrechos ingleses. Sorprendentemente, también se hicieron con los papeles
secretos de don Antonio de Crato, que incluían una lista con los nombres de
numerosos conjurados contra el rey Felipe II de España.
Persecución de la flota inglesa. Principales combates
navales
Tras la dura derrota sufrida por el ejército de Norreys, el
filibustero Drake decidió abandonar con su flota las aguas lisboetas y
adentrarse en el Atlántico. Por su parte, los marinos españoles se dispusieron
para iniciar la persecución del enemigo. Don Martín de Padilla, al mando de la
Escuadra de galeras de España, contaba con una gran experiencia en combate, ya
que llevaba más de 20 años comandando flotas de galeras en una lucha sin
cuartel contra piratas y corsarios turcos, argelinos e ingleses, desde que en
1567 se le otorgara el mando de la Escuadra de galeras de Sicilia. Padilla
sabía muy bien que una galera no podía enfrentarse con posibilidades de éxito a
cualquier velero de tonelaje medio, pues las galeras estaban muy poco
artilladas, tan solo contaban con un cañón de grueso calibre y varias piezas de
menor tamaño y alcance, y todas ellas situadas a la proa de la embarcación. A
esto se unía el fuego de mosquetería de las tropas embarcadas. Si bien las
galeras eran ideales para atacar tropas terrestres desde las aguas costeras
poco profundas, como se había demostrado una vez más en Lisboa, éstas eran
claramente inferiores a cualquier buque de guerra en un combate naval. No
obstante, existía una condición táctica en la que una flota de galeras podía
hacer mucho daño a una formada por veleros: la ausencia de viento. Esta
circunstancia dejaba a los barcos de vela prácticamente inmóviles, sin
capacidad de maniobra y al capricho de las corrientes marinas. En cambio, las
galeras podían utilizar su propulsión a remo para maniobrar y situarse a popa
del velero, batiéndolo con su escasa artillería de modo que los proyectiles
atravesasen el velero longitudinalmente causando grandes estragos y sin
exponerse a los cañones situados en el costado enemigo. En cualquier caso, esta
maniobra era extremadamente arriesgada, pues la aparición repentina del viento
podía permitir al velero ponerse de costado a la galera atacante y destrozarla
gracias a su abrumadora superioridad artillera.
De este modo, Padilla partió el 20 de junio en
persecución de la flota inglesa al mando de 7 galeras: la capitana comandada
por el propio Padilla, la segunda comandada por don Juan de Portocarrero, la
Peregrina, la Serena, la Leona, la Palma y La Florida. Los españoles
mantuvieron la distancia con la flota enemiga, esperando un golpe de fortuna
que dejase a los ingleses sin viento y permitiese atacarlos y destruirlos. El
comandante español estaba preocupado por los planes de Drake, y temía que su
intención fuese volver sobre Cádiz para a atacarla como ya había hecho en 1587.
Durante la noche, Padilla se adentró entre la flota enemiga, y envió a un capitán
inglés católico a bordo de un esquife para ponerse en contacto con los marinos
ingleses y tratar de averiguar sus planes. La única información que pudieron
obtener fue que las tripulaciones inglesas se encontraban enfermas y
desmoralizadas. Los vientos flojos impedían a los ingleses alejarse de las
costas portuguesas, y finalmente llegó a los españoles la oportunidad que
estaban esperando. Con vientos muy débiles que impedían maniobrar a los
veleros, las galeras se lanzaron a la caza. Padilla ordenó a sus barcos formar
en hilera y atacar a los buques enemigos que se encontraban descolgados de la
formación. Así, la fila de galeras iba situándose a popa de los buques
ingleses, y batiéndolos sucesivamente con su artillería se iban relevando unas
a otras a medida que se recargaban los cañones. Por su parte, las tropas
embarcadas batían las cubiertas inglesas con sus mosquetes. Debido a la
imposibilidad de defenderse o huir, los barcos ingleses atacados sufrieron un
terrible castigo, siendo finalmente apresados 4 buques de entre 300 y 500
toneladas, un patache de 60 toneladas y una lancha de 20 remos. Durante
aquellos durísimos combates murieron unos 570 ingleses, y unos 130 fueron
hechos prisioneros. Entre estos últimos se contaban 3 capitanes, 1 oficial de ingenieros
y varios pilotos. Por su parte, los españoles solo lamentaron 2 muertos y 10
heridos. Pero una ligera brisa comenzó a soplar de nuevo, por lo que Drake, que
había sido un mero testigo del ataque pudo maniobrar con su buque insignia, y
seguido por otras 4 embarcaciones mayores se dirigió hacia las galeras
españolas que trataban de remolcar sus presas de vuelta a Lisboa. Los españoles
decidieron entonces quemar los buques de mayor tamaño y hundir a cañonazos los
más pequeños, hecho lo cual se retiraron manteniendo las distancias con los
grandes veleros enemigos, que no pudieron alcanzarlos. A eso de las 5 de la
tarde comenzó a soplar un fuerte viento, por lo que los ingleses largaron velas
y pusieron rumbo al Norte. Tras esto, Padilla, muy preocupado por el peligro
que corría Cádiz, y a pesar de haber recibido 3 nuevas galeras de refuerzo,
decidió abandonar la lucha y poner rumbo a la ciudad andaluza para participar
en su defensa llegado el caso. Por su parte, don Alonso de Bazán decidió
relevar a Padilla con varias galeras de la Escuadra de Portugal y continuar con
la persecución, apresando tres buques ingleses más durante los días siguientes.
