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viernes, 4 de agosto de 2017

1914: La destrucción de la paz y el fin de la Belle Époque

En la actualidad viajar por los países que componen la Unión Europea supone atravesar un paisaje determinado por la prosperidad y la abundancia. Entre las zonas comerciales, residenciales, las autopistas y los grandes bloques de apartamentos en las ciudades-dormitorio construidas a partir de los años 1960 en los extrarradios de las grandes urbes, se encuentran las fábricas, los ferrocarriles y las casas de vecindad de la industrialización del siglo XIX, y en medio de todo esto subsisten las huellas de un pasado ancestral hecho de iglesias, palacios, casas coloniales, mausoleos, monumentos y edificios lujosos: mudos testigos de un pasado glorioso que despareció hace mucho tiempo. Al contemplar este paisaje, un viajero americano, por ejemplo, podría concebir la historia de Europa como una apacible carrera hacia el desarrollo económico y la integración supranacional que hoy imperan, aunque con diferentes niveles de entusiasmo. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, el Viejo Continente sufrió las calamitosas consecuencias de dos guerras mundiales que se desarrollaron en suelo europeo y que involucraron a casi todas las naciones, casi con la única excepción de España que no participó en ninguno de los dos conflictos. 
En el llamado «periodo de entreguerras», Europa sufrió la ruina de la posguerra a partir de 1919, el empobrecimiento, la miseria, el estancamiento industrial y el cataclismo político con la aparición de los regímenes totalitarios: el fascismo y el comunismo. Las huellas de aquella época trágica han quedado grabadas en el escenario actual, aunque distinguirlas requiere un examen más atento. La impronta dejada en las generaciones que vivieron en la primera mitad del siglo XX, no se borraría en toda su vida. Supuso dos grandes guerras separadas por veinte de años de una paz precaria, aunque a medida que se alejan de nosotros parecen mezclarse como si fueran episodios de un único conflicto que empezó en 1914, y que no finalizó hasta 1945.

La Primera Guerra Mundial, que se originó en el corazón de Europa, se convirtió en un conflicto mundial que puso fin a casi un siglo entero de paz desde la derrota de Napoleón y la celebración del Congreso de Viena en 1815. Congreso al que no fue invitada España, del mismo modo que fue excluida del las conversaciones de paz en Utrecht en 1714. Sin proponérselo, las potencias europeas le hicieron un gran favor a España excluyéndola del nuevo diseño de Europa y de los imperios centrales, pues las raíces del conflicto de 1914 se remontaban varios siglos en el tiempo y tenían su origen en el antagonismo secular que enfrentó a franceses y alemanes desde los tiempos del Sacro Imperio, y que acabaría heredando Austria-Hungría. En su afán por eliminar a España del escenario continental en 1714, rubricándolo en 1815, franceses, austriacos y británicos dejaron las manos libres a un estado alemán que habría de convertirse en la potencia germánica hegemónica: Prusia. Austria fracasaría en su intento de unificar a todos los pueblos germánicos bajo la corona de los católicos Habsburgo, pero la protestante Prusia, que salió vencedera de Austria en 1866, y que derrotó a Francia en 1871, se convertiría en flamante primera potencia continental, y en 1914 su Ejército y su Armada estaban en disposición de desafiar a los integrantes de la triple alianza formada por Gran Bretaña, Francia y Rusia. 
En 1914, no obstante, nada hacía presagiar a los confiados europeos que iba a desencadenarse una terrible tragedia a partir del asesinato de un archiduque austriaco en Sarajevo, una ciudad bosnia que pocos habrían sabido situar en los mapas de la época. A pesar de las décadas de tensa paz que precedieron al conflicto, una época conocida como «Paz Armada», los europeos no habían eliminado de su memoria las guerras anteriores y su recuerdo, más o menos idealizado, formaba parte de la cultura y el folclore popular. Hasta el siglo XVIII, Europa había conocido pocos años de paz y era habitual que alguna de las grandes potencias iniciara un conflicto. A la finalización de las guerras napoleónicas a principios del siglo XIX, surgió el concepto actual de largas décadas de paz interrumpidas periódicamente por conflictos localizados de baja intensidad, o por guerras coloniales que se desarrollaban en Asia o África. Tanto las declaraciones de guerra, como los tratados de paz del siglo XVIII, solían incluir a los territorios europeos de ultramar en América. Por lo que puede decirse que América era una extensión de Europa, más que una colonia al uso.