El Revenge, buque insignia de Drake en 1589, fue capturado por la Armada española
en aguas de las islas Azores en 1591, dos años después del desastre inglés.
Drake puso rumbo entonces a las islas Azores, para tratar
de conseguir el último de los objetivos acordados al planearse la expedición,
pero sus fuerzas estaban ya muy mermadas, y fueron rechazados sin grandes
dificultades por las tropas ibéricas destacadas en el archipiélago. Perdida la
ventaja de la sorpresa inicial, con las tropas de desembarco diezmadas por los
combates y la tripulación cada vez más cansada y afectada por enfermedades —solo
quedaban 2.000 hombres capaces de luchar—, se decidió que el objetivo de formar
una base permanente en las Azores no era posible. Tras otra tormenta que
provocó nuevos naufragios y muertes entre los ingleses, Drake saqueó la pequeña
isla de Puerto Santo en Madeira, y ya en las costas gallegas, desesperado por
la falta de víveres y agua potable se detuvo en las Rías Bajas de Galicia para,
el 27 de junio, arrasar la indefensa villa de Vigo, que en aquella época era un
pueblo marinero de unos 600 habitantes, a pesar de lo cual, la resistencia de
la población civil causó nuevas bajas a los atacantes. Al tenerse noticia de la
llegada de tropas de la milicia al mando de don Luis Sarmiento, los ingleses
reembarcaron cobardemente, sin presentar batalla. Tras numerosas deserciones, y
un nuevo brote de tifus, Drake decidió dividir la expedición. El propio Drake,
al mando de los 20 mejores bajeles regresaría a las Azores para tratar de
apresar la Flota de Indias española, mientras que el resto de la expedición
regresaría a Inglaterra. Essex recibió orden de Isabel de volver a la corte y Norreys
decidió también poner rumbo a Inglaterra.
El 30 de junio Drake capturó una flota de barcos mercantes
hanseáticos, que habían roto el bloqueo inglés rodeando las islas por Escocia.
Pero aquello no sirvió para sufragar los gastos de la expedición porque para
acallar las protestas de las ciudades de La Liga Hanseática, estos navíos
tuvieron que ser devueltos con sus mercancías a sus legítimos propietarios.
Antes de conseguir llegar de nuevo a las islas Azores, otro temporal obligó al filibustero
inglés a retroceder, momento en el que se dio por vencido y ordenó la retirada
poniendo rumbo a Inglaterra.
Mientras la flota inglesa navegaba dispersa debido las
tempestades y a la escasez de dotaciones en los navíos, don Diego Aramburu
recibió la noticia de que el enemigo navegaba en pequeños grupos por el
Cantábrico camino de Inglaterra por lo que inmediatamente partió de los puertos
cantábricos al mando de una flotilla de zabras a la caza de presas, consiguiendo
finalmente capturar dos buques ingleses más, que remolcó a Santander. La
retirada inglesa degeneró en una carrera individual en la que cada buque
luchaba por su cuenta para llegar lo antes posible a un puerto amigo. El pánico
y la indisciplina predominaron hasta el final en la Flota inglesa. Al arribar sir
Francis Drake a Plymouth el 10 de julio con las manos vacías, habiendo perdido
a más de la mitad de sus hombres y numerosas embarcaciones, y habiendo
fracasado absolutamente en todos los objetivos de la expedición, la soldadesca
se amotinó porque no aceptaban los cinco chelines que como paga se les ofrecieron.
Y tan mal cariz tomó la protesta, que para sofocarla, las autoridades portuarias
inglesas ahorcaron a siete amotinados a modo de escarmiento.
Consecuencias de la derrota inglesa
La expedición de la Contraarmada está considerada como
uno de los mayores desastres militares en la historia de Gran Bretaña, quizá solo
superado, siglo y medio después y durante la guerra del Asiento, por la derrota
sufrida en el sitio de Cartagena de Indias de nuevo a manos de tropas
españolas. Según el historiador británico M. S. Hume, de los más de 18.000
hombres que formaron aquella flota de invasión, descontados los numerosos
desertores, solo 5.000 regresaron vivos a Inglaterra. Es decir, más del 70 por
100 de los expedicionarios fallecieron en la operación. Entre la oficialidad,
las bajas mortales también fueron muy altas: el contraalmirante William Fenner,
ocho coroneles, decenas de capitanes y centenares de nobles voluntarios
murieron debido a los combates, los naufragios, y las epidemias de aquella
empresa. A las pérdidas humanas hay que añadir la destrucción o captura por los
españoles de al menos doce navíos, y otros tantos hundidos por temporales.
Además de esto, los ingleses perdieron también unas 18 barcazas y varias
lanchas.
Aparte de perder la oportunidad de aprovechar el que la
Armada española se encontrase en horas bajas, los costes de la expedición
agotaron el tesoro real de Isabel I, pacientemente amasado durante su largo
reinado. Entre los cañones capturados en La Coruña, los bastimentos y otras
mercancías de variada índole apresadas en Galicia y en Portugal, el total del
botín a repartir entre los numerosos inversores no alcanzaba las 29.000 libras.
Teniendo en cuenta que las pérdidas de la Corona inglesa debidas a la derrota
habían superado las 160.000 libras, el negocio no podía ser más ruinoso para
Isabel I, también llama la «Reina Virgen».
Ante la magnitud del desastre, las autoridades inglesas
nombraron una comisión para tratar de esclarecer las causas de la derrota, pero
pronto el asunto fue enterrado debido a conveniencias políticas y
propagandísticas. Por su parte, el hasta entonces considerado azote de los
españoles, el filibustero sir Francis Drake, quedó condenado a un casi total
ostracismo tras el fracaso, asignándosele la dirección de las defensas costeras
de Plymouth y negándosele el mando de cualquier expedición naval durante los
siguientes 6 años. Cuando finalmente se le concedió la oportunidad de
resarcirse del fracaso de 1589, otorgándosele el mando de una gran expedición
naval contra la América española, de nuevo volvió a guiar a sus hombres al
desastre, finalmente perdiendo la vida él mismo en 1595 en combates contra
fuerzas españolas destacadas en el mar Caribe. Y es que «ser un avezado
corsario, no faculta para ser un gran almirante».
La guerra anglo–española fue muy costosa para ambos
países, hasta el punto de que Felipe II tuvo que declararse en bancarrota en
1596, tras otro ataque a Cádiz. Después de la muerte de Isabel I, y la llegada
al trono de Jacobo I, rey de Escocia e hijo de María Estuardo, en 1603, éste
hizo todo lo posible por terminar con la guerra. La paz llegó en 1604 a
petición inglesa. Las cláusulas de la misma se estipulaban en el Tratado de
Londres, y resultaron muy favorables a los intereses españoles. Ambas naciones
estaban ya cansadas de luchar, pero especialmente Inglaterra, que en aquel
momento era tan solo una potencia media y que estaba luchando en ese momento
contra la monarquía más poderosa de Europa, y más cuando ya no podía sostener
los costes de un conflicto que fue muy lesivo para su economía. A raíz de este
acuerdo de paz, Inglaterra fue capaz de consolidar su soberanía en Irlanda,
además de ser autorizada a establecer colonias en determinados territorios de
América del Norte que no revestían interés para España. Por su parte, los
ingleses debieron abandonar su pretensión de controlar las rutas comerciales
entre Europa y América, y su promoción de flotas corsarias contra España, cesar
en su apoyo a las revueltas en Flandes, y permitir a las flotas españolas
enviadas para combatir a los rebeldes holandeses utilizar los puertos ingleses,
lo cual suponía una total rectificación en la política exterior inglesa.
Tras la derrota de la Contraarmada, España reconstruyó su
Marina de Guerra, que rápidamente incrementó su supremacía marítima hasta
extremos superiores a los de antes de la Felicísima Armada. Dicha supremacía duró
casi 50 años más, hasta la batalla naval de las Dunas, en la que Holanda
comenzó a asomar como nueva potencia marítima. Inglaterra no emergería
definitivamente como primera potencia naval hasta la guerra de Sucesión
Española, en 1700–1715. Aunque durante el protectorado de Oliver Cromwell, la
marina inglesa venció repetidamente a la holandesa en la primera guerra anglo–holandesa.
Galeón español del siglo XVI |
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