La paz que se impuso en 1815, incluso en el sentido más simple de ausencia de matanzas, era un fenómeno absolutamente nuevo en Europa. No se había conocido nada parecido desde los mejores tiempos del Imperio Romano. Quizá por ello, los europeos no eran conscientes de lo que estaban a punto de perder en aquel caluroso verano de 1914. 
Aquella «Paz Armada», sin embargo, era frágil. A mediados del siglo XIX se produjeron cinco conflictos armados de alcance medio: la guerra de Crimea de 1854-1856; la guerra de Italia de 1859; la guerra de las siete Semanas en 1866; la guerra franco-prusiana de 1870-1871; y la guerra ruso-turca de 1877-1878. España, por su parte, se enfrentó al desafío de las guerras civiles carlistas; a la guerra del Pacífico en América; a la guerra de África de 1859-1860; y a la guerra en Cuba y Filipinas que culminaría en 1898 con la intervención de Estados Unidos contra España. 
Además, durante los años anteriores a 1914 varias potencias europeas se enzarzaron en guerras coloniales, más o menos importantes, localizadas fuera del continente: Gran Bretaña contra los bóers de Sudáfrica en 1899-1902; Rusia contra Japón en 1904-1905; España en el Rif en 1909, y de nuevo en 1921; e Italia contra los turcos en Libia en 1911-1912. Los países balcánicos lucharon unidos contra Turquía y luego unos con otros en el decurso de las guerras de los Balcanes de 1912-1913. 
Queda patente con este breve repaso a los conflictos bélicos previos a la Gran Guerra de 1914-1918, que la paz en Europa nunca fue absoluta, sino más bien la ausencia de grandes conflictos armados continentales como lo habían sido en su día la guerra de los Treinta Años (1618-1648), la guerra de Sucesión Española (1700-1714), la guerra de los Siete Años (desarrollada también en América entre 1756-1763) y las guerras napoleónicas de 1799-1815. 
Las décadas anteriores a la guerra se vieron salpimentadas con abundantes crisis diplomáticas cada vez que las potencias europeas chocaban con lo que consideraban que eran sus intereses vitales y los hombres de Estado discutían si debían conformarse con soluciones de compromiso o combatir. A veces las crisis no eran más que incidentes aislados que se producían en una rápida sucesión de airadas disputas que solían ser calificadas de «provocaciones». Así fue en la década de 1880 y luego de nuevo entre 1905 y 1914. 
Desde la unificación de Alemania en 1871, este país aspiraba a crear un gran imperio colonial en África como Francia y Gran Bretaña lo habían hecho a lo largo del siglo XIX. El primer choque importante se produjo en el Norte de África, y para evitar una guerra las grandes potencias reunidas en Algeciras en 1906 acordaron que la zona del Rif se convirtiese en un Protectorado español. Francia, y sobre todo Gran Bretaña, no querían que Alemania se hiciese con territorios en Marruecos que pudiesen servirle a su Flota de guerra de base de operaciones que pusiese en peligro la base naval británica de Gibraltar y el control de Estrecho por parte de la Royal Navy. Anteriormente, Alemania había intentando apropiarse de las islas Marianas y del archipiélago de las Carolinas, bajo soberanía española. La mediación del papa Benedicto XV evitó una guerra entre Alemania y España en el Pacífico Sur.

Aunque España no intervino finalmente en el conflicto, ocasiones no le faltaron. De todos modos, sólo seis estados europeos se reconocían como grandes potencias en aquellos momentos: Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria-Hungría (imperio dividido a partir de 1867 en dos mitades, Austria y Hungría, que compartían un mismo soberano), Italia (unificada bajo la hegemonía del Piamonte en 1861), y Alemania (forjado bajo el dominio de Prusia en 1871). Aunque desiguales por su influencia política y su poderío militar, todas ellas (al menos sobre el papel) eran más fuertes que cualquiera de sus vecinas. Todas eran fruto de la violencia y todas estaban dispuestas a utilizarla. Esta predisposición a la guerra acabó siendo el detonante que la hizo estallar en agosto de 1914. 
El consenso por la paz alcanzado en Viena en 1815, se vino abajo un siglo después en la Conferencia de Londres de 1912-1913, que se reunió para discutir las consecuencias de las guerras de los Balcanes. Austria-Hungría y Alemania no tardaron en levantarse de la mesa de negociaciones, negándose a que Gran Bretaña actuase como árbitro de Europa. En 1914, tras el asesinato del archiduque austriaco Francisco-Fernando el 28 de junio, el gobierno de Londres intentó mediar de nuevo entre austriacos y serbios. Los primeros rechazaron de nuevo la invitación al diálogo porque deseaban anexionarse la antigua provincia otomana de Bosnia-Herzegovina, de mayoría musulmana, y contaban con el apoyo del káiser Guillermo II de Alemania. 
En algunos aspectos, el mundo en 1914 no era muy distinto del actual. El progreso tecnológico, económico y social había estimulado lo que hoy llamaríamos globalización y democratización. No eran pocos los que pensaban que una guerra de proporciones mundiales era impensable, precisamente debido a los vínculos comerciales y financieros que unían a las grandes potencias, y que se suponía que estaban muy por encima de los intereses políticos de las naciones y del bienestar debido a sus ciudadanos. Los hechos acabarían desmintiéndoles; la industrialización hizo que la guerra tuviera consecuencias devastadoras, y la democratización de la guerra sólo sirvió para que más obreros y campesinos fuesen reclutados para morir en las trincheras al lado de sus aristocráticos oficiales.


